Asia y Europa, madre e hija, difícilmente pueden separar sus destinos. El problema es que la intermediaria de las relaciones entre los dos continentes es Rusia, que juega a asiática o a europea según le convenga, mientras no le da por hacer tolda aparte, cuando actúa en nombre de un Estado que presenta similitudes de tono autoritario desde los Zares, “Césares”, hasta el jefe único de ahora, pasando por unas décadas de experimento comunista que después de haber hecho mucho ruido terminó por disolverse.
Justamente la disolución de la Unión Soviética, que dominaba directamente enormes extensiones en ambos continentes, y controlaba con mano férrea el destino de países de la Europa Oriental, representó para el bloque occidental de la época, con los Estados Unidos a la cabeza, una serie de dilemas cuyo manejo se puede ya apreciar con cierta distancia. De manera que ahora se puede ver cómo les pudo más la inercia de la animadversión hacia la Rusia Soviética, con la desconfianza que siempre les inspiró, que la exigencia de imaginación para haber discutido, como lo pedían los rusos de la última década del Siglo XX y aún la primera del XXI, un modus operandi de configuración euroasiática en armonía y paz.
A pesar de los acuerdos de limitación de armas y de coexistencia pacífica que permitieron mantener en frío la Guerra Fría, la mayor desorientación y el mayor recelo parecen haber provenido de los “americanos”. Uno tras otro, los gobiernos de Washington estuvieron mal dispuestos a aceptar lo que tal vez parecía la gestación de una poderosa fuerza económica y política euroasiática que les podía llegar a quitar espacios de poder, y en particular les arrebataría algún día de la mano la “sombrilla” de protección de Europa, que tanto les ha servido para reclamar la sumisión de las viejas potencias occidentales.
Los alemanes, con cercanía geográfica inevitable, y larga experiencia de amistades, alianzas, distanciamientos y guerras, mantuvieron, a pesar de la división de su país luego de la Segunda Guerra Mundial, un hilo de contacto directo con los rusos, que les permitió una postguerra fría más fluida y menos azarosa. Angela Merkel no solamente habla ruso, sino que tiene cómo entender a los rusos porque fue criada en la Alemania comunista, que obligaba a la infancia a practicar rituales que fortalecían la comunidad de naciones presidida desde el Kremlin de Moscú. Otros dirigentes de países europeos hasta hace poco tras la “Cortina de Hierro”, provienen de experiencias parecidas, y a pesar de dirigir partidos de derecha radical, no ignoran la importancia de la órbita cultural en la que crecieron, que no ha desaparecido, y pueden tener similar “proficiencia” para entenderse con el mundo ruso.
Dentro de las muchas dinámicas de conocimiento e intercambio mutuos, presentes en la relación ruso-europea, subsistió el interés de los gobernantes rusos en aprovechar el poder que les confiere la riqueza de su territorio para hacerse importantes en aspectos sustanciales para la vida europea, como la satisfacción de sus necesidades energéticas. De ahí salieron acuerdos que formalizaron la provisión de gas natural a Europa, que fluiría a través de varios gasoductos.
Nord Stream llevaba gas desde Vyborg y Ust-Luga, Rusia, hasta Alemania, a lo largo de más de 1200 kilómetros bajo las aguas del Mar Báltico; Yamal, de más de 4000 kilómetros, llevaba gas desde Siberia hasta Alemania, pasando por Bielorrusia y Polonia; UPU, Urengoy-Pomary-Uzhhord, llevaba gas por más de 4000 kilómetros desde Siberia hasta estaciones de bombeo en las fronteras de Eslovaquia, Hungría y Rumania, pasando por Kursk, como emprendimiento común de Rusia y Ucrania; Soyuz, de más de 2750 kilómetros, también con participación ucraniana, llevaba gas desde la frontera ruso kazaka hasta la ucranio austriaca; TurkStream sale de Russkaya, pasa bajo el Mar Negro y va a dar a Tracia, en territorio turco; y Blue Stream que inicia en Izobilny, territorio ruso, pasa bajo el Mar Negro y entra en Anatolia para llegar a Ankara.
Semejante red, con sus derivaciones, implica la existencia de estaciones de bombeo y sistemas de distribución hasta llegar a los hogares de diferentes países, y era hasta hace poco una realidad física de infraestructura de interés común y presencia rusa en la vida cotidiana de millones de ciudadanos europeos.
Bien demostrado está que la seguridad energética es asunto de alta responsabilidad para los gobernantes, que no la pueden manipular según su estado de ánimo para después desaparecer impunemente del escenario. Razón por la cual, después del ataque contra Ucrania, el aseguramiento de la venta de gas era un reto para Rusia, mientras para los compradores del gas ruso, defensores de la causa ucraniana, el desafío era actuar cuanto antes para soltarse de la atadura que implicaba esa dependencia energética. El cierre de Yamal y Soyuz, y el saboteo de Nord Stream, acentuaron la necesidad de actuar para todas las partes.
Los europeos se propusieron dar por terminada cualquier importación de hidrocarburos rusos para 2027 y obtener alternativas de provisión de gas, para satisfacer la demanda de millones de hogares que lo requieren para atender las necesidades inaplazables de cocina y calefacción. Sabían que la operación implicaría dificultades internas, y que un fracaso en el suministro de gas agrandaría la insatisfacción ciudadana con el costo de vida, que es asunto político de primera importancia. Al terminar 2024 han informado que el problema está bajo control en materia logística, y que las dificultades económicas serán manejables.
Ucrania no quiso renovar el último acuerdo vigente de tránsito de gas ruso por su territorio y la llave quedó cerrada desde la primera hora de 2025. El gobierno de Kiev deja de ganar con ello los ingresos derivados del tránsito, pero quiso dar un golpe, a la vez simbólico y económico a los rusos, que dejarán de ganar los enormes recursos de la venta del gas como fuente de financiación de la guerra.
El cierre de la llave del gas no definirá el curso de la confrontación. Rusia dejará de ganar dinero, pero tiene la costumbre histórica de sobrevivir en condiciones adversas, que su gobierno explota en la medida que controla los medios e influye todavía en el ánimo de la gente. En todo caso sigue sacando gas por el lado turco y busca nuevos clientes. Ucrania calculó la medida pues sabe que, si bien tiene un cierto impacto económico, el valor simbólico que conlleva le alivia el cargo de conciencia de permitir que por su territorio fluya el producto cuya venta permite a su enemiga comprar misiles para destruirla.
Las decisiones tomadas en materia de gas tienen, en todo caso, consecuencias que vale la pena mirar. La primera de ellas es que Rusia ya no domina el mercado energético europeo. Es posible que eso no tenga importancia en el fragor de la “operación especial” en la que, según el gobierno, los gloriosos soldados del pueblo sacrifican su vida para defender a la Madre Patria de la amenaza implacable del “nazismo”. Pero, tarde o temprano, por razón de la vecindad y de intereses que no puede abandonar, Rusia deberá emprender una nueva aventura de aproximación a Europa, sobre las ruinas de unas relaciones que van quedando tan oxidadas y poco útiles para que las cosas fluyan, como los tubos mismos de los gasoductos abandonados.
Europa deberá saber reaccionar con sabiduría ante la obligación política, económica e histórica, de conseguir en el futuro una adecuada convivencia con Rusia, democrática o no, pues su forma de gobierno, que tiene trayectoria propia, es cosa de ellos. Ojalá para esos propósitos sirvan aquellos que tienen experiencia en el trato con los rusos, así como los rusos no indispuestos hacia el resto del mundo.
Entretanto, la Europa Occidental, después de deshacerse en tan corto tiempo de la dependencia energética de Rusia, está obligada, no solamente por la guerra en Ucrania, sino por el menosprecio anunciado por parte de un nuevo gobierno en los Estados Unidos, a marcar puntos en favor de su autonomía en diferentes aspectos.
De pronto las amenazas de caudillos ruidosos y pasajeros, desde Moscú y Washington, pueden contribuir no solamente a la búsqueda de un esquema energético más independiente, sino a reforzar la capacidad militar europea, y a consolidar una unión política y económica con matices, que incluya una nueva relación con el Reino Unido, y permita obrar con independencia creciente respecto de una “América” cada vez menos querida, por su arrogancia y desconocimiento de la diversidad cultural, en diferentes confines del mundo.