A Kamala Harris le criticaron el no haber presentado una propuesta programática de contenido profundo, como si su contendor sí lo hubiera hecho. De manera ostensible, la insuficiencia programática fue común denominador en una campaña que se tramitó a la manera de colocar uno u otro candidato como el mejor producto en el mercado, mediante la apelación a los sentimientos a flor de piel en el ánimo de los electores.
En lugar de irse por el camino de complejidades que de pronto ni siquiera entiende, el ganador identificó con acierto unos pocos temas que tocaban el alma y el bolsillo de la gente, y acuñó frases que respondían a las consecuentes inquietudes, al tiempo que sus afirmaciones, aún falaces, se convirtieron en eje de la discusión de la campaña. No hubo debate a fondo sobre la economía, ni la salud, ni las perspectivas del mundo; ni sobre nada en serio. Los temas de controversia fueron aquellos que el ganador puso a circular hasta en los recintos más recónditos: la economía entendida en la dimensión doméstica de la suficiencia del presupuesto familiar, y la inmigración como amenaza para la sociedad. La perdedora se lanzó con el aborto, y cada quién advirtió, desde su ángulo, sobre las “amenazas para la democracia”.
Las discusiones así propuestas permitieron que la voz del candidato republicano tuviera eco en una sociedad crecientemente insegura, susceptible al miedo, dudosa de la eficiencia de su gobierno, resentida con la clase política tradicional, golpeada con el costo de la vida, molesta con los medios tradicionales de comunicación, orgullosa de su pasado y de sus propias realizaciones, además de temerosa de la agresión por parte de personas indeterminadas y “peligrosas”, procedentes de lugares “indeseables” del mundo. Sentimientos que el nuevo presidente acrecentó al punto de despertar el entusiasmo de gente que no puede vivir sin un arma en la mano y arregla disputas menores a punta de puños o de balazos.
En la campaña demócrata no pudieron tramitar la defensa de unas credenciales propias de la candidata, diferentes de las del gobierno del que ha sido vicepresidente. Harris no pudo contrarrestar el efecto del llamado a que la clase media dijeran si está mejor ahora que hace cuatro años. Tampoco pudo hacer mucho ante la impresión de que los inmigrantes del pasado se integraron adecuadamente a los procesos económicos, culturales y políticos del país, y cerraron la puerta para quedarse adentro. Puerta que ahora muchos quisieran abrir, o derribar, con el mismo ánimo de vincularse al famoso sueño americano, para succionar beneficios de una sociedad afluente que no está dispuesta a ceder oportunidades y poder dentro de un sistema que se considera consolidado.
La candidata demócrata llevaba el lastre de representar la continuidad no solamente del gobierno Biden, sino del primer gobierno Trump, que dejó una herencia de desorden que fue necesario arreglar. Lo cual no exime de responsabilidad a Biden, que no cumplió su promesa de ocupar la presidencia sólo por un periodo, sino que cambió de opinión y de rumbo, hasta que se hizo ostensible que no podía ser candidato a reelección. Entonces obligó a su partido a improvisar, cuando ya era tarde para desarrollar un proceso democrático de selección de candidato, y de programa, que le permitiera mantener el apoyo de ciertos sectores de la clase trabajadora, y de los crecientes marginados por el modelo económico. El desgaste del poder y la obstinación de mantenerse en su ejercicio pasaron cuenta de cobro.
En cambio, la mayoría no tuvo en cuenta el prontuario del candidato republicano, que en otro medio no habría podido competir después de haber sido declarado culpable de delitos. Hicieron caso omiso de sus ostensibles y reiteradas faltas a la verdad, a las que vino a agregar que los haitianos devoran mascotas, que “millones y millones” de personas estaban entrando al país invitados por el gobierno saliente para que votaran, y que la criminalidad bajó en el mundo porque los criminales eran “enviados” a los Estados Unidos. Para rematar, echaron al olvido el asalto al Congreso en momentos cruciales y no quisieron saber de sus esfuerzos, sin pruebas, para convencer al mundo de que le habían robado las elecciones de 2020.
Una variedad de agrupaciones sociales típicas de la vida estadounidense votó para que el nuevo presidente republicano sea el agente realizador de sus esperanzas de acción contra los inmigrantes, los políticos, los burócratas, los informadores, los intelectuales y los defensores de la variedad de géneros, entre otros, a nombre de los sujetos más radicales, primarios y reaccionarios de la cultura yanki, representada con naturalidad por el triunfador. Todo bajo el lema de una primacía nacional que ahora se vuelve compromiso de incalculables exigencias y consecuencias internas e internacionales.
Dentro de la “Selfie” de la nación norteamericana que representan las recientes elecciones presidenciales no se puede ocultar una figura, sui géneris, que jugó papel importante en la campaña a través de aportes económicos que en otros lugares serían considerados como compra de votos, y de la difusión de falsedades, sin el menor recato, para ampliar la cobertura de los engendros falaces del candidato republicano. Se trata de Elon Musk, el hombre más rico del mundo, inmigrante surafricano blanco, de los que le gustan a Donald, y que, a diferencia de potentados que ejercen poder de manera discreta, se ha lanzado en una carrera de figuración política estadounidense e internacional que lo ubica en diferentes escenarios a la par con jefes de Estado.
La vinculación de Musk como director de un “departamento de eficiencia gubernamental”, en asocio de Vivek Ramaswamy, para que, “desde fuera de las estructuras formales del gobierno”, en palabras del presidente electo “allanen el camino para que mi administración desmantele la burocracia gubernamental, reduzca el exceso de regulaciones, recorte los gastos innecesarios y reestructure agencias federales”, plantea controversias y anuncia memorables batallas conceptuales y legales, máxime con los antecedentes de escaso respeto de Trump por el Estado de Derecho y el imperio de la ley.
El instinto y el estilo empresarial de Musk, acostumbrado como Trump a ser jefe indiscutible, le llevará a actuar como una especie de vicepresidente de facto, a tratar de hacer prevalecer criterios de administración privada en los asuntos públicos, y nada de raro tendría que, debido al talante de ambos, termine en una ruptura con quien ahora le ha dado tanto protagonismo. Todo mientras, con seguridad, mantiene su condición de empresario, ejercida en el claroscuro de su relación con el gobierno.
En la medida que el presidente electo revela la designación de un equipo de radicales de su causa, compañeros de golf y fieles seguidores en medio de los avatares de su accidentada relación con la justicia, se perfilan las características de su nuevo turno de gobierno, que, si al interior del país produce fuerte oleaje, hará lo mismo en todos los escenarios en los que están, o pueden estar involucrados, los Estados Unidos.
Presenciamos un proceso huracanado que avanza lentamente y mantiene a los demócratas de todo el mundo en estado de alerta. También a las demás potencias de cualquier alcance, que se preparan para responder a los retos que plantea el presidente de más edad a la hora de comenzar su gobierno en los Estados Unidos, el más impredecible y el más desconocedor de las razones de la configuración del mundo contemporáneo. Con el ítem adicional de que se trata de un errático hombre de negocios con exceso de confianza en sus habilidades y aún en sus defectos, y un complejo de genialidad que puede conducir a errores y, por qué no, a resultados sorprendentes. Mientras sale del gobierno, a los 82 años, y de pronto tiene que volver ante los tribunales.