La batalla más importante que haya podido ganar hasta ahora Vladimir Vladimirovich en su guerra contra Ucrania es la de haber puesto al presidente de los Estados Unidos a repetir su discurso, contra toda evidencia, de que Ucrania inició la guerra y que su presidente es un dictador. 

En medio de la permanente emisión, recepción, admisión o rechazo de mensajes que interpretan hechos desde distintos puntos de vista, un presidente y sus representantes no son solamente portaestandartes de los intereses de su país, sino de los valores, principios e ideales que animan su cultura. 

La reunión, en Riad, entre los máximos representantes diplomáticos de Estados Unidos y Rusia no solamente fue un encuentro entre voceros de las posiciones de dos países frente al problema de la guerra y la aspiración de la paz, sino un muestrario de esos valores que los representantes de cada gobierno llevan a cualquier diálogo o negociación. 

El tema de Ucrania era obligado dentro de la agenda de quien quiera que hubiese sido nuevo presidente de los Estados Unidos. Como promesa de campaña, el ganador había dicho que arreglaría esa guerra en 24 horas. Ni entonces, ni ahora, ha precisado los parámetros de su proyecto de paz, y más bien parece reiterar la confianza infinita que tiene en su habilidad de negociante para llegar a algún arreglo que satisfaga el cumplimiento de su lema de MAGA. 

El problema es que, en el manejo de este asunto, como en tantos otros, su gobierno adorna cada declaración con afirmaciones a su acomodo, con ánimo autoritario reflejado hacia adentro en su desconocimiento del equilibrio de poderes proclamado en la Constitución, y hacia afuera en afirmaciones y propuestas respecto de todo tipo de asuntos, en cualquier lugar del mundo, como desde el epicentro de un imperio universal.

Los representantes de los Estados Unidos concurrieron al encuentro con los de Rusia no sólo con menosprecio previo y deliberado de Ucrania, y de la relevancia de sus aliados europeos, además de las complejidades del apoyo occidental a Ucrania, sino luego de haber entregado gratuitamente “cartas de negociación” a través de mensajes peregrinos y debilitantes de la posición occidental. No otra cosa fue, por ejemplo, la afirmación del jefe del Pentágono en el sentido de que Ucrania no debe entrar a la OTAN. 

Después de la reunión, el propio presidente norteamericano se puso sin pudor a repetir el discurso falaz del presidente ruso, en el sentido de que el jefe del Estado ucraniano es un dictador, responsable además de que se haya desatado esa guerra, de la que Rusia no tiene culpa. Afirmaciones que van más allá de la inconveniencia diplomática para la causa que hasta ahora habían liderado los Estados Unidos a nombre de Occidente. Al hacer eco de la voz y las falacias de Putin, Trump abandona esa posición de comando del mundo occidental representada en la emisión de mensajes de interpretación de la democracia, la economía y la sociedad, agrupadas en lo que los propios estadounidenses dieron en llamar “el mundo libre”.  

A lo largo de varias décadas, desde la Casa Blanca distintos mandatarios procuraron mantener la “hegemonía del discurso americano” sobre esas materias, frente a lo cual, en el resto del mundo, muchos corrieron a ajustar las cosas, a veces en contravía de su tradición política y cultural, para complacerlos. Aunque no faltó quien rechazara esa pretensión de dominio y mantuviera la confianza en su cultura propia, como en el caso de China, apegada a su modelo político y en el fondo del alma al confusionismo, y naturalmente también en el caso de Rusia.

Sentarse hoy a hablar con los rusos no implica un diálogo entre iguales, no sólo en materia de aspiraciones estratégicas. Cada quién llega a la Mesa en representación de un gobierno, pero también en representación de las complejidades de una cultura. La americana, caracterizada por el emprendimiento y el culto a la libertad y la democracia. La rusa, marcada por el autoritarismo típico de los zares y de los soviéticos, encarnada ahora por Vladimir Vladimirovich desde una concepción retrógrada al interior del país y promotora de las extremas derechas o de cualquier movimiento que desacomode el orden imperante, en el resto del mundo. 

El hecho de que, luego de la reunión de Riad el presidente de los Estados Unidos haya salido a proclamar exactamente el discurso ruso de interpretación del momento sobre la guerra de Ucrania, representa una sumisión y una entrega gratuita de su país a la visión rusa, rechazada por mentirosa desde de puntos de observación serenos y neutrales, de manera que cualquier interpretación propia se da por abandonada.  

Lo preocupante es que, debido al protagonista, se puede dar el fenómeno típico de la asimilación de las ideologías dominantes, que, emitidas por un difusor efectivo, llegan a tomar control de la conciencia de millones de ciudadanos, al punto de convertirse en credos de contenido falso. Conjunto dentro del cual, sin fundamento distinto del de su imaginación, Trump afirma que el apoyo popular del presidente ucraniano es del 4%, siendo que es de más del 60% según encuesta del mismo día de la declaración, mientras que, para esa misma fecha el del propio Trump no subía del 44%. Además de cifras sobre la ayuda de Estados Unidos a Ucrania que serían el triple de las verdaderas, con el aditamento falso de que la mitad de esos aportes se perdió. Estilo difamatorio propio de dictadores, que sus áulicos se encargan de repetir de manera que ganan espacio en una opinión pública poco dada a establecer la realidad de lo dicho. 

Con todo esto, además de una pretensión, muy cercana al chantaje, de apoyar Ucrania a cambio de conseguir el acceso a minerales muy apetecidos en el mundo de hoy, se puede pensar que se abre un paréntesis respecto de los valores tradicionales de los Estados Unidos. O a lo mejor no. Porque también es posible que no se estén traicionando esos valores, sino tal vez desnudando realidades de su déficit democrático e institucional, en la medida que todos parecen irse acomodando al autoritarismo que agrupa cada vez más elementos que hacen recordar los procesos dictatoriales que llevaron a Europa a las catástrofes del siglo XX

Como el presidente de los Estados Unidos no es descendiente de alguna de las rancias familias de peregrinos que llegaron a principios del siglo XVII al continente americano, sino de un inmigrante alemán bastante reciente, parece que ignora la advertencia de John Winthrop, primer gobernador de la colonia de la Bahía, quien advirtió a los primeros inmigrantes: “Hemos de considerar que somos una ciudad sobre una colina. Los ojos de todo el pueblo se ciernen sobre nosotros, por lo que si tratamos falsamente con Dios en la tarea que hemos emprendido y eso le lleva a retirarnos la ayuda que nos ha dado, seremos despreciados en todo el mundo”. 

Por ahora, la bandera de los valores del mundo occidental anda en busca de un portador creíble. 

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