El argumento del cambio es carta de motivación política, utilizable desde diferentes perspectivas, para estimular el interés de votantes en apoyo a una u otra causa, con la ilusión de que las cosas van a ser distintas, sin que sea indispensable dar explicaciones mayores. 

En algunos países, el rechazo a la clase política, que refuerza su desprestigio con su propia torpeza, ineptitud, o insuficiencia, se ha convertido en parte del credo ciudadano. Las complejidades. crecientes de la administración de lo público y de la orientación del estado en materia económica y de satisfacción de necesidades sociales en materia de servicios y bienestar, han conducido a que existan fisuras inevitables en las respuestas clásicas ante una ciudadanía que espera algo cercano a la perfección. 

Parecería que se ha borrado la idoneidad de antiguos modelos diferenciales de derecha y de izquierda. De ahí que la clase política se haya visto empujada a abandonar la rigidez de sus postulados partidistas, para ofrecer un menú de opciones que puedan satisfacer los requerimientos ciudadanos.  Con lo cual desdibuja íconos que ya no inspiran la confianza de otras épocas.

Ante la urgencia de nuevas ideas y propuestas, aparece la promesa genérica del cambio como alternativa de futuro y rechazo de un pasado lleno de defectos acumulados. Estrategia de apelación a las emociones que hace crecer la ola de exigencias de algo nuevo y despido inmediato de quienes han ejercido el poder, sin que se repare demasiado en las fórmulas que lo cambiarían todo, y sin que exista garantía de resultado. Sin advertir que en muchos casos el cambio se ofrece desde la inexperiencia administrativa, eclipsada por la exuberancia del discurso. Así, en algunos casos, promotores del cambio entran a gobernar “a mano alzada”, aupados por un discurso elemental, canalizador del descontento, generador de nuevas ilusiones y. no muy apto para realizaciones. 

Los jóvenes resultan ser destinatarios y protagonistas ideales de toda campaña bajo ese estandarte, gracias a su deseo de exploración de nuevas formas de verlo y hacerlo todo, con una medida del tiempo muy distinta de la de otras épocas, que no da espera para vivir algo diferente. También responden al llamado, con razón, los desencantados con un gobierno o un sistema, los que sienten ira genuina por los abusos y las injusticias que tienen que presenciar, y los que ven amenazados sus intereses. Todos los anteriores resultan congregados por líderes capaces de generar un discurso contracorriente que busca modificar los esquemas de un sistema político que requiere renovación, o al menos un nuevo rumbo en su orientación.

La apelación al cambio se ha presentado en diferentes contextos. Andreas Papandreou, a la cabeza del Partido Socialista Panhelénico, ganó el poder en Grecia en 1981. Atenas y todos los rincones del país quedaron empapelados con los afiches del “Cambio”. Barack Obama proclamó en su momento su famoso “Cambio en el que se puede creer”, pues sabía muy bien que el concepto es un comodín que no siempre ha sido creíble ni dado buenos resultados, y que su credibilidad y su éxito requieren mucho más que el regocijo de quienes desean que todo sea diferente. Aunque el argumento, utilizado en muchas partes, pareciera desgastado, recientemente vino a usarlo Sir Keir Starmer como lema de su reciente campaña, que llevó a la victoria del Partido Laborista en el Reino Unido. En todos esos casos la propuesta ha venido de la izquierda.

En el antiguo tercer mundo, la recurrencia de la corrupción y de la indisciplina fiscal, el monopolio de las oportunidades de enriquecimiento, las barreras que impiden el acceso a condiciones de bienestar, la insuficiencia salarial y la creciente sensación de insuficiencia de las instituciones, hacen que el repertorio de ideas sobre aquello que hay que hacer, puede terminar por verse simplificado en la apelación urgente al cambio. La conducción hacia el cambio y la realización del mismo son otra cosa, respecto de la cual poco se habla y poco se exige a la hora de vivir las emociones que suscita el propósito de apoyarlo para que uno u otro de sus abanderados llegue al poder. 

Hace una semana, Anura Kumara Dissanayake ganó la presidencia de Sri Lanka bajo la bandera del cambio. A la cabeza de una alianza de izquierda, la Coalición Nacional del Poder Popular, dentro de la cual su partido, originalmente marxista, tiene la primacía, Dissanayake propuso un cambio radical en la vida política del país, dominado a lo largo de décadas dinastías políticas que parecían inamovibles. El nuevo presidente se propone no solamente corregir problemas endémicos como la corrupción y un manejo económico desatinado e irresponsable, sino establecer una nueva cultura política que se caracterice por la transparencia. 

El nuevo presidente no llega necesariamente a tocar al oído. Ya fue ministro en el gobierno de la presidente Chandrika Bandaranaike Kumaratunga, y su carrera política proviene de la actividad como líder estudiantil en la época del cambio de siglo. Antecedentes que tal vez le den herramientas para la realización de su proyecto, que requiere de motricidad fina en el manejo de “compromisos de restructuración económica” que el país adquirió con el Fondo Monetario Internacional. Con el obstáculo adicional de que su triunfo en las urnas no coincidió con la obtención de mayoría en el legislativo para echar a andar su proyecto; motivo por el cual, conforme a las instituciones del país, decidió disolver el parlamento para llamar a nuevas elecciones. 

Parece claro que Dissanayake no pretende desmontar el sistema político de Sri Lanka. De su pasado marxista seguramente mantendrá la atención puesta en factores sociales y económicos descuidados por las dinastías que llevaron al país a la ruina y motivaron una reacción popular que hace poco los sacó del poder a empujones. Ante el compromiso de gobernar, el nuevo presidente ha confesado, con humildad que le enaltece, que tiene fortalezas y debilidades y que busca rodearse de personas con suficiente conocimiento y habilidad para manejar problemas específicos, que no puede dejar a la especulación del discurso entusiasta de la época de la campaña.

Por trayectoria política y convicción personal, Dissanayake es más cercano a China que a India, lo cual en el caso de Sri Lanka resulta de la mayor importancia, dada la relación directa con el sur del subcontinente indio, dominado por la etnia Tamil, que es minoritaria en la isla y respecto de la cual su partido no ha tenido buenas relaciones, por decir lo menos. Motivo por el cual el manejo de las relaciones con esa minoría, protagonista de la reciente guerra civil contra la mayoría cingalesa, puede ser uno de los principales obstáculos a superar en el propósito del cambio. Del éxito en las elecciones parlamentarias dependerá la posibilidad de que el nuevo presidente esrilanqués tenga éxito. 

Sin perjuicio de que los proponentes del cambio terminen, como ha sucedido, siendo protagonistas de un fracaso, la apelación a esa bandera tendrá validez en el contexto específico de cada país, según el momento y el estado del ánimo popular. Y aún en el caso del fracaso de sus protagonistas a la hora de gobernar, la apelación a la idea de cambiar volverá a ser válida más adelante, como fruto de una especie de recarga de ánimos en su favor, en la medida en que parezca exigirlo el contexto de la vida política y el tono de los sentimientos populares. 

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