A partir de su victoria en la Guerra del Pacífico, como dimensión especial de la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos adquirieron compromisos muy importantes en la reconstrucción de países que ellos mismos habían destruido, o que debido a las vicisitudes de la misma confrontación terminaron maltrechos y bajo su tutela en razón de su poderío económico y militar.
Así, tuvieron que definir un modelo japonés para la postguerra; mantuvieron la presencia, ahora simbólica, del emperador, y la combinaron con un esquema de acción política y gubernamental vinculada estrechamente al capitalismo. Por lo cual, a partir de entonces, el antiguo enemigo entró a formar conceptualmente parte de Occidente. En la República de Corea también generaron la vinculación del país al bloque occidental, además del compromiso de defenderla de la eventual acción de la República Democrática Popular de Corea, que sigue en manos de una dinastía comunista a la vieja usanza.
Esos dos procesos, sobresalientes, parecerían ocultar una larga historia que muestra cómo el interés y la presencia estadounidense en el Pacífico va mucho más atrás de los episodios de la Segunda Guerra Mundial. De manera que, cuando se buscan las huellas y las motivaciones de la acometida que los americanos del norte emprendieron hacia el Occidente de su Costa Pacífica, es precisamente China la que aparece como objetivo de la ambición de construir una relación comercial que proveyera de elementos como seda, té, ginseng y porcelanas. Intercambio dentro del cual los americanos entraron en la inducción y provisión de opio a los chinos, de manera paralela a los ingleses, para equilibrar un comercio en el que China vendía más de lo que compraba.
A ese ritmo y dentro del mismo gran propósito de una política hacia el Pacífico, terminaron por establecer puestos de comercio, como escalas que llevarían inclusive hasta el Japón, que luego se convirtieron en asentamientos de importancia estratégica y militar, como Pearl Harbor, o inclusive parte de la Unión Americana, como Hawái.
En ese panorama vino a aparecer el Archipiélago de Filipinas. Aunque en el lado opuesto del mundo, el asunto filipino surgió como consecuencia de la guerra entre Estados Unidos y España respecto de la independencia y control de Cuba, que como se recordará, vio la luz como estado cuando nosotros llevábamos ya casi un siglo de existencia liberados del dominio español. La derrota significó para España la renuncia a cualquier reclamo sobre Cuba, y la cesión de soberanía sobre Guam, Puerto Rico y Filipinas, que pasaron a ser dominio de los Estados Unidos.
La condición de colonia estadounidense no duró mucho debido a que los nacionalistas filipinos buscaron la independencia en lugar del cambio de potencia colonial y libraron una guerra en la que cientos de miles de filipinos no solo murieron en los campos de batalla sino víctimas del hambre y la más perversa represión, hasta que consiguieron la fundación de su propio estado soberano, hacia el cual los Estados Unidos quedaron en deuda por la crueldad de sus fallidos métodos para mantener el control del país. Décadas más tarde vino, entonces sí, la batalla en la que los dos países estuvieron del mismo lado en la Segunda Guerra Mundial, de donde salió una amistad que permanece vigente.
China, que piensa su política exterior a largo plazo, no oculta su pretensión de controlar las mayores extensiones posibles de mar en el Indo Pacífico, y en particular la totalidad del llamado Mar de China Meridional, que no por llevar ese nombre necesariamente está exento de pretensiones de aprovechamiento de recursos y consolidación de soberanía por parte de otros Estados. Ante lo cual los chinos cuentan con definiciones de política basadas en su condición de país más grande y significativo, con trayectoria muy antigua en la vida política de la región y con claridad en cuento a su interés económico y estratégico en la categoría de las potencias de talla mundial del Siglo XXI.
Para consolidar sus propósitos, China busca, entre otras, ejercer dominio en zonas respecto de las cuales varias naciones, como Filipinas, tienen igualmente intereses. Es el caso de las islas Spratly, donde, en lugares que se pueden hallar a más de 600 millas de la costa china y a 86 de una de las provincias insulares filipinas, realiza juegos de obstrucción de la presencia de la marina de cualquier otro país, mientras intenta construir islas en “bajos de mar”, es decir lugares de poca profundidad, lo mismo que controlar atolones, esto es formaciones coralinas que pueden salir del mar, cuyo dominio le permita reclamar las aguas territoriales correspondientes.
De ahí que China haya admirado y tratado de imitar los argumentos que Colombia esgrimió exitosamente en 2012 ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, cuando obtuvo que un cayo no más grande que un piano de cola haya sido reconocido como generador de mar territorial. Importante logro jurídico y diplomático que aquí resultó ignorado en medio de la efervescencia del complejo de perdedores de la cual el propio gobierno colombiano de la época participó en medio del afán de conseguir su reelección.
Barcos chinos, pertenecientes a la flota naval más grande del mundo por el número de unidades disponibles, obstruye, por ahora sin el uso de armas convencionales, la presencia de embarcaciones filipinas en las cercanías de ciertos “bajos” mediante el uso de poderosos cañones de agua de mar, rayos láser, destrucción de botes inflables e inclusive embestida física contra barcos filipinos con la idea de ahuyentarlos de áreas que Filipinas considera insertas en su Zona Económica Exclusiva.
Siendo Filipinas aliado contemporáneo de los Estados Unidos, en razón de la larga historia que les une, y conforme a tratados de defensa que garantizan la protección americana al país insular, tras cada movimiento de la peligrosa danza por el control de áreas que también China considera vital para su interés nacional, esa confrontación resulta ser una más de aquellas que se pueden calificar como enfrentamiento indirecto entre potencias mayores, con todo lo que ello puede implicar en el marco de la disputa global por la primacía en el resto del presente siglo.
El juego muy riesgoso que allí tiene lugar se suma a otros factores que requieren de comunicación fluida entre competidores, en ejercicio de la responsabilidad que asiste a las grandes potencias de dar ejemplo de control aún en medio de las operaciones más incisivas para marcar territorio y tramitar sus intereses de largo plazo. Por eso, a pesar de la retórica que acompaña cada movimiento e ilustra cada noticia, es indispensable exigirles a las grandes potencias que establezcan, aunque no sea objeto de publicidad, mecanismos que eviten errores que puedan conducir a catástrofes. Para propiciar negociaciones, por difíciles que sean, y evitar que en algún momento los chorros de agua pasen a ser reemplazados por misiles.
Así debe funcionar el mundo de verdad, en busca de la paz, con comunicación fluida entre contradictores, y así deberían entenderlo quienes digieren con primitiva facilidad la idea de que es tarea de los gobernantes sostener hostilidades, así sean verbales, con el mayor número posible de contrincantes, como si la violencia de palabra no contara para enrarecer el ambiente político tanto en el ámbito interno como en el internacional.