Mientras el mundo observa, perplejo, el desempeño de un elenco de gobernantes erráticos, autoritarios y cada vez menos creíbles, en los días de cambio de año han salido del escenario, después de largas vidas, un estadounidense campeón del liberalismo, Jimmy Carter, un griego de la socialdemocracia, Constantinos Simitis, y uno francés de la derecha radical, Jean Marie Le Pen.
La diferencia de contexto político, cultural y comunicacional, entre la época de ejercicio de la acción política por parte de esos tres protagonistas y lo que se vive al inicio de 2025 es significativa, al punto que es difícil saber si el mundo en el que les tocó vivir y actuar era mejor o peor que el de nuestros días.
En cambio sí que es nítido, haciendo caso omiso de admiración o afinidades personales, que cada quién estuvo identificado con un proyecto político definido, y que todos fueron consecuentes con sus principios y valores. Fieles a ellos transitaron por la vida pública, arrastrando defectos o haciendo brillar virtudes, según el gusto de quien ahora los juzgue, afrontando los fracasos inevitables de la vida en medio de elogios y críticas, siempre dentro del marco de sus creencias.
Cuando Simitis gobernó la República Helénica, por ocho años, en desarrollo del proyecto socialista desatado por Andreas Papandreou, a quien sucedió como primer ministro, era tiempo de un entusiasmo popular efervescente por la fórmula de la socialdemocracia y la acción integral del Estado en los más variados aspectos de la vida griega. Simitis debía hacer realidad las promesas de redención social del Partido Socialista Panhelénico, ΠΑΣΟΚ, del que era cofundador, y profundizar los vínculos de Grecia con la Unión Europea y dirigir la entrada a la unión monetaria, que vino a reemplazar el Dracma legendario por el Euro.
Amigos y adversarios reconocieron que su tarea había sido impecable. Otra cosa es que, más tarde, el proyecto de su partido se desdibujara, a partir del abuso de beneficios estatales que pasaron a favorecer la haraganería y la pereza, que no estaban previstas en el programa de un partido que esperaba una respuesta social más entusiasta con sus propósitos y menos abusiva de sus bondades.
Le Pen jamás llegó a gobernar a Francia, pero a la hora del cambio de siglo sacudió el entramado de la vida política de su país de manera tal que rompió la marcha triunfal del Partido Socialista, que en cabeza de Lionel Jospin aspiraba a pasar de la jefatura de un gobierno de “cohabitación” a la Presidencia de la República para redondear la tarea de François Mitterrand, “último rey de Francia“.
Al quedar Le Pen en segundo lugar en la primera vuelta de la elección presidencial de 2002, llegó a disputar la final con el liberal-conservador Jacques Chirac, que precisamente por el miedo a Le Pen resultó elegido con los votos de todos los que se oponían a la derecha radical del Frente Nacional, incluyendo los socialistas.
Desde entonces el partido de Le Pen, de cuya dirección fue expulsado más tarde por su propia hija, Marine, que ya había sido designada por él como sucesora política, no ha hecho sino crecer. Pero no sólo eso, sino que el aumento sostenido de su militancia, con éxito indudable tanto en las elecciones europeas como en las parlamentarias, le ha vuelto protagonista y árbitro de la viabilidad de los gobiernos de ahora, luego de superar tanto al centroderecha de la tradición del General De Gaulle como al histórico Partido Socialista. Todo con la reiteración de reivindicaciones nacionalistas, antiinmigratorias y euroescépticas que le permiten a Marine seguir siendo una opción para las elecciones presidenciales de 2026.
Jimmy Carter, que nació antes de los dos anteriores y llegó a completar cien años de vida, fue un agricultor provinciano que, con su lógica elemental, convenció primero a los electores del Estado de Georgia para lo eligieran gobernador y luego pudo seducir a los de los demás Estados Unidos para llegar a ser presidente.
Obligado, como líder de una gran potencia, en plena Guerra Fría, a ocuparse de problemas nacionales y mundiales de alta complejidad, los manejó a su manera poco ortodoxa. Algo que resultó molesto para muchos, pero que, con el paso del tiempo, ha recibido reconocimiento. Al interior de su país fue impulsor de la búsqueda de nuevas fuentes de energía, defensor de los derechos de la mujer, y, sobretodo, como estandarte del respeto universal de la voluntad popular.
Hacia afuera, la historia recordará su merecido premio Nobel de Paz, por haber obtenido, luego de un encierro creativo en Camp David con los líderes de Egipto e Israel, la paz entre esos dos países, que todavía se sostiene y sin la cual el Medio Oriente sería un infierno peor que el que hoy vive.
El estruendoso secuestro de los funcionarios de la Embajada de los Estados Unidos en Teherán, que culminó con el accidente de película de los helicópteros dedicados a rescatarlos, fue visto como un fracaso del presidente que condujo a la imposibilidad de su reelección, y eclipsó realizaciones muy importantes como la verdadera apertura de los Estados Unidos hacia la República Popular China, con la que estableció relaciones diplomáticas y a cuyo jefe Deng Xiao Ping recibió en la Casa Blanca. A lo cual hay que agregar la devolución de la Zona del Canal de Panamá a sus dueños naturales, honrando compromisos adquiridos un siglo antes.
Parece existir consenso en el sentido de que Carter, que pasó cuatro años en la residencia de gobernador, otros cuatro en la Casa Blanca, y los otros noventa y dos en su casa de campo, ha sido el mejor expresidente de los Estados Unidos. Esto por el hecho de que, luego de abandonar el poder, se dedicó a la defensa de la causa de la democracia, la limpieza de la elecciones y la defensa y promoción de los derechos humanos en los más diversos rincones del mundo.
Ejemplo de su contribución, como expresidente, a la causa de la paz, fue el encuentro que protagonizó en 1992 con Kim il Sung en el yate familiar del fundador de la dinastía comunista norcoreana, previo permiso de Bill Clinton. En esa ocasión, luego de cuatro días de visita, Carter logró desactivar una crisis que parecía no tener reversa y que habría podido conducir a una confrontación nuclear de consecuencias devastadoras, de las cuales la primera habría sido la destrucción de Seúl, y por supuesto la de Pyongyang.
No se sabe qué habría hecho cualquiera de los tres ahora desaparecidos, si le hubiera correspondido actuar en política en medio de la apatía de las sociedades contemporáneas frente a gobernantes y gobiernos, el desprecio por la clase política, la desconfianza respecto del Estado y un cierto distanciamiento de la acción política como algo inocuo o inconducente. Con el adendo insospechado de actores privados que se mueven por el mundo a la par de los Estados, con ínfulas de todopoderosos.
Lo cierto es que, en su época, la respuesta social a las propuestas de los líderes políticos llevaba la marca de un mayor compromiso popular, y no tuvieron que afrontar la oleada del fortalecimiento de movimientos sociales espontáneos, por fuera de los partidos políticos, que han decidido avanzar por su cuenta, sin prestar mayor atención al discurso de los jefes de ahora, sin que importe demasiado el debilitamiento del sistema político que sea, inclusive el de la democracia, que reclama nuevas versiones en una época de omnipresencia de las redes sociales y exigencias de reacción inmediata ante el avance implacable de la inteligencia artificial.
Con la partida de Carter, Simitis y Le Pen, una vez más podemos apreciar la fugacidad del paso de los líderes políticos por los escenarios del poder. También vemos cómo la memoria de sus ejecutorias y sus equivocaciones sale a flote como un resplandor con motivo de su muerte, mientras los movimientos políticos que alguna vez lideraron, y las sociedades que trataron de conducir, avanzan en cualquier dirección como trenes inatajables, con otra gente en la cabina de mando. Lo cual no es obstáculo para que su legado pueda servir de referencia, en cualquier sentido, para la posteridad. Aunque sean pocos quienes se interesen por buscar sus huellas, pues a la gente le puede la angustia de pensar en el futuro, que en realidad representan solo una ilusión.
Grecia, después de penalidades enormes, como consecuencia de la crisis a la que le condujo el populismo combinado de izquierda y derecha, transita hoy como uno de los vagones confiables de la Unión Europea, con alternación de tendencias y predominio reciente del centro derecha, mientras en el fondo se recuerdan la seriedad y el rigor de Simitis. Aunque el ΠΑΣΟΚ se haya desdibujado.
Francia vive los momentos más difíciles de la Quinta República, y uno de los mayores temores dentro de la ciudadanía es el del avance de la Agrupación Nacional que, como propios miembros lo afirman, es el Frente Nacional de Le Pen, “desatanizado” por su hija Marine, cuya aspiración a la presidencia resulta inquietante para la izquierda radical, el socialismo, el centro y el centro derecha, que serían capaces de unirse a regañadientes para detenerla.
En el caso de los Estados Unidos no cabe duda de que, ante la inminencia del retorno al poder de un personaje tan exótico e impredecible como el recientemente elegido, la figura de Jimmy Carter sí que va a representar la esperanza viva de millones de ciudadanos que encarnan ideales, valores morales y aspiraciones de respeto por el Estado de Derecho, el Imperio de la Ley y la inviolabilidad de la soberanía y las fronteras de los Estados, que comienzan el año bajo las nubes negras de una tormenta anunciada.