Maritornes no sabe decir en qué consiste. ¿Es una actitud? ¿Es una destreza? ¿Es una forma de inteligencia? ¿Es un don espiritual? Solo sabe que quisiera poder desarrollar cada vez más la capacidad de notar, de fijarse, de prestar atención, de enfocar, y por ahí derecho de pronto aumentar el poder de retener en su mente, en su memoria, aquello en lo que fijó la mirada con interés y propósito.
Probablemente la capacidad a la que ella se refiere sea una combinación de todo lo anterior, a lo cual habría que sumarle la generosidad y la sensibilidad del espíritu porque observar con el corazón requiere salir de uno mismo. ¿O si no cómo se puede mirar con los ojos verdaderamente abiertos la gama inagotable de verdes que se perciben al levantar la vista hacia las hojas de un árbol? Solo es posible amando el verde —y sabiendo que el juego del sol entre las hojas, en esa combinación precisa, nunca se repetirá—. Unos arreboles, algunas lunas llenas, algunas historias se quedan mientras que otras nunca fueron amorosamente retenidas —nunca estremecieron el corazón para dejar su impronta— porque se vivieron en medio de un remolino de distracciones, de cháchara mental, de fragmentación del interés.
Lo mismo ocurre con las palabras y con los sentimientos ajenos. Es imposible notar de verdad el brillo en la mirada de quien habla, la luz, o el dolor en la voz de otra persona cuando narra sus recuerdos más sentidos si en ese momento no se presta atención plena y si de alguna manera no se está amando a esa persona.
Conoce personas que tienen ese raro don de estar a plenitud en el momento; y son las mismas personas, generalmente, que después tienen el don aún más raro de recordarlo. Recuerdan cuando dijiste, cuando miraron juntas, recuerdan los hitos en la vida de los demás para celebrarlos o acompañarlos porque de alguna manera tenían la atención bien colocada —centrada y libre de distracciones.
En parte sería más posible estar en la infinitud de cada momento si comprendiéramos su fugacidad: tal vez el abuelo no vuelva a contarnos con qué jugaba de pequeño, y si le hubiéramos prestado atención no lo olvidaríamos, tal vez pudiéramos recordar más la sensación de los brazos de nuestros hijos alrededor del cuello de haber habitado el momento con la debida intención. Posiblemente recordaríamos el día en que el turpial se detuvo en el jardín.
Es difícil pescar del remolino de la memoria aquello que dejamos arrastrar río abajo por la distracción, pero, piensa, está aún a tiempo de aprender a mirar la vida con un corazón atento. Los sabios han hablado del inmenso poder de estar plenamente presentes en el momento y quizás si lo estuviéramos veríamos más como el regalo infinito que son aquellas ocasiones que, por distraídos, a veces nos parecen apenas acontecimientos triviales.
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