Dentro de los protagonistas del enfrentamiento que ha sacudido al Oriente Medio, y que afectará el orden internacional, no aparecen todos los actores que han de tener palabra y espacio en el futuro de la región. Todos ellos deberán ser tenidos en cuenta a la hora de cualquier arreglo, pues sólo con su participación sería posible la paz.  

A partir de la destrucción de Gaza, en busca de la derrota definitiva de Hamas, como respuesta al atentado terrorista en su contra, Israel sacó de manera eficiente y rápida del juego a Hezbolá y a las milicias pro iranies de Yemen, eliminó en la residencia de invitados del gobierno iraní al representante más asequible de Hamas y de una vez realizó una cirugía de valor estratégico al inutilizar defensas aéreas de la República Islámica de Irán. También seguramente participó en la oleada que dio al traste con la dictadura de Siria.

A partir de entonces esperó la oportunidad propicia para que su fuerza aérea, con el apoyo de sus servicios de espionaje, capaces de producir resultados cada vez más sorprendentes, entrara a dar un empujón definitivo en busca de la neutralización definitiva de Irán. Así, en una noche descabezó en sus camas a los miembros de la cúpula militar iraní e inutilizó de manera contundente sus defensas antiaéreas, antes de desatar una andanada aún mayor. 

Con la secuencia de acciones políticas y militares a lo ancho y largo de la región, Israel ha buscado en los últimos años diseñar un nuevo paisaje político y militar desde el Canal de Suez hasta el Estrecho de Ormuz, y desde el Mar Caspio hasta el Golfo Pérsico. 

Dos factores se conjugaron para que la arremetida más reciente, de múltiples caras, fuese posible: la llegada al poder de un presidente estadounidense totalmente alineado con los intereses israelíes, y el informe del Organismo Internacional de Energía Atómica en el sentido de que Irán no estaría cumpliendo cabalmente con sus obligaciones en materia de no proliferación nuclear.

A nadie debería sorprender el estallido de una guerra prevista desde hace décadas por las partes, a juzgar por el designio declarado de la República Islámica de destruir a Israel y la denuncia de esa intención por parte de éste, que no cesó de ponerlo de presente en todas las formas posibles. No es poca cosa que, de manera oficial y explícita, un Estado presente como uno de sus propósitos oficiales la destrucción de otro. Y no es esperable que el otro se quede cruzado de brazos, máxime cuando su posible victimario se dedica a enriquecer uranio, así anuncie el proyecto como de fines pacíficos. 

En los meses anteriores al ataque de Hamas contra Israel en octubre de 2023, se avanzaba en un acercamiento israelí con Arabia Saudita, que habría terminado por fortalecer el clima de los Acuerdos de Abraham, propiciados por el primer gobierno Trump y que permitieron la normalización de las relaciones de Israel con los Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, a los que se sumaron Marruecos y Sudán. 

El acercamiento entre Israel y los saudíes, y esos acuerdos con otros países árabes, basados en el entendimiento mutuo, la coexistencia, la libertad religiosa y la dignidad humana, tenían un objetivo político adicional como era el de la contención de Irán. Faltaba por verse hasta qué punto se conseguía algún acuerdo en cuanto a la “cuestión palestina”. 

No es fortuito el hecho de que, en medio de ese proceso, que buscaba un nuevo alinderamiento político en la región, Hamas, por su propio interés y como agente de Irán, lanzara la osada acción terrorista que desencadenó una retaliación israelí que todavía no termina. Reacción en cadena que comenzó en Gaza y tenía que pasar por el Líbano y Siria, bajando a Yemen, para terminar en el intento de neutralización de la República Islámica. 

Un año después del inicio de la tragedia de Gaza, para muchos pasó desapercibido el emprendimiento diplomático de Abbas Araghchi, el sereno canciller iraní, que se reunió en octubre de 2024 con el príncipe Faisal bin Farhan al-Saud, Ministro de Relaciones Exteriores de Arabia Saudita. Se trataba reforzar el acercamiento entre los dos grandes Estados ribereños del Golfo Pérsico, que desde marzo de 2023 había conseguido la diplomacia china y condujo al intercambio de embajadores, con el cual se pretendía iniciar una “era post americana” en el Golfo. Araghchi pasó luego a Omán, Jordania, Egipto y Turquía, con similares propósitos.

Aparte de tender puentes nuevos hacia el mundo árabe, y en particular hacia los saudíes como cabeza de la versión sunita del islam, la excursión de Araghchi despertó sensibilidades y sembró semillas de futuros entendimientos, pero no alcanzó para suscitar más que un estado de alerta entre países desbordados por los acontecimientos recientes, que se desarrollaron al ritmo marcado por Israel, con una contundencia inesperada y una efectividad que remató con el ataque del 13 de junio del presente año, que dio origen a la que el presidente estadounidense dio en llamar “la guerra de los 12 días”. 

Esta guerra, temida y anunciada, era esperable dentro del gran contexto del proceso político y militar del Oriente Medio. Las condiciones estaban dadas para que se llegara a esa tremenda “final” de un proceso que fue madurando con una lógica que conducía a la confrontación directa entre enemigos declarados; con el resto del mundo quieto, apenas haciendo declaraciones, menos los Estados Unidos, comprometidos de principio a fin en la ayuda a Israel. 

Ayuda de contenido sui generis, pues la contundencia del ataque israelí, al descabezar el liderazgo militar e inutilizar en buena medida las defensas antiaéreas iraníes, ya era suficiente para determinar el destino de la confrontación, así Irán hubiese tenido éxito en algunas de sus acciones de respuesta, nunca a nivel comparable con los daños recibidos. 

A pesar de que el presidente Trump hubiera prometido no meter a su país en nuevas guerras, mucho menos en el Medio Oriente, de donde siempre ha salido mal, el espectáculo montado, muy a su manera, se desató en forma sorpresiva, luego de haber anunciado que en dos semanas tomaría una decisión. 

A través de una acción militar puntual, quirúrgica y aparentemente aséptica, calificada por él mismo como espectacular y exitosa, y con el anuncio igualmente sorpresivo de un cese del fuego que no se sabe bien de dónde salió, Trump parece haber realizado una faena inédita, pues lo cierto es que las partes, así sea por conveniencia inmediata, han dado por cerrado el episodio de esta confrontación, aunque no se sepa a ciencia cierta cuál pueda ser el siguiente capítulo de un drama que no ha terminado. 

El drama no ha terminado pues no está claro si el “golpe final” americano acabó con el programa nuclear iraní, o le causó apenas daños reparables en el corto plazo, lo que llevaría a dificultades nuevas y más difíciles de superar, ahora con el empeño de un Irán más convencido que nunca de la necesidad de contar con armas atómicas. En Teherán han observado el respeto que inspira Rusia debido a su potencial nuclear, que ha obligado a los propios Estados Unidos a moderar extremadamente su apoyo a Ucrania. 

No se produjo, a pesar de un descontento aparentemente muy amplio, debido a la represión, la caída del régimen iraní. De manera que una de las autocracias que ensombrecen el paisaje político internacional, sigue vigente. Tampoco, por ahora, parecería que se producirá el retorno de la República Islámica a la mesa de acuerdos posibles sobre su programa nuclear, con el anuncio de no estar dispuesta siquiera a la vigilancia del Organismo especializado de Naciones Unidas para verificar el uso de las fuentes de energía de las que dispone. 

Por aislacionista que sea el presidente de los Estados Unidos, no se puede negar el poder que tiene en sus manos, debido a la inercia de las atribuciones y compromisos “imperiales” del país que representa, y por ello tiene en sus manos todavía la opción de proseguir en el empeño de un verdadero acuerdo de paz en el Medio Oriente.

Dicho acuerdo de paz, provenga de la iniciativa y tutela de Washington, o de otras iniciativas viables, incluyendo la participación de Moscú, Bruselas o Pekín, debe incluir a los árabes, lo mismo que a los turcos. 

Sustancialmente debe buscar la proscripción de la amenaza oficial de un Estado, como el iraní, que proclama dentro de sus propósitos la destrucción de otro, en este caso Israel. Irán podría vivir en paz sin ese objetivo y el sistema político que desee adoptar ha de ser respetado, si a su vez respeta la existencia de los demás. No hay razón para tratar de imponerle por la fuerza, como lo intentaron en Irak y otras partes, un modelo importado que no corresponde a su tradición y sus necesidades. 

También ese acuerdo debe abrir, de verdad, la vía al establecimiento de un Estado Palestino, con el cese de la interferencia de los asentamientos ilegales en Cisjordania y un futuro para Gaza que no sea convertirla en un balneario con campos de golf para turistas americanos, con los palestinos como recoge bolas. 

Tareas todas difíciles, respecto de un conflicto que muchos consideran insoluble, y que se mantendrá vigente mientras impere, a nombre de credos que pregonan la paz, una arrogancia de gente que parece no haber visto las fotografías del nuevo telescopio que muestra la magnitud de un universo dentro del cual somos apenas una brizna, que en todo caso vale la pena preservar para vivir felizmente. 

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