Voy por ahí bendiciéndolo todo,
no importa si es el tendero de mirada torva
que me lanza con rencor las verduras
que esta noche, antes de cenar, bendeciré.
No importa si es el funcionario
que me anuncia para dentro de un año
lo que necesité ayer y
que regresa después a la interminable y
y gris faena de fallar
― y de hacerlo con rabia―.
Bendigo, y vuelvo a bendecir
y me empeño en encontrar en el áspero crujir
de la ciudad, en sus fumarolas de plomo, en sus huecos
y en los pregoneros que me impiden el paso,
otra razón para bendecir.
¿Qué me ganaría
con bendecir la rosa
que está bendita desde que nació,
o el almíbar ya bendito del panal
o la vida del árbol que ya es
lo que todos seremos un día?
Por eso bendigo todo,
hasta el más leve tropezón.
Tal vez la fuerza de bendecir,
me arrastre
a donde todo esté bendito,
como la rosa,
desde antes de recibir el sol.