Nadie se inventó la corrupción; es una sombra, una presencia que acompaña la historia humana, siempre al asecho de las oportunidades. A la corrupción la detiene o al menos la dificulta, el sentido de comunidad, de bien común, de destino compartido, de control social, que permite relaciones más directas, no intermediadas, entre personas y grupos humanos, donde se dan un orden y unas reglas consuetudinarias, que sucumbirán en el anonimato, con la progresiva masificación de la vida social que, literalmente evapora las relaciones, no solo entre las personas sino con sus obras y su accionar. Esas relaciones van siendo reemplazadas por el egoísmo que desde siempre está presente en la condición humana y que en la sociedad actual no encuentra una fuerza que lo confronte y neutralice.

Esa sociedad, originalmente acotada, limitada cuando no encerrada, con el avance de los tiempos modernos, poco a poco se ha abierto como espacio de vida y de producción e intercambios, con lo cual las relaciones sociales empiezan a extenderse y a perder intensidad.

En estos tiempos, al revés de lo que muchos piensan, la corrupción ha  encontrado el terreno abonado, por el  repliegue de la presencia estatal en la vida económica, fruto de los  proceso de privatización o  desestatización, y  de globalización o desnacionalización de las economías, por el  avance del “mercado libre” como  eje y motor de la economía y en general de la vida social. Se consolidó entonces el reino de la mercancía, donde todo tiene un precio, se compra y se vende; y el poder del ciudadano es su capacidad adquisitiva, sus ingresos. Ya lo importante no son los derechos y las relaciones de las personas con una autoridad que vela por su respeto y cumplimiento; ahora es el poder económico al desnudo, bajo el imperio de la ley de la selva de un poder sin atenuantes, el del más fuerte económicamente.

Quedó arrinconada la corrupción tradicional del que le roba directamente la plata al otro o que intriga para obtener puesto en la nómina (“que tiemblen los porteros”, se decía cuando se aproximaban las elecciones) que, frente a lo actual, son meros pecados veniales. Hoy, la significativa es la surgida de todo tipo de maromas y trapisondas para quedarse con el contrato de una obra pública, que antes hacía directamente el Estado, con su personal y burocracia. Es el escenario establecido por la filosofía neoliberal vigente, con su paso del Estado ejecutor al Estado contratista. Los pequeños robos y trampas de ayer fueron desplazados por la corrupción en grande permitida por la captura por intereses privados, de la contratación del Estado. Contratación pública que se disparó, enmarcada en el exabrupto jurídico de realizarse con las normas vigentes para la contratación entre particulares, puerta de entrada de la actual corrupción.

Hoy estas políticas de corte neoliberal, empiezan a ser cuestionadas y revisadas.  En ese escenario es urgente tomar medidas para darle la mayor transparencia posible a la contratación de la obra pública y para ello la medida   clave es someterla al proceso licitatorio y limitar la contratación directa a casos determinados y claramente definidos en las normas. El camino de solución son licitaciones con reglas y procedimientos claros y concretos, para garantizarle  al proceso contractual, efectividad y en transparencia. Complementado con un proceso efectivo de control de la contratación y de la ejecución de lo contratado. En este punto, la experiencia del control previo debe evaluarse, pues con todo y sus problemas, que son corregibles, fue un procedimiento valioso; permitiría una ejecución de obra pública eficiente, transparente y responsable, complementada con la introducción de un actor que antes no existía, el ciudadano y su capacidad para  controlar la obra pública que, en todas sus etapas, facilitado por el proceso de descentralización y de fortalecimiento de las instancias regionales y locales, que acercan e involucran al ciudadano y a sus organizaciones, facilitándoles el  ejercicio del control de la inversión pública.

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