La gente en la calle sigue siendo un factor formidable de poder. En lugar de las urnas, que solo brindan oportunidades esporádicas de expresión de voluntad o de aspiraciones políticas, la calle está ahí: abierta en las democracias, entreabierta en regímenes autoritarios, y cerrada, aunque abatible y disponible como alternativa, aún en las peores dictaduras. 

Tres escenarios muestran hoy, de manera simultánea, la vigencia de esas alternativas, en el seno de la democracia británica, la semi-democracia bangladesí y la dictadura venezolana. 

El asesinato vil de tres niñas en Southport sirvió de excusa para que en diferentes centros urbanos de la Gran Bretaña se desataran violencia inusitada y agresión viciosa contra una policía de las más profesionales del mundo.  

En Daca y otras ciudades, la insistencia en mantener privilegios para los veteranos de la independencia de Bangladesh, dueños de un tercio de los cargos de la administración pública, condujo a un movimiento estudiantil que, al ser reprimido de manera violenta, terminó por dar al traste con el gobierno. 

En Venezuela la gente reclama que se hagan públicas las actas que reflejen el resultado de su voluntad política con motivo de las recientes elecciones, y que el gobierno sea consecuente con los resultados, en lugar de atrincherarse en la oscuridad de unos escrutinios opacos y apelar a la represión. 

La BBC, acostumbrada a mostrar desórdenes en países periféricos y de precaria institucionalidad, incapaces de mantener canales de expresión popular que eviten la apelación a la violencia, tuvo que transmitir ahora asonadas incendiarias en las propias calles de las islas. Dura prueba de ejercicio de autoridad para un primer ministro laborista que se está estrenando en la realidad del gobierno y se ve sorprendido por la obligación institucional de mantener el orden y promover al mismo tiempo el castigo tanto para esos crímenes abominables como para quienes han promovido la violencia. 

El fondo del problema es engañoso, pues la realidad no parece indicar, como lo predican líderes de la extrema derecha, que la sociedad británica esté a punto de estallar debido a su molestia por la creciente presencia de inmigrantes. Discurso reforzado por agentes extranjeros interesados en la desestabilización de las democracias occidentales, que ayudan a reproducir ideas postizas sobre la incidencia de la inmigración en la criminalidad. Como lo fue la falsa noticia de que un inmigrante musulmán había sido el culpable del asesinato de las tres niñas, que desató la acción de matones enmascarados que saquearon tiendas, quemaron carros de la policía y apedrearon mezquitas. 

Las encuestas más serias indican que la sociedad británica es más tolerante que antes respecto de la presencia de los inmigrantes. Algo demostrable por el hecho de que acaba de tener un primer ministro de etnia india, Richi Sunak, lo mismo que un ministro principal de Escocia, Huzma Haroon Yousaf, musulmán, de padre paquistaní y madre keniata, mientras en Londres acaba de ser reelegido como alcalde Sadiq Khan, musulmán y de origen paquistaní. Para no hablar de dos recientes ministras del interior, así como del anterior y el presente ministro de relaciones exteriores, y numerosos otros ministros, hijos de inmigrantes.  Todos ellos aupados a esas posiciones mediante procedimientos totalmente democráticos.

La tarea para el gobierno británico, dentro del espíritu de una democracia consolidada, consiste en garantizar el orden, aplicar la ley y buscar la sanción de los responsables, ostensiblemente minoritarios, de los desórdenes. Acciones que han de estar acompañadas de atención urgente a factores de malestar social que se han acumulado, al punto que fueron causa de la derrota del anterior gobierno. Malestar que sirve de cultivo para apelaciones acomodaticias que conducen a que la frustración social encuentre en los inmigrantes a quien culpar, lo mismo que en la policía una figura de autoridad a la cual reclamar con violencia por un estado de cosas no satisfactorio. La calle dio las señales de alarma.

En el caso de la pseudodemocracia de Bangladesh, la fuerza popular que ocupó las calles, animada por los estudiantes, dio al traste con un régimen que había cometido la equivocación de demorarse en el poder, luego de éxitos iniciales, de manera que no dejaba fluir el proceso político e institucional del país. 

Nuevas generaciones, a las cuales la gesta de la fundación del Estado, en 1971, no les consta y poco les interesa pues no tiene que ver con sus aspiraciones futuras, se lanzaron a la calle a protestar por las limitaciones en el acceso a la burocracia. Ante la represión desmedida y el cansancio que puede producir la inmovilidad en los puestos de mando, con la misma gobernante desde 2009, refrendada en el poder por elecciones de dudosa transparencia, se desbordaron las proporciones de lo contenible y se produjo al renuncia y huida de la primera ministra, y el saqueo de su residencia oficial. 

Sheikh Hasina, hija del fundador del estado bangladesí, considerada en su momento ícono de la democracia, particularmente después de la lucha contra la dictadura de Hussain Muhammad, e impulsora de la transformación económica y la liberación de las mujeres de su país, terminó sus días en el gobierno como una de esas autócratas que se consideran irremplazables y apeló de manera descarada a la represión. Por lo cual su poder tenía que caducar, para dar paso a una necesaria renovación. 

La salida del problema no se quedó con la ocupación del vacío en el poder por parte de los militares, sino que han optado por encargar a un personaje emblemático, como lo es el Premio Nobel de Paz Muhammad Yunus, de dirigir el proceso de elección de nuevo gobierno, con las reformas institucionales que sean necesarias para garantizar el avance de la democracia en ese país. Fórmula que suena adecuada, con la esperanza de que el encargado de cuidar el puesto de jefe de gobierno no termine aspirando a quedarse ahí. La calle propició una solución. 

En Venezuela las cosas marchan a otra velocidad. Diez días después de unas elecciones cuyo resultado verdadero no se conoce, un pueblo inerme, amedrentado a lo largo de un cuarto de siglo, con la ayuda de discurso y modalidades de represión importadas, ha salido a las calles en proporciones que no alcanzan a desarrollar una fuerza incontenible, suficiente para derribar cualquier dictadura. El régimen cree conocer las claves para mantenerse en el poder a sangre y fuego, con la esperanza de que muchos se vayan y los que se queden terminen por resignarse a la situación, como ha sucedido en otras ocasiones. 

Tal vez en el caso venezolano convenga mantener la presión cotidiana de la calle, apoyada por gobiernos sensatos, para que se conozcan y se respeten los resultados de las urnas. En lugar de que Elon Musk, que juega en el escenario internacional como si fuera un Estado, cosa que no puede ser aceptable, vaya “a por Maduro”, se podría llegar a un acuerdo para que se realicen nuevas elecciones, con verdaderos garantes, nacionales y extranjeros, de la transparencia. Solución extrema, dolorosa para la oposición, que podría aparecer “regalando” lo ya conseguido, pero que ahorraría un baño de sangre y seguramente le sería favorable sin apelación. Fórmula que el régimen tendría que aceptar, si es que está tan seguro del apoyo popular. 

La calle, aún con desaciertos o insuficiencias explicables, refrenda en todo caso, diferentes lugares del mundo, su valor como factor de poder político que conduce a identificar, cuando no a solucionar, problemas que hay que resolver. 

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