Desde el fogón

Publicado el Maritornes

Consuelo y consuelos

Se llama Consuelo Córdoba. Maritornes no sabe si el nombre les resulte conocido, o la recuerden. Es la mujer que se acercó al Papa Francisco, cuando este estuvo en Colombia, para pedirle que bendijera su eutanasia, que estaba programada para ocurrir poco después con una inyección donada por un médico. El Santo Padre la convenció de desistir, y esta mujer, sobreviviente de unas catástrofes personales dignas de una película de horror, cambió de opinión. Dijo que pareciera que al Papa Francisco fueran a escurrírsele las lágrimas. ¿Cómo no? Fue necesario esperar un tiempo, decantar la historia y reunir el valor para escribir sobre ella, pero Maritornes no la olvida, porque la considera un símbolo de fortaleza, un triste recordatorio de las injusticias que todos deberíamos luchar con más sentido de apremio por remediar, una metáfora de la abyección y el infortunio al que nadie debería estar sometido.
Consuelo, sobre quien no volvimos a saber, debe tener 58 años. A los tres meses fue abandonada por su madre, y a los doce años por su padre. Tiene una hija fruto de una violación. Su hija no quiere saber de ella. En el 2001, después de que se negara a ser accedida por la fuerza, su entonces marido salió a buscar ácido sulfúrico y con este le roció la cara. Consuelo quedó desfigurada. Hasta donde supimos vivía asfixiada detrás de una máscara color piel, y respiraba por dos tubos que sobresalían de la máscara. Había sido sometida a más de 40 cirugías. No solo tenía dificultad para respirar, sino para hablar. Sufría de infecciones recurrentes y sus complicaciones incluían una toxoplasmosis, con la que, le dijeron, debería convivir de por vida. Ha tenido que pedir limosna y ha sufrido todos los rechazos derivados de su apariencia, entre ellos la imposibilidad de conseguir trabajo.

¿Su sueño? Tener una peluquería y una casa propia. Su sencillez, su falta de rencor hacia su agresor y su bondad estremecieron a Maritornes y aún la persiguen. Y escribe todo esto porque todavía recuerda cómo cuando la oía relatar su infortunio sin el menor asomo de autoconmiseración o de reclamo ni a la vida, ni a Dios ni a nadie, se sentía llena de vergüenza y de pesar y se preguntaba dónde estábamos todos y dónde estaba ella mientras la vida azotaba a Consuelo. Tal vez quejándose del tráfico, o de la lluvia, o de tener que hacer alguna fila.
Y mientras tanto Consuelo, ¿a quién ha tenido, desde que la perdimos de vista, para aligerar sus dolores físicos y emocionales, alguien le ha pedido perdón en nombre de una sociedad que permitió sus condiciones de vida? Interiormente Maritornes volvió a pedirle perdón en nombre de todos y con el corazón contristado. Pensó en todos los lugares en los que la vida corriente se mueve sobre la arena movediza de dolores soterrados, y concluyó que no basta con hablar de futuro y de paz sino que es necesario ir a excavar ese dolor en todos los rincones para atenuarlo, para pasar sobre él una mano acariciadora y para ofrecer remedio. Hay que buscarlo de manera activa y decidida dondequiera que se encuentre para entregar a cambio compasión, justicia y apoyo real y tangible. Es imposible hacer prosperar ciudades y países sobre el dolor no mitigado de las consuelos, sobre el caudal hirviente de injusticias que no encontraron enmienda y sobre tantos dolores salvajes vividos en la soledad de la indiferencia.

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