Desde el fogón

Publicado el Maritornes

La espinita

Disciplina social. Cuidarnos. Pensar en los demás y cuidarnos con ese fin específico. Quedarnos en casa. Adaptarnos a no poder trabajar o a trabajar desde casa. Desinfectar minuciosamente víveres y enseres. En el actual contexto todos pueden ser conceptos y acciones encomiables. El tiempo de quedarnos en casa se prolonga, porque eso, según los expertos, es lo mejor para todos. Los gobernantes nos traducen esas recomendaciones en decretos y órdenes que más que invitarnos nos fuerzan a acatar las nuevas normas.

Empero, una espinita se resiste a desaparecer. Persiste con irritante empeño —allá en el fondo de esta voluntad de contarnos entre los que actuamos responsablemente—, en aguijonear la conciencia. Algo en el espíritu corcovea presa del pavor al vernos a todos como borregos asfixiados por un miedo derivado de estadísticas mal explicadas y peor entendidas, ahorcados por las medidas que decidan las autoridades nacionales, locales e intermedias que, sumándolas, son bastantes. La espinita apunta a que estamos en manos de dirigentes ávidos de mostrarse moralmente comprometidos, a costa de lo que sea, y de medios de comunicación interesados, como es usual, en conservar o aumentar una audiencia, aunque para ello deban limitarse a revolcarnos en el lodo de las noticias exageradas y repetidas y de la desesperanza.

Los niños ahora pueden salir media hora solo tres veces a la semana, y pueden jugar pero no con balones. ¿Qué distópico raciocinio nos explica que sea media hora y no una, que sea tres veces por semana y no todos los días y que no puedan jugar con balones ni con patines?

Y todos marchamos, y miramos mal al que no marcha, y ahora vamos en manada detrás del flautista de Hammelin convencidos de que nuestros dirigentes nos están llevando hacia el mejor futuro posible cuando, según admiten algunos expertos, están apenas dando palos de ciego. Estamos fascinados con que haya una autoridad que nos diga exactamente qué hacer, incluso en el ámbito doméstico, y hemos convertido en el punto de mayor honor obedecer.

Toleramos incluso que nos blandan en la cara un amenazador dedo índice cargado de advertencias y de motivos de miedo, que se extienden, según ellos a doce meses vista y que son el anuncio de que la vida ha cambiado para siempre. Y parecemos estar dispuestos a aceptar, sin mayor pataleo, que nos prohíban trabajar o que nos digan que para hacerlo debemos adoptar medidas tan draconianas y difíciles de implementar que casi equivalen a la prohibición.

Estamos permitiendo su regodeo con el poder. Ya teníamos varias sogas al cuello, que paulatina e imperceptiblemente iban apretándose a punta de impuestos nacionales y locales y de reglas y reglitas de todo cuño, de comparendos emitidos por cámaras orwellianas que nunca lográbamos controvertir… Así se deja cocinar en agua el proverbial sapo.

Maritornes, que no suele escribir en este tono, no está diciendo que algunas medidas no sean necesarias, que no haya entre nosotros una enfermedad altamente contagiosa y a veces letal, pero hay un gran trecho entre creer que alguien propende con sensatez por nuestro bienestar y permitir que nos lancen información como balas de goma al cerebro para irnos poniendo en disposición de dejar que nos arreen, indefinidamente, como a ganado.

Comentarios