Mucho se habla ahora de la necesidad de reconocernos respetuosamente como seres diferentes (“diversos”, según entiende Maritornes, es la palabra apropiada). Y sí, es indispensable que podamos apreciar cuánto nos enriquecen las variadas interpretaciones y perspectivas de la vida, otras culturas y modos de pensar.
No obstante, Maritornes está hoy pensando con espíritu de gratitud en la condición contraria, en la bendición que constituye, en el respaldo que a veces ofrece y en la seguridad que provee pertenecer a una comunidad afín que comparta una tradición, que provenga de la misma historia, que haya crecido en la misma cuadra, con quienes nos hayamos subido a los mismos árboles y hecho las mismas travesuras y con quienes estuvimos acompañados de algunas personas en común —amigos, maestros, vecinos y tías. A esos coterráneos de procedencia no hay que describirles el quién es quién en la constelación de la infancia, no hay que explicarles los chistes ni la jerga local, ni a qué sabe el desayuno que uno añora.
En esta ocasión Maritornes vuelve la mirada a esa patria chica afectiva en la que la risa es fácil y las anécdotas compartidas eternamente poderosas por más que se repitan. No se trata de alentar comunidades cerradas y excluyentes, sino de regocijarnos en ese otro regalo que da la vida cuando es posible contar con una serie de códigos y de información común.
Al fin y al cabo las soledades más devastadoras se gestan en ese territorio huérfano de referentes, en el de los migrantes cuyas amarras con su cultura han sido violentamente rotas, el de los exilados que deben pasarse la vida buscando un idioma emocional en común con una nueva cultura. Y en esta disyuntiva entre pertenecer con terquedad y nunca asomarse o poner pie en otras existencias posibles, o abandonar para siempre el país interior de la infancia, tiene que haber un punto medio en un mundo que irremediablemente salió a navegar y a darle la vuelta al planeta.
Tener sentido de pertenencia, sentirse acogido por los lugares conocidos nos permite, además, apreciar a fondo los elementos que a otros les generan esa misma seguridad, y que distan mucho de los propios. Pocas cosas serían, y son, más duras, que no tener una tierra conocida a donde regresar; y Maritornes agradece hoy a toda esa riqueza de afectos, a los que aún vuelve una y otra vez para reencontrarse.