Contar con un mundo unido es utopía de desconocedores de las verdaderas posibilidades de progreso de la condición humana. Aún así, la idea sirve todavía como quimera de imperialistas radicales, de ilusos sin experiencia, o al menos de optimistas irredimibles, que es lo mejor.
La Asamblea General de las Naciones Unidas debería ser, con semejante nombre, punto de encuentro de gobernantes del mundo entero para hablar de asuntos de interés común, que sí que los hay. Pero nadie puede obligar a uno u otro estado a concurrir a ese foro y mucho menos a hablar de una u otra materia. Así que cada quién se aparee allí a decir lo que bien le parezca.
La reunión se anuncia como un “encuentro de los líderes del mundo” que en realidad no tiene lugar. Ya se sabe, y lo repetimos cada septiembre, que la Asamblea queda convertida en pasarela de gobernantes que hablan allí casi siempre ante un salón desocupado o somnoliento, a sabiendas de que el mundo no los escucha, porque no le interesa lo que digan o dejen de decir. De manera que los destinatarios del mensaje terminan por ser sus compatriotas, que lo reciben con emoción similar a la de ver a un familiar en la televisión.
No obstante, la convocatoria a los gobernantes del mundo no merece semejante condena a la esterilidad. La falta de interés, y el precario valor político de lo que allí se diga, denota una falla en la vigencia de una organización que exige modificaciones que hay que conseguir antes de que los hechos conduzcan a su completa inocuidad.
Con motivo de la reciente asamblea, algunos pensaron que en el mundo existe una profunda división por la guerra de Ucrania. Problema de ricos que puede salpicar a los pobres, que miran el espectáculo de una guerra costosa con la que nada tienen que ver. Otra vez los poderosos dedicados a la práctica de uno de sus deportes favoritos, la guerra, que se pueden dar el lujo de costear, o que disfrutan como productores de armas, negocio “lícito” que produce mejores ganancias que el peor de los ilegales.
Sin perjuicio de los llamados de rigor al cese de esa guerra, en la asamblea de este año se puso en evidencia una vez más la creciente distancia entre Norte y Sur. Circunstancia que no pasó desapercibida en medio de la carrera sin reglas entre los países que compiten por ser potencias del siglo XXI. Para ellos, aparte de su confrontación directa, resulta interesante participar en la competencia por conseguir la amistad, interesada, de quienes tienen necesidades, pueden adquirir compromisos que impliquen buenos negocios, y votan en el seno de organismos internacionales.
Desde la perspectiva de estos últimos, no se puede equiparar la guerra de Ucrania, motivada por la ambición de uno de esos personajes que afloran cada rato como monstruos de pantano, con la crisis climática o la persistencia de la desigualdad, el déficit de bienestar, la pobreza el hambre y la enfermedad en amplios sectores de la humanidad.
Para nadie es un secreto que el mundo ha cambiado, como lo demuestra la desaparición de la inmundicia en la que vivían las capitales imperiales europeas hace apenas dos siglos. Por lo cual no se debe incurrir en la indecencia de ignorar la persistencia de esos problemas en otras partes, ni hacer oídos sordos a los reclamos que surgen en busca de ayuda, más allá del tradicional discurso antiimperialista, en busca de un lugar decoroso en el mundo de mañana.
El problema es que, si bien las Naciones Unidas son escenario de reclamos, altisonantes o desordenados, folclóricos o desesperados, en busca de un arreglo más equitativo de las cargas del desarrollo, allí no se dan necesariamente las discusiones de verdad entre quienes pueden actuar. Discusiones que se tramitan más bien en toda una serie de foros, agrupaciones y convites, que van del G7 al G77 mas China, que para esos efectos juega en el equipo del Sur.
Resulta preocupante, como expresión espontánea y de pronto involuntaria desprecio hacia las Naciones Unidas, el hecho de que, de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad, cuatro no se hubieran hecho presentes, con sus gobernantes titulares, en la asamblea que acaba de concluir. Como si no quisieran asistir a una fiesta de otra casta, que no merece su atención. Sólo asistió el presidente de los Estados Unidos, anfitrión geográfico de la reunión.
Para completar el espectáculo, la reunión de Consejo de Seguridad, inmediatamente posterior a la asamblea, contribuyó a producir una nueva muestra de inutilidad de la Organización. Se discutió sobre la guerra de Ucrania. Entonces Rusia, agresora y violadora de la propia carta de Naciones Unidas, neutralizó cualquier discusión, en ejercicio del poder de veto que mantiene, a pesar de que ya no es la Unión Soviética, superpotencia vencedora de la Segunda Guerra Mundial, sino una de sus partes, con sueños de poder que ya no tiene, incapaz de derrotar a una de sus antiguas hermanas, a la que previamente había despojado, “por las buenas”, de su armamento nuclear, con la aseguranza de su protección.
Todo esto, poco a poco, con diferentes intereses y desde distintos rincones, parecería abrir paso a la idea la agrupación formal del tumulto del “sur global “. Concepto que molesta a muchos e ilusiona a otros, y que, planteado en términos de confrontación, correspondería a la tradición de los movimientos revolucionarios de hace más de medio siglo, y podría terminar en el desencanto.
Mientras avanza, entre pocos países, y bajo la sombrilla aparente de la noble causa del cuidado ambiental, una feroz competencia por el mercado de los automóviles eléctricos, se acelera la presencia de la inteligencia artificial en beneficio de ciertos sectores de la población mundial, y aumenta la distancia de estos respecto de los demás, sumidos en problemas que se agravan día a día. Con lo cual crecen las posibilidades de crisis que terminarían por empujar hacia nuevas improvisaciones de arreglos institucionales que se vienen a consolidar después de una tragedia. Como pasó en dos ocasiones el siglo pasado.
Resulta inútil, anacrónico, y hasta pernicioso, insistir en la inamovilidad de las Naciones Unidas bajo su forma actual. Son desorientadoras esas simulaciones que tanto entusiasman a nuestros jóvenes respecto de una organización cada día más anacrónica e inútil, pero también más necesaria. De manera que, al tiempo que se promueve su reforma en el escenario de la vida política internacional, el ejercicio a realizar con ciudadanos y líderes del futuro debería ser el de fortalecer el caudal de nuevas ideas sobre la forma de adecuar ese antiguo logro institucional de la humanidad a las circunstancias del Siglo XXI, sin castigar a quienes hacen las cosas bien, ni dejar relegados a quienes también las pueden hacer.
El concepto de “desapartar” aparece en el Quijote.