Dentro de las tradiciones populares estadounidenses del Siglo XX estuvo presente la de una admiración abierta por las familias reales, principalmente la británica. Algo que ayudaba a fortalecer una admiración mutua entre dos pueblos que, a partir de las dos guerras mundiales, lograron construir una verdadera relación especial, en torno de una visión similar del mundo y de la vida.
Como los estadounidenses no tenían su propia dinastía, llegó un momento en el que entronizaron a los Kennedy, encabezados por John, el presidente asesinado, cuya jefatura fue llamada por su viuda “Camelot”, el mítico escenario de la vida y obra del Rey Arturo.
El seguimiento mediático de los Kennedy era similar al de una familia real. En lo publicitario, lo social, e inclusive en lo político, se les trataba como si estuvieran destinados, todos, a gobernar. De eso se benefició en forma inmediata Robert, que seguramente habría sido candidato, luego de ser ministro de justicia de su hermano. Sueño frustrado el 5 de junio de 1968, cuando cayó asesinado luego de ganar las primarias de California por Sirhan Sirhan, supuestamente como señal de protesta por el apoyo del candidato demócrata a Israel.
A nadie se le hizo raro que la línea de sucesión señalara el turno de Edward, el menor de los nueve hijos de la familia de Joseph, fundador de la dinastía, que había sido embajador en el Reino Unido. El propósito se malogró cuando se tuvo que declarar culpable de no haber asistido a Mary Jo Kopechne, que murió ahogada cuando el automóvil en el que viajaban, conducido por él, se salió de un puente en Chappaquiddick. No obstante, el impulso le alcanzó para ser senador desde 1962 hasta su muerte en 2009, con brillo y decoro, y para intentar en todo caso, fallidamente, ser candidato demócrata a la presidencia, derrotado por Jimmy Carter.
Las expectativas de sucesión del presidente John Kennedy por parte de su hijo John Junior se esfumaron en 1999, cuando, luego de despuntar como periodista y editor de revistas, se aprestaba a buscar una curul en el Senado de los Estados Unidos para iniciar su carrera política. El avión que pilotaba cayó al mar, para renovar el sino trágico de la familia y golpear el sentimiento popular, admirador de una peculiar saga de predestinados en el seno de una democracia.
La viuda del presidente, que había alimentado la leyenda de su esposo y del clan, dejó en vilo la causa cuando se unió en matrimonio al armador griego-argentino Aristotélis Onassis. Caroline, su hija, vino a ser una distinguida embajadora de su país en el Japón y Australia, luego de fracasar en el intento de tomar el relevo de Hillary Clinton como senadora por Nueva York y de haber sido rechazada como embajadora ante el Vaticano por sus puntos de vista sobre el aborto y la investigación sobre células madre.
Como quiera que la magia de la figuración política y mediática de los Kennedy quedó por ese lado en suspenso, en el escenario apareció de pronto la figura de Robert Junior, hijo del asesinado hermano del presidente. Lo hizo inicialmente como luchador por las causas ambientales. Su posición ambientalista comenzó por darle réditos en círculos de prestancia. Por ejemplo, cuando una vez, en Ottawa, en un foro de la Sociedad Mundial por la Ekística, recomendó a los gobernantes de la capital de la Provincia de Ontario que unieran la ciudad con el lago, separada por una vulgar autopista de dos pisos. Aplauso general, acompañado de la promesa de irse a vivir al Canadá si los republicanos mantenían la presidencia de los Estados Unidos.
Más tarde, y en especial con motivo de la pandemia, tuvo ostentosa figuración en favor de la causa antivacunas, sin respaldo científico que pudiera sustentar sus planteamientos, como vinieron a reconocerlo colegas y directores de publicaciones que se arrepintieron de haber patrocinado sus escritos, tal vez debido al supuesto peso de su nombre.
Las salidas del personaje continuaron de ahí en adelante reforzando su imagen como rebelde sin rigor y fundamento, que se llegó a convertir en su marca distintiva. Al punto que antiguos colegas de causa llegaron a dudar de su cordura, por sus actitudes contradictorias. Todo lo cual ha sido objeto de variadas publicaciones, unas más incisivas que otras, dentro de las cuales se puede destacar un extenso artículo titulado “The Inheritor”, escrito por Clare Malone y publicado por la prestigiosa revista The New Yorker en agosto del presente año. Allí se muestran las huellas de una vida dramática, llena de incidentes escalofriantes, cargada de excesos y adicciones diversas, problemas legales, acoso consuetudinario y maltrato a mujeres, que no fueron obstáculo para que, desde sus azarosos años de Harvard le hicieran pensar que algún día podría llegar a la Casa Blanca.
En medio de la agitación propia del presente proceso de selección de presidente de la Unión Americana, Robert Kennedy Junior trató de entrar en la carrera dentro de las filas del Partido Demócrata, el de su familia, pero al ver que eso no podía prosperar, decidió, con todo su caudal de posiciones contradictorias, lanzarse como independiente. Tal vez abrigaba la esperanza de que, una vez más, gracias a la magia de los Kennedy, de la que es titular de una cuota, millones de ciudadanos estuvieran dispuestos a correr detrás de él y llevarlo a la soñada presidencia como campeón juvenil que, con sus setenta años, dejaría atrás la extraña competencia de los furibundos ancianos Joe y Donald, cuya edad suma más de siglo y medio.
La penúltima noticia de los Kennedy es que, como los entusiastas de su causa no fueron abundantes, y no se produjo “la avalancha kennediana”, por la insuficiencia del programa y del peso del apellido, Robert resolvió, para completar su propio desastre, apartarse de manera espectacular del partido demócrata, del cual fue abanderada y símbolo su familia, para unirse al peor candidato posible del partido contrario, que lo recibió jubiloso, como si con ello llegara, en momentos de angustia electoral, un apoyo definitivo. Los argumentos de la adhesión, aparte de cálculos electorales sobre la inconveniencia de su concurso en algunos Estados para las aspiraciones de Trump, fueron de manera lacónica: “la libertad de expresión, la guerra en Ucrania y la guerra contra nuestros hijos”.
El abrazo que selló la alianza de Donald y Robert patentiza una coalición de personajes con ideas y propuestas por lo menos extrañas a la tradición de un país que alcanzó a ser considerado por muchos como paradigma de la democracia en el mundo. Arquetipo afectado ahora adicionalmente por la actitud de un sistema judicial que ha permitido que se espere a que pasen las elecciones presidenciales para dictar la sentencia que le debe imponer a un acusado que ya fue hallado culpable, y donde la Corte Suprema, para espanto del mundo, y de millones de estadounidenses, resolvió, al estudiar la situación del mismo personaje, que los presidentes estarían por encima de la ley en lo que ha sido hasta ahora un Estado de Derecho. Todo mientras los fiscales continúan, eso sí, impulsando numerosos procesos ya en curso contra el sui géneris personaje que ha recibido el apoyo de Robert Junior.
La última noticia de los Kennedy, que trata de revivir la llama de aquello que la caracterizó cuando tantos creyeron en Camelot, es un comunicado que firman los hermanos del tránsfuga del Partido Demócrata, con el apoyo del nieto del presidente sacrificado, y que dice: “Queremos un Estados Unidos lleno de esperanza y unido por una visión compartida de un futuro más brillante, un futuro definido por la libertad individual, la promesa económica y el orgullo nacional. Creemos en Harris y Walz. La decisión de nuestro hermano Bobby de respaldar a Trump hoy es una traición a los valores que nuestro padre y nuestra familia aprecian. Es un triste final para una triste historia”.