Gonzalo logró llegar a su trabajo de vigilante, pero llegó maltrecho de una rodilla, con un enorme moretón y un ojo cerrado, y sin un diente. Como suele ocurrir en estas ocasiones, tanto él como los vecinos del conjunto en donde trabaja daban gracias por todo lo terrible que pudo haber sido y que no fue, como que el camión que venía detrás de Gonzalo alcanzó a frenar cuando vio que el ciclista perdía el control y salía disparado por encima de la cicla después de caer en uno de los tantos huecos de la que en su ciudad llaman “autopista”. Son unos huecos dentellados, hondos, engañosos y mortales muchas veces, en especial en temporada de lluvias, cuando el agua los oculta. Estos eventos son frecuentes y muchas veces terminan con un cadáver tendido en la vía.
Maritornes es testigo todos los días de cómo a los autos pequeños se les rompe el eje en uno de estos huecos, o de cómo se ocasionan choques entre carros que están simplemente tratando de esquivar troneras. Hay un infaltable atasco de tráfico por una de estas causas.
En esta “autopista” del siglo tercero antes de Cristo, un alcalde anterior creó unos improvisados carriles con unos maletines de plástico naranja —en los que hoy brota el pasto a la par que estos se deshacen al sol y al agua— que cierran abruptamente el carril izquierdo en dos tramos sin que medie demarcación ni aviso alguno y causando, nuevamente, choques y accidentes. En la mayoría de los tramos de la flamante autopista no hay ni siquiera líneas blancas que indiquen la separación entre unos carriles angostos por donde transitan buses de colegio, camiones con contenedores, motos y bicicletas, y en donde los vendedores ambulantes aprovechan para ofrecer, parados entre los carriles, los bártulos del momento.
Un alto porcentaje de los andenes de la ciudad, incluidos los que circundan una importante clínica privada, son intransitables. En innumerables vías los peatones deben caminar sobre pastizales y lodazales por falta de un simple, simplísimo andén. Igual ocurre con los ciclistas en las diversas autopistas de la ciudad. Existe una berma que es un chiquero de escombros que bien podría aprovecharse para brindarles seguridad a los ciclistas.
Mientras tanto, en esta ciudad que es una, específica, pero que puede ser muchas (al fin y al cabo, como sabemos, lo local es hermano gemelo de lo universal), se discuten grandiosos proyectos, cables aéreos para transportar pasajeros, corredores verdes y metros, grandes ampliaciones de vías, y van y vienen unas idílicas representaciones digitales de las siete maravillas del mundo que están por llegar. Nadie, al parecer, está pensando en las pequeñas cosas.
Empero, son esas pequeñas cosas las que nos separan del primer mundo, la vía en buen estado, el andén, lo lógico, lo de sentido común, lo que haría cualquiera en su propia vivienda, lo que se cae de su peso, lo que sigue eternamente desatendido. Lo más paradójico es que esas son las cosas que más afectan la calidad de vida de los ciudadanos. Es como si nadie viera la lógica de empezar por lo pequeño para pasar después en incrementos lógicos a lo grande. ¿Para qué va a querer el ciudadano obras monumentales si sus impuestos ni siquiera sirven para pavimentar bien la vía que transita todos los días?
El arte de las pequeñas cosas es el arte del bienestar. Y lo triste de esa incongruencia de querer pensarse en grande cuando se falla en todo lo pequeño es que es en ese hueco lógico en donde se ahoga el ciudadano de a pie porque los gobernantes se dedicarán a hacer todo lo de relumbrón, todo menos lo que a él realmente le significa una mejor calidad de vida. Por el contrario, paga impuestos para que lo ahorquen, lo multen, lo fotomulten por lo divino y lo humano, le cobren por todo, mientras que no puede aspirar siquiera a que las autoridades se encarguen de pavimentar bien y de mantener en estado óptimo ninguna de las vías de la ciudad.
Las pequeñas cosas, las que consisten en amar de verdad a ese ciudadano que sale de su casa a cumplir, a perseguir sus sueños, a tratar de alimentar a su familia, esos detalles que le permitirían apropiarse de su ciudad y fatigarse un poco menos en el trasegar diario, parecen, para los gobernantes, por siempre invisibles. Tristemente, lo grande nunca le quedará bien hecho al que no supo hacer bien lo pequeño.