Nuevas generaciones africanas ejercen ahora un protagonismo político que busca un relevo en el liderazgo de países nacidos de la descolonización posterior a la Segunda Guerra Mundial. 

Atrás van quedando los recuerdos de la resistencia contra los poderes coloniales europeos que habían incursionado en territorio africano. Gracias a la acción de líderes en muchos casos formados en las metrópolis, distintos países del continente encontraron vía libre para organizar estados que tuvieron que inventar a la carrera. Con la desventaja de que tuvieron que hacerlo sobre la base de divisiones territoriales hechas por estrategas y negociadores europeos, que desconocieron tradiciones antiguas de reparto territorial entre las comunidades aborígenes del continente. 

El ejercicio del poder por los líderes de la emancipación postcolonial va llegando a su fin. La tarea que cumplieron fue titánica, en medio del desorden y una pugna permanente por prevalecer. Sus ideales estuvieron afectados enormemente por la Guerra Fría, que exigía afiliaciones a uno u otro de los dos polos de la época, o al menos al Movimiento de los No Alineados. No podían ser indiferentes a los modelos existentes, y les unía el denominador común no solo de inventar instituciones adecuadas, siempre con el sueño de la democracia, sino de echar a andar un modelo económico que trajera bienestar para sus pueblos. Siempre con el riesgo de desacertar, bajo la oposición implacable de quienes pensaban de otra manera y con el peligro de caer en el autoritarismo, la corrupción y el uso de la violencia como argumento político. 

El continente africano fue escenario de una confrontación universal que quiso encontrar allí oportunidad de acomodar uno u otro formato de institucionalidad y de desarrollo. Potencias extracontinentales, de variada procedencia, quisieron que uno u otro país africano adoptara el capitalismo a rajatabla, sin revolución industrial ni precedentes como los de países europeos, o el modelo socialista, de una vez, sin precedentes como los de Rusia, a la sazón líder de la Unión Soviética. Inclusive no faltó quien aspirara a que en África surgieran a la carrera muchos Vietnam.  

En el fondo de esas pretensiones hubo un eco de falta de respeto por la autonomía de tribus avasalladas, cuyo territorio había quedado desmembrado por la colonización europea, y cuyas tradiciones eran objeto de menosprecio. Como que a la descolonización sucedió una pretensión neocolonial de índole diferente. Con “liberadores” comunistas o capitalistas que obraban como si existiera, por definición, el derecho de ir a enseñarles a los africanos cómo hacer o no hacer las cosas. 

Los resultados de todo ese proceso son el mosaico del África de comienzos del Siglo XXI. Un continente que mal se puede meter en una misma canasta, porque se estaría incurriendo también en el irrespeto. Pero un continente que lleva ya más de medio siglo de experiencia política, económica e institucional que en medio de aciertos y desaciertos comienza a presentar señales de exigencia de una mutación inaplazable. 

La lista de los próceres de la independencia postcolonial africana se ha ido agotando. Hubiese sido acertado o no su paso por el poder, ellos ya pertenecen, por el simple paso del tiempo, a otra época. Su discurso de resistencia contra los poderes coloniales es parte de la historia y ya no conmueve a nadie. También pueden ser anacrónicos sus propósitos de hace medio siglo en de países que ahora son más complejos, más llenos de nuevas aspiraciones y sobre todo más jóvenes.

La juventud de algunos países africanos ha salido a reclamar su turno. Por agradecidos que estén con los que tomaron el mando al momento de la partida de los poderes coloniales, los jóvenes no se van a quedar mirando hacia atrás y a reiterar propósitos de otra época. Si ya se consumó la independencia, todavía falta darle contenido. Además, los jóvenes no están dispuestos a permitir que la corrupción siga siendo marca de la vida política y económica de sus países. 

Todo esto hace pensar que la juventud está dispuesta, en lugares muy puntuales, y con argumentos entendibles, a que se produzca algo así como una “primavera africana”, no ya en las costas del Mediterráneo, como sucedió con la Primavera Arabe, que comenzó en Túnez con la autoinmolación de Mohamed Bouazizi, cuando las cosas eran en Túnez parecidas a las de ahora en otras partes. 

En Kenia, a finales de junio de este año, una protesta contra el aumento de impuestos irrumpió en el parlamento en Nairobi, puso en fuga a los diputados, se apropió del martillo ceremonial que regulaba las discusiones y le prendió fuego al edificio. En Uganda, en julio, los jóvenes salieron a las calles de Kampala, a pesar de la prohibición del gobierno, para denunciar la corrupción y reclamar la destitución de funcionarios involucrados en ella. Poco después, en Nigeria, el país con la economía más grande del continente, la gente acosada por el costo de vida protestó durante diez días en contra del mal gobierno, a pesar de las extremas medidas adoptadas para impedirlo. 

Como en tantas partes del mundo, los ciudadanos en esos países de África no se sienten bien representados ni bien gobernados. No importa que haya elecciones, pues en el fondo no hay verdaderas alternativas. La clase política se profesionaliza y se arraiga en diferentes instancias del Estado, de manera que, a pesar de sus diferencias, mantiene el monopolio del poder. La gente de pronto se ilusiona con ellos, pero cada vez les cree menos. Y el desencanto que se suma a la incredulidad se ve acrecentado no solo con la corrupción sino con el costo de vida para los sectores populares, mientras gobernantes y políticos se dan delante de todo mundo una vida de millonarios por cuenta del erario. En Kenia, por ejemplo, los políticos son extremadamente bien pagos y tienen acceso a numerosos privilegios. En Nigeria se anunció que el presidente piensa comprar un nuevo avión de 13 millones de dólares. Así, en un continente que tiene 54 países, crece el espectáculo de la diferencia creciente en el seno de sociedades en las que las mayorías están condenadas apenas a sobrevivir. 

Observadores experimentados advierten un clima de inconformidad que va más allá de Nigeria, Uganda y Kenia y ya se manifestó en Argelia, Burkina Faso, Sudán, Angola, Benín y Burundi. No se trata de la oleada golpista que también se ha dado, que puede ser simplemente más de lo mismo. Es más bien la furia de la gente que, aquí y allí, se inspira mutuamente a reclamar por unas condiciones de vida dignas en lugar de la aceleración de las diferencias sociales.  Es el reclamo de nuevas generaciones que, como en Bangladesh, no le hallan mayor gracia a que les refrieguen las hazañas de los creadores de esos nuevos Estados. Es la caducidad de generaciones que ya tuvieron su turno y ahora se lo deben ceder a otras. 

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