El invitado

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Ladrones de libros presentes en la FILBO 2012, o Si Dios es la respuesta, la pregunta es muy estúpida, cariño

Salon de promociones- feria libro-foto bhor

Digamos que se llama Carlos. Que es flaco y alto (o lo que sea que eso signifique), nariz de loro, piernas de futbolista y mano de prestidigitador. Digamos que tiene el pelo liso y negro y largo y parece el actor indio que apoyaba al llanero solitario, o los falsos indios de los andes que tocan quenas y se visten con coronas de plumas en la cabeza en la carrera séptima. Digamos que roba libros. Cada año viene a hacer lo que solía llamar cuando lo conocí “el agosto” (entonces la feria era en agosto). No sé si ahora le diga “el abril”, porque la feria del libro fue cambiada a una temporada más seca en la que no llueve, pero diluvia.

Lo conocí en 2006 cuando conseguí un trabajo como portero del auditorio llamado José Asunción Silva para la programación académica de la Feria del libro. Él era portero del auditorio vecino, Vargas Vila. Trabajábamos, subcontratados, para la Cámara Colombiana del Libro. Nuestra labor consistía en coordinar la logística de los eventos que habrían de darse en esos auditorios: que el escritor llegara a tiempo, que el computador estuviera a la mano para las presentaciones en PowerPoint, que los vasos con agua estuviesen llenos, que la jarra de café humeante, que los pendones en la pared, que concentrar al público en las sillas del centro para que la desnudez del aula no apabullara a los escritores y sonreír a todo el mundo como reinas de la belleza. Cuando no había programación en su auditorio, Carlos podía dejar la portería y salir a ejercer su segundo empleo: robar libros. Un día llegó alardeando con un volumen monumental de Walter Benjamin extraído acaso de la Lerner (si no estoy mal y bien me acurdo el bricoleur llamado Libro de los pasajes o Arcades Projec en que Benjamin urdió solo citas ajenas y consiguió un libro hecho de otros libros, el samplingperfecto, como lo deseara y acaso logró con más sutileza -y mejor memoria- Jorge Luis Borges). Por entonces, según me dijo, era estudiante de Ciencias Sociales en la Universidad Distrital. Me enseñó el libro y dijo que de Benjamin no había leído más que unas fotocopias en clase, y que no lo iría a leer tampoco esta vez porque se lo había robado para celebrarle el cumpleaños a una amiga intelectual y comunista cuyas piernas pensaba ablandar con aquel “detallazo”.

Recuerdo que en esa misma feria tuve otro amigo que trabajaba como vigilante y promotor en el stand de Fundalectura. Más que cuidar y vender, mi amigo holgazán iba a leer al stand. Yo pasaba a las tres para tomar café gratis en la greca de Fundalectura y ese día lo encontré feliz y embebido en la edición de todos los poemas de Raúl Gómez Jattin editados por el Fondo de Cultura Económica (en realidad no estaban todos los poemas de Jattin porque faltaban los compilados por su amigo Burgos Cantor en una cartilla póstuma, y en realidad no es un Fondo de Cultura Económica sino de cultura costosísima) y me dijo que en la única adquisición que se daría el lujo de comprar con su trabajo era aquel libro. Volví a pasar a las seis, durante una hora muerta en mi auditorio, y esta vez lo encontré pálido, ensoberbecido, desesperado, porque acaban de robarle el libro de Jattin en sus propias narices, y ahora se lo iban a tener que descontar del sueldo, los tacaños de Fundalectura.

Debo aclarar que éramos todos estudiantes de humanidades que trabajábamos en una Feria de libros, pero que no nos alcanzaba para comprar ninguno. Finalmente, y por suerte para él, no se lo descontaron, porque ese año hubo altos réditos para Fundalectura y les condonaron los robos.

Después de oír su tragedia minúscula regresé a mi auditorio para la presentación de los escritores Bogotá 39 y me encontré con Carlos que se relamía los bigotes a la entrada de la sala Vargas Vila ante el puñado de colegialas atraídas por el físico del jovencísimo escritor Antonio Ungar (que no fue muy elocuente) y por la presentadora de su libro, la cantante Andrea Echeverry del grupo Aterciopelados que pasó de convocar multitudes rockeras a fanáticas esotéricas.

Carlos veía a las fanáticas de ese desconocido escritor, quien acababa de ser incluido en una lista de autores como promesa de la literatura colombiana, y al acercarme a Carlos lo primero que enumeró fue las mil acrobacias que sería capaz de hacerles en la cama, a las fanáticas, de haber sido ser él la estrella del día.

El público acabó de ingresar a los auditorios, las puertas se cerraron y entonces Carlos extrajo de los bolsillos del chaleco de dotación (unos anchos bolsillos cuadrados de casaca militar) esa edición de los poemas completos de Raúl Gómez Jattin editados por el Fondo de Cultura Económica que me dejó petrificado. Ante mi consternación, con las pupilas dilatadas por el brillo triunfal, blandió su nuevo trofeo. Dijo, divertidísimo, que se lo acababa de robar “en la jeta” a un pobre hijueputa que vigilaba el stand de Fundalectura.

De modo que, cuando volví a verlo ayer, seis años después, en el pabellón de editoriales extranjeras de la Feria del Libro 2012, fue fácil reconocerlo. (Fue él quien se encargó de crear un código en clave para enterarnos, vía radioteléfono, de que había en un auditorio repleto de mujeres bonitas o copas de vino y pasabocas: “Hay un 555 en el Madre Josefa del Castillo, a las 3:00 en punto” “Un 957 en el Jorque Isaac a las 7:00 en punto”. Era un código que acordamos por convención los Jefes de sala desde que, en la central de radio, nos habló la histérica a quien teníamos por superiora para regañarnos y recordarnos que los promotores de la Cámara Colombiana del Libro teníamos prohibido tomar vino y comernos los pasabocas y menos hacerlo con el chaleco distintivo de la organización -“qué falta de clase”, gritaba, en medio de las interferencias, con su voz afectada y las oclusivas aspiradas de egresada de una universidad de élite bogotana, “y absténganse de venir con sudadera, o sea”. Lo decía por mí, claro, porque había osado asistir a mi trabajo con un pantalón a rayas que compré a los Hippies justo con el sueldo exiguo que nos malpagaban…-) Después de enterarnos que a la salida de cierto auditorio había un 555, es decir damas, vinotinto y pasabocas, nos quitábamos los chalecos y nos camuflábamos entre la gleba para ir a degustar.

Ahora tuve que esconderme para que no me reconociera. Empecé a seguirlo de cerca para tratar de entender sus movimientos y elecciones a la hora de elegir un libro para su colección. Era todo un profesional de la táctica y la distracción: no entraba en un stand de libros nacionales o con precios rebajados. Prefería los más ostentosos y los importados. No permanecía más de cinco segundos frente al mismo anaquel. Se movía todo el tiempo a saltos rápidos y se detenía por unos segundos a repasar con su mirada llena de astucia los ejemplares de lujo. ¿Para ubicar las cámaras de vigilancia acaso? No lo sé. No vi ninguna. Pero no actuaba tampoco como quien quiera pasar desapercibido. Sonreía. Coqueteaba con las dependientas. Primero entró al stand de Editorial Planeta, pero pasó muy rápido por allí como si no le interesara nada de aquella oferta reciclable. Luego entró al Fondo de Cultura Económica, pero salió de arrebato, tal vez porque había más empleados que compradores a esa hora. Saltó al pabellón de Random House y se detuvo frente a una colección monumental de Connolly (hasta a mí me hubiera gustado robarla) pero no intentó nada y mi fuero interno supuso que la razón era el tamaño descomunal del volumen: demasiado gordo para los bolsillos de su chaqueta de dril como para correr el riesgo de ser capturado en flagrancia. La verdad es que pareció no reconocer, ni importarle ese autor exquisito. Se interesó más por la portada del último libro de Santiago Gamboa (una anoréxica en paños menores que mira por una ventana a la ciudad, multiplicada por cien para vender por saturación). Tomó un ejemplar, leyó en su contraportada y luego lo devolvió al anaquel con una expresión de desinterés anémico. Tomó y dejó otro volumen no supe de qué, pero finalmente tampoco parecía estar allí lo que buscaba, así que salió de Random House y ahora ingresó al pabellón de saldos de Panamericana. Allí deambuló por la zona de Literatura Universal y luego por la de autoayuda, pero solo tomó un libro de aquellas 17 toneladas de papel impreso del que alcancé a captar su título arcano: “Dios mío, ¡por qué!”.

Entonces se encaminó a la salida. Llevaba el libro en la mano y caminaba con la resolución de un bandolero que conoce su manigua. De manera que cuando pasó las cajas registradoras, sin pagar, y atravesó el detector de metales sin que sonara y salió del pabellón sin que las porteras se percataran del libro que llevaba en la mano, a la vista de todos, con la mayor naturalidad del mundo, el más asustado de los dos era yo.

Me apresuré para salir y tratar de alcanzarlo. Di un rodeo para retomar en su dirección y tropezarme con él de modo casual. Quería entrevistarlo como ladrón de libros: otro espécimen amenazado -como las ferias- de extinción gracias al paradigma digital. Quería que me explicara cómo había empezado esa pulsión, cómo seleccionaba su catálogo de extracciones, por qué había elegido un libro religioso en lugar de una novela, qué había sido de su vida en esos años como para robar un libro con semejante título y recordarle el grafiti que sopleteó mi amigo Víctor en la calle 19 y que dice en su sapiencia proverbial: “Si Dios es la respuesta, la pregunta es muy estúpida”. Quería preguntarle si había terminado de estudiar la licenciatura en Ciencias Sociales, o si había fundado una librería.
Caminé hasta él, de frente, para golpear su hombro con mi hombro pero, aunque lo hice, y con la fuerza suficiente como para hacerle retroceder (y además lo miré con una sonrisa familiar de viejos amigos que vuelven a verse) él a mí no me reconoció, sino que se quedó viendo a los dos policías que le bloqueaban el paso detrás de mi y que le dijeron: “usted, sí, usted, venga, abra la chaqueta”. Retrocedió dos pasos y dijo que el nuevo código de policía les impedía requisarlo y manosearlo sin orden judicial. No parecía sobresaltado sino indignado con la acusación tácita. “Entonces vamos al CAI”, dijo la mujer policía, tomándolo de una hombrera. Vino luego una pequeña escaramuza en la que alcancé a oír en su alegato que lo trataban así sólo porque había venido a hablar a la Feria de Derechos Humanos. Los policías se rieron. “Sí, dijo la mujer policía y corrigió su frase: para robar libros de Derechos Humanos…”

Se lo llevaron hacia la puerta de la feria y me quede perplejo y con un sabor rugoso en la boca, como si al que se hubieran llevado por robo en flagrancia fuera mi propio hermano (y yo no hubiera intentado nada por ayudarlo a librarse.)
La gente seguía pasando.

Desde un pendón de cinco metros de altura la cara burlona de Steve Jobs me miraba inmarcesible y déspota, como si hubiera destronado a Dios, o posara para un lienzo de Leonardo da Vinci.
Un olor a crispetas caramelizadas venteaba en mi dirección.
Sentí hambre y frío y desamparo.
Ya caía otra vez la lluvia enferma sobre Bogotá.

Fotos: Stanislaus Bhor*
Stanislaus Bhor* Blogger invitado http://www.unahogueraparaqueardagoya.blogspot.com/

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