Mi nombre es Carlos, soy diplomático de carrera, de origen humilde. Cuando digo humilde, digo de verdad humilde. Mis padres son campesinos, terminé el bachillerato en un pueblito de la costa, fui a una universidad pública porque   ellos jamás habrían podido pagar una privada, estudié con una beca porque jamás habrían podido sostenerme en otra ciudad; pasé hambre estudiando como tanta gente estudiando y mi primer trabajo después de graduarme de ingeniero fue como obrero en una fábrica de carrocerías. Siempre he sido un perfecto don nadie o, en términos de Eduardo Galeano, he sido un Nadie: alguien sin vínculos, sin contactos, sin palancas ni familiares en grandes cargos, sin demasiadas esperanzas.

Esta no es una vindicación ni una historia de superación. Soy consciente de que la convergencia de varios factores ha hecho mi vida: el trabajo duro, indudablemente, pero también algunos privilegios, la frecuencia de la literatura, algunas decisiones extrañas, ciertas ventajas y, por supuesto, el inevitable azar.

Antes de ser diplomático de carrera trabajé en las cosas más disímiles: fui obrero de construcción por años, dicté clases particulares mucho tiempo, fui periodista unos meses, escritor fantasma ocasionalmente, cultivé fríjoles un semestre, pasé por la triste experiencia de los contratos de prestación de servicios por meses, fabriqué quesos y lácteos el año anterior a presentarme a la carrera diplomática. Cuando uno es de pueblo, sabe que no tiene muchas opciones. Normalmente, o se va del pueblo y prueba suerte a ver si algo le sale o se queda y se dedica a la política (a la politiquería) porque las principales fuentes de empleo de la mayoría de los pueblos son la alcaldía y las instituciones públicas.

En algún momento, cansado de dar tumbos de un trabajo a otro, y ante la desazón de volver a enfrentarme a los contratos de prestación de servicios, decidí buscarme un empleo fijo presentándome a los concursos públicos. Mi idea era ser profesor. Me encanta la educación, así que quería presentarme al concurso docente, pero no estaba abierto en ese momento. Decidí presentarme a otros concursos mientras tanto. Me presenté a la DIAN y al INVIMA. A última hora, me enteré de que había un concurso para ser diplomático. Me asombró. Siempre creí que los diplomáticos eran amigotes de algún político que conseguían puestos a punta de favores. No consideré que existiría la menor posibilidad de que me aceptaran, pero de todas formas decidí presentarme. Después de todo, era gratis.

Hoy, después estar al frente de tres consulados y ejercer diversos cargos a lo largo de diez años de carrera, considero que presentarme al concurso de la carrera diplomática y consular fue una de las mejores y más extrañas decisiones que he tomado en mi vida. He pagado costos personales altos, de nada sirve negarlo, pero es indudable que he vivido experiencias que alguien como yo jamás habría tenido la oportunidad de experimentar de otra manera.

La razón por la que ingresé a la Cancillería y no a la DIAN o al INVIMA es porque recibí primero los resultados del concurso de ingreso a la carrera diplomática y consular. Este es uno de los concursos más transparentes y eficientes del Estado. Es por eso por lo que se constituye uno de esos pocos espacios que los Nadies tenemos para acceder a cargos públicos de alto perfil sin necesidad de padrinazgos, sin estar buscándole votos al político de turno, sin tener que rebajarnos. Para la gente de las grandes ciudades esto podrá parecer una exageración, pero es que no entienden las dinámicas de las pequeñas ciudades, de los pueblos, del campo. En las grandes ciudades existe un mercado laboral amplio y uno puede ser competitivo estudiando, preparándose, destacando en el trabajo (a veces); en el resto de Colombia muchas veces esto es irrelevante.

Es indudable que la carrera diplomática aún tiene sesgos socioeconómicos estructurales: la mayoría de la gente que ingresa es de las principales capitales, muchos provienen de los sectores más privilegiados; eso no significa que carezcan de las competencias y habilidades para ser diplomáticos de carrera, todo lo contrario; pero sé (realmente lo sé) que hay personas de los sectores menos privilegiados que también tienen las competencias y habilidades para ingresar, pero no tienen la oportunidad de hacerlo. Es algo en lo que tenemos que seguir trabajando.

Es indudable que la carrera diplomática tiene este tipo de sesgos en su ingreso, como los tiene casi toda la función pública, pero también es indudable que es también uno de los pocos espacios en donde existe una posibilidad clara de que los Nadies entremos por nuestro propio mérito. Esta es una de las razones por las que la defendemos tanto: nadie duda de la transparencia de nuestro proceso, del mérito de nuestro esfuerzo; nadie duda de que es posible convertirse en diplomático de carrera sin necesidad de ser “Alguien”.

Defendemos la Carrera de muchas maneras: vigilando la transparencia en el concurso de ingreso, elevando nuestra voz cuando se nombran a dedo funcionarios que no tienen las competencias para ejercer los cargos para los que tanto nos hemos preparado. Es un triste mensaje el que da un gobierno cuando nombra en un cargo diplomático a alguien que ni siquiera terminó su pregrado, o que carece de la formación y la experiencia para hacer el trabajo. El mensaje que se manda es el de que no importa ni el esfuerzo ni el mérito; que lo que importa es de quién es amigo uno, a quién está arrimado; que lo que importa es si uno es “Alguien”.

Para el resto, para los Nadies, nos queda seguir luchando por estos espacios, nos queda exigirle al gobierno que los mantenga y que los fortalezca, preguntarle qué está haciendo para extender su alcance a los lugares más apartados, a la gente más olvidada. Nos queda, también, aprovechar estos espacios, participar en ellos. En este momento, por ejemplo, están a punto de abrirse las inscripciones al próximo concurso de ingreso a la carrera diplomática y consular:  https://cancilleria.gov.co/newsroom/news/cancilleria-abrira-inscripciones-concurso-ingreso-carrera-diplomatica-consular-2025

Para mí es un reto, personal e institucional, que ingrese más gente que represente a la diversidad del país, diversidad en todo sentido: geográfica, étnica, de género y, especialmente, socioeconómica. Los diplomáticos representamos a nuestro país y nuestro país es muy diverso: necesitamos contar con esa diversidad en la diplomacia.

Sé que mucha gente del pueblo todavía no cree que yo ingresé a la carrera sin un padrino político, sin una palanca, pero la verdad es que sí se puede. Uno de los grandes orgullos de mi vida (un orgullo que la gente de pueblo entiende) es poder decir que no le debo nada a nadie. Le debo, por supuesto, muchas cosas a mucha gente, pero son deudas de amor y de afecto, no deudas burocráticas ni políticas. La verdad es que sí se puede y mi lema es que, si yo pude (un tipo promedio de ningún lado, un Nadie), entonces cualquiera puede. No voy a decir que fue pan comido, pero no fue tan complicado como habría imaginado.

Yo quiero invitar a la gente a que lo intente, a la gente de todos lados. Sigue siendo gratis. Solo se necesita ser colombiano de nacimiento, tener un pregrado, no estar inhabilitado para ejercer cargos públicos y certificar un segundo idioma (este último requisito es uno de los más complicados y costosos para mucha gente, pero es insoslayable). No fue fácil, pero confieso que lo más difícil fue tomar la decisión de atreverme a hacerlo, fue imaginar que era posible. Solo por eso, vale la pena intentarlo. Presentarse no cuesta nada y puede cambiarlo todo.

*Carlos Arturo García Bonilla. Ingeniero de la Universidad Industrial de Santander con Maestría en Educación. Primer Secretario de Relaciones Exteriores. Actualmente presta servicio en la Academia Diplomática de la Cancillería.

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