Desde el fogón

Publicado el Maritornes

Asuntos extrañamente conmovedores

 

Hay cosas que no muchos estimarían conmovedoras y, sin embargo, en ciertas circunstancias pueden conmovernos de forma inesperada aspectos de la vida que de repente se nos revelan bajo una nueva luz y muestran su entramado de lucha, sus perfiles humanos y su lado noble. Y pareciera que en estos tiempos pandémicos —extraños, desdoblados y de muchas maneras reveladores—, la vida se ha prestado para que miremos de modo diferente.

Sucedió, por ejemplo, que un día Maritornes recibió una de las tantas cajas de los pedidos que se vio obligada a hacer ante la imposibilidad de salir, o que ya elige hacer para no tener que salir. A su puerta llegó una preciosa caja de cartón que contenía un saco de algodón perchado que había encargado para un regalo. El saco, empacado con esmero, emitía un delicado aroma y traía una amable nota personal que agradecía la compra.

A lo largo del confinamiento pudo enviar y recibir muestras de cariño por medio de unas canastas y cajas surtidas y adornadas con absoluto esmero y primor que, según el gusto de cada uno, podían variar entre un listado verdaderamente extenso de productos de sal y de dulce, personalizadas con flores o frutas adicionales y acompañadas de una botella de vino o de cajas de té. El asunto es que todo lo que durante la cuarentena nos conectó con el lado alegre de la vida, nos permitió sentirnos todavía vinculados aunque no pudiéramos vernos, y además nos sirvió y nos dio gusto ha quedado grabado en la memoria con un sabor especial de nostalgia por un lado, de gratitud por otro. Sus contornos emocionales son diferentes a los de otros recuerdos.

Otro día recibió, también para un regalo, unas camisetas de algodón, igualmente empacadas de manera impecable y cuidadosa, que venían dentro de una bolsa de apariencia plástica pero hecha de maíz, y compostable. Durante la pandemia Maritornes se aficionó a unas bebidas no alcohólicas, sin azúcar y con probióticos, y recibe con regularidad su cajita de seis botellas. La comunicación con la persona que está a cargo es personal y cálida y el producto es una maravillosa alternativa al alcohol, algo nuevo que ella nunca había probado. Pide también, ocasionalmente, unas comidas preparadas cuyo foco está en proporcionar una alternativa hecha a la medida de los requerimientos nutricionales específicos del cliente. El dueño es un muchacho joven que en poco tiempo ha logrado posicionar en el mercado una forma de abastecer de alimentos preparados que no es igual a nada de lo que antes estaba disponible.

Así existen infinidad de negocios que tal vez se han vuelto más visibles por la necesidad que nos creó la crisis de salud de navegar en las redes para encontrar lo que buscamos. Lo mencionado es apenas una pequeñísima muestra de las iniciativas que están surgiendo, y que no son otra cosa que un ínfimo muestrario de cómo se gestan en innumerables ocasiones las empresas.

Volvamos, empero, a lo que conmovió a Maritornes. Después de la debacle de la rabia, que dio al traste con tantas iniciativas que ya tambaleaban por la pandemia, estos esfuerzos empresariales brillaban como luces fugaces en un océano de desconsuelo. Y Maritornes se puso a pensar en cuánta belleza hay en el emprendimiento. Algunos asocian las empresas con un ánimo expoliador y explotador, con unos individuos o corporaciones grotescamente ávidos de engordarse los bolsillos para poder consumir extravagancias y darse lujos decadentes. Habrá de esas, sí, pues de todo se ve en la viña del Señor.

Lo que ella estaba viendo al recibir estos productos, por otro lado, era la pulsión del ser humano por identificar una necesidad, por ejercer el afán creativo de mejorar su suerte y las opciones de los demás, por hacer las cosas de mejor forma, por entregar algo bueno y de paso ganarse la vida. Vio detrás de estos productos las caras de todo tipo de personas ilusionadas con la posibilidad de imaginar, inventar, proponer, y trabajar con responsabilidad e ingenio para poner en el mercado algo que antes no existía. Cada uno de estos emprendimientos deja traslucir un verdadero esfuerzo por innovar sin dañar ni a otros ni al planeta.

Lo cierto del caso es que muchas de las cosas que nos hacen la vida mejor, las empresas que nos proporcionan bienes y servicios, fueron una vez en sus inicios eso: personas con afán de crear y de traspasar la frontera de lo posible, fueron una extensión natural y orgánica de esa capacidad, necesidad, diríase, que tiene el ser humano por no contentarse con la fruta que cae del árbol y en lugar de ello sembrar el árbol.

Y por eso a Maritornes la conmovieron y le siguen conmoviendo esas iniciativas y los productos tangibles que terminan creando. Ve en ellos rostros humanos, ve en ellos el reflejo de una lucha noble por hacer un camino nuevo que sirva no solo a los empresarios y a su descendencia, sino al consumidor que tiene incluso más opciones de comprar responsablemente productos de comercio justo y que se ajusten a la obligación moral, ahora sentida en mayor profundidad y con mayor convicción, de restaurar la naturaleza y de crear conciencia, y brindar un valor agregado, casi que afectivo, a la par que se efectúa la venta.

En muchos emprendimientos ha encontrado Maritornes buen servicio, buenos productos, seriedad y cumplimiento, pero hoy quiere destacar con nombre propio los cinco a los que se ha referido. No lo han pedido, no hay transacción comercial ni acuerdo ninguno de por medio; y ¿por qué habría de tener reatos de conciencia en elogiar lo que merece elogio, y en invitar a que otros lo hagan? Durante la pandemia ya ha sido bastante heroico para muchos aferrarse a sus sueños, y lo que contribuya a soñar con un país libre en donde lo mejor de la inventiva humana pueda prosperar nos ayudará a todos a despertar de este letargo con renovadas ansias de soñar, y de hacer.

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La revolución y el huevo de mirla

 

Maritornes tiene la fortuna de vivir cerca de un magnolio. En uno de estos días convulsionados, salió a buscar el consuelo de sus frondosas ramas. No hacía mucho que un sol difuso intentaba brillar desde detrás de un velo de nubes.

Con el corazón contristado, se sentó en una banca bajo el árbol y observó cómo los diminutos destellos de rocío sobre el prado aún fresco cambiaban de dorado a plateado según como ladeara la cabeza. Buscaba acallar en medio del verde, bajo la generosa sombra del magnolio, y al amparo de su perfume tenue, el barullo interior de opiniones, miedos y tristezas ocasionado por las opiniones, miedos y tristezas de algunos de sus compatriotas que, impelidos a la calle por múltiples fuerzas y motivos de descontento se batían contra todo en una batalla sin sentido.

En esas estaba cuando notó sobre la hierba algo muy blanco. Se acercó con cuidado y se dio cuenta de que se trataba de un pequeño huevo de pájaro, por su tamaño quizás el de una mirla. Levantó la mirada hacia las amplias hojas del magnolio y ubicó el nido de donde, supuso, habría caído accidentalmente el huevo.

Bajo el blanco calizo de la cáscara eran ya perceptibles los tonos grises de un plumaje incipiente. Consciente de la posible futilidad de su tarea, porque el huevito había perdido ya su tibieza, lo calentó de todos modos un poco entre las palmas de las manos. Luego lo depositó por un momento otra vez entre la hierba mientras iba a buscar una escalera de tres peldaños que le permitiera alcanzar la rama donde estaba el nido.

Trepó la escalera sosteniendo en su mano con toda la delicadeza posible el huevito; se puso de puntillas sobre el último peldaño para poder alcanzar la punta de la rama y halarla hacia abajo y depositar el huevo al lado de otros dos que, según alcanzó a ver, ocupaban el nido. Regresó a la banca y pensó que, independientemente de que el huevito fuera o no aceptado por la madre, o fuera que la cría sobreviviera o no, siempre había un sentido en elegir intentarlo.

Regresó a su contemplación de los destellos de las cosas cuando apenas están amaneciendo, y mientras dejaba escapar un hondo suspiro pensó en los metafóricos nidos de la vida. Con proverbial ingenuidad pidió a la vida que en su país más personas se sintieran llamadas, con maternal y paternal sentido, a elegir proteger el nido en vez de dar rienda suelta a una rabia que lleva a pisotear el huevo.

 

 

 

 

Las pequeñas cosas

 

Gonzalo logró llegar a su trabajo de vigilante, pero llegó maltrecho de una rodilla, con un enorme moretón y un ojo cerrado, y sin un diente. Como suele ocurrir en estas ocasiones, tanto él como los vecinos del conjunto en donde trabaja daban gracias por todo lo terrible que pudo haber sido y que no fue, como que el camión que venía detrás de Gonzalo alcanzó a frenar cuando vio que el ciclista perdía el control y salía disparado por encima de la cicla después de caer en uno de los tantos huecos de la que en su ciudad llaman “autopista”. Son unos huecos dentellados, hondos, engañosos y mortales muchas veces, en especial en temporada de lluvias, cuando el agua los oculta. Estos eventos son frecuentes y muchas veces terminan con un cadáver tendido en la vía.

Maritornes es testigo todos los días de cómo a los autos pequeños se les rompe el eje en uno de estos huecos, o de cómo se ocasionan choques entre carros que están simplemente tratando de esquivar troneras. Hay un infaltable atasco de tráfico por una de estas causas.

En esta “autopista” del siglo tercero antes de Cristo, un alcalde anterior creó unos improvisados carriles con unos maletines de plástico naranja —en los que hoy brota el pasto a la par que estos se deshacen al sol y al agua— que cierran abruptamente el carril izquierdo en dos tramos sin que medie demarcación ni aviso alguno y causando, nuevamente choques y accidentes. En la mayoría de los tramos de la flamante autopista no hay ni siquiera líneas blancas que demarquen la separación entre unos carriles angostos por donde transitan buses de colegio, camiones con contenedores, motos y bicicletas, y en donde los vendedores ambulantes aprovechan para ofrecer, parados entre los carriles, los bártulos del momento.

Un alto porcentaje de los andenes de la ciudad, incluidos los que circundan una importante clínica privada, son intransitables. En innumerables vías los peatones deben caminar sobre pastizales y lodazales por falta de un simple, simplísimo andén. Igual ocurre con los ciclistas en las diversas autopistas de la ciudad. Existe una berma que es un chiquero de escombros que bien podría aprovecharse para brindarles seguridad a los ciclistas.

Mientras tanto, en esta ciudad que es una, específica, pero que puede ser muchas (al fin y al cabo, como sabemos, lo local es hermano gemelo de lo universal), se discuten grandiosos proyectos, cables aéreos para transportar pasajeros, corredores verdes y metros, grandes ampliaciones de vías, y van y vienen unas idílicas representaciones digitales de las siete maravillas del mundo que están por llegar. Nadie, al parecer, está pensando en las pequeñas cosas.

Empero, son esas pequeñas cosas las que nos separan del primer mundo, la vía en buen estado, el andén, lo lógico, lo de sentido común, lo que haría cualquiera en su propia vivienda, lo que se cae de su peso, lo que sigue eternamente desatendido. Lo más paradójico es que esas son las cosas que más afectan la calidad de vida de los ciudadanos. Es como si nadie viera la lógica de empezar por lo pequeño para pasar después en incrementos lógicos a lo grande. ¿Para qué va a querer el ciudadano obras monumentales si sus impuestos ni siquiera sirven para pavimentar bien la vía que transita todos los días?

El arte de las pequeñas cosas es el arte del bienestar. Y lo triste de esa incongruencia de querer pensarse en grande cuando se falla en todo lo pequeño es que es en ese hueco lógico en donde se ahoga el ciudadano de a pie porque los gobernantes se dedicarán a hacer todo lo de relumbrón, todo menos lo que a él realmente le significa una mejor calidad de vida. Por el contrario, paga impuestos para que lo ahorquen, lo multen, lo fotomulten por lo divino y lo humano, le cobren por todo, mientras que no puede aspirar siquiera a que las autoridades se encarguen de pavimentar bien y de mantener en estado óptimo ninguna de las vías de la ciudad.

Las pequeñas cosas, las que consisten en amar de verdad a ese ciudadano que sale de su casa a cumplir, a perseguir sus sueños, a tratar de alimentar a su familia, esos detalles que le permitirían apropiarse de su ciudad y fatigarse un poco menos en el trasegar diario, parecen, para los gobernantes, por siempre invisibles. Tristemente, lo grande nunca le quedará bien hecho al que no supo hacer bien lo pequeño.

 

 

 

 

 

La buena fiebre

 

Hay un runrún, un ruidito, un estruendo interior, una fiebre, un despertar, una pulsión, un movimiento telúrico. Es la fiebre en su sentido renovador, es la fiebre contagiosa que debería hacer casi imposible permanecer en estado de indiferencia.

Huertas pequeñas y grandes, proyectos para vivir de manera más amigable con el medioambiente, un cuestionarse a fondo si las cosas que hemos considerado indispensables en realidad lo son, y si no, cuáles son las verdaderamente necesarias, el remordimiento y la comezón por aquellas acciones en las que casi todos participamos, por ignorancia o descuido, que dieron al traste con el equilibro de la naturaleza—todo lo anterior forma parte de la fiebre que se siente como un fenómeno colectivo.

Y si el planeta debió aquietarse solo para eso, si las personas que perdieron la batalla contra la Covid dieron su vida por esa causa, habrá sido por una buena causa, porque no es posible seguir viviendo sin darle prioridad a restaurar el medioambiente. No se trata de sumergirnos en una paranoia apocalíptica sobre un inevitable futuro oscuro y desértico. Muy por el contrario, se trata de un verdadero entusiasmo, de una genuina pasión y sentido de maravilla por habernos reencontrado en buena medida alrededor de este asunto común inaplazable.

De las distintas formas de abordar el amor por la naturaleza, Maritornes admira especialmente a aquellos que, sin dejar de lado el sentido de apremio, nos invitan a la esperanza, nos señalan el camino de lo posible, nos hablan de reverdecer, nos pintan un futuro no de privaciones, sino de una nueva abundancia de lo que verdaderamente al final de cuentas nos hace felices, y que esta crisis del encierro les mostró con especial claridad a los afortunados por su presencia, a los menos afortunados por su ausencia: un aire limpio, la posibilidad de contemplar el amanecer, el aquietamiento de los motores, la presencia de la fauna, el espacio para contemplar ese don multicolor, esa grandeza de lo simple, de lo que tiene raíces en la tierra y que, en medio de las carreras quizás habíamos dejado de apreciar.

Existen miles de vocaciones posibles alrededor de esta fiebre, entre ellas la vida simple, la vida de la siembra, la lucha contra el desperdicio, la expresión que invita a tomar conciencia, la dedicación humilde a hacer lo posible dentro de los límites de la propia vida, los grandes proyectos que esparcen semillas a los cuatro vientos, la contemplación, la oración silenciosa de gratitud por todos los dones que provienen del sol y del viento, o el empeño político. Lo cierto es que, como dice la insigne Mary Oliver, en Blue Horses:

 

Maybe our world will grow kinder eventually.
Maybe the desire to make something beautiful
is the piece of God that is inside each of us.

(Quizás nuestro mundo será algún día más amable. / Tal vez el deseo de crear belleza / sea ese pedacito de Dios que hay dentro de cada uno).

 

Lo importante es que en un sinnúmero de personas pareciera haberse despertado ese apremiante deseo de hacer de la tierra algo bello, y no un polvoriento parque industrial. Los poetas siempre lo expresan mejor. Alfonsina Storni lo dijo de esta forma en su poema Paz:

 

Vamos hacia los árboles… el sueño
Se hará en nosotros por virtud celeste.
Vamos hacia los árboles; la noche
Nos será blanda, la tristeza leve.

 

Finalmente, como en Kiss the Ground, el título del documental de Netflix, y en las palabras que cita Mary Oliver, hay espacio de acción para todas las sensibilidades:

 

Most mornings I’m up to see the sun, and that rising of the light moves me very much, and I’m used to thinking and feeling in words, so it sort of just happens. I think one thing is that prayer has become more useful, interesting, fruitful, and … almost involuntary in my life […] And when I talk about prayer, I mean really … what Rumi says in that wonderful line, ”there are hundreds of ways to kneel and kiss the ground”.

 

(Casi todas las mañanas me levanto a tiempo para ver el sol, y contemplar cómo la luz se eleva me conmueve a fondo, y estoy acostumbrada a pensar y a sentir en palabras, así que sucede naturalmente. Una de las cosas que pienso es que la oración se ha vuelto más útil, interesante, fructífera, y, casi involuntaria en mi vida […] Y cuando digo oración, me refiero, realmente … a lo que Rumi dice en esa frase maravillosa, “existen mil formas de arrodillarse y besar la tierra”).

 

Sin embargo, y a riesgo de ser un poco categórica, Maritornes se atrevería a decir que el que no se haya contagiado al menos en parte y de alguna manera de esta buena fiebre, no está en nada. A continuación les propone algunos enlaces que pueden ayudar a despertar a este nuevo deleite con el sueño de reverdecer, por nosotros, por nuestros hijos, por nuestros nietos o porque esa es, sencillamente, la buena fiebre.

 

 

https://youtu.be/vgmQGMqRink

 

https://m.youtube.com/watch?v=uFEkMP4XYGc

 

https://www.ted.com/talks/kristine_tompkins_let_s_make_the_world_wild_again?utm_source=whatsapp&utm_medium=social&utm_campaign=tedspread

 

https://kissthegroundmovie.com/?fbclid=IwAR33BGy470dx-U_ZjtnVm8CHkwdQd_0usEdLcWRNaQSchsMiEGxrIGEehZg#elementor-action:action=lightbox&settings=eyJpZCI6InNpbmdsZS1pbWciLCJ1cmwiOiJodHRwczovL2tpc3N0aGVncm91bmRtb3ZpZS5jb20vd3AtY29udGVudC91cGxvYWRzLzIwMjAvMDkvS2lzcy10aGUtR3JvdW5kLU1vdmllLVBvc3Rlci1GYWNlYm9vay5qcGcifQ==

 

https://www.ted.com/talks/his_holiness_pope_francis_our_moral_imperative_to_act_on_climate_change_and_3_steps_we_can_take?utm_source=whatsapp&utm_medium=social&utm_campaign=tedspread

 

 

 

 

 

Las otras pandemias

 

Ha sido un largo silencio. Llevamos buen tiempo bajo un cielo ominoso, cobijados por un sol que no deja entrar del todo su propia luz. Más que el ubicuo tapabocas hemos estado llevando tapaojos. Por una rendija de ese tapaojos solo vemos estadísticas sobre una enfermedad de origen no del todo develado, y el poco esclarecido comienzo aporta otro velo a la sombra que nos cubre.

Entretanto, las realidades menos visibles de ayer, y de mañana siguen requiriendo una atención concertada, visible, enfocada, con visos de alarma como la alarma que nos ha llevado a encerrarnos bajo llave y a mirar con recelo a los demás transeúntes de la vida. ¿Cómo, si no con alarma, sino con sentido de urgencia, afrontar que en Colombia hay cada año alrededor de 11.000 denuncias de maltrato infantil, o alrededor de 12.000 homicidios anuales, o que  uno de cada cuatro niños sufra de desnutrición, o que haya una distancia tan abismal entre la calidad de vida en las zonas solventes de las ciudades y las zonas apartadas en los departamentos más pobres?

Tal vez podamos contabilizar en la prensa y en tableros digitales visibles para todos cómo van nuestros esfuerzos por construir escuelas, para capacitar a los profesores, para hacer acueductos, para brindar salud prenatal y protección a la primera infancia, y más allá. Estamos como la tía hipocondríaca que cuando su sobrina le cuenta de un cáncer, ella se explaya en los detalles de su uña encarnada. Esta obsesión pandémica es la uña encarnada de la tía egoísta, la que se rehúsa a ver los otros sufrimientos que otros han arrastrado siempre ante la indiferencia de muchos, y la impotencia de unos pocos que tratan de buscar remedios sin lograr movilizar las conciencias con el apremio necesario.

Covid para acá y Covid para allá y entretanto… tantos entretantos que no hemos cubierto con celo en las noticias, tantos entretantos de personas con dolores hondos, altos y transversales, tantas lanzas atravesadas en el corazón de los que nunca encontraron justicia para sus causas justas, solidaridad para las penas que otros les causaron, amparo en momentos de la mayor vulnerabilidad. Como la gallinita trula cacareamos que el cielo se va a derrumbar… y seguramente que a muchos el coronavirus les derrumbó el cielo, pero lo que se nos olvida es cuán poco quizás nos importó ese derrumbe cuando ocurría por costumbre sobre las cabezas de personas solas e impotentes, sobre niños que vieron estallar en pedazos su infancia.

De pronto una vez despertemos de este pánico colectivo, de este mirarnos de reojo y respirar a escondidas, de esta hipnosis impuesta al son de estribillos y estadísticas repetidas como una letanía, de pronto despertemos con una mirada puesta de manera más intencional en aliviar otras pandemias del alma, la de la indiferencia, la de la mentira, la de tratar de “resolver” a punta de violencia, la de mirar para otro lado cuando los niños de tantos países se crían en el fango de la desesperanza, dejados a merced de las tormentas que les roban la infancia.

No puede ser que esta pandemia nos deje como fantasmas que se deslizan a escondidas contra los muros en ruinas de los futuros soñados. Por el contrario, es muy posible que vayamos abriendo los ojos a un sentido de hermandad más hondo, a entender por fin que “omo sum, humani nihil a me alienum puto”; y como hemos visto en esta pandemia que nada de lo humano nos puede ser ajeno, tal vez logremos unirnos alrededor de atender al menos alguna de las mil otras pandemias.

 

 

 

La espinita

 

Disciplina social. Cuidarnos. Pensar en los demás y cuidarnos con ese fin específico. Quedarnos en casa. Adaptarnos a no poder trabajar o a trabajar desde casa. Desinfectar minuciosamente víveres y enseres. En el actual contexto todos pueden ser conceptos y acciones encomiables. El tiempo de quedarnos en casa se prolonga, porque eso, según los expertos, es lo mejor para todos. Los gobernantes nos traducen esas recomendaciones en decretos y órdenes que más que invitarnos nos fuerzan a acatar las nuevas normas.

Empero, una espinita se resiste a desaparecer. Persiste con irritante empeño —allá en el fondo de esta voluntad de contarnos entre los que actuamos responsablemente—, en aguijonear la conciencia. Algo en el espíritu corcovea presa del pavor al vernos a todos como borregos asfixiados por un miedo derivado de estadísticas mal explicadas y peor entendidas, ahorcados por las medidas que decidan las autoridades nacionales, locales e intermedias que, sumándolas, son bastantes. La espinita apunta a que estamos en manos de dirigentes ávidos de mostrarse moralmente comprometidos, a costa de lo que sea, y de medios de comunicación interesados, como es usual, en conservar o aumentar una audiencia, aunque para ello deban limitarse a revolcarnos en el lodo de las noticias exageradas y repetidas y de la desesperanza.

Los niños ahora pueden salir media hora solo tres veces a la semana, y pueden jugar pero no con balones. ¿Qué distópico raciocinio nos explica que sea media hora y no una, que sea tres veces por semana y no todos los días y que no puedan jugar con balones ni con patines?

Y todos marchamos, y miramos mal al que no marcha, y ahora vamos en manada detrás del flautista de Hammelin convencidos de que nuestros dirigentes nos están llevando hacia el mejor futuro posible cuando, según admiten incluso algunos expertos, están apenas dando palos de ciego. Estamos fascinados con que haya una autoridad que nos diga exactamente qué hacer, incluso en el ámbito doméstico, y hemos convertido en el punto de mayor honor obedecer.

Toleramos incluso que nos blandan en la cara un amenazador dedo índice cargado de advertencias y de motivos de miedo, que se extienden, según ellos a doce meses vista y que son el anuncio de que la vida ha cambiado para siempre. Y parecemos estar dispuestos a aceptar, sin mayor pataleo, que nos prohíban trabajar o que nos digan que para hacerlo debemos adoptar medidas tan draconianas y difíciles de implementar que casi equivalen a la prohibición.

Estamos permitiendo su regodeo con el poder. Ya teníamos varias sogas al cuello, que paulatina e imperceptiblemente iban apretándose a punta de impuestos nacionales y locales y de reglas y reglitas de todo cuño, de comparendos emitidos por cámaras orwellianas que nunca lográbamos controvertir… Así se deja cocinar en agua el proverbial sapo.

Maritornes, que no suele escribir en este tono, no está diciendo que algunas medidas no sean necesarias, que no haya entre nosotros una enfermedad altamente contagiosa y a veces letal, pero hay un gran trecho entre creer que alguien propende con sensatez por nuestro bienestar y permitir que nos lancen información como balas de goma al cerebro para irnos poniendo en disposición de dejar que nos arreen, indefinidamente, como a ganado.

 

 

 

 

 

 

 

Nostalgia por lo que no ha ocurrido

 

Algunas personas que escriben habitualmente han encontrado en la actual situación de confinamiento una fuente pródiga de inspiración y muchos ángulos desde los cuales mirar la situación. A Maritornes le ha producido un estado de mutismo. Lleva largo rato tratando de encontrar palabras para este torbellino que nos hizo aterrizar a todos de prisa en el lugar más cercano físicamente —o más cercano en los afectos—, para plantarnos allí por tiempo indefinido y encararnos con nuestros fantasmas, con nuestras posibilidades, con la vida que construimos y con la que dejamos de construir, y sobre todo con la que quizás, a la postre, al final de la tormenta, queramos construir.

Una difusa sensación la ha acompañado casi todo el tiempo y consiste en una melancólica duda sobre si, cuando esto acabe, seremos o no capaces de encontrar cómo prolongar lo que de bueno nos han traído las limitaciones. Siente tristeza anticipada de que al final de estos días nos lancemos otra vez todos como autómatas a comprar lo innecesario, a sufrir dos horas en atascos vehiculares, a atravesar ciudades para desarrollar trabajos que quizás se podrían desarrollar desde casa, o que en el fondo no nos interesan. Siente tristeza de pensar que, impulsados por la misma fuerza invisible y anónima que nos impulsaba antes a avanzar en un modo de vida que sabíamos absurdo, regresemos a la feria de las vanidades, al carnaval del desperdicio, a la agotadora carrera circular sin destino conocido.

Es innegable que para algunas personas esta situación trae tristezas inconmensurables derivadas de la soledad, de la muerte de los seres queridos, del maltrato doméstico y de la penuria económica o del confinamiento lejos de los seres queridos; pero también es cierto que esta pausa ha permitido la entrada de una suerte de luz que nos ha dado la oportunidad de ver las montañas, oír las aves, comer en familia, tener largas conversaciones, o si estamos solos decantarnos en algo distinto a seres que corren sin cesar contra la fibra de sus necesidades más hondas.

De tal suerte que este confinamiento lleva a Maritornes a preguntarse si al final volveremos a ver las montañas por entre una nube parduzca de contaminación, o a no verlas del todo, si los motores se tomarán otra vez los litorales urbanos para enlodar las aguas y espantar las especies. Lo más probable, quizás, es que esta nueva conciencia de los cambios que queremos todos nos lleve a buscar la forma de empezar a construir lo que de verdad queremos, no tanto viajar lejos sino estar ahí para el vecino, no tanto consumir sino tener más tiempo con los seres queridos, no tanto producir y consumir objetos sino disfrutar los que ya tenemos, o deshacernos de todos los que no necesitamos, en suma, bajarnos de la máquina centrífuga de la que somos esclavos sin saber bien por qué, para volver a caminar por la ribera del río o por el bosque, comer despacio, ver amanecer, escuchar, atenuar el runrún constante de los motores y construir un mundo distinto en que nos cueste menos trabajo preservar aquellas cosas elementales, humanas, solidarias, sencillas, ligadas a la tierra y a los afectos, que han estado ocultas pero presentes todo el tiempo, y que son las que, en general, nos dan más alegría y sentido.

 

 

 

 

 

 

Lo que sí y lo que no BORRADOR

 

Maritornes lleva un tiempo tratando de abrir los ojos después del torbellino que nos hizo aterrizar a todos de prisa en el lugar más cercano físicamente o más cercano en los afectos, y de que nos plantar allí por tiempo indefinido para encararnos con nuestros fantasmas, con nuestras posibilidades, con la vida que construimos y con la que dejamos de construir, y con la que quizás, a la postre, al final de la tormenta, queramos construir. De repente, a la par con las posibilidades que trae la quietud, real y metafórica, entró por la ventana que abran de par en par los dispositivos electrónicos un maremágnum de informaciones alarmantes, reiteraciones de estadísticas, lugares comunes, videos repetidos, y toda la plétora de comunicaciones excesivas, de dudosa veracidad, de carga sentimental —y aún interesante o bella, o ambas, que a veces, pero rara vez, aterriza con un “reenviado”—; todo contribuyó, sumado a las preocupaciones económicas y al proceso de adaptarse a una nueva forma de llevar las horas y los días, a la dificultad para decantar el aislamiento en algo que no haya sido dicho, o al menos no repetido hasta el cansancio.

Finalmente, al cabo de muchos amaneceres y atardeceres acontecidos en esta nueva realidad, Maritornes se sentó a elaborar una lista de lo que quisiera conservar y lo que no cuando podamos de nuevo abrir la puerta y las ventanas de par en par, cuando podamos empezar a incursionar poco a poco a la vida que solíamos tener.

Lo que no: 1) gobiernos engolosinados con su poder y con su capacidad de ordenarnos a todos lo que nos está permitido hacer y lo que no, y que nos comunican las disposiciones en tono de sermón paternalista, como si fuéramos niños malcriados a los que hay que meter en cintura y las carreteras militarizadas para garantizar que nadie se desplace; 2) el exceso de mensajes que anuncian la calamidad y que nos llenan de miedo; 3) el exceso de mensajes con información falsa y reiterada enviados por personas que nunca se ocuparon de ir hasta la fuente para verificar la veracidad del autor o del contenido y que los reenviaron a todos sus contactos, contribuyendo así al mareo informático, a la distracción y a la saturación de basuras inútiles; 4) los políticos con poder tomando decisiones erráticas y radicales, con tal de no quedar mal, pero sin analizar los verdaderos beneficios y peligros de sus decisiones; 5) los noticieros que con tono alarmista repiten estadísticas como loros, historias dolorosas con regodeo indecente, y que o sentimentalizan o reducen a cifras brutas lo que debiera ser analizado.

Lo que sí: 1) la dicha de desayunar, almorzar y cenar en familia

 

 

 

 

 

 

MJ y la cadena virtuosa

 

MJ tiene 7 años. Como entra al colegio, buscó con su mamá en Internet un maletín para sus útiles. Encontró uno que le gustó, “el del gatico”. Lo pidieron, pero pronto se dieron cuenta de que se habían equivocado y de que la página por la que lo habían pedido era la de otro país, y que el gatico no parecía estar disponible en su país. L, la mamá, le dijo entonces a MJ que buscaran otro morralito nacional, que era mejor comprar la marca de su país y no una extranjera, porque la nacional ofrecía muchas opciones, y porque es su convicción que en lo posible deben comprar productos de empresas locales. “Es que el que me gusta mucho es el del gatico”, dijo MJ, desencadenando sin saberlo la cadena virtuosa.

L recordó que su tía M conocía a la esposa de alguien que trabajaba en la empresa que hace los de gaticos y otros morrales. MJ pide su morralito, L le menciona la dificultad a M, M consulta con A. A le dice que I, su marido, se caracteriza por tratar de solucionar este tipo de escollos. A informa a I sobre cuánto MJ quiere su morral de gatico. I responde que buscará la forma de encontrarlo, que en alguna parte debe hacer uno. I sabe que cuenta dentro de la empresa con T, quien también es una eficaz solucionadora, una de esas personas que nunca dirá “no se puede” hasta no agotar el último recurso, y cuyo modo automático es “sí se puede”. T hace una búsqueda exhaustiva por todas las bodegas del país, hasta encontrar uno de los ejemplares de gatico. La cadena de información hace el recorrido en sentido contrario. T le informa a I que ha encontrado uno. I le comunica a A que lo han ubicado. A le escribe a M dándole la información, M a L y L por último a MJ. A cuatro días de iniciada la gestión, alguien ha recogido en la empresa el morralito y este va camino a las manos de MJ.

Como el soldado Rowan en la famosa Carta a García de Elbert Hubbard, publicada por primera vez en 1892, todos en la cadena virtuosa que se unió para conseguir “el gatico” de MJ tenían un solo propósito, que brotó espontáneo en cada uno, y era el interés por satisfacer un deseo, la dedicación a hacer bien una tarea que se les pedía. En cualquier punto de la cadena alguno pudo haber dicho, “no me corresponde”, “¿por qué yo?”, “¡habiendo tantos morrales!”, “estoy muy ocupada”, “que vuelva a ensayar”, “¡Pues que pregunte en una tienda!”, “Después”, y un sinnúmero de otras formas de decir, “no me interesa lo suficiente para hacer el esfuerzo”.

No obstante, por esos azares, o destrezas, que a veces se conjugan, a base de creatividad, espíritu de servicio, recursividad y ánimo positivo se hizo moñona en todas las etapas, y, como la carta del sargento Rowan llegando a su destino, el morral de gatico llegó a las manos de una hermosa niña de siete años. Cuántas veces, piensa Maritornes, no reparamos en el placer desproporcionadamente grande que produce hacer bien tareas en apariencia insignificantes. Es siempre un gusto intrínseco, que a veces trae sus recompensas externas. En este caso trajo la mejor de todas: la sonrisa de una niña y sus palabras de agradecimiento por “traerme la mochila de gatico desde muy, muy lejos”. Con eso o sin eso, seguramente el esfuerzo habría valido la pena, pero hay pasteles que, para dicha de todos los participantes, traen su proverbial cereza.

 

 

 

 

La ternura, en lugares impensados

22 de enero 2020

 

 

Un murmullo en el inconsciente colectivo parece aflorar acá y allá en forma de libros, de entrevistas televisivas, de podcasts, y seguramente en los círculos académicos en donde muchas grandes ideas y debates permanecen enclaustrados largo tiempo antes de salir a la luz del conocimiento general para impactar las políticas públicas. Infortunadamente, el camino que tendrían que transitar las ideas desde la academia y hacia el resto de la humanidad suele depender de la mediación de un periodismo no siempre enterado, o siquiera interesado, en difundir con inteligencia interpretativa la vanguardia del pensamiento científico y social.

En fin, toda esa introducción la hace Maritornes para referirse a la creciente inquietud por encontrar la forma de incorporar la compasión, la ternura y el perdón en los sistemas de justicia y en las prácticas de apoyo social. Son términos blandos para una realidad dura, pero una serie de académicos en una variedad de ámbitos empiezan a concluir que la realidad podría hacerse mucho menos dura, y las medidas de apoyo, o de justicia, más eficaces, si incorporaran acciones mediadas por esos enfoques “blandos”.

En una entrevista televisiva del 22 de noviembre de 2019, Christiane Amanpour, la periodista de CNN, habla con Martha Minnow, profesora de Derecho de Harvard, y exdecana de la facultad de Derecho, sobre el muy vigente tema de si existe o debe existir dentro de la ley un espacio para el perdón, o si el perdón es un concepto de carácter netamente personal y espiritual que no debe entrecruzarse con lo que atañe a la justicia. En su libro, When Should Law Forgive (Cuándo debería la ley perdonar) Minnow se refiere a las dantescas tasas de encarcelamiento de los Estados Unidos y a que el enfoque actual parece estar sirviendo apenas para la dudosa función de poner cada vez más gente tras las rejas (en cárceles y “reformatorios” que son infiernos por excelencia, palabras de Maritornes) sin que ese enfoque parezca estar aportando nada de fondo al bienestar de la sociedad ni a restaurar vidas individuales. Según ella, la ley, y la sociedad en general, sí se beneficiarían de la compasión. (http://www.pbs.org/wnet/amanpour-and-company/video/martha-minow-on-forgiveness-in-the-us-legal-system/).

Al fin y al cabo —como dice también en una entrevista de la misma periodista el sacerdote católico Greg Boyle (https://www.pbs.org/wnet/amanpour-and-company/video/father-greg-boyle-on-the-healing-power-of-spirituality/)—, un altísimo porcentaje de las personas que incurren en el delito lo hacen por falta de oportunidades, porque han sufrido desde la niñez un trauma tras otro y porque no conocen otra forma de vivir. Han perdido toda esperanza en sí mismos y en el mundo. El padre Boyle es fundador y director de una ONG llamada Homeboy Industries, cuya sede principal queda en Los Angeles, en los Estados Unidos, y que se dedica a ayudarles a pandilleros a encontrar un nuevo sentido para su vida. Empezó en 1988 y hoy sirve de modelo a 250 organizaciones en todo el mundo. Las expresiones más frecuentes en el discurso del padre Boyle: tratar la enfermedad mental, sanar, infundir esperanza, restablecer el amor propio. Él recalca en algo ya sabido y es que si el diagnóstico es equivocado, el tratamiento o la supuesta solución estarán necesariamente desenfocados, y, según él —que tiene buen conocimiento de causa para afirmarlo—, la mayoría de los pandilleros que ellos reciben son personas a quienes la vida no ha hecho otra cosa que entregarles maltrato y abandono. El origen de sus fechorías no es una maldad intrínseca, sino una profunda soledad. Y a eso se dedica él, no a castigar, obviamente, sino a atesorar estas personas, a ofrecer compasión, a darles herramientas laborales, en pocas palabras a sanar, con inmenso éxito.

Por estos lados, ya en 1994 y desde la óptica de la psiquiatría, Luis Carlos Restrepo, expuso en su libro El derecho a la ternura, un análisis del papel que puede desempeñar la ternura en el creciente portafolio de los derechos humanos (tan ampliamente descritos, y tan frecuentemente incumplidos). Podría pensarse que en casi cualquier esfera de la vida es mejor reparar que terminar de arruinar, pero esta perspectiva poco se aplica a quienes se considera bajo la óptica sobresimplificada de las contravenciones a la ley.

Desde luego que hay criminales irredentos, psicópatas peligrosos e irrecuperables a quienes la compasión, la ternura y el perdón poco podrían ayudar. Lo importante es que en el debate académico empiezan a surgir estos enfoques no como despreciables remedios sensibleros que están desconectados de la realidad, sino todo lo contrario, como expresiones que, de la mano de los profesionales competentes y de una sociedad capaz de acompañarlos tienen una profunda capacidad transformadora, un enorme potencial para reemplazar, por el bien de todos, rejas por nuevas oportunidades de vida.

 

 

 

Es el sueño

18 de diciembre 2019

 

Se toman medidas justas (o no tanto), se planea, se presentan leyes, se habla del pasado, de cómo corregirlo, se invita, con más sinceridad que no, a vivir la política de otro modo. Se percibe una buena intención, pero no parece estar claro en dónde arde la llama.

Uno puede andar un trecho caminando de espaldas, mirando hacia atrás, pero nunca caminar así permitirá la sensación del viento en la cara, el abrazo lejano del horizonte, la liberación del espíritu. Estamos prisioneros del pasado, recargados de pasado, ahítos de pasado, agobiados de pasado.

Hace falta un sueño. Qué vida triste sin un sueño. Qué vida de zozobra sin que el mañana nos cante, no con cantos de sirena, y no con parlamentos de políticos, sino con la visión que mira sobre campos florecidos, que habla sin ambages de niños sonrientes y de comunidades unidas —y no con el lenguaje caudillista que vende las perogrulladas características del liderzuelo populista—.

Qué falta hace, piensa Maritornes, un líder capaz de auscultar las pasiones más sentidas de un país, sus verdaderos sueños, capaz de verbalizarlas, y de aglutinar a sus ciudadanos en torno a la construcción de una posibilidad colorida y amable, no un sueño de dejar atrás nada, no —el sueño no tiene pasado— sino el sueño de todo lo posible, lo verde, lo limpio, lo noble, lo cívico, lo innovador, lo claro, lo sensato, lo factible, lo que incorpora la vibrante capacidad de un grupo de seres humanos para diseñar un mañana luminoso para los hijos que aman.

Toda esa capacidad nace en un lugar misterioso del corazón humano, y toma forma de manera aún más misteriosa en algunos líderes que logran inspirar, motivar, dar alas, sembrar futuros no lejanos, líderes que hacen de su pasión no la catapulta hacia la perpetuación de su poder, no a la adquisición de un mayor poder, sino el trampolín para los sueños de una sociedad.

No hay que corregir rumbos, ni enderezar torcidos, ni desfacer entuertos. Hay que dar a luz un entusiasmo, que sin ese, todo es un desván polvoriento. Hay que descorrer cortinas, salir a bailar y respirar a fondo. Nos hace falta identificarnos como ciudadanos enamorados del amanecer, y no como dolientes del atardecer. El mañana no les llega a los del desván, el mañana les llega a los que, despiertos antes de que claree, observan la vida desde el hoy, llenos de pasión por la promesa del día.

 

 

 

El cacerolazo mental

27 de noviembre de 2019

 

Hay ciertas torturas que se basan en el sonido. A veces se trata de la privación total del sonido, en aislamientos en cuartos blancos en donde la ausencia de cualquier impulso sonoro desconecta al ser humano de todas las realidades que lo mantienen cuerdo. Por otra parte, existe la emisión constante de sonidos perceptibles por el oído humano, o subregistrados por el oído pero aun así alteradores de la conciencia. En eso estamos, en parte, piensa Maritornes.

Estamos inmersos en la ecolalia, la babelia, la cacerolalia, el estruendo, el perifoneo, la pitatón, el repetitón, la vociferatón. En los medios de comunicación tradicionales, en las redes sociales y en las conversaciones se repiten sin pausa ni compasión verdades a medias, seudoanálisis, entrevistas simplistas, acusaciones prefabricadas, peticiones irreflexivas y soluciones facilistas y a la vez incendiarias.

El ruido perceptible va in crescendo, sobre la cresta de la ola de acontecimientos cuya gravedad —no siempre pero sí a menudo— es incrementada por el ruido mismo, por la virulencia y reiteración incansable con que se narran los hechos, por el zumbido soterrado que enloquece los ánimos y da al traste con la posibilidad de pensar. Lo importante es pulsar de manera constante ese botón que dispara la cacofonía, para que, ahítos de ruido, desesperados de estruendos, concedamos a todo lo exigido con tal de que se haga silencio.

Tal es el estruendo que ya ni sabemos por qué estamos tristes, cómo no estar tristes, en dónde debemos enfocar los esfuerzos, a quién podemos acudir en busca del camino de regreso a la racionalidad. Hay muchas cosas que deben cambiar, pero no se limpia el aire llenándolo de humo, ni se avanza paralizando y destrozando, ni se accede a la concordia ni a la propuesta constructiva, ni a la creación de nuevas realidades sin el beneficio elemental del análisis sosegado, sin la pausa para pensar, y sin el beneficio del silencio. En medio del escalamiento de la cacofonía, del cacerolazo mental, nos llevamos las manos a los oídos e imploramos un momento de reflexión que nos lleve a dar marcha atrás para buscar otra forma, antes de que un viento caprichoso atice las llamas, y terminemos todos ardiendo en el incendio.

 

 

 

 

Civilización/barbarie/descontento social/descontento con la democracia

 

El desahogo BORRADOR

 

Ella no conoce esa actividad que tantos consideran legítima y que denominan “desahogo”, es decir, acudir a otra persona para vaciar en ella todos los infortunios del día o de la vida, cuán pesada estuvo la carga del día, cuántos tropiezos hubo, cuántos funcionarios desagradables se topó, con cuánta lentitud fluyó el tráfico. El tema inicial de Maritornes era la perniciosa actividad del desahogo, pero cuando pensó en ella decidió empezar por su contrario. ¿Y cuál es el contrario del desahogo? Lo contrario es por vocación natural o por decisión no acudir a los demás, salvo en ocasiones absolutamente excepcionales, para vaciar sobre ellos la carga de las penas, los tropiezos y las angustias.

El desahogo, piensa Maritornes, tiene su lugar legítimo en los consultorios de los psicólogos y psiquiatras, porque el desahogo con cualquier otro receptor lo envenena sin cumplir ningún efecto de beneficio práctico o tangible, como no sea un alivio muy fugaz. Al final de la extenuante llamada el desahogado no ha solucionado ningún problema, en parte porque, por definición, los desahogados habituales tienden a no querer saber de soluciones, solo quieren dar rienda suelta a la expresión de lo que los agobia y, las más de las veces, no son muy receptivos a sugerencias. El receptor queda, después, tendido en el metafórico piso de la vida, aplastado por la carga de problemas que no son suyos y a los que no puede contribuir a solucionar.

No se trata de endurecer el corazón a las penas de los demás, ni que no podamos contarnos los aspectos poco gratos de la vida ni los acontecimientos difíciles o desfavorables. El asunto estriba en no rebuscar lo peor para echarlo sobre los hombros de otros, en distinguir entre el normal intercambio de información sobre la vida y sus anversos y reversos, y el antiecológico hábito de inundar a otro con todas las dificultades que ni siquiera hemos intentado administrar… que es lo que ella no hace y lo que la hace tan querida.

Ella no conoce esa actividad que tantos consideran legítima y que denominan “desahogo”, es decir, acudir a otra persona para vaciar en ella todos los infortunios del día o de la vida, cuán pesada estuvo la carga del día, cuántos tropiezos hubo, cuántos funcionarios desagradables se topó, con cuánta lentitud fluyó el tráfico.

 

 

 

Maritornes y el plato

Fecha

 

La jornada, que debe ser de 28 kilómetros, va en 15 bajo un sol canicular. Los pies duelen, la carga pesa y el deseo de detenerse a descansar es grande. Maritornes decide acercarse al primer lugar que aparezca. Transcurrido un kilómetro encuentra en un pequeño e hirviente poblado un único sitio que permanece abierto mientras los demás han cerrado para la siesta.

Pasa la cortinilla, se sienta adentro, a la sombra, y deja sus cosas en el piso. Enseguida, después de refrescarse, se acerca al bar para ver qué hay. No hay comidas calientes, sino bocadillos (en el sentido español), exhibidos en la vitrina de vidrio. Maritornes, que a estas alturas ya no sabe si tiene hambre o agotamiento, pide un bocadillo de jamón serrano y tortilla.

Regresa a su mesa y de pronto recuerda una promesa que se hiciera a sí misma hace tiempos, y que había olvidado, de dedicar, antes de dar el primer bocado, unos minutos a dar gracias por el trabajo de todas las personas que han intervenido en la enorme y compleja cadena que media hoy en día, las más de las veces, entre nuestros alimentos y su destino final en nuestra mesa. Da gracias por quienes sembraron el trigo y lo cosecharon, por el chanchito que dio su vida, por las gallinas y sus huevos, por la tierra y las manos que hicieron posible la papa de la tortilla.

Ella, que en su vida habitual no come pan, que prefiere, si lo hace, el pan integral, que no come cerdo nunca, por elección, es sorprendida por una claridad. Cae en la cuenta de que una de las grandes enseñanzas de este emblemático camino de peregrinaje es una nueva forma de relacionarse con su plato. Piensa en el tiempo en que fue vegetariana, en la irritabilidad que solía producirle no poder comer según sus preferencias, en cuántas veces ha decidido dejar por fuera un grupo de alimentos, o incorporar otro porque sus propiedades nutricionales están de moda, y se da cuenta de que un hambre voraz derivado del esfuerzo físico suele dar al traste con la mayor parte del tiquismiquis nutricional.

Sin gluten, sin lactosa, sin grasa, sin productos animales, con nueces o sin ellas, con frutas o sin frutas, con azúcar y sin azúcar, con estevia o con otro edulcorante, orgánico o de cultivo industrial, vegano, huevos de “gallina feliz”, sal rosada del Himalaya o del mar de quién sabe dónde, un vino o aquél, la gama de preferencias que se puede ejercer en el mundo occidental solvente es hoy múltiple. Maritornes no está diciendo que todas estas opciones no sean una verdadera maravilla, ni que no haya a veces una necesidad legítima de salud o el derecho a una simple preferencia por tal o cuál alimento. Solo sabe que sintió una gran conexión con la vida y con la tierra al reencontrarse con el alimento como necesidad vital y apremiante, como recurso indispensable al que no todos tienen acceso—y que para ella fue, en ese momento, un privilegio y un enorme alivio.

En el frescor de un bar cualquiera en un pueblo cualquiera volvió a sentir ante un sencillo alimento una infinita gratitud, y el bocadillo de todo lo que en su vida corriente habría apartado del plato le supo a cielo. A menudo lo olvida, pero procura recordárselo a sí misma cuando empieza a encapricharse. Empaques, exigencias y esnobismos nos separan del prodigio, pero todos los alimentos han requerido el milagro de una semilla que brota, del trabajo humano, de la vida de un animal y de la generosidad de la tierra. Algo cambia cuando —aunque sea con la imaginación, o por hambre verdadera—, logramos acercarnos al origen y a la raíz del acto de alimentarnos, y al esfuerzo que hay de por medio, y de la mano de esta conciencia a una necesaria frugalidad y gratitud, a un auténtico disfrute.

 

 

Ella

6 de noviembre 2019

 

Ella es diferente de la mayoría. No presenta problemas, llama a contar cómo los solucionó. Sus quebrantos de salud tienden a pasar inadvertidos porque no son para ella un asunto que merezca reseña en conversaciones presenciales o telefónicas. No se queja. En casi todo lo que cuenta hay un trasfondo de humor; aun en las situaciones más dramáticas ella tiende a ver los ribetes sainetescos de este teatro que es la vida. Por lo malo pasa ligera y rapidito.

Enfrenta los ataques de la melancolía con acción, grande o pequeña, y con un sobresaliente sentido práctico, y casi siempre encuentra con quién echar una buena carcajada. Pasa las páginas de lo malo con agilidad y en cambio tiene una memoria prodigiosa para lo bueno. De lo desagradable que recuerda, poco habla, y cuando lo hace no lo expresa con tono de amargura ni de reclamo.

Su cercanía es un gran regalo porque cuando timbra el teléfono uno sabe que, cuando cuelgue, estará más contento y no más aburrido, aunque ella no esté necesariamente llamando para dar una buena noticia. Su presencia es un don en la medida en que su espíritu es incapaz de otra cosa que no sea o solucionar lo solucionable, o trascender pronto lo que no tiene solución.

Su vida es teatral en el sentido de La vida es bella pues su actitud es la misma, aplicarle a lo que acontece una especie de magia transformadora en la que se desdibujan la ficción amable o divertida que ella se propone crear y la realidad de la que parte para hacerlo. Agranda lo bueno, minimiza lo malo, lleva alimentos a los ancianos, reparte en la calle cajas de comida, organiza su fiesta de cumpleaños en el lugar más alegre que encuentre y asiste a cuanto concierto y evento se le presenta. En lo que se refiere a los demás, minimiza defectos a diestra y siniestra y en la misma medida exagera cualidades. En sus palabras, “yo digo mucho pero no digo nada”, con lo cual quiere decir que nunca se explaya en críticas, infidencias o chismes, ni son las debilidades de las personas la base de su conversación. Se ríe de sí misma y tiene un caudal de anécdotas en que sus propios tropiezos, embellecidos por la imaginación que los transformó en hilaridad o triunfo, hacen las delicias de sus contertulios. De su libreta de chistes saca lo necesario para animar cualquier reunión.

Ella, que tiene 83 años, y que siempre tiene un plan para el día y otro para la noche, y que si no lo tiene se lo inventa, se encuentra en la escasa compañía de aquellos cuyo ademán ante la vida nos despeja el cielo antes que teñirlo de nubarrones, cuyo don es el de hacer pequeño lo difícil, inmenso lo bueno, protagónico lo bello, insignificante lo feo y ligeras las cargas. Una en un millón, ella, en vez de poner piedras alrededor del cuello nos hace crecer las alas y con su magia dispersa esa solemnidad que nos va cayendo encima, y de la que tan a menudo nos dejamos envolver. Ella, Mary Poppins de la eterna juventud, siempre encuentra qué sacar de su gran bolsa para llevarnos a algún lado colgados de unos globos de helio y para recordarnos—desde esa nueva y liviana perspectiva—que, a pesar de todo, la vida es bella.

 

 

 

 

Diálogos con el miedo

18 de septiembre 2019

 

 

Un día de agosto a Maritornes se le apareció el miedo. Ella trataba de tomar decisiones para las que debía discernir entre la prudencia y el miedo, entre el riesgo y la cobardía, y daba vueltas y vueltas sin lograr poner el miedo en el lugar que le correspondiera.

El miedo entonces se le apareció disfrazado de esa paz que sobreviene cuando se decide no hacer algo que nos cuesta trabajo porque, para hacerlo, debemos mirar el miedo de frente, sentir sus palpitaciones, el hielo en la boca del estómago, el sudor en la nuca, y aún así pasar de largo o atravesarlo.

—Si no fuera por mí —le dijo el miedo— quién sabe dónde estarías, cuántas veces no te habrías arriesgado irresponsablemente. Quién sabe si estarías viva, siquiera.

—No mientas, y no te hagas el que no eres —le respondió Maritornes—, porque si te hubiera hecho caso siempre, viviría metida dentro de las cobijas, por temor a todo. ¿O acaso no tuve miedo el primer día de aquel trabajo que soñaba, o de la entrevista más esperada, o del compromiso más vital? ¿O acaso no he tenido miedo antes de casi todas las cosas importantes que he hecho, o que me han sucedido en la vida?

—Mal haces —contestó el miedo— en no reconocer que existo para preservarte, para salvaguardar tu vida, para evitar que cometas errores.

—Conozco tus triquiñuelas. Sé que quieres disfrazarte de prudencia, pero tú no eres la prudencia. Tú eres una desazón física, una inundación de adrenalina, una cosa visceral que, las más de las veces hay que vencer.

—En eso tal vez podamos ponernos de acuerdo. Estoy en tu vida y en la de todos para que tengan contra qué medirse, para que sepan que la vida está hecha de batirse en duelo contra aquellas cosas que quieren lograr, pero creen que nunca lograrán. Yo les hago muecas, o los desafío, y los hago temblar, e insisto en ello, hasta que se dan cuenta de que no soy sino un payaso haciendo muecas, que me pueden quitar del camino de un empujón, y que cuando lo hagan, y atraviesen por el puente que tanto miedo les produce, después, serán otros. La persona de antes habrá quedado atrás, y la que renace, con un miedo menos a cuestas, tendrá unas alas nuevas.

—Vea pues —dijo Maritornes—. Resultó sabio el miedo. Definitivamente nunca se sabe.

Es sabio el miedo, pensó, pero no porque deba hacerle caso, sino porque se aparece como un trapo rojo pidiéndome que lo venza, porque sabe que cuando lo haga, estaré, sin que me lo haya propuesto, del otro lado de algo, en un lugar más cerca de la libertad.

Cuando Maritornes salió de sus cavilaciones y buscó de nuevo al miedo para reanudar la conversación, notó que había desaparecido. El único rastro que encontró fue una sensación que dejara el miedo al partir: unas infinitas e infantiles ganas de vivir a plenitud —con soltura y serena entrega a la imperfección—, y de nunca volver a tener conversaciones con el miedo.

 

 

Obscenidades sorprendentes

4 de septiembre 2019

 

Existen, piensa Maritornes, unas especies de fenómenos sociales obscenos que nos demoramos mucho en detectar y que por consecuencia hacen un daño prolongado que podríamos haber detenido antes. Suele ocurrir que cuando se detectan nos llevemos la mano a la cabeza y nos preguntemos con apesadumbrado asombro cómo fue posible que no nos diéramos cuenta para indignarnos a tiempo. A veces esto ocurre porque las más de las veces la prensa, de donde nos abastecemos de información, falla en poner el foco en asuntos de la mayor importancia o no les da la divulgación que se merecen.

Para no dar muchos rodeos, el asunto que ocupa hoy a Maritornes es lo que se conoce como obsolescencia programada. Esta obscenidad consiste en que las empresas fabriquen deliberadamente los productos para que tengan fecha de caducidad, lo que obligará al usuario, aunque no quiera, a reemplazarlo. Conocemos el viejo dicho, “lo barato sale caro”. El problema es que sin que nos diéramos cuenta ni siquiera estábamos teniendo cómo escoger entre lo barato y efímero y lo fino y perdurable. En muchas casos pagamos caro por lo efímero, porque esa caducidad conviene, claro está, a la rentabilidad de las empresas, que entonces pondrán en el mercado el producto que sustituye aquel que caducó no porque el usuario quisiera invertir en un nuevo modelo, sino porque la obsolescencia programada le hizo imposible reparar o repotenciar lo que había comprado.

Lo que apena es el tiempo que toma informarnos para poder actuar, como consumidores, según nuestra propia conciencia. Maritornes pertenece a una cultura familiar que le enseñó a reutilizar, a no reemplazar lo que todavía sirve, a prolongar el máximo posible la vida útil de las cosas. Era la cultura de los padres y los abuelos y de ahí hacia atrás, y es también la cultura ambiental de la sensatez. Tener poco, tener cosas que duren, no estar tirando a la basura lo que todavía funciona para no contaminar y no gastar más recursos.

Por fortuna, casi siempre surge el rebelde visionario que nos abre los ojos y propone una solución, el pionero que a veces paga injustamente caro por la lógica y conveniencia de sus ideas. Benito Muros, español, administrador de empresas y piloto, ha tenido que enfrentar hasta amenazas de muerte por su insistencia en fabricar productos que no tengan programada su caducidad, y que, por el contrario, estén hechos para durar sesenta, setenta años. Su Fundación Feniss define un nuevo modelo industrial, económico y social que propende por la fabricación y el uso de productos perdurables, que además no traigan incorporada la opción de que las empresas fabricantes los controlen remotamente por medio de programas incrustados.

Pronto, si todo marcha bien, los consumidores podremos ver en los productos el sello issop (Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada), que nos permitirá saber que se trata de un producto fabricado por empresas que están comprometidas con la sensatez de que los productos duren el máximo posible, no el mínimo conveniente a la codicia. En los tiempos de la información, como en toda la historia de la humanidad, la información es poder, y el poder de los consumidores informados es grande. Tal vez todavía haya muchas personas que prefieran comprar la aspiradora que dura un año, o el teléfono celular que dura dos, quizás eso sea lo que tengan al alcance de su bolsillo. Lo importante es que la obscenidad haya salido a la luz, para poder tener, los que queramos, la información que necesitamos para no hacer parte de ella.

 

 

 

 

The Dictionary of Obscure Sorrows

28 de agosto de 2019

 

De vez en cuando un libro le produce a Maritornes una ilusión de esas que se ubican en el plexo solar e irradian desde ahí un cosquilleo expectante. Generalmente se trata de esos libros que cruzan la frontera entre lo intelectualmente provocador y lo juguetón, (o “lúdico”, para usar el vocablo más contemporáneo). Uno de esos es el que está próximo a publicar en edición de papel Simon & Schuster, y que ya aparece en alguna forma en Internet. The Dictionary of Obscure Sorrows (El diccionario de las penas desconocidas) fue creado por John Koenig, inicialmente para abastecerse a sí mismo del vocabulario que necesitaba para escribir poesía, cuando no encontraba una palabra que describiera exactamente el sentimiento que estaba tratando de denominar.

La iniciativa apareció primero como una serie de videos de YouTube, que fueron adquiriendo popularidad, y fue también un corto diccionario en línea que constaba de 23 neologismos con sus respectivas definiciones. Las palabras y el libro están en inglés, pero los sentimientos que describen los nuevos vocablos son universales. Si bien los neologismos son totalmente inventados por Koenig, el autor se ha basado para la creación de sus palabras inventadas en investigaciones sobre etimología, prefijos y sufijos.

Una de las primeras palabras que se popularizó es “sonder”, cuya definición es “la conciencia de que cada persona que nos cruzamos por azar lleva una vida tan vívida y compleja como la propia”. Otra palabra acuñada por Koenig es “wytay”, cuya definición reza, en traducción libre, “una característica de la sociedad moderna que uno percibe de repente como absurda y grotesca —los zoológicos, […], los seguros de vida— elementos de ese leve ruido de fondo compuesto de absurdos que resuena desde cuando nuestros ancestros emergieron a rastras del barro pero sin lograr recordar, por más que lo intentaran, para qué se habían erguido”.

O está por ejemplo “kuebiko”, que quiere decir “estado de agotamiento que surge por causa de un acto de violencia gratuita, que nos obliga a revaluar la idea que tenemos de lo que puede ocurrir en este mundo […]”. “Exulansis” es “la tendencia a desistir de hablar sobre una determinada experiencia porque las personas no la entienden —por envidia, pesar o porque les parece extraña— y que hace que esa experiencia se desprenda del resto la historia personal, hasta que el mismo recuerdo parece ajeno, casi mítico, y vaga inquieto por la niebla sin buscar siquiera un lugar en dónde posarse”.

El diccionario, hasta cierto punto como su nombre lo indica, versa sobre sentimientos más bien existencialistas. Sin embargo, la misma ilusión “plexosolárica” le surge a Maritornes de pensar que alguien pudiera escribir un diccionario semejante, en español, y sobre aquellos sentimientos cuya bondad y paz nos toman por asalto, en contra de todo pronóstico. Se le ocurre, por ejemplo, “sorpranza”, que podría ser “una sorpresiva y absurda sensación de esperanza derivada de terribles catástrofes —como los incendios de la Selva Amazónica, la idiotez y arrogancia de los líderes, el derroche y la codicia del ser humano— y que nos hace sentir, contra toda la evidencia, que estamos despertando y que ese despertar nos hará capaces de cuidar el mundo y hacerlo mejor”.

 

 

 

La cueva de Montesinos

22 de agosto 2019

 

En los capítulos XXII y XXIII de El Quijote, en la segunda parte, Don Quijote vive una de las aventuras más intensas, coloridas y significativas de su periplo vital, según nos la narra Cervantes. Don Quijote pide que lo descuelguen con una soga en las entrañas de la cueva de Montesinos. Allí permanece alrededor de una hora, según sus acompañantes, y según él, la bíblica extensión de tres días.

Para ingresar, debe superar malezas y alimañas, y hacer uso de su proverbial valentía a fin de enfrentar desafíos reales e imaginarios. Don Quijote emerge de la cueva con renovada lucidez, y da cuenta a sus acompañantes de todas las fantasías y encantamientos que vivió durante su aislamiento voluntario.

 

 

Y en diciendo esto se acercó a la sima, vio no ser posible descolgarse ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos o a cuchilladas, y, así, poniendo mano a la espada comenzó a derribar y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y escusara de encerrarse en lugar semejante.

 

 

Para Maritornes, el episodio de la cueva de Montesinos siempre ha sido un recordatorio de que en nuestro propio periplo vital es inevitable atravesar, al menos una vez, una cueva de Montesinos, es indispensable vivir esos días bíblicos bajo tierra. La vida, queramos o no, en la mayoría de los casos nos pondrá en frente una cueva de Montesinos física y una emocional: una enfermedad incomprensible, inesperada, prolongada y penosa, que nos pone en contacto con nuestra fragilidad, con la necesidad de entregarnos a la inefable realidad de la incertidumbre; y muy posiblemente, además, un trecho de dificultad emocional, también inesperado, no buscado, que nos azuza con sus banderillas rojas y nos acorrala hasta obligarnos a ingresar en esa cueva oscura de la que podremos, quizás, salir, como el Quijote, más esclarecidos.

Las más de las veces trataremos de hacerle el quite a esa “obligación” existencial de vivir días de oscuridad. Sin embargo, también suele ocurrir que después de salir de estos trechos de intenso dolor o dificultad, al cabo del tiempo podemos decir, en sintonía con Don Quijote, “esto aprendí”, “en esto soy mejor”, “he aquí lo que yo no habría nunca visto de no ser por esos tiempos de dolor”.

Por una parte, si jamás hemos vivido la experiencia de estar, impotentes, a merced de los vendavales, es muy posible que desarrollemos un sentido arrogante e irreal de nuestra capacidad para controlarlo todo, y que ello nos haga menos solidarios o comprensivos con las vivencias de nuestros semejantes a quienes la vida ha enviado más de una vez a la cueva de Montesinos. Por otra, sin vivir algunos tiempos “bajo tierra”, muy probablemente quedaríamos privados de información vital sobre nosotros mismos, sobre formas impensadas de abordar la vida, sobre la infinidad de recursos que no sabíamos que teníamos, sobre distintas maneras de recibir de los demás, y sin que se abran un sinfín de ventanas interiores que solo se abren durante estos tiempos por fuera del tiempo.

Don Quijote, lúcido como era en su locura, buscó su propia cueva. El resto de los mortales no tenemos que ir tan activamente a su encuentro porque lo más probable es que la vida nos obligue a visitarla. El caso es que, vista la experiencia de esta forma, como un aspecto ineludible de la trayectoria humana en este mundo, tenemos la opción de abordarla, como Don Quijote, con sentido de aventura, por más que nos duela, y por difícil que sea acoger de manera relativamente serena y confiada el descenso a la cueva de Montesinos.

 

 

 

No solo lo que se dice

Agosto 14, 2019

 

 

No hace falta mencionarlos por nombre propio. Abundan. Se sienten chuscos, privilegiados, inteligentes, en dominio de todas las variables, por encima de la espuma de la complejidad, en un mundo de certezas, de agradable simplicidad. Por eso se atreven a hablar desde la esfera cómoda en que no tiene que mediar mucho tiempo ni análisis entre el pensamiento y la palabra. Tal vez para eso se ganaron el poder.

Estos nuevos líderes que retoñan hoy en cualquier continente y país crecen, abonados por la superficialidad de hablantes y oyentes, con la velocidad de plántulas invasoras e hipertrofiadas. Empiezan a descollar precisamente por una imprudencia e impudicia que les dificultan ver que su uso desenfadado de la palabra conlleva una responsabilidad inmensa. Sintiéndose con el derecho a decir lo que quieren, cuando quieren y como quieren, han olvidado el inmenso peligro que representa lo que otros, afines en su poca disposición para el análisis, concluyan que quisieron decir.

En estos tiempos de las redes sociales no sería exagerado decir que muchas personas no trascienden ese trozo de información aparentemente predigerido, sonoro y de pocas palabras, quizás sarcástico, quizás gracioso, quizás atrevido, con el que muchas personas en posiciones de liderazgo pretenden evaluar la realidad o comunicar su opinión. Y Maritornes quiere referirse a que los líderes no solo son responsables por lo que dicen, sino por lo que callan, y por lo que dejan, tranquilamente, que se infiera de lo que dijeron, aun si esa mala interpretación es una incitación al odio o retuerce los argumentos, o sobresimplifica de manera que conduce a resultados perversos.

Y no son solo los líderes los que tienen esa responsabilidad. La palabra es tan poderosa que no conviene olvidar que entre ella y sus hermanas menores, el gesto, el modo y la alusión velada, pueden impulsar muchas cosas, entre ellas la concordia de una sociedad, o la ruina. No sobra insistir en que la palabra bien utilizada tiene el poder de desactivar muchas minas soterradas de división, rencor y desesperanza e impedir que hagan el daño que están programadas para hacer.

De alguna manera la inmediatez de la información y su sobreabundancia están dando al traste con la reflexividad que antes era considerada un valor. Una cosa producirán las palabras fruto de unas horas de soledad y análisis, de un verdadero sopesar las consecuencias de esgrimir uno u otro sentimiento, que la palabra que se espeta junto con la saliva sobre el micrófono de los ávidos de pronunciamientos escandalosos que puedan reproducir para bien o para mal, y generalmente para mal.

Como contraparte estamos los oyentes, y la única forma de hacerle contrapeso a la palabra usada con desgreño efectista e irresponsable, es aferrarnos con terquedad a la posibilidad de cuestionar, a la responsabilidad de exigirles a nuestros líderes que sus palabras denoten ponderación, y que correspondan a su investidura, y no a la de charlatanes borrachos de poder que, con su irresponsabilidad, van envalentonando la ignorancia, en detrimento de alimentar el gusto por el pensamiento complejo y la capacidad de ejercerlo.

 

 

Enséñame

Agosto 7, 2019

 

Una canción nueva para los oídos de otro, un libro por recomendar, una receta de cocina, un truquito tecnológico para destrabar la función de un programa, una palabra distinta, un poema, una idea, una historia antes desconocida, una noticia cultural… Maritornes se puso a pensar el otro día qué sería lo que más encarecidamente pediría para su vejez, y concluyó que lo que más querría es que le sea preservada su posibilidad de seguir aprendiendo.

Sin embargo, por más que la Internet y la tecnología digital nos pongan al alcance de la mano innumerables herramientas para seguir aprendiendo, muchas veces se llega a un punto de estancamiento que solo se puede superar de la mano de una persona generosa dispuesta a enseñar. Es posible que los jóvenes no alcancen a comprender del todo el beneficio que puede significar para las personas mayores la posibilidad de aprender algo nuevo, y el aporte positivo tan inmenso que está en sus manos hacer si dedican algo de tiempo para enseñar aquellas cosas cuyo conocimiento ellos dan por descontado.

Tal vez si uno fuera a aplicar un parámetro esencial a la alegría de vivir, al sentido de prolongar los años, uno de los más importantes sería sin duda seguir viviendo para seguir aprendiendo y descubriendo, para conservar la posibilidad de esos deslumbramientos que pueden entrar por los oídos, por los ojos o por la inteligencia. Y si se piensa un poco en el asunto, no es difícil concluir que tal vez la mayor generosidad que existe es la de enseñar lo que se sabe, con alegría y con paciencia.

Los viejos se empiezan a marchitar, en parte, cuando los jóvenes revolotean a su lado, pasan por encima de ellos, tal vez con cariño pero olvidando su sed de aprendizaje, su avidez de estar conectados con el mundo, tal vez entorpecida por problemas de audición o de visión, o por falta de un maestro. El acto de enseñar es un acto de amor vinculante. No es lo mismo aprender, aunque no está mal, mediante dispositivos impersonales: hay gran amor en dedicarle tiempo a entender cómo aprende mejor una persona, y en sentarse a trabajar con el “alumno” sin afanes hasta que haya entendido o dominado lo que le hacía falta entender.

Evidentemente, todos somos distintos, y a unos nos interesarán unas cosas y a otros otras, y claro está, habrá personas que puedan sentir una plena alegría de vivir en un silencio contemplativo, o bien, aunque improbable, viendo televisión. Sin embargo, por lo que ella conoce, Maritornes piensa que a menudo lo que los viejos están pidiendo desde sus miradas desconcertadas, desde sus refunfuños, o desde su tristeza, es su frustración por sus dificultades para aprender, su sensación de estar quedando aislados del mundo del aprendizaje por falta de los medios para seguir expandiendo el horizonte de su conocimiento, y por eso vale la pena recordar que suele haber un grito silencioso, una necesidad no expresada, que se resume en “Enséñame”.

 

 

 

El plástico, de incógnito

31 de julio 2019

 

Con justa razón, piensa Maritornes, estamos poniendo ahora sí más atención en los plásticos de un solo uso y estamos intentado dejar de utilizarlos, o sacarles su máxima posible vida útil o sustituirlos por materiales biodegradables. Empero, el pitillo, la botella de plástico para el agua, la bolsa de plástico para la compra y el plato de poliestireno, fáciles de identificar como culpables de buena parte de la polución del mar y de la contaminación visual de los paisajes, tienen unos primos hermanos que pasan de agache.

El poliéster, el nailon y el acrílico que han permitido a la industria de la moda fabricar prendas baratas de corta temporada, modelo en el cual se basa hoy en día el éxito de muchas de las grandes marcas de ropa, son, en esencia, plásticos. Es decir, mientras le decimos vade retro al tenedor de plástico, nos estamos vistiendo sin miramientos con sus parientes cercanos. Es cierto que la ropa se puede reutilizar, pero su eternidad ambiental y lo que suma en partículas de plástico a las aguas servidas que acaban en los mares y en los ríos, y en la cadena alimenticia, es un asunto menos visible.

Toda esta ropa en abrumadoras cantidades para la temporada, y en sobrecogedor exceso en época de descuentos, en que hay que venderla a como dé lugar para poder llenar los ganchos de prendas nuevas, es un sinsentido ecológico sobre el que, si queremos ser de verdad comprometidos y consecuentes en nuestra postura frente al medio ambiente, tendremos que poner la mira. No se va a extinguir el planeta porque nos pongamos de vez en cuando una blusita de flores de nailon, pero sí es importante que sepamos que, en esencia, nos estamos vistiendo con una bolsa plástica que, al final de su vida útil, se comportará igual que la del supermercado, es decir, sobrevivirá cientos de años abultando un relleno sanitario, cuando no convertida en longevos jirones que afean playas y riberas de los ríos.

Es sabido que muchas marcas queman los excedentes de inventario cuando no pueden venderlo ni siquiera en descuento. El asunto es que la forma como nos vestimos tiene un gran impacto en el medio ambiente. No parecería tener mucho sentido crear prendas baratas e imperecederas para tener que terminar quemándolas. Mucha de la moda efímera, que paradójicamente suele ser la más perdurable por los materiales sintéticos con los que está hecha, es posible porque se fabrica con derivados del petróleo.

Lo que Maritornes quiere decir es que poco nos hemos detenido a pensar en que a veces la industria de la moda (es decir, nosotros que le hacemos el juego) pasa inadvertida como corresponsable de una forma de vida derrochadora e inconsciente. Nuestros abuelos se vestían de lana y de algodón perdurables y nobles, y la mayor garantía que se buscaba al comprar era que las prendas sirvieran sobre el cuerpo por muchos años, y no que sirvieran tres meses antes de proseguir su camino cierto hacia alguno de esos variados lugares donde mora eternamente lo no biodegradable.

 

 

Mayor información en

 

 

https://www.vox.com/the-goods/2018/9/19/17800654/clothes-plastic-pollution-polyester-washing-machine

 

Part 3 | The Changing Face of Fashion: The Plastics Agenda

 

 

 

El asunto transversal

Julio 24, 2019

 

Una cosa tiene en común todo lo que nos aqueja, todo lo que soñamos, todo por lo cual trabajamos, o por lo que deberíamos trabajar, lo que mejoramos, en lo que fallamos. Es, por increíble que parezca, una cosa que tiende a olvidársenos, al menos en los debates públicos y en la concepción de las leyes. Parafraseando la famosa frase de campaña en los Estados Unidos, “Son los niños, estúpido”. Acá, allá y acullá, son los niños.

Así pues a la hora de determinar los castigos para los maltratadores y abusadores de niños se nos puede olvidar fácilmente que aumentarles el castigo a los perpetradores mejorará de manera muy tangencial la vida de los niños que en este momento están en riesgo. El debate sobre el castigo, que puede ser necesario e importante, distrae de otro más fundamental y es sobre el por qué se están criando estos seres humanos desprovistos de todo control sobre sí mismos e impelidos por criminales deseos oscuros de agredir y acceder a los niños. Y además, piensa Maritornes, la causa nacional en todas partes no debería ser tanto cómo castigar sino cómo prevenir; quizás haciendo un acompañamiento social en los hogares, trabajando con los colegios para identificar a los niños en riesgo, en fin, en todo lo que entrañe romper el ciclo. Sin embargo, lo que ocurre es que estas soluciones son más complejas y bien sabemos que las soluciones sobresimplificadas se venden más fácilmente, entre otras cosas porque no nos obligan a mirarnos las llagas sociales, ni a contemplar la posibilidad de que sean nuestras acciones y omisiones como sociedad lo que ha hecho posible esta imperdonable epidemia de agresiones a los niños.

Y ojalá los niños fueran la causa transversal de muchas otras cosas, de que haya andenes por donde las madres puedan empujar un cochecito, carreteras para que pueda transitar el bus del colegio, ¡colegios! en las zonas más apartadas, profesores bien preparados, jardines infantiles que provean estimulación adecuada, afecto y protección, parques seguros y libres de vendedores y consumidores de droga, caminos y ciudades con zonas donde puedan estar los niños, según su edad, sin temor a ser raptados, vulnerados o arrollados.

Ojalá fueran la causa transversal de los horarios para televisión y radio con los cuales, por no ser tildados de ser una sociedad mojigata, hemos hecho toda suerte de concesiones sobre lo que es adecuado para niños y lo que no, con la consecuencia de que tenemos unos niños sobreerotizados y precoces que no pueden con la carga de esa especie de adultez temprana. (“Si hay playa hay alcohol, y si hay alcohol hay sexo, tarará, mariguana y alcohol…” es el inspirador estribillo que Maritornes oyó en estos días en un transporte público donde estaba sintonizada una popular emisora que escuchan niños y adolescentes). Suele olvidársenos que, en caso de duda, o de conflicto entre dos derechos (digamos si uno de ellos es la libertad de expresión), están primero los derechos de los niños.

En materia de salud pública es fundamental que todos los niños, sin distingos de clases, tengan acceso a un acompañamiento médico que, entre otras, sirva para emitir alertas tempranas cuando un niño está en peligro. En resumen, una sociedad correrá poco riesgo de equivocarse si en su forma de fundarse, de reformarse, de regirse, de avanzar y de construir se propone recordarse todo el tiempo que “son los niños, estúpidos”.

 

 

 

Soñar en vez de señalar

17 de julio 2019

 

El tema de la animada reunión de amigos cercanos viró hacia la política, hacia los líderes, y hacia una evaluación de la situación actual de su país. Uno de los contertulios hablaba de la importancia de los sueños como ejercicio colectivo, individual, nacional, cómo en todos los ámbitos el punto de partida es un sueño.

La conversación iba de un tema al otro y alguien preguntó con genuino interés si el líder actual no lo estaba haciendo bien puesto que se centraba en propuestas innovadoras. No, replicó el que hablaba de los sueños, porque se trata en su mayoría de propuestas de carácter técnico que no parecen responder a un sueño. Para Maritornes fue un abreojos. Por una parte apreció cuánto puede ganarse en una conversación sincera, múltiple y enriquecedora, y por otra se puso a pensar en cuán verdadero era lo que decía su amigo.

Por un lado, no se puede soñar mirando hacia atrás, y por otro, no se puede soñar sin una pasión que inspire e insufle las acciones y un líder no puede convocar a ningún tipo de colectividad, menos aún a un país, si no tiene un sueño, una visión, un marco ambicioso de construcción de una nueva realidad, o si teniéndolo no es capaz de comunicarlo. Un liderazgo que se centra en revisar el pasado, en implementar los cómos, y las comas, y los incisos y las leyes —pero que no es capaz de aglutinar a un grupo muy significativo de personas alrededor de un sueño— no va para ningún lado.

Y por eso, piensa Maritornes, caemos fácilmente en manos de caudillos perversos, porque ellos derivan su poder de tener un sueño (por horrendo, desafortunado y desquiciado que sea) que saben comunicar con elocuencia y pasión a un montón de gente ávida de un “sí se puede”, de un “este es el camino para esta meta”. El poder de un sueño colectivo, y de unas metas claras, es arrollador, para bien o para mal.

Definir un estado de cosas deseable, una sustancial mejora cuantitativa y cualitativa, es imposible mientras se critica y se repasan errores, por más que se afirme que no volverán a cometerse. En un líder, convocar alrededor de un sueño requiere ese escaso don de saber auscultar corazones y ser un buen lector de los anhelos de la gente; necesita, además, la determinación y la destreza para poner las bases tangibles que constituyen los peldaños hacia ese sueño.

Un sueño requiere actitud de sembrador, no de fumigador, requiere pensar en abundantes siembras de buenas semillas, para una cosecha generosa. El caso es que ningún ser humano, y menos ninguna colectividad, puede aprovechar esa poderosa corriente de energía que es la pasión por mejorar las cosas si no parte de la inspiración que proporciona un sueño. Lo demás serán paños de agua tibia, inculpar, remendar… un proyecto difícilmente alzará vuelo si no ha puesto la mira en el horizonte.

 

 

 

Cómo se oculta el sol

Mayo 22 2019

 

A menudo se oye decir a los viejos, o a quienes le temen a la vejez, “no quiero estorbar”, “a mí, Dios que me lleve antes de poner pereque”, “si estoy muy mal, que me dejen morir”, “no quiero ser una carga”, y toda suerte de expresiones de ese estilo. Maritornes se pregunta si en tiempos anteriores los viejos sentían con tanta intensidad esa posibilidad de estorbar, esa sensación de que, más allá de una utilidad práctica, su vida no tenía sentido. No deja de ser paradójico que la frecuencia de esos sentimientos parezca mucho mayor en una época en que las fronteras de la longevidad se corren de manera vertiginosa.

En el fondo se trasluce una dualidad en la que por una parte nos suena bastante la idea de alargar la vida, y por otra quisiéramos poder desvanecernos cuando empecemos a sentir que hemos dejado de prestarles un servicio a los demás y que, además, ahora los agobiaremos con la necesidad de cuidarnos. ¿Será que es justo, necesario, bueno y realista medir la vejez a la luz de la utilidad? Maritornes quisiera pensar que estamos un poco desenfocados, y que la vida de los viejos vale simplemente por ser la vida de los viejos, por lo que nos enseñan sus arrugas, sus tropiezos, sus desprendimientos, sus apegos, su cordura o su desvarío, su mal genio, su nostalgia o su alegría, su bondad o la crueldad de sus frases caústicas.

Si tantas cosas que son bellas no son útiles (en el sentido de mover el engranaje social y productivo) —y de ellas la naturaleza nos habla en abundancia— ¿por qué habríamos de mirar la vida de los ancianos a la luz de la utilidad? Lo triste es que por lo general son ellos mismos los que empiezan a medirla con ese rasero, y a sentirse culpables e inoportunos porque ya no son capaces, bien sea por su condición mental o por su condición física, de dar mayor cosa para retribuir el cuidado que se les prodiga.

La vejez, supone Maritornes, proporciona una oportunidad de aquietarse para irse conectando con la partida definitiva de este mundo, es, pensaría, un tiempo en el que se puede adelantar un duelo y llevar a cabo el proceso de decir adiós a lo que fue la vida. Sin embargo, las más de las veces parece que nos resultara imposible no sobredramatizar o sentimentalizar esta etapa, con sus dilemas y dificultades particulares y variadas.

Muchas cosas en la vida se aprenden cuando ya ha pasado la oportunidad de poner en práctica la lección aprendida, y así ocurre con frecuencia cuando se trata de amar a los viejos y de entender a dónde van con sus pasos lentos; pero por lo que valga aún para lo que falta de vida, piensa Maritornes, quisiera mirar la vejez, la suya, que llegará, y la de los que van adelante en el camino, como la enorme bendición que es: es la insignia que certifica la vida y la experiencia, es la puerta que nos anuncia la despedida para entrar, posiblemente, en una nueva aventura, es la oportunidad de no ser útil, o mejor dicho, de no medir la utilidad en productividad, de observar, de recibir, de acariciar las horas y de acariciar a los jóvenes. Tal vez sea posible permitir, sin demasiada angustia, que sean los encargados de cuidarnos quienes aprendan, ojalá con serenidad y buen criterio, las lecciones que nuestra vejez deberá enseñarles. Y si aún no hemos llegado a esa etapa, quizás seamos capaces de navegar las incertidumbres y misterios del cierre de la vida con el mismo ademán de reconocimiento —y aceptación— con el que despedimos el sol después de un prolongado atardecer.

 

 

 

 

Uno como los de antes

Mayo 15 2019

 

Todos conocemos los riesgos que implica recomendar libros, o películas, o que nos los recomienden. Hacerlo con tino requiere un conocimiento sensible y sintonizado de la otra persona. Pues bien, de vez en cuando una recomendación brilla entre todas las demás.

Hace un mes, P, su amiga, le recomendó —y le prestó— a Maritornes un precioso librito escrito por el antropólogo y sociólogo francés David Le Breton. Este libro de ensayo la trasladó a una serie de lecturas que creía perdidas entre las neblinas del pasado, esas lecturas contemplativas, lentas, descriptivas, poéticas y llenas de ensueño. Elogio del caminar, que es como se llama, le hizo recordar a Emerson, a Thoreau, a esos autores de no-ficción y amantes de la naturaleza, observadores de oficio, que solían mostrarle por dónde se accedía a algunos de los caminos y paisajes del alma.

En el libro encuadernado en una sobria y bella edición de bolsillo de Siruela, Le Breton hace un recorrido por caminos y caminantes. Describe en un arco geográfico e histórico que no pretende ser exhaustivo, lo que caminar ha significado a lo largo de los tiempos y para ciertos caminantes emblemáticos. Nos lleva de la mano por el Camino de Santiago, por los Himalayas, e incluso por los vericuetos de las caminatas urbanas.

Gran amante de las caminatas, Maritornes se rindió  —como hacía muchísimos años no lo hacía— al encanto de unas letras pausadas, pastoriles, sencillas e impecables para recorrer las sendas de la contemplación, de lo que significa degustar sin prisa un libro. Tuvo la fortuna de poder leerlo al arrullo del sonido del viento entre los árboles, y así, con sus oídos acariciados por ese susurro inigualable, regresó a otra forma de pasar las páginas, esa que se hace con tiempo para señalar con un lápiz aquella frase que nos cantó, que permite devolverse en las páginas para repasar un trozo especial, con esa sensación contraria a la que produce la ficción vertiginosa y llena de peripecias, es decir, con el deseo no de terminar el libro, sino de que nunca se acabe. No hay necesidad de saber qué va a pasar. Este tipo de libros no impulsan de forma lineal para llegar a un desenlace, sino que, como un camino serpenteante y libre invitan a regodearse en el momento y en la página presente, sin pensar en conflictos, tramas o nudos narrativos.

De cierta forma Elogio del caminar se parece a muchas cosas que hemos dejado perder, al reposo silencioso, a la reflexión, a la lentitud, al saboreo, a mirar por la ventana, a lo que, antes que veloz, es hondo. Hay ciertas formas del arte y de las letras que se parecen a algo perdurable; uno sabe, piensa Maritornes, hay unos libros que uno pasa al siguiente lector sin mayor interés en registrar en qué manos están porque difícilmente querrá volver a leerlos; otros, sin embargo, pertenecen a esa especie que ocupa un lugar privilegiado en la mesa de noche y a los que uno quisiera volver una y otra vez. Son como esas cosas sencillas pero significativas de la vida que, de alguna forma, nos conectan con un posible origen, o con un apetecible destino, que habíamos olvidado.

 

 

 

El no como filosofía de vida

Mayo 8 2019

 

 La debacle general seguramente no provendrá de cataclismo alguno, ni de guerras universales, ni siquiera de catástrofes ambientales. La debacle sobrevendrá, sin duda, de la extinción paulatina del sentido común. Y el arma mortal que acabará con este es una palabra breve que funciona como arma contundente. Se llama No.

Hace poco Maritornes fue testigo de cómo la administración de su ciudad flanqueó una entrada cómoda, lógica y amable a un edificio con una serie de bolardos inexplicables a los que ya varios conductores inadvertidos y sofocados han colocado a golpes en posición inclinada. Diagonal a este edificio hay otro que tuvo la inteligencia de sacrificar el precioso metraje cuadrado para poder contar con una bahía que permitiera a los conductores pasar por el frente del edificio sin entorpecer el tráfico. Pues bien, un amigo del No, un enemigo del sentido común, resolvió cerrar con bolardos el acceso a la bahía, de tal modo que los automóviles que deban detenerse un instante a dejar o a recoger a una persona ahora se ven obligados a parar en la calle y a obstaculizar el tráfico. Por todas partes surgen conos, maletines de concreto, bolardos de plástico y cierres que indican unos noes gratuitos e ilógicos que desesperan.

No, y no, y no, pero casi nunca sí. No se puede estacionar acá (¿dónde sí?); no se puede vender acá (¿dónde sí?); no se puede tomar el bus acá (¿dónde sí?); no se puede girar a la izquierda acá (¿dónde sí?); no se puede dar la vuelta en u (¿dónde sí?); no se puede descargar mercancía (¿en dónde sí?)…

El asunto no es de poca monta porque los noes configuran enemistades, antagonismos y frustraciones, sobre todo cuando se trata de las relaciones entre el Estado que aprieta y ahorca a punta de noes a unos ciudadanos ávidos, ansiosos, anhelantes de síes. La conclusión no es que todo debería poderse, que con el ánimo de facilitar deba dárseles una especie de patente de corso a todos los comportamientos que puedan llevar al caos y al anarquismo. Se trata de un planteamiento actitudinal y filosófico en virtud del cual el Estado (así como los particulares, por qué no) podríamos tratar de pensar más en sí y menos en no.

Maritornes se atrevería a decir que todos conocemos esa especie colonizadora de hábitats como las juntas de acción comunal, las de administración de conjuntos y edificios, de administraciones distritales y de países y comités de trabajo y un sinfín de espacios cuyo nombre, lema, bandera y estandarte es el no. Por cada propuesta que hace algún tímido que propone una mejora, un representante de esta especie salta a decir que no, que no se puede, que no se debe, que no y que no.

Ni el mundo se hace, ni el progreso se logra, ni el bienestar se incrementa, ni un país ni una ciudad avanzan con el no a la carga. Algunos noes serán necesarios, sin duda, para contener aberraciones y gravedades, pero en la vida corriente tendrían que ser mucho, pero mucho más escasos que los síes, que es desde donde la vida sonríe y abre las puertas.

… digamos, por ejemplo, acá si puedo esperar o dejar, sin tener que estacionar, un pasajero en el aeropuerto; digamos por ejemplo, sí puedo pagar los impuestos en todos los bancos y por Internet; digamos hay miles de lugares para estacionar, solo no se puede en unos pocos; pongamos por ejemplo cuando el carro no puede circular hay más de un sí en el que puedo transportarme; sí se puede hacer la cita por teléfono… SÍ

 

 

 

Ciertas amistades

Mayo 1 2019

 

Bendiciones, numerosas, en el camino de ir por la vida desbrozando alegrías e infortunios, aprendizajes disfrazados de calamidades y bondades sencillas que por lo general apreciamos ya pasadas ciertas cumbres de la vida; pero entre todas, piensa Maritornes, la amistad baña los días con una luz de calidez particular. Ha tenido la fortuna de disfrutar de amistades de múltiples coloridos y texturas, hondas, filosóficas, leales, pasajeras, rientes, sonrientes, solemnes, dialogantes, silenciosas, contemplativas, móviles y aventureras, y, en general, ha podido hacerlo gracias a que la mayoría de ellas han estado libres de reclamos, de expectativas y de motivos rebuscados de decepción. Se han adscrito todas, o casi todas, a ese invaluable código de hacer presencia en plena libertad, y de ausentarse también con extrema libertad, con licencia tácita para vivir cada una su propia vida según las posibilidades y exigencias del momento.

“Líbrame, Señor, de las amistades sentidas”, dice S a menudo. Y como en tantas cosas, Maritornes ha tenido amplia oportunidad de comprobar hasta qué punto sus aforismos prácticos están aferrados a verdades de profunda repercusión. Por eso sus amistades perduran, porque ni sus amigos ni sus amigas, ni ella misma, suelen caer en la recriminación, en el “por qué no estuviste”, “por qué no llamaste”, “por qué no fuiste”, “por qué no escribiste”. Y aunque no sin cierta tristeza, siendo una enamorada de la amistad, vio partir con alivio aquellas que empezaban a inscribirse en esa escuela que más que hacer presencia amistosa llevaban un registro de faltas, una bitácora de las ocasiones en que por olvido o ensimismamiento, o por cualquier razón, la amistad, supuestamente, no estuvo a la altura de lo esperado. Una amistad de esta naturaleza es una piedra al cuello; cuando se torna pedigüeña y llevacuentas empieza a perder todas sus bondades y estas son sustituidas por una zozobra permanente de ser considerado un amigo incompleto.

Por eso Maritornes agradece todos los días por sus amistades libres, que son, hasta donde puede darse cuenta, todas las que tiene. Sabe que para conservar esas amistades ha sido necesario que le perdonen impertinencias, mutismos, ausencias, presencias descolocadas, euforias mal concebidas, olvidos y tiempos taciturnos. Ha procurado, y seguirá en el mismo empeño, ser recíproca en ese profundo respeto por el momento del otro, disculpando de antemano y automáticamente, a sus amigos por aquellas ocasiones en que habría querido tenerlos más cerca, o sentirlos más solidarios, o percibir su afecto con mayor nitidez, lo que sea, porque aún no ha perdido la convicción de que la amistad así liberada de compromisitos, comparaciones y sistemas de medición, es uno de los más sublimes regalos de la vida.

 

 

 

Maritornes y el plato

2 de noviembre 2019

 

La jornada, que debe ser de 28 kilómetros, va en 15 bajo un sol canicular. Los pies duelen, la carga pesa y el deseo de detenerse a descansar es grande. Maritornes decide acercarse al primer lugar que aparezca. Transcurrido un kilómetro encuentra en un pequeño e hirviente poblado un único sitio que permanece abierto mientras los demás han cerrado para la siesta.

Pasa la cortinilla, se sienta adentro, a la sombra, y deja sus cosas en el piso. Enseguida, después de refrescarse, se acerca al bar para ver qué hay. No hay comidas calientes, sino bocadillos (en el sentido español), exhibidos en la vitrina de vidrio. Maritornes, que a estas alturas ya no sabe si tiene hambre o agotamiento, pide un bocadillo de jamón serrano y tortilla.

Regresa a su mesa y de pronto recuerda una promesa que se hiciera a sí misma hace tiempos, y que había olvidado, de dedicar, antes de dar el primer bocado, unos minutos a dar gracias por el trabajo de todas las personas que han intervenido en la enorme y compleja cadena que media hoy en día, las más de las veces, entre nuestros alimentos y su destino final en nuestra mesa. Da gracias por quienes sembraron el trigo y lo cosecharon, por el chanchito que dio su vida, por las gallinas y sus huevos, por la tierra y las manos que hicieron posible la papa de la tortilla.

Ella, que en su vida habitual no come pan, que prefiere, si lo hace, el pan integral, que rara vez come cerdo por elección, es sorprendida por una claridad. Cae en la cuenta de que una de las grandes enseñanzas de este emblemático camino de peregrinaje es una nueva forma de relacionarse con su plato. Piensa en el tiempo en que fue vegetariana, en la irritabilidad que solía producirle no poder comer según sus preferencias, en cuántas veces ha decidido dejar por fuera un grupo de alimentos, o incorporar otro porque sus propiedades nutricionales están de moda, y se da cuenta de que un hambre voraz derivado del esfuerzo físico suele dar al traste con la mayor parte del tiquismiquis nutricional.

Sin gluten, sin lactosa, sin grasa, sin productos animales, con nueces o sin ellas, con frutas o sin frutas, con azúcar y sin azúcar, con estevia o con otro edulcorante, orgánico o de cultivo industrial, vegano, huevos de “gallina feliz”, sal rosada del Himalaya o del mar de quién sabe dónde, un vino o aquél, la gama de preferencias que se puede ejercer en el mundo occidental solvente es hoy múltiple. Maritornes no está diciendo que todas estas opciones no sean una verdadera maravilla, ni que no haya a veces una necesidad legítima de salud o el derecho a una simple preferencia por tal o cuál alimento. Solo sabe que sintió una gran conexión con la vida y con la tierra al reencontrarse con el alimento como necesidad vital y apremiante, como recurso indispensable al que no todos tienen acceso—y que para ella fue, en ese momento, un privilegio y un enorme alivio.

En el frescor de un bar cualquiera en un pueblo cualquiera volvió a sentir ante un sencillo alimento una infinita gratitud, y el bocadillo de todo lo que en su vida corriente habría apartado del plato le supo a cielo. A menudo lo olvida, pero procura recordárselo a sí misma cuando empieza a encapricharse. Empaques, exigencias y esnobismos nos separan del prodigio, pero todos los alimentos han requerido el milagro de una semilla que brota, del trabajo humano, de la vida de un animal y de la generosidad de la tierra. Algo cambia cuando —aunque sea con la imaginación, o por hambre verdadera—, logramos acercarnos al origen y a la raíz del acto de alimentarnos, y al esfuerzo que hay de por medio, y de la mano de esta conciencia a una necesaria frugalidad y gratitud, a un auténtico disfrute.

 

 

 

 

Conversaciones con el miedo

18 de septiembre 2019

 

Un día de agosto a Maritornes se le apareció el miedo. Ella trataba de tomar decisiones para las que debía discernir entre la prudencia y el miedo, entre el riesgo y la cobardía, y daba vueltas y vueltas sin lograr poner el miedo en el lugar que le correspondiera.

El miedo entonces se le apareció disfrazado de esa paz que sobreviene cuando se decide no hacer algo que nos cuesta trabajo porque, para hacerlo, debemos mirar el miedo de frente, sentir sus palpitaciones, el hielo en la boca del estómago, el sudor en la nuca, y aún así pasar de largo o atravesarlo.

—Si no fuera por mí —le dijo el miedo— quién sabe dónde estarías, cuántas veces no te habrías arriesgado irresponsablemente. Quién sabe si estarías viva, siquiera.

—No mientas, y no te hagas el que no eres —le respondió Maritornes—, porque si te hubiera hecho caso siempre, viviría metida dentro de las cobijas, por temor a todo. ¿O acaso no tuve miedo el primer día de aquel trabajo que soñaba, o de la entrevista más esperada, o del compromiso más vital? ¿O acaso no he tenido miedo antes de casi todas las cosas importantes que he hecho, o que me han sucedido en la vida?

—Mal haces —contestó el miedo— en no reconocer que existo para preservarte, para salvaguardar tu vida, para evitar que cometas errores.

—Conozco tus triquiñuelas. Sé que quieres disfrazarte de prudencia, pero tú no eres la prudencia. Tú eres una desazón física, una inundación de adrenalina, una cosa visceral que, las más de las veces hay que vencer.

—En eso tal vez podamos ponernos de acuerdo. Estoy en tu vida y en la de todos para que tengan contra qué medirse, para que sepan que la vida está hecha de batirse en duelo contra aquellas cosas que quieren lograr, pero creen que nunca lograrán. Yo les hago muecas, o los desafío, y los hago temblar, e insisto en ello, hasta que se dan cuenta de que no soy sino un payaso haciendo muecas, que me pueden quitar del camino de un empujón, y que cuando lo hagan, y atraviesen por el puente que tanto miedo les produce, después, serán otros. La persona de antes habrá quedado atrás, y la que renace, con un miedo menos a cuestas, tendrá unas alas nuevas.

—Vea pues —dijo Maritornes—. Resultó sabio el miedo. Definitivamente nunca se sabe.

Es sabio el miedo, pensó, pero no porque deba hacerle caso, sino porque se aparece como un trapo rojo pidiéndome que lo venza, porque sabe que cuando lo haga, estaré, sin que me lo haya propuesto, del otro lado de algo, en un lugar más cerca de la libertad.

Cuando Maritornes salió de sus cavilaciones y buscó de nuevo al miedo para reanudar la conversación, notó que había desaparecido. El único rastro que encontró fue una sensación que dejara el miedo al partir: unas infinitas e infantiles ganas de vivir a plenitud —con soltura y serena entrega a la imperfección—, y de nunca volver a tener conversaciones con el miedo.

 

 

 

 

Obscenidades sorprendentes

4 de septiembre 2019

 

Existen, piensa Maritornes, unas especies de fenómenos sociales obscenos que nos demoramos mucho en detectar y que por consecuencia hacen un daño prolongado que podríamos haber detenido antes. Suele ocurrir que cuando se detectan nos llevemos la mano a la cabeza y nos preguntemos con apesadumbrado asombro cómo fue posible que no nos diéramos cuenta para indignarnos a tiempo. A veces esto ocurre porque las más de las veces la prensa, de donde nos abastecemos de información, falla en poner el foco en asuntos de la mayor importancia o no les da la divulgación que se merecen.

Para no dar muchos rodeos, el asunto que ocupa hoy a Maritornes es lo que se conoce como obsolescencia programada. Esta obscenidad consiste en que las empresas fabriquen deliberadamente los productos para que tengan fecha de caducidad, lo que obligará al usuario, aunque no quiera, a reemplazarlo. Conocemos el viejo dicho, “lo barato sale caro”. El problema es que sin que nos diéramos cuenta ni siquiera estábamos teniendo cómo escoger entre lo barato y efímero y lo fino y perdurable. En muchas casos pagamos caro por lo efímero, porque esa caducidad conviene, claro está, a la rentabilidad de las empresas, que entonces pondrán en el mercado el producto que sustituye aquel que caducó no porque el usuario quisiera invertir en un nuevo modelo, sino porque la obsolescencia programada le hizo imposible reparar o repotenciar lo que había comprado.

Lo que apena es el tiempo que toma informarnos para poder actuar, como consumidores, según nuestra propia conciencia. Maritornes pertenece a una cultura familiar que le enseñó a reutilizar, a no reemplazar lo que todavía sirve, a prolongar el máximo posible la vida útil de las cosas. Era la cultura de los padres y los abuelos y de ahí hacia atrás, y es también la cultura ambiental de la sensatez. Tener poco, tener cosas que duren, no estar tirando a la basura lo que todavía funciona para no contaminar y no gastar más recursos.

Por fortuna, casi siempre surge el rebelde visionario que nos abre los ojos y propone una solución, el pionero que a veces paga injustamente caro por la lógica y conveniencia de sus ideas. Benito Muros, español, administrador de empresas y piloto, ha tenido que enfrentar hasta amenazas de muerte por su insistencia en fabricar productos que no tengan programada su caducidad, y que, por el contrario, estén hechos para durar sesenta, setenta años. Su Fundación Feniss define un nuevo modelo industrial, económico y social que propende por la fabricación y el uso de productos perdurables, que además no traigan incorporada la opción de que las empresas fabricantes los controlen remotamente por medio de programas incrustados.

Pronto, si todo marcha bien, los consumidores podremos ver en los productos el sello ISSOP (Innovación Sostenible Sin Obsolescencia Programada), que nos permitirá saber que se trata de un producto fabricado por empresas que están comprometidas con la sensatez de que los productos duren el máximo posible, no el mínimo conveniente a la codicia. En los tiempos de la información, como en toda la historia de la humanidad, la información es poder, y el poder de los consumidores informados es grande. Tal vez todavía haya muchas personas que prefieran comprar la aspiradora que dura un año, o el teléfono celular que dura dos, quizás eso sea lo que tengan al alcance de su bolsillo. Lo importante es que la obscenidad haya salido a la luz, para poder tener, los que queramos, la información que necesitamos para no hacer parte de ella.

 

 

 

 

The Dictionary of Obscure Sorrows

27 de agosto 2019

 

De vez en cuando un libro le produce a Maritornes una ilusión de esas que se ubican en el plexo solar e irradian desde ahí un cosquilleo expectante. Generalmente se trata de esos libros que cruzan la frontera entre lo intelectualmente provocador y lo juguetón, (o “lúdico”, para usar el vocablo más contemporáneo). Uno de esos es el que está próximo a publicar en edición de papel Simon & Schuster, y que ya aparece en alguna forma en Internet. The Dictionary of Obscure Sorrows (El diccionario de las penas desconocidas) fue creado por John Koenig, inicialmente para abastecerse a sí mismo del vocabulario que necesitaba para escribir poesía, cuando no encontraba una palabra que describiera exactamente el sentimiento que estaba tratando de denominar.

La iniciativa apareció primero como una serie de videos de YouTube, que fueron adquiriendo popularidad, y fue también un corto diccionario en línea que constaba de 23 neologismos con sus respectivas definiciones. Las palabras y el libro están en inglés, pero los sentimientos que describen los nuevos vocablos son universales. Si bien los neologismos son totalmente inventados por Koenig, el autor se ha basado para la creación de sus palabras inventadas en investigaciones sobre etimología, prefijos y sufijos.

Una de las primeras palabras que se popularizó es “sonder”, cuya definición es “la conciencia de que cada persona que nos cruzamos por azar lleva una vida tan vívida y compleja como la propia”. Otra palabra acuñada por Koenig es “wytay”, cuya definición reza, en traducción libre, “una característica de la sociedad moderna que uno percibe de repente como absurda y grotesca —los zoológicos, […], los seguros de vida— elementos de ese leve ruido de fondo compuesto de absurdos que resuena desde cuando nuestros ancestros emergieron a rastras del barro pero sin lograr recordar, por más que lo intentaran, para qué se habían erguido”.

O está por ejemplo “kuebiko”, que quiere decir “estado de agotamiento que surge por causa de un acto de violencia gratuita, que nos obliga a revaluar la idea que tenemos de lo que puede ocurrir en este mundo […]”. “Exulansis” es “la tendencia a desistir de hablar sobre una determinada experiencia porque las personas no la entienden —por envidia, pesar o porque les parece extraña— y que hace que esa experiencia se desprenda del resto de la historia personal, hasta que el mismo recuerdo parece ajeno, casi mítico, y vaga inquieto por la niebla sin buscar siquiera un lugar en dónde posarse”.

El diccionario, hasta cierto punto como su nombre lo indica, versa sobre sentimientos más bien existencialistas. Sin embargo, la misma ilusión “plexosolárica” le surge a Maritornes de pensar que alguien pudiera escribir un diccionario semejante, en español, y sobre aquellos sentimientos cuya bondad y paz nos toman por asalto, en contra de todo pronóstico. Se le ocurre, por ejemplo, “sorpranza”, que podría ser “una sorpresiva y absurda sensación de esperanza derivada de terribles catástrofes —como los incendios de la Selva Amazónica, la idiotez y arrogancia de los líderes, el derroche y la codicia del ser humano— y que nos hace sentir, contra toda la evidencia, que estamos despertando y que ese despertar nos hará capaces de cuidar el mundo y hacerlo mejor”.

 

 

 

 

 

La cueva de Montesinos

22 de agosto 2019

 

En los capítulos XXII y XXIII de El Quijote, en la segunda parte, don Quijote vive una de las aventuras más intensas, coloridas y significativas de su periplo vital, según nos la narra Cervantes. Don Quijote pide que, atado a una soga, lo descuelguen en las entrañas de la cueva de Montesinos. Allí permanece alrededor de una hora, según sus acompañantes, y según él, la bíblica extensión de tres días.

Para ingresar, debe superar malezas y alimañas, y hacer uso de su proverbial valentía a fin de enfrentar desafíos reales e imaginarios. Don Quijote emerge de la cueva con renovada lucidez, y da cuenta a sus acompañantes de todas las fantasías y encantamientos que vivió durante su aislamiento voluntario.

Y en diciendo esto se acercó a la sima, vio no ser posible descolgarse ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos o a cuchilladas, y, así, poniendo mano a la espada comenzó a derribar y a cortar de aquellas malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y escusara de encerrarse en lugar semejante.

Para Maritornes, el episodio de la cueva de Montesinos siempre ha sido un recordatorio de que en nuestro propio periplo vital es inevitable atravesar, al menos una vez, una cueva de Montesinos, es indispensable vivir esos días bíblicos bajo tierra. La vida, queramos o no, en la mayoría de los casos nos pondrá en frente una cueva de Montesinos física y una emocional: una enfermedad incomprensible, inesperada, prolongada y penosa, que nos pone en contacto con nuestra fragilidad, con la necesidad de entregarnos a la inefable realidad de la incertidumbre; y muy posiblemente, además, un trecho de dificultad emocional, también inesperado, no buscado, que nos azuza con sus banderillas rojas y nos acorrala hasta obligarnos a ingresar en esa cueva oscura de la que podremos, quizás, salir, como el Quijote, más esclarecidos.

Las más de las veces trataremos de hacerle el quite a esa “obligación” existencial de vivir días de oscuridad. Sin embargo, también suele ocurrir que después de salir de estos trechos de intenso dolor o dificultad, al cabo del tiempo podemos decir, en sintonía con don Quijote, “esto aprendí”, “en esto soy mejor”, “he aquí lo que yo no habría nunca visto de no ser por esos tiempos de dolor”.

Por una parte, si jamás hemos vivido la experiencia de estar, impotentes, a merced de los vendavales, es muy posible que desarrollemos un sentido arrogante e irreal de nuestra capacidad para controlarlo todo, y que ello nos haga menos solidarios o comprensivos con las vivencias de nuestros semejantes a quienes la vida ha enviado más de una vez a la cueva de Montesinos. Por otra, sin vivir algunos tiempos “bajo tierra”, muy probablemente quedaríamos privados de información vital sobre nosotros mismos, sobre formas impensadas de abordar la vida, sobre la infinidad de recursos que no sabíamos que teníamos, sobre distintas maneras de recibir de los demás, y sin que se abran un sinfín de ventanas interiores que solo se abren durante estos tiempos por fuera del tiempo.

Don Quijote, lúcido como era en su locura, buscó su propia cueva. El resto de los mortales no tenemos que ir tan activamente a su encuentro porque lo más probable es que la vida nos obligue a visitarla. El caso es que, vista la experiencia de esta forma, como un aspecto ineludible de la trayectoria humana en este mundo, tenemos la opción de abordarla, como don Quijote, con sentido de aventura, por más que nos duela, y por difícil que sea acoger de manera relativamente serena y confiada el descenso a la cueva de Montesinos.

 

 

 

 

No es solo lo que se dice

13 de agosto 2019

 

No hace falta mencionarlos por nombre propio. Abundan. Se sienten chuscos, privilegiados, inteligentes, en dominio de todas las variables, por encima de la espuma de la complejidad, en un mundo de certezas, de agradable simplicidad. Por eso se atreven a hablar desde la esfera cómoda en que entre el pensamiento y la palabra no tiene que mediar mucho tiempo ni análisis. Tal vez para eso se ganaron el poder.

Estos nuevos líderes que retoñan hoy en cualquier continente y país crecen, abonados por la superficialidad de hablantes y oyentes, con la velocidad de plántulas invasoras e hipertrofiadas. Empiezan a descollar precisamente por una imprudencia e impudicia que les dificultan ver que su uso desenfadado de la palabra conlleva una responsabilidad inmensa. Sintiéndose con el derecho a decir lo que quieren, cuando quieren y como quieren, han olvidado el monunental peligro que representa lo que otros, afines en su poca disposición para el análisis, concluyan que quisieron decir.

En estos tiempos de las redes sociales no sería exagerado decir que muchas personas no trascienden ese trozo de información aparentemente predigerido, sonoro y de pocas palabras, quizás sarcástico, quizás gracioso, quizás atrevido, con el que muchas personas en posiciones de liderazgo pretenden evaluar la realidad o comunicar su opinión. Y Maritornes quiere referirse a que los líderes no solo son responsables por lo que dicen, sino por lo que callan, y por lo que dejan, tranquilamente, que se infiera de lo que dijeron, aun si esa mala interpretación es una incitación al odio o retuerce los argumentos, o sobresimplifica de manera que conduce a resultados perversos.

Y no son solo los líderes los que tienen esa responsabilidad. La palabra es tan poderosa que no conviene olvidar que entre ella y sus hermanas menores, el gesto, el modo y la alusión velada, pueden impulsar muchas cosas, por ejemplo la concordia de una sociedad, o su ruina. No sobra insistir en que la palabra bien utilizada tiene el poder de desactivar muchas minas soterradas de división, rencor y desesperanza e impedir que hagan el daño que están programadas para hacer.

De alguna manera la inmediatez de la información y su sobreabundancia están dando al traste con la reflexividad que antes era considerada un valor. Una cosa producirán las palabras fruto de unas horas de soledad y análisis, de un verdadero sopesar las consecuencias de esgrimir uno u otro sentimiento, que la palabra que se espeta junto con la saliva sobre el micrófono de los ávidos de pronunciamientos escandalosos que puedan reproducir para bien o para mal, y generalmente para mal.

Como contraparte estamos los oyentes, y la única forma de hacerle contrapeso a la palabra usada con desgreño efectista e irresponsable, es aferrarnos con terquedad a la posibilidad de cuestionar, a la responsabilidad de exigirles a nuestros líderes que sus palabras denoten ponderación, y que correspondan a su investidura, y no a la de charlatanes borrachos de poder que, con su irresponsabilidad, van envalentonando la ignorancia, en detrimento de alimentar el gusto por el pensamiento complejo y la capacidad de ejercerlo.

 

 

 

 

Enséñame

6 de agosto 2019

 

Una canción nueva para los oídos de otro, un libro por recomendar, una receta de cocina, un truquito tecnológico para destrabar la función de un programa, una palabra distinta, un poema, una idea, una historia antes desconocida, una noticia cultural… Maritornes se puso a pensar el otro día qué sería lo que más encarecidamente pediría para su vejez, y concluyó que lo que más querría es que le sea preservada su posibilidad de seguir aprendiendo.

Sin embargo, por más que la Internet y la tecnología digital nos pongan al alcance de la mano innumerables herramientas para seguir aprendiendo, muchas veces se llega a un punto de estancamiento que solo se puede superar de la mano de una persona generosa dispuesta a enseñar. Es posible que los jóvenes no alcancen a comprender del todo el beneficio que puede significar para las personas mayores la posibilidad de aprender algo nuevo, y el aporte positivo tan inmenso que está en sus manos hacer si dedican algo de tiempo para enseñar aquellas cosas cuyo conocimiento ellos dan por descontado.

Tal vez si uno fuera a aplicar un parámetro esencial a la alegría de vivir, al sentido de prolongar los años, uno de los más importantes sería sin duda seguir viviendo para seguir aprendiendo y descubriendo, para conservar la posibilidad de esos deslumbramientos que pueden entrar por los oídos, por los ojos o por la inteligencia. Y si se piensa un poco en el asunto, no es difícil concluir que tal vez la mayor generosidad que existe es la de enseñar lo que se sabe, con alegría y con paciencia.

Los viejos se empiezan a marchitar, en parte, cuando los jóvenes revolotean a su lado, pasan por encima de ellos, tal vez con cariño pero olvidando su sed de aprendizaje, su avidez de estar conectados con el mundo, tal vez entorpecida por problemas de audición o de visión, o por falta de un maestro. El acto de enseñar es un acto de amor vinculante. No es lo mismo aprender, aunque no está mal, mediante dispositivos impersonales: hay gran amor en dedicarle tiempo a entender cómo aprende mejor una persona, y en sentarse a trabajar con el “alumno” sin afanes hasta que haya entendido o dominado lo que le hacía falta entender.

Evidentemente, todos somos distintos, y a unos nos interesarán unas cosas y a otros otras, y claro está, habrá personas que puedan sentir una plena alegría de vivir en un silencio contemplativo, o bien, aunque improbable, viendo televisión. Sin embargo, por lo que ella conoce, Maritornes piensa que a menudo lo que los viejos están pidiendo desde sus miradas desconcertadas, desde sus refunfuños, o desde su tristeza, es su frustración por sus dificultades para aprender, su sensación de estar quedando aislados del mundo del aprendizaje por falta de los medios para seguir expandiendo el horizonte de su conocimiento, y por eso vale la pena recordar que en muchas personas suele haber atascado un grito silencioso, una necesidad no expresada, que se resume en “Enséñame”.

 

 

 

 

El plástico, de incógnito

30 de julio 2019

 

Con justa razón, piensa Maritornes, estamos poniendo ahora sí más atención en los plásticos de un solo uso y estamos intentado dejar de utilizarlos, o sacarles su máxima posible vida útil o sustituirlos por materiales biodegradables. Empero, el pitillo, la botella de plástico para el agua, la bolsa de plástico para la compra y el plato de poliestireno, fáciles de identificar como culpables de buena parte de la polución del mar y de la contaminación visual de los paisajes, tienen unos primos hermanos que pasan de agache.

El poliéster, el nailon y el acrílico que han permitido a la industria de la moda fabricar prendas baratas de corta temporada, modelo en el cual se basa hoy en día el éxito de muchas de las grandes marcas de ropa, son, en esencia, plásticos. Es decir, mientras le decimos vade retro al tenedor de plástico, nos estamos vistiendo sin miramientos con sus parientes cercanos. Es cierto que la ropa se puede reutilizar, pero su eternidad ambiental y lo que suma en partículas de plástico a las aguas servidas que acaban en los mares y en los ríos, y en la cadena alimenticia, es un asunto menos visible.

Toda esta ropa en abrumadoras cantidades para la temporada, y en sobrecogedor exceso en época de descuentos, en que hay que venderla a como dé lugar para poder llenar los ganchos de prendas nuevas, es un sinsentido ecológico sobre el que, si queremos ser de verdad comprometidos y consecuentes en nuestra postura frente al medio ambiente, tendremos que poner la mira. No se va a extinguir el planeta porque nos pongamos de vez en cuando una blusita de flores de nailon, pero sí es importante que sepamos que, en esencia, nos estamos vistiendo con una bolsa plástica que, al final de su vida útil, se comportará igual que la del supermercado, es decir, sobrevivirá cientos de años abultando un relleno sanitario, cuando no convertida en longevos jirones que afean playas y riberas de los ríos.

Es sabido que muchas marcas queman los excedentes de inventario cuando no pueden venderlo ni siquiera en descuento. El asunto es que la forma como nos vestimos tiene un gran impacto en el medio ambiente. No parecería tener mucho sentido crear prendas baratas e imperecederas para tener que terminar quemándolas. Mucha de la moda efímera, que paradójicamente suele ser la más perdurable por los materiales sintéticos con los que está hecha, es posible porque se fabrica con derivados del petróleo.

Lo que Maritornes quiere decir es que poco nos hemos detenido a pensar en que a veces la industria de la moda (es decir, nosotros que le hacemos el juego) pasa inadvertida como corresponsable de una forma de vida derrochadora e inconsciente. Nuestros abuelos se vestían de lana y de algodón perdurables y nobles, y la mayor garantía que se buscaba al comprar era que las prendas sirvieran sobre el cuerpo por muchos años, y no que sirvieran tres meses antes de proseguir su camino cierto hacia alguno de esos variados lugares donde mora eternamente lo no biodegradable.

 

Mayor información en:

 

 

https://www.vox.com/the-goods/2018/9/19/17800654/clothes-plastic-pollution-polyester-washing-machine

 

Part 3 | The Changing Face of Fashion: The Plastics Agenda

 

 

 

 

 

El asunto transversal

24 de julio 2019

 

Una cosa tiene en común todo lo que nos aqueja, todo lo que soñamos, todo por lo cual trabajamos, o por lo que deberíamos trabajar, lo que mejoramos, en lo que fallamos. Es, por increíble que parezca, una cosa que tiende a olvidársenos, al menos en los debates públicos y en la concepción de las leyes. Parafraseando la famosa frase de campaña en los Estados Unidos, “Son los niños, estúpidos”. Acá, allá y acullá, se trata de los niños.

Así pues a la hora de determinar los castigos para los maltratadores y abusadores de niños se nos puede olvidar fácilmente que aumentarles el castigo a los perpetradores mejorará de manera muy tangencial la vida de los niños que en este momento están en riesgo. El debate sobre el castigo, que puede ser necesario e importante, distrae de otro más fundamental que es sobre el por qué se están criando estos seres humanos desprovistos de todo control sobre sí mismos e impelidos por criminales deseos oscuros de agredir y acceder a los niños. Y además, piensa Maritornes, la causa nacional en todas partes no debería ser tanto cómo castigar sino cómo prevenir; quizás haciendo un acompañamiento social en los hogares, trabajando con los colegios para identificar a los niños en riesgo, en fin, en todo lo que entrañe romper el ciclo. Sin embargo, lo que ocurre es que estas soluciones son más complejas; y bien sabemos que las soluciones sobresimplificadas se venden más fácilmente, entre otras cosas porque no nos obligan a mirarnos las llagas sociales, ni a contemplar la posibilidad de que sean nuestras acciones y omisiones como sociedad lo que ha hecho posible esta imperdonable epidemia de agresiones a los niños.

Y ojalá los niños fueran la causa transversal de muchas otras cosas, de que haya andenes por donde las madres puedan empujar un cochecito, carreteras para que pueda transitar el bus del colegio, ¡colegios! en las zonas más apartadas, profesores bien preparados, jardines infantiles que provean estimulación adecuada, afecto y protección, parques seguros y libres de vendedores y consumidores de droga, caminos y ciudades con zonas donde puedan estar los niños, según su edad, sin temor a ser raptados, vulnerados o arrollados.

Ojalá fueran la causa transversal de los horarios para televisión y radio con los cuales, para no ser tildados de ser una sociedad mojigata, hemos hecho toda suerte de concesiones sobre lo que es adecuado para niños y lo que no, con la consecuencia de que tenemos unos niños sobreerotizados y precoces que no pueden con la carga de esa especie de adultez temprana. (“Si hay playa hay alcohol, y si hay alcohol hay sexo, tarará, mariguana y alcohol…” es el inspirador estribillo que Maritornes oyó en estos días en un transporte público donde estaba sintonizada una popular emisora que escuchan niños y adolescentes). Suele olvidársenos que, en caso de duda, o de conflicto entre dos derechos (digamos si uno de ellos es la libertad de expresión), están primero los derechos de los niños.

En materia de salud pública es fundamental que todos los niños, sin distingos de clases, tengan acceso a un acompañamiento médico que, entre otras cosas, sirva para emitir alertas tempranas cuando un niño está en peligro. En resumen, una sociedad correrá poco riesgo de equivocarse si en su forma de fundarse, de reformarse, de regirse, de avanzar y de construir se propone recordarse todo el tiempo que “son los niños, estúpidos”.

 

 

Soñar en vez de señalar

16 de julio 2019

 

El tema de la animada reunión de amigos cercanos viró hacia la política, hacia los líderes, y hacia una evaluación de la situación actual de su país. Uno de los contertulios hablaba de la importancia de los sueños como ejercicio colectivo, individual, nacional, cómo en todos los ámbitos el punto de partida es un sueño.

La conversación iba de un tema al otro y alguien preguntó con genuino interés si el líder actual no lo estaba haciendo bien puesto que se centraba en propuestas innovadoras. No, replicó el que hablaba de los sueños, porque se trata en su mayoría de propuestas de carácter técnico que no parecen responder a un sueño. Para Maritornes fue un abreojos. Por una parte apreció cuánto puede ganarse en una conversación sincera, múltiple y enriquecedora, y por otra se puso a pensar en cuán verdadero era lo que decía su amigo.

Por un lado, no se puede soñar mirando hacia atrás, y por otro, no se puede soñar sin una pasión que inspire e insufle las acciones y un líder no puede convocar a ningún tipo de colectividad, menos aún a un país, si no tiene un sueño, una visión, un marco ambicioso de construcción de una nueva realidad, o si teniéndolo no es capaz de comunicarlo. Un liderazgo que se centra en revisar el pasado, en implementar los cómos, y las comas, y los incisos y las leyes —pero que no es capaz de aglutinar a un grupo muy significativo de personas alrededor de un sueño— no va para ningún lado.

Y por eso, piensa Maritornes, caemos fácilmente en manos de caudillos perversos, porque ellos derivan su poder de tener un sueño (por horrendo, desafortunado y desquiciado que sea) que saben comunicar con elocuencia y pasión a un montón de gente ávida de un “sí se puede”, de un “este es el camino para esta meta”. El poder de un sueño colectivo, y de unas metas claras, es arrollador, para bien o para mal.

Definir un estado de cosas deseable, una sustancial mejora cuantitativa y cualitativa, es imposible mientras se critica y se repasan errores, por más que se afirme que no volverán a cometerse. En un líder, convocar alrededor de un sueño requiere ese escaso don de saber auscultar corazones y ser un buen lector de los anhelos de la gente; necesita, además, la determinación y la destreza para poner las bases tangibles que constituyen los peldaños hacia ese sueño.

Un sueño requiere actitud de sembrador, no de fumigador, requiere pensar en abundantes siembras de buenas semillas, para una cosecha generosa. El caso es que ningún ser humano, y menos ninguna colectividad, puede aprovechar esa poderosa corriente de energía que es la pasión por mejorar las cosas si no parte de la inspiración que proporciona un sueño. Lo demás serán paños de agua tibia, inculpar, remendar… un proyecto difícilmente alzará vuelo si no ha puesto la mira en el horizonte.

 

 

 

 

Cómo se oculta el sol

22 de mayo 2019

 

A menudo se oye decir a los viejos, o a quienes le temen a la vejez, “no quiero estorbar”, “a mí, Dios que me lleve antes de poner pereque”, “si estoy muy mal, que me dejen morir”, “no quiero ser una carga”, y toda suerte de expresiones de ese estilo. Maritornes se pregunta si en tiempos anteriores los viejos sentían con tanta intensidad esa posibilidad de estorbar, esa sensación de que, más allá de una utilidad práctica, su vida no tenía sentido. No deja de ser paradójico que la frecuencia de esos sentimientos parezca mucho mayor en una época en que las fronteras de la longevidad se corren de manera vertiginosa.

En el fondo se trasluce una dualidad en la que por una parte nos suena bastante la idea de alargar la vida, y por otra quisiéramos poder desvanecernos cuando empecemos a sentir que hemos dejado de prestarles un servicio a los demás y que, además, ahora los agobiaremos con la necesidad de cuidarnos. ¿Será que es justo, necesario, bueno y realista medir la vejez a la luz de la utilidad? Maritornes quisiera pensar que estamos un poco desenfocados, y que la vida de los viejos vale simplemente por ser la vida de los viejos, por lo que nos enseñan sus arrugas, sus tropiezos, sus desprendimientos, sus apegos, su cordura o su desvarío, su mal genio, su nostalgia o su alegría, su bondad o la crueldad de sus frases caústicas.

Si tantas cosas que son bellas no son útiles (en el sentido de mover el engranaje social y productivo) —y de ellas la naturaleza nos habla en abundancia— ¿por qué habríamos de mirar la vida de los ancianos a la luz de la utilidad? Lo triste es que por lo general son ellos mismos los que empiezan a medirla con ese rasero, y a sentirse culpables e inoportunos porque ya no son capaces, bien sea por su condición mental o por su condición física, de dar mayor cosa para retribuir el cuidado que se les prodiga.

La vejez, supone Maritornes, proporciona una oportunidad de aquietarse para irse conectando con la partida definitiva de este mundo, es, pensaría, un tiempo en el que se puede adelantar un duelo y llevar a cabo el proceso de decir adiós a lo que fue la vida. Sin embargo, las más de las veces parece que nos resultara imposible no sobredramatizar o sentimentalizar esta etapa, con sus dilemas y dificultades particulares y variadas.

Muchas cosas en la vida se aprenden cuando ya ha pasado la oportunidad de poner en práctica la lección aprendida, y así ocurre con frecuencia cuando se trata de amar a los viejos y de entender a dónde van con sus pasos lentos; pero por lo que valga aún para lo que falta de vida, piensa Maritornes, quisiera mirar la vejez, la suya, que llegará, y la de los que van adelante en el camino, como la enorme bendición que es: es la insignia que certifica la vida y la experiencia, es la puerta que nos anuncia la despedida para entrar, posiblemente, en una nueva aventura, es la oportunidad de no ser útil, o mejor dicho, de no medir la utilidad en productividad, de observar, de recibir, de acariciar las horas y de acariciar a los jóvenes. Tal vez sea posible permitir, sin demasiada angustia, que sean los encargados de cuidarnos quienes aprendan, ojalá con serenidad y buen criterio, las lecciones que nuestra vejez deberá enseñarles. Y si aún no hemos llegado a esa etapa, quizás seamos capaces de navegar las incertidumbres y misterios del cierre de la vida con el mismo ademán de reconocimiento —y aceptación— con el que despedimos el sol después de un prolongado atardecer.

 

 

 

 

 

Uno como los de antes

15 de mayo 2019

 

Todos conocemos los riesgos que implica recomendar libros, o películas, o que nos los recomienden. Hacerlo con tino requiere un conocimiento sensible y sintonizado de la otra persona. Pues bien, de vez en cuando una recomendación brilla entre todas las demás.

Hace un mes, P, su amiga, le recomendó —y le prestó— a Maritornes un precioso librito escrito por el antropólogo y sociólogo francés David Le Breton. Este libro de ensayo la trasladó a una serie de lecturas que creía perdidas entre las neblinas del pasado, esas lecturas contemplativas, lentas, descriptivas, poéticas y llenas de ensueño. Elogio del caminar, que es como se llama, le hizo recordar a Emerson, a Thoreau, a esos autores de no-ficción y amantes de la naturaleza, observadores de oficio, que solían mostrarle por dónde se accedía a algunos de los caminos y paisajes del alma.

En el libro encuadernado en una sobria y bella edición de bolsillo de Siruela, Le Breton hace un recorrido por caminos y caminantes. Describe en un arco geográfico e histórico que no pretende ser exhaustivo, lo que caminar ha significado a lo largo de los tiempos y para ciertos caminantes emblemáticos. Nos lleva de la mano por el Camino de Santiago, por los Himalayas, e incluso por los vericuetos de las caminatas urbanas.

Gran amante de las caminatas, Maritornes se rindió  —como hacía muchísimos años no lo hacía— al encanto de unas letras pausadas, pastoriles, sencillas e impecables para recorrer las sendas de la contemplación, de lo que significa degustar sin prisa un libro. Tuvo la fortuna de poder leerlo al arrullo del sonido del viento entre los árboles, y así, con sus oídos acariciados por ese susurro inigualable, regresó a otra forma de pasar las páginas, esa que se hace con tiempo para señalar con un lápiz aquella frase que nos cantó, que permite devolverse en las páginas para repasar un trozo especial, con esa sensación contraria a la que produce la ficción vertiginosa y llena de peripecias, es decir, con el deseo no de terminar el libro, sino de que nunca se acabe. No hay necesidad de saber qué va a pasar. Este tipo de libros no impulsan de forma lineal para llegar a un desenlace, sino que, como un camino serpenteante y libre invitan a regodearse en el momento y en la página presente, sin pensar en conflictos, tramas o nudos narrativos.

De cierta forma Elogio del caminar se parece a muchas cosas que hemos dejado perder, al reposo silencioso, a la reflexión, a la lentitud, al saboreo, a mirar por la ventana, a lo que, antes que veloz, es hondo. Hay ciertas formas del arte y de las letras que se parecen a algo perdurable; uno sabe, piensa Maritornes, hay unos libros que uno pasa al siguiente lector sin mayor interés en registrar en qué manos están porque difícilmente querrá volver a leerlos; otros, sin embargo, pertenecen a esa especie que ocupa un lugar privilegiado en la mesa de noche y a los que uno quisiera volver una y otra vez. Son como esas cosas sencillas pero significativas de la vida que, de alguna forma, nos conectan con un posible origen, o con un apetecible destino, que habíamos olvidado.

 

 

 

 

 

 

El no como filosofía de vida

8 de mayo 2019

 

La debacle general seguramente no provendrá de cataclismo alguno, ni de guerras universales, ni siquiera de catástrofes ambientales. La debacle sobrevendrá, sin duda, de la extinción paulatina del sentido común. Y el arma mortal que acabará con este es una palabra breve que funciona como arma contundente. Se llama No.

Hace poco Maritornes fue testigo de cómo la administración de su ciudad flanqueó una entrada cómoda, lógica y amable a un edificio con una serie de bolardos inexplicables a los que ya varios conductores inadvertidos y sofocados han colocado a golpes en posición inclinada. Diagonal a este edificio hay otro que tuvo la inteligencia de sacrificar el precioso metraje cuadrado para poder contar con una bahía que permitiera a los conductores pasar por el frente del edificio sin entorpecer el tráfico. Pues bien, un amigo del No, un enemigo del sentido común, resolvió cerrar con bolardos el acceso a la bahía, de tal modo que los automóviles que deban detenerse un instante a dejar o a recoger a una persona ahora se ven obligados a parar en la calle y a obstaculizar el tráfico. Por todas partes surgen conos, maletines de concreto, bolardos de plástico y cierres que indican unos noes gratuitos e ilógicos que desesperan.

No, y no, y no, pero casi nunca sí. No se puede estacionar acá (¿dónde sí?); no se puede vender acá (¿dónde sí?); no se puede tomar el bus acá (¿dónde sí?); no se puede girar a la izquierda acá (¿dónde sí?); no se puede dar la vuelta en u (¿dónde sí?); no se puede descargar mercancía (¿en dónde sí?)…

El asunto no es de poca monta porque los noes configuran enemistades, antagonismos y frustraciones, sobre todo cuando se trata de las relaciones entre el Estado que aprieta y ahorca a punta de noes a unos ciudadanos ávidos, ansiosos, anhelantes de síes. La conclusión no es que todo debería poderse, que con el ánimo de facilitar deba dárseles una especie de patente de corso a todos los comportamientos que puedan llevar al caos y al anarquismo. Se trata de un planteamiento actitudinal y filosófico en virtud del cual el Estado (así como los particulares, por qué no) podríamos tratar de pensar más en sí y menos en no.

Maritornes se atrevería a decir que todos conocemos esa especie colonizadora de hábitats como las juntas de acción comunal, las de administración de conjuntos y edificios, de administraciones distritales y de países y comités de trabajo y un sinfín de espacios cuyo nombre, lema, bandera y estandarte es el no. Por cada propuesta que hace algún tímido que propone una mejora, un representante de esta especie salta a decir que no, que no se puede, que no se debe, que no y que no.

Ni el mundo se hace, ni el progreso se logra, ni el bienestar se incrementa, ni un país ni una ciudad avanzan con el no a la carga. Algunos noes serán necesarios, sin duda, para contener aberraciones y gravedades, pero en la vida corriente tendrían que ser mucho, pero mucho más escasos que los síes, que es desde donde la vida sonríe y abre las puertas.

… digamos, por ejemplo, acá si puedo esperar o dejar, sin tener que estacionar, un pasajero en el aeropuerto; digamos por ejemplo, sí puedo pagar los impuestos en todos los bancos y por Internet; digamos hay miles de lugares para estacionar, solo no se puede en unos pocos; pongamos por ejemplo cuando el carro no puede circular hay más de un sí en el que puedo transportarme; sí se puede hacer la cita por teléfono… SÍ

 

 

 

 

Ciertas amistades

1 mayo 2019

 

Bendiciones, numerosas, en el camino de ir por la vida desbrozando alegrías e infortunios, aprendizajes disfrazados de calamidades y bondades sencillas que por lo general apreciamos ya pasadas ciertas cumbres de la vida; pero entre todas, piensa Maritornes, la amistad baña los días con una luz de calidez particular. Ha tenido la fortuna de disfrutar de amistades de múltiples coloridos y texturas, hondas, filosóficas, leales, pasajeras, rientes, sonrientes, solemnes, dialogantes, silenciosas, contemplativas, móviles y aventureras, y, en general, ha podido hacerlo gracias a que la mayoría de ellas han estado libres de reclamos, de expectativas y de motivos rebuscados de decepción. Se han adscrito todas, o casi todas, a ese invaluable código de hacer presencia en plena libertad, y de ausentarse también con extrema libertad, con licencia tácita para vivir cada una su propia vida según las posibilidades y exigencias del momento.

“Líbrame, Señor, de las amistades sentidas”, dice S a menudo. Y como en tantas cosas, Maritornes ha tenido amplia oportunidad de comprobar hasta qué punto sus aforismos prácticos están aferrados a verdades de profunda repercusión. Por eso sus amistades perduran, porque ni sus amigos ni sus amigas, ni ella misma, suelen caer en la recriminación, en el “por qué no estuviste”, “por qué no llamaste”, “por qué no fuiste”, “por qué no escribiste”. Y aunque no sin cierta tristeza, siendo una enamorada de la amistad, vio partir con alivio aquellas que empezaban a inscribirse en esa escuela que más que hacer presencia amistosa llevaban un registro de faltas, una bitácora de las ocasiones en que por olvido o ensimismamiento, o por cualquier razón, la amistad, supuestamente, no estuvo a la altura de lo esperado. Una amistad de esta naturaleza es una piedra al cuello; cuando se torna pedigüeña y llevacuentas empieza a perder todas sus bondades y estas son sustituidas por una zozobra permanente de ser considerado un amigo incompleto.

Por eso Maritornes agradece todos los días por sus amistades libres, que son, hasta donde puede darse cuenta, todas las que tiene. Sabe que para conservar esas amistades ha sido necesario que le perdonen impertinencias, mutismos, ausencias, presencias descolocadas, euforias mal concebidas, olvidos y tiempos taciturnos. Ha procurado, y seguirá en el mismo empeño, ser recíproca en ese profundo respeto por el momento del otro, disculpando de antemano y automáticamente, a sus amigos por aquellas ocasiones en que habría querido tenerlos más cerca, o sentirlos más solidarios, o percibir su afecto con mayor nitidez, lo que sea, porque aún no ha perdido la convicción de que la amistad así liberada de compromisitos, comparaciones y sistemas de medición, es uno de los más sublimes regalos de la vida.

 

 

M cede la palabra

24 de abril 2019

 

Hoy Maritornes quiere cederle la palabra a la poeta uruguaya Ida Vitale (1923), quien acaba de recibir el Premio Cervantes 2018,

 

Hojas naturales

… o el arraigo, escribir en un espacio idéntico
siempre, casa o desvío.
José M. Algaba

Arrastro por los cambios un lápiz,
una hoja, tan sólo de papel, que quisiera
como de árbol, vivaz y renaciente,
que destilase savia y no inútil tristeza
y no fragilidad, disoluciones;
una hoja que fuese alucinada, autónoma,
capaz de iluminarme, llevándome
al pasado por una ruta honesta: abiertas
las paredes cegadas y limpia
la historia verdadera de las pintarrajeadas
artimañas que triunfan.
Hoja y lápiz, para un oído limpio,
curioso y desconfiado.

——————–.

Y si a alguien se le despierta la curiosidad, a continuación el enlace a su discurso de aceptación, que El País de España (https://elpais.com/cultura/2019/04/23/actualidad/1556010411_023459.html) calificó como “lección de humildad y erudición”.

http://www.rtve.es/alacarta/videos/premio-cervantes/24h_discurso_ida_vitale_230419/5161019/

Son días gloriosos aquellos en que alguien nos hace recordar que la poesía seguirá siendo mucho, si no todo.

 

 

 

¿Seguro es seguro?

17 de abril 2019

 

La rectora del colegio internacional anunciaba con gran orgullo a los padres sudamericanos que el plantel se encontraba en un admirable proceso de mejorar la seguridad de los niños. “Vamos a traer para el arenero unos juguetes de plástico que cuando se rompen no quedan con ninguna punta peligrosa. Es que los de acá son horribles, ¿han visto ustedes? Cuando la pala o el balde se rompen quedan trozos puntiagudos”. No hubo, puede decirse, una gran conexión emocional con la causa por parte de unos padres que bajaron en patines por pendientes pronunciadas, montaron en caballos desbocados, tuvieron sus encuentros cercanos con alambres de púas y aprendieron a montar en bicicleta sin casco.

El manual del organismo que regula las prácticas de sanidad en su país recomienda a los consumidores de quesillo envuelto en hoja de plátano tener cuidado con los agentes patógenos o los pesticidas. Y, cada vez más, oh paradoja, se promueve (o se impone por ley) el plástico como elemento idóneo en su higiene para envolver todo, desde la panela hasta los bocadillos.

En un apacible y acogedor bar galés había unos sencillos juegos infantiles que hacían posible que los padres tomaran su almuerzo al aire libre mientras los niños jugaban en el rodadero o se escondían en el castillo de inflar. Oh sorpresa, hoy los juegos no existen. Al indagar en la razón se supo que los juegos no cumplían los estándares de seguridad europeos, que ahora el País de Gales debía cumplir.

Todo esto lo trae a colación Maritornes porque en los últimos días ha tenido oportunidad de observar a varias parejas de padres ansiosas en extremo por la seguridad de sus hijos pequeños hasta el punto de impedirles casi cualquier exploración. Ella no quiere ni ridiculizar ni minimizar el valor de que los padres cuiden bien a sus hijos ni la importancia de la seguridad, pero sí debe confesar que siente una gran desazón de pensar que el celo por la seguridad, y el caudal de reglamentación de todo lo habido y por haber, crezca de tal manera que empiece a tratar de protegernos hasta de nosotros mismos, prive a los niños del significado mismo de la niñez y de su pasión por el descubrimiento y la exploración y a los adultos les impida la posibilidad de estar fácilmente en contacto con la vida de una manera libre y espontánea.

Como en tantos aspectos vitales la solución no está escrita en blanco y negro y no se ubica en ninguno de los extremos pero el debate sí que vale la pena. Lo cierto del caso es que el exceso de reglamentación y un grado de cuidado ansioso y agobiante no hacen bien a nadie. Ahoga negocios, atrofia los sueños y el aprendizaje y nos empuja cada vez más hacia el sofá y el televisor y hacia los alimentos empacados, nos vuelve recelosos de cualquier riesgo y, básicamente, termina generando en diversos ámbitos de la vida una sensación de asfixia y frustración que en nada contribuye ni al bienestar social y psicológico, ni a la iniciativa y la prosperidad.

 

 

Obscenidad real

10 de abril 2019

 

Es una tendencia contemporánea que muchos se rasguen las vestiduras cuando consideran que se han infringido las nuevas normas del espacio personal y del decoro en el trato. Porque un posible candidato a la presidencia de los Estados Unidos le dio un beso en la cabeza (no solicitado) a una mujer, por doquier le exigen que pida disculpas.  Además, innumerables matices del lenguaje generan rechazos de gran visibilidad y los infractores se apresuran a ceder a las presiones y a hacer públicos sus sentimientos de contrición. Sin embargo, poco, o nada, al parecer, nos rasgamos las vestiduras por causa de la obscena y aberrante realidad de la guerra.

Maritornes quisiera pensar que, si pudiéramos jugar con el tiempo y ver en proyección los días por venir para compararlos con el pasado, fácilmente veríamos la mayoría de las guerras (porque la mayoría son injustificadas), de la misma forma como vemos aquella famosa entretención de los emperadores romanos que consistía en lanzar a la arena del circo a gladiadores y a cristianos para que se batieran a muerte contra los leones. Es decir, sin tener que dar saltos conceptuales demasiado grandes, veríamos las similitudes entre el anacrónico circo romano y la obscenidad de enviar hombres jóvenes y, cada vez más, a mujeres, a morir o a ser mutilados y traumatizados en campos de guerra para arreglar conflictos que no fuimos capaces de arreglar de otra forma, o incluso conflictos inexistentes que revestimos de realidad solo para poder avivar la economía o convocar a la unidad alrededor de causas fabricadas.

Unas pocas, pero significativas, estadísticas bastan para ilustrar el caso: En la guerra de Vietnam, que tuvo lugar entre los años 54 y 75 del siglo pasado, murieron 2 millones de civiles vietnamitas, 1,1 millones de soldados de Vietnam del Norte, 250 000 soldados de Vietnam del Sur y 58 000 soldados de los Estados Unidos. Falta, obviamente, contabilizar los seres humanos mutilados y traumatizados cuyas vidas tomaron para siempre un destino desdichado y difícil por causa de la guerra. Acá, como en el ejemplo siguiente, sí que vale el conocido aforismo de que es mucho peor el (supuesto) remedio que la (supuesta) enfermedad. En la guerra de Irak, entre el año 2003 y el 2011 hubo 189 000 muertes de combatientes directamente asociadas con la guerra, murieron 4480 miembros de los servicios militares estadounidenses y 134 000 civiles. Se contabilizan, además, 32 223 soldados heridos.

Decenas de conflictos internos y de guerras civiles de gran complejidad azotan el planeta. A ellos se suma muchas veces una injustificable glorificación de la guerra como si esta fuera no un mal de último recurso, sino la herramienta preferible de intervención. Ojalá el tiempo se acelere, o se haga elástico, o nuestros corazones sean capaces de dar un gran salto evolutivo que les permita percibir cuán bárbara es la guerra, cuán obsceno en su injustificable violencia ese circo romano, esa violencia y muerte prematura a la que aún lanzamos a nuestros jóvenes sin que las sociedades, las más de las veces, presenten el menor asomo de remordimiento.

 

 

 

 

 

In principio erat verbum

3 de abril 2019

 

En el principio era el verbo, la palabra. Sin entrar en análisis sesudos a la luz de la exégesis, piensa Maritornes, no es descabellado concluir a base de observación que, en efecto, primero es el verbo.

La palabra, pudiera decirse, es el segundo paso en esa fundamental cadena que consta de pensar, decir, y hacer. Así las cosas, si la palabra es la hija primogénita del pensamiento y la antesala de la acción, quizás merece bastante mayor atención de la que se le presta por lo general en la actualidad, y sobre todo en los medios.

Maritornes observa atónita el desgreño con el que por lo general se trata la palabra en estos tiempos de acceso generalizado a la posibilidad de expresarse ante un público amplio y creciente. Pareciera, por el contrario, que muchos medios hubieran tomado la decisión concertada de ahorrar en todo lo concerniente a la palabra y por ende en la formación de los redactores y en la contratación de correctores. Es como si a un fabricante de salsa de tomate le diera por ahorrar en los tomates, o al vendedor de arepas le diera por ahorrar en maíz.

Mientras que los medios quieren persuadir al público de que pague por el contenido impreso o digital, “el carro logra ser evacuado”, “el crimen es perpetuado por una mujer”, “la nueva sede es aperturada” y la carta “recepcionada”, la preposición “frente” las reemplaza a todas y entonces se piensan cosas frente otras, y no sobre estas, y se reacciona frente a los hechos y no ante estos y los artículos caen sin remedio por el despeñadero de la indiferencia de modo que exista “casa de máquinas” y no “una” o “la” casa de máquinas y la enfermera le pide al paciente que “suba brazos” y “relaje cuerpo”, y así ad infinitum, y esto sin ahondar en la preponderancia del lenguaje soez, de los extranjerismos y de otros males omnipresentes.

Lo preocupante es que si la palabra es reflejo y expresión del pensamiento —por lo que exige en materia de lógica, análisis y reflexión antes de considerarlo listo para la emisión—, con el deterioro del verbo viene inexorablemente el deterioro del pensamiento. En el mejor de los casos la palabra y el pensamiento se retroalimentan en un círculo virtuoso de complejidad, belleza y lógica. En el peor, la palabra refleja una atrofia en la capacidad de pensar antes de hablar, un deterioro en la posibilidad de profundizar en una idea, un desamor, o al menos un desinterés ampliamente extendido, en hacer de la expresión un trabajo de altura en el cual el privilegio de expresarse traiga consigo la obligación de hacerlo con ponderación y cuidado.

En el principio era el verbo. La palabra es fundacional. No se trata de ejercer el arte vanidoso de cazar gazapos en lo que dicen o escriben los demás, se trata de intentar persuadir a un número creciente de personas de que por la vía de intentar expresarse lo mejor posible se aprende mucho más de lo que salta a la vista porque saber expresarse es, a menudo y de muchas formas, casi lo mismo que saber pensar.

 

 

 

 

Sobre lo (im)posible

27 de marzo 2019

 

A Maritornes le causa pesadumbre notar hasta qué punto nuestra posibilidad actual de conocer los peligros en los que nos movemos, los riesgos que corremos y los daños que hacemos nos está llevando a lo que parece ser un estado colectivo de desesperanza. Dada la calidad y la frecuencia de la información no es sorprendente que concluyamos con relativa certidumbre que ya no hay vuelta atrás en nuestro camino hacia uno u otro tipo de despeñadero.

Algunos optimistas a ultranza, persistentes de oficio en el arte de la esperanza, por fortuna iluminan el camino. Y no se trata necesariamente de ingenuos, sino de personas capaces de observar con cierta distancia de cuántos atolladeros ha salido la humanidad en el pasado, cuántas conquistas reales hay, y por ende cuántos motivos para seguir creyendo que la raza humana no ha agotado, por mucho, su capacidad de ingenio para el bien.

En días recientes Maritornes vio dos piezas audiovisuales que la llevaron a contemplar todo lo que el ser humano es capaz de hacer en las circunstancias más adversas. La primera acompaña a un escalador que subió solo y sin ningún elemento de seguridad por la cara vertical de una roca en un recorrido de poco menos de un kilómetro. El hombre, agarrado de las puntas de los dedos y apoyando las puntas de los zapatos en los más exiguos accidentes en la roca logró lo que nadie consideraba posible. El ser humano, enfrentado a su deseo de correr las fronteras, o de atravesarlas, en innumerables ocasiones ha redefinido lo que es posible y lo que no. La segunda narra la historia de un niño en un pueblo de Malaui, quien contra todo pronóstico y en medio de las más sobrecogedoras adversidades, encuentra la forma de solucionar un problema hasta entonces insoluble.

¿Cuántos escépticos no se han interpuesto a lo largo de la historia entre un problema y una solución? ¿Y cuántos soñadores no han logrado atravesar barreras de todo tipo —económicas, sociales o físicas— para traerle a la humanidad las vacunas, los antibióticos, diversos medios de transporte, la anestesia, el voto femenino, el fin del apartheid, y un sinnúmero de avances en diversos ámbitos?

Tal vez no sea razonable, por el momento, esperar que sean la prensa y las redes sociales las encargadas de alimentarnos la esperanza. Quizás aún nos toque ser excavadores de motivos de aliento. Lo que sí es seguro es que de forma silenciosa, pero inexorable, en muchos lugares hay seres humanos pensando, sembrando, proponiendo, inventando e implementando aquellas ideas y cambios que el día de mañana nos despertarán al asombro de soluciones impensadas quizás para curar el Alzheminer, o para limpiar los océanos de los microplásticos o tal vez para diseñar un sistema político mucho mejor que las embrolladas democracias de hoy.

La comprobada realidad del efecto pigmalión debe llevarnos a sopesar la incidencia que como individuos, y como sociedades, podemos tener, para bien o para mal, en las generaciones que se están formando. En ese orden de ideas, esperar lo mejor es una obligación con nuestra descendencia porque es la única forma de ayudarles a pararse firmemente en la plataforma desde la cual se conquistan los avances, es la única forma de protegerlos contra el oscuro manto de la claudicación.

 

 

 

 

Las nuevas religiones

20 de marzo 2019

 

El texto de la estudiante universitaria decía, palabras más, palabras menos, “quise hacer este proyecto para visibilizar el patriarcado machista que somete a las mujeres, invisibilizándolas para mantenerlas en un lugar de sumisión”. Y Maritornes se puso a pensar en la politización de las ideas, en el fenómeno contemporáneo en que existen pocas pero bien demarcadas corrientes de pensamiento que lentamente van persuadiendo a sus adherentes de sacrificar el análisis independiente, el espíritu crítico, la posibilidad de no afiliarse. Se quedó entre asombrada y preocupada cuando detectó en el fondo de esa afirmación un mantra repetitivo y aprendido de memoria, tan carente de sentido analítico que ni siquiera se ocupaba de comprobar, o aunque fuera mencionar, qué originaba la convicción de que esa amplia generalización tenía asiento en la realidad.

La mayoría de los analistas y periodistas se refieren al fenómeno como a una “polarización”, pero en realidad, pensó, más que de polarización se trata de que las afiliaciones políticas, los credos políticos, los ismos, las distintas (pero no tan diversas) maneras de leer la realidad, si se quiere, se han convertido en nuevas religiones que permean todos los ámbitos de la vida, todas las acciones, toda la formación académica. Estas nuevas religiones laicas que han venido a reemplazar a las de origen devocional no tienen nada que envidiarle al más enconado de los fanatismos religiosos. Maritornes pensó con angustia en que la nueva “religión” predominante se imparte subrepticiamente desde todas las universidades y desde muchos colegios y también desde la mayoría de los medios, sentando las bases de un culto en el que los seguidores luchan por impedir que los externos, quienes constituyen la amenaza, continúen tejiendo su conspiradora trama de poder y dominio.

Es hasta tal punto una religión atravesada por ismos que sus adeptos se afilian a un paquete completo que rara vez admite excepciones, que genera emociones viscerales y enconadas cuando se trata de defenderla y que hace percibir a quienes disienten como pobres seres menos esclarecidos, desinformados, engañados por un poder invisible, que alguna vez llegarán, sin embargo, a sumarse al redil, cuando por fin vean la luz. La manipulación que sin ser conscientes de ello ejercen los adeptos de estas nuevas religiones cumple su efecto de manera muy eficaz, y la gente termina afiliándose para no ser tildada de retrógrada, o para evitar divisiones familiares, o para no ser asociada con unos supuestos victimarios que traman incesantemente para someter a los grupos en los que se subdivide el resto de la humanidad.

Lo triste es que los adeptos a estas nuevas religiones, en buena parte jóvenes en proceso de formar su criterio, se sienten rebeldes y revolucionarios cuando sin saberlo han abandonado la independencia de pensamiento y se limitan a replicar, con una genuflexa actitud, lo que les dictan estos nuevos cultos que homogenizan, acorralan, manipulan y atrapan para siempre el pensamiento. Quizás decir que es un fenómeno contemporáneo es hacer caso omiso de la historia; tal vez siempre ha sido así. La diferencia es que hoy es más engañoso porque se trata de religiones, con sus correspondientes líderes, que no son reconocidas como tales, y eso las hace doblemente peligrosas.

 

 

 

 

Carta a un artista

13 de marzo 2019

 

Rebrujando papeles Maritornes se encontró con una carta abierta escrita hace muchos años por su amigo CA, quien se la entregó a Maritornes una tarde cualquiera en la que hablaban sobre el arte y sobre los artistas. Aunque CA la escribió pensando principalmente en su esposa, Maritornes considera hoy oportuno divulgarla entre sus lectores. Dice así:

A todos los artistas descorazonados.       

  Recuerdo con claridad la mañana de domingo en que S me contó esta historia de su infancia. Cursaba segundo o tercero de primaria en un colegio religioso de su ciudad. La profesora había puesto de tarea a las niñas escribir, para el día siguiente, un cuento. La niña, en esa etapa vivaz, entusiasta y transparente en que los niños aún no han aprendido a relacionarse con la vida tras la mampara del recelo, o del cálculo, se fue contenta a casa a escribir. Era algo que le encantaba hacer, contar cuentos. Al día siguiente, llena de orgullo, lo entregó a la profesora, quien se tomó los pocos minutos que tardaba leerlo. Levantó la mirada y la fijó unos instantes en la niña antes de pronunciar las siguientes palabras: “S, siéntese, y tiene cero por mentirosa, porque este cuento tan bien redactado no lo pudo haber escrito usted”.

  Traigo a colación esta historia porque viene muy a propósito de lo que es a menudo la vivencia de los artistas (aunque no exclusivamente la de ellos). Consideremos, para empezar, a los niños que sienten despertar en su interior —en ese lugar sagrado en que los niños todavía piensan solo en posibilidades y no en obstáculos— una vocación artística para la escritura, la danza, la pintura, la actuación, el canto, o un sinnúmero de otras expresiones artísticas. Aún plasman sus brochazos y cantan sus canciones con prístino entusiasmo. Lo más frecuente es que, si quisieran persistir en esa vocación, hacer de ella un modo de ganarse la vida, tendrán que golpear y golpearse contra muros y techos invisibles que les hacen casi imposible avanzar.

  Es la naturaleza de la vida, y no solo la de los artistas, buscar incesantemente el camino cuando uno parece haberse cerrado sin remedio. Sin embargo hoy quiero escribir esta carta de amor a los artistas, a aquél que, solitario, se pregunta después del rechazo número cien si su vocación es un sinsentido. Quiero decirles cuántas veces, sin que se los haya podido expresar, sus palabras, sus cuadros, su voz, sus manifestaciones artísticas me han cambiado la textura del corazón, cuántas veces el arte me ha posibilitado mirar un horizonte cuya existencia desconocía, me ha permitido entrever el cielo, o al menos la forma en que me estoy privando de él, o me ha sensibilizado a realidades que no me había detenido a mirar, cuántas veces me han puesto la piel de gallina porque su arte me ha hecho comprender algo que no es posible poner en palabras. Decenas de veces un poema, una canción, una coreografía, han descrito algo que apenas estaba tomando forma en mí, es decir, me han llevado sobre sus alas hasta la otra orilla de un pensamiento o un sentir inconcluso.

  Gracias, pues, por participar en algo tan noble como el perenne acto creativo del universo, y por hacerlo en la soledad de noches de incomprensión, en medio, a menudo de privaciones, a costa de apartar a dentelladas el tiempo para crear a la vez que estás obligado a ganarte la vida en otro oficio que no te llena el alma. Gracias por mostrarme cómo es posible que el alma se conmueva mientras que un acto artístico la sacude de sus cimientos y la deja, para bien, asomándose a la vida por una ventana antes oculta.

  La pequeña S creció y se convirtió en una mujer de una sensibilidad polifacética y refinada que, sin embargo, nunca ejerció en ningún arte. Y, desde luego, nunca volvió a escribir. Su inteligencia, su pasión y su talento se marchitaron frente al que para ella fue el infranqueable cristal de la incomprensión. Si esta carta sirve para animar aunque sea a un artista a punto de darse por vencido, en el sentido de considerar que su arte “no sirve”, habrá cumplido su propósito. Los artistas son al alma lo que la primavera a las estaciones (y no necesariamente porque siempre nos traigan un mensaje alegre), sino porque lo que brota de sus espíritus creativos le da sentido a todo lo demás.

  Una vez más, gracias.

 

 

El mejorismo

6 de marzo 2019

 

Es una “religión” cuyos adeptos tienen un solo credo que se manifiesta en acciones que se ubican en el polo opuesto a la desidia y la indiferencia. Pongamos por ejemplo a su prima, M, que vive en una ciudad turística, una ciudad que es considerada tesoro de la humanidad, pero cuya administración deja mucho que desear. Ella sale y observa cómo con las canecas de basura existe un amplio margen de intervención para que funcionen adecuadamente, para que cumplan a cabalidad su propósito, y como pertenece a la religión mejorista, no puede menos que reunirse con otros correligionarios para inventar y proponer una mejor forma de hacer las cosas.

Otros van con la corriente, y se limitan a patear a su paso la basura real o metafórica para que estorbe lo menos posible, o se acomodan detrás de un parapeto (de nuevo real o metafórico) para no verla y con ello olvidarse de sus existencia. Sin embargo, existe por fortuna toda una escuela de mejoristas, que ojalá creciera como la proverbial espuma, como esos impulsos que se apoderan con fuerza telúrica de la imaginación y la voluntad colectiva, para dar paso a esa sucesión de cambios que, sumados, van transformando para bien la vida de las personas.

Entre los mejoristas hay quienes ven un hueco en la calle y están obligados por su religión a reportarlo, hay quiénes se desvelan pensando cómo se podrían solucionar todos esos nuditos y molestias cotidianas que nos dificultan la vida. Y entonces escriben cartas y procuran hacerse oír con propuestas que en muchas ocasiones son apenas un asunto de sentido común que no ha encontrado un mejorista que goce de suficiente de poder para apadrinar la idea y convertirla en realidad.

A un mejorista se le debió ocurrir que hubiera baños en los que cupiera una silla de ruedas, a otro que debería haber números en Braile en los ascensores, a otro se le debió ocurrir diseñar unos quioscos para las ventas callejeras que ofrecieran comodidad a los vendedores y una estética uniforme y amable a los compradores.

Son mejoristas también quienes, cansados de ver sus productos sobreempacados en un mundo que se ahoga en basura innecesaria se inventaron el “plastic attack” para dejar en el carrito de compras todos los empaques redundantes; o los que con ingenio e imaginación escriben a la Real Academia Española solicitando la inclusión de una palabra que no existe; o los que se inventan un canguro para bebé que no maltrate y que sea fácil de quitar y de poner.

La lista es infinita y variada, pero los mejoristas son todos los hacedores cuya religión interior les impide pasar por encima de lo que no funciona sin tratar de hacer algo al respecto, por pequeño que sea, así se limite a trasladar la información necesaria para que otros intervengan. A ellos les debemos muchas de las cosas que hoy damos por descontadas y que cambiaron la vida para siempre, como el alcantarillado, o los andenes, o las maletas con ruedas, por mencionar solo una ínfima parte de la interminable sucesión de pequeñas mejoras que ha habido a lo largo de la historia de la humanidad.

Muchas de estas cosas tardan en llegar porque dependen de avances tecnológicos, o de materiales o máquinas que aún no existen. Otras, sin embargo, dependen solo de la voluntad colectiva de no andar con los ojos cerrados, sino abiertos para observar dónde y cómo las cosas pueden ser mejores, y la voluntad para no desviar la mirada y en cambio correr la rama donde alguien puede tropezar, escribir la carta que sugiere, repensar el proceso, contemplar soluciones o mover el obstáculo.

No es descabellado pensar que la existencia de una masa crítica de mejoristas podría darles el vuelco a muchas sociedades, solucionar una buena cantidad de problemas y encaminar a las ciudades, las regiones y los países en procesos de avance acelerados. Ojalá en muchos lugares se encuentre la forma de darles espacios de acción a estos compulsivos del mejoramiento, sin quienes estaríamos hoy privados de muchas de las disposiciones y elementos que facilitan la vida.

Adenda

¿Cuándo se le ocurrirá a un mejorista hacer en todas partes suficientes baños para que las mujeres no tengan que esperar en fila?

 

 

La soledad de las madres

27 febrero 2019

 

A comienzos de este mes una noticia resaltó dentro de la marea de acontecimientos que nos mantiene la cabeza azotada de eventos noticiosos. Una mujer se lanzó al vacío desde un puente con su hijo de diez años. Los dos perecieron.

Maritornes se esmera en sus escritos por apartarse de tremendismos, horrores, pesimismos y tonos catastróficos. Trató, mientras la procesaba, de eludir un poco la noticia, de no enterarse de los detalles. Eran demasiado dolorosos. Sin embargo, con el correr de los días, se armó de valor para mirar de frente la realidad de este hecho y para tratar de comprender.

La mujer, de 32 años, dejó escrito lo siguiente sobre su decisión: “Le fallé al ser que más amo en la vida, no tengo cómo sostener su estudio, no tengo cómo darle un plato caliente de comida, lo puse en peligro, cuánto lamento fallarte hijo, no tolero la idea de que alguien pueda lastimarte por mi culpa, prefiero irnos lejos y olvidarnos de este mundo, respirar se hace cada vez más difícil, amenazas, deudas, desamor, no puedo más”.

La maternidad, que en el mejor de los casos es un motivo de regocijo, ilusión y siembra llena de esperanza, puede, como en el caso de esta madre, ser también un camino de infinita soledad. A menudo en las sociedades contemporáneas se ha roto ese tejido tribal que antiguamente cuidaba y protegía a las madres, las rodeaba de apoyo, las sostenía como parte preciosa de un engranaje, de una constelación social.

Es inimaginable que en los días de la “civilización”, una madre pueda haberse sentido tan sola y tan acorralada que pensara que la decisión que tomó era su única opción. Y Maritornes se pregunta si en general estamos dándole a la maternidad el lugar que le corresponde, en el sentido de crear alrededor de las madres un entramado de soporte que procure prevenir esa sensación de soledad y aislamiento. Son innumerables los casos de madres cabeza de familia que salen a trabajar sin tener ni siquiera con quién dejar a sus hijos.

Mares de tinta sensiblera se han derramado sobre el papel de las madres, sobre la abnegación, la entrega, el amor más puro que existe, etcétera. Sin embargo, detrás de todas esas expresiones cursis hay una realidad y es que la maternidad es la vez un inmenso don que para muchas mujeres, por su soledad y por las presiones económicas, se convierte en un reto extremo inimaginable. Y no debería ser así.

El día a día de las madres, los recursos con los que cuentan, las redes de apoyo que tienen o de las que carecen, son puntos de partida importantes para evaluar el estado de una sociedad. En lo personal y menos “sociológico”, Maritornes quisiera pensar que todos podemos estar atentos a la necesidad de una madre. Y que si observamos su situación y prestamos apoyo, estamos haciendo una contribución silenciosa sobre un asunto muy cotidiano, pero de gran trascendencia. Todo lo que pueda hacerse para que una madre no se sienta sola, equivale a sembrar el alimento afectivo que más necesita una sociedad, porque de ahí se desprende, en buena medida, la salud mental de las generaciones futuras.

 

 

 

 

Confusión fundamental

20 febrero 2019

 

En un canal internacional, un conocido y adinerado clan familiar tiene un espacio dedicado exclusivamente a cubrir los detalles de sus vidas. En el formato de televisión de realidad, entre ellos susurran, para que todos los telespectadores oigan, sus rencillas, desacuerdos, decepciones, decisiones de compra y caprichos varios.

Puesto que el programa subsiste, podría suponerse que tienen una audiencia amplia. Y ello sería, en realidad, consecuente, con una confusión fundamental que como sociedad nos aqueja, y es que en tiempos de la Red, adquirir visibilidad a como dé lugar es considerado por muchos una virtud (la antítesis de la modestia, otrora considerada una virtud). Lo que se desprende de esta nueva “virtud” es que ahora se confunden el mérito con la notoriedad. Y se va en pos de la notoriedad las más de las veces sin tener en cuenta el mérito que pueda acompañarla o justificarla.

Uno de los pocos méritos que tal vez se les pueden reconocer a un sinnúmero de personajes conocidos y seguidos en las redes sociales es el de haber tenido el tesón, la perseverancia y la astucia para poner dichas redes a su servicio y así lograr la tan anhelada notoriedad (en seguidores y “me gusta”) sin los cuales pareciera que hoy nuestra existencia careciera de sustancia o importancia. Entretanto, también un sinnúmero de personas trabajan silenciosamente, de espaldas a las redes, en causas abnegadas, probas, esmeradas, constructivas y meritorias, o en pulir un talento que puedan dar a conocer con orgullo o con el cuál puedan hacer mejor o más grata la vida de los demás.

La confusión entre notoriedad y mérito no es menor, porque ha ido poniendo de cabeza los valores. Y debido a esa confusión, especialmente la gente joven siente que para su vida es más provechoso —y mucho más importante—, ser notado que obrar meritoriamente, aunque nadie lo note.

Se le ocurre a Maritornes que los medios podrían contribuir a restablecer un poco el equilibrio entre notoriedad y mérito si hicieran menos eco de bufonerías sinsentido que solo buscan sumar aplausos y likes a base de efímeras extravagancias y si, por el contrario, dedicaran una mayor parte de sus espacios a darle notoriedad a lo verdaderamente meritorio.

 

 

Daño colateral

13 de febrero 2019

 

Los daños que causa la corrupción son obvios, lo mismo que los ocasionados por la criminalidad y la delincuencia en general. Ambos contribuyen a una sensación de zozobra, a la desconfianza en el Estado, y a la dificultad para disfrutar de los espacios donde se lleva a cabo la vida de trabajo y de recreación.

Más allá de esas repercusiones obvias, intrínsecas a los dos fenómenos, ambos tienen un efecto pernicioso más hondo, e incluso más irreparable, sobre el tejido social, y sobre las perspectivas personales. Empieza a invadirnos una sensación de que la buena fe es una especie en vías de extinción. Empezamos a sospechar, por el contrario, que cunde la mala fe, y pronto nos estamos permitiendo generalizaciones desencantadas de toda la humanidad: “no hay político honesto”, “no se puede salir a la calle”, “todo hay que tenerlo firmado”, “de eso tan buen no dan tanto”, “quién sabe qué estará buscando”, etcétera.

Cualquiera es vulnerable a esa percepción de que ya queda tan poca gente honesta que es necesario implementar un sistema de valores que parta de una distópica sospecha sobre todo. Evidentemente, la cautela es conveniente —y la excesiva ingenuidad tiene sus propios problemas— pero la cautela no tiene por qué impedir vivir con la convicción de que, en general, hay mucha gente en quien se puede confiar.

Existen muchas formas de resistencia, y una —necesaria y provechosa en lo personal y en lo social— es negarnos a suponer que todo el mundo opera por motivos ulteriores, interesados o francamente espurios. Es un equivalente a extender filosóficamente la sana presunción de inocencia que debería por cierto respetarse mucho más en nuestro sistema judicial y en el periodismo que a menudo se regodean en presentar “culpables” que no han sido aún enjuiciados.

Sucumbir en el lodo en el que quieren sumergirnos ladronzuelos, avivatos, malaleches y criminales de todo cuño es, sin darnos cuenta, hacerles el juego. Más bien, Maritornes quiere proponerse abrir bien los ojos para grabar en su retina los rostros y las acciones de un círculo, relativamente amplio, de personas de buena fue que la rodean, ampliar ese círculo, fortalecerlo, apreciarlo, agradecerlo, y por ese camino, quizás, parecerse un poco más a la proverbial vela que disipa la oscuridad.

Gentes que actúan de buena fe pero que extienden la noción de que no vale la pena serlo, de que los malhechores están ganando la partida, son gentes que sin quererlo atizan el efecto Pigmalión en virtud del cual, por así creerlo, seremos cada día menos confiables. Por el contrario, a Maritornes se le ocurre que es necesario insistir tercamente en no dejarse arrastrar, por los pies, hacia el fondo del pozo que constituye malpensar de todo y de todos. Quizás, quizás, muchas golondrinas sí hacen un verano.

 

 

Categorías inservibles

6 de febrero 2019

 

En estos días Maritornes pescó en la radio un análisis sobre las muertes de líderes sociales a manos de asesinos. El debate se centraba en la confiabilidad de las cifras dado que no era tan fácil definir qué es un “líder social”.  Por otra parte, de tanto en tanto la prensa cubre los asesinatos de mujeres —los feminicidios—, y ocasionalmente, también, pone el foco sobre las cifras de muertes de personas que agrupa en la categoría LGBTI.

Parecería a primera vista conveniente llevar estadísticas sobre estos fenómenos, ponerlos en casillas que faciliten identificar a los victimarios y encontrar las causas —y en consecuencia los remedios—. Sin embargo, la clasificación en categorías crea un velado efecto perverso. Nos lleva a pensar en lo que hacían las personas asesinadas, en sus preferencias, en su situación de vida, pero no de manera personalizada que nos sensibilice a su ausencia, sino en unas categorías globales que enmascaran la verdadera tragedia que es que haya muerto violenta y prematuramente una persona. Una persona. De esa persona debe importarnos qué le gustaba, si tenía hijos, por qué luchó, cuál era en particular su situación de vida, y curiosamente, lo que menos debería importarnos es a cuál categoría pertenecía. Anteponer una clasificación, un calificativo, le da importancia a una categoría, de dudosas fronteras, cuya relevancia es cuestionable, y al hacerlo nos separa del fenómeno verdaderamente importante que es la violencia en todas sus formas, contra quien sea.

La reiteración de la categoría desdibuja el dolor y pareciera, de cierto modo, afirmar que la importancia de esas muertes radica en que se trate de personas que pertenecen a uno u otro grupo, como si en el fondo debieran impactarnos y conmovernos más unas muertes que otras. La realidad es que todas las muertes violentas debieran alarmarnos. Todas y cada una constituyen una tragedia y un fracaso.

Si mueren violentamente integrantes de la guerrilla es porque algo falló en nuestros sistemas, porque esas personas no encontraron oportunidades dignas, o porque no recibieron de su familia o de la sociedad los valores, el respaldo o la protección que les permitiera transitar otro camino. Lo mismo cuando se trata de otros delincuentes y lo mismo cuando se trata de soldados y lo mismo cuando se trata de mujeres y de promotores de los derechos humanos, o de políticos, o de secuestrados, o de transeúntes desprevenidos, y así sucesivamente. O al menos ese es el sentir de una pacifista a quien le parece igualmente obsceno que mueran soldados en la guerra, que se envíen muchachos en la flor de la vida a las fauces de una muerte violenta o que mueran y sufran la violencia personas en cualquier camino de vida, de cualquier orientación sexual, de cualquier posición política. Simple y sencillamente no deberíamos matarnos, y cuando nos matamos, no deberíamos darle importancia a ningún rótulo que pueda aprovecharse políticamente sino al hecho muy lamentable de que aún estamos muy lejos de curarnos de las distintas violencias que nos aquejan.

 

 

Primum non nocere

30 de enero 2019

 

La conversación es cada vez más frecuente. En esencia, y con las variaciones correspondientes a cada relato, la charla versa sobre la decepción de los pacientes con el cuidado que reciben de los médicos.

Los médicos no son, desde luego, ni más ni menos infalibles que el resto de los mortales. Un médico comprometido, bien preparado y con las mejores intenciones puede cometer, de buena fe, un error, o encontrar en materia de salud de alguno de sus pacientes un enigma imposible o un deterioro que se sale de sus manos.

Lo que es imperdonable es la ligereza, por cuanto de esas ligerezas puede depender la vida. Lastimosamente, cunde la superficialidad a la hora de recetar y tratar, agravada por un exceso de especialización que lleva a los médicos a considerar el sistema en el cuál son especialistas mientras hacen caso omiso de los demás, y de la interacción entre todos. El cardiólogo receta para las arritmias una medicación que está contraindicada en casos de várices, sin haber examinado o sin haberle siquiera preguntado a la paciente que, en efecto, padece de várices. Para un dolor articular menor, el médico receta antiinflamatorios que pueden ocasionar daño renal, a un paciente que tiene un solo riñón, circunstancia que el interrogatorio del médico no dio pie para revelar.

El problema no es tanto que, en algunos casos, médicos ligeros y deficientes, faltos de interés, puedan incurrir en estos errores. Lo que parece estar ocurriendo es que se trata de una serie de prácticas generalizadas que prosperan y reciben estímulo del sistema, de la formación académica y de la manera como en general se considera aceptable y legítimo ejercer la medicina, al menos por parte del establecimiento médico, no de los pacientes, cada vez más recelosos.

Y es por ello que tantos pacientes se aproximan a los médicos y a los hospitales con resquemor, incluso con miedo. Algunos enfermos optan por automedicarse (en modo alguno una práctica deseable) y otros tantos recurren a terapias alternativas que, sin tener necesariamente bases científicas, parecen ofrecer un oído mucho más atento y un enfoque más integrador de todos los aspectos que en el ser humano pueden repercutir en la salud. En esa búsqueda de un médico que los escuche de verdad y que les ofrezca esperanzas de curación y no solo del manejo de los síntomas, muchas personas caen en manos de curanderos y oportunistas.

Hay sin duda apóstoles de la medicina, médicos bondadosos y competentes que no descansan en la búsqueda de una verdadera cura para sus pacientes, pero, tristemente, esa no es la regla general; con notorias excepciones la medicina se ha vuelto una práctica mercantil, rutinaria y en el peor de los casos francamente descuidada. Se pregunta Maritornes hasta qué punto esta tendencia es debidamente considerada, analizada y cuestionada en las facultades de medicina, porque mientras estas sigan graduando más administradores y mercaderes de la salud que científicos y “médicos de cuerpos y almas”, hay pocas probabilidades de que se restablezca en un futuro cercano la confianza de los pacientes en sus médicos.

 

 

Thank you, Mary

23 de enero 2019

 

Gracias. Pocas veces, piensa Maritornes, se siente la necesidad de pronunciar esa palabra desde el fondo del corazón, auténticamente sentida y, sobre todo, dirigida a un artista. En este caso se trata de una poeta estadounidense que falleció a los 83 años el 17 de enero.

Mary Oliver cantó, como han hecho muchos poetas y ensayistas norteamericanos —Walt Whitman, Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson, por mencionar solo algunos—, a la naturaleza. A pesar de los cuestionamientos de algunos críticos, persistió en la simplicidad de su lenguaje, y en la búsqueda de un discurrir esperanzador para sus versos y un final luminoso, todo alrededor de una observación minuciosa y adoradora de la naturaleza que la rodeaba.

En 1984 le fue concedido el Premio Pulitzer por American Primitive, “una distinguida colección de versos originales escritos por una autora estadounidense”. En 1992 ganó el National Book Award por el libro New and Selected Poems. Fue una poeta de sus lectores, más que de los críticos. Tenía una convicción arraigada en que la poesía no tenía que ser compleja, o hermética o vanguardista para expresar algo que valiera la pena. Y eso bastó para que los críticos subieran una ceja y debieran explicarse a sí mismos cuando declaraban el gusto por su poesía. Un artículo de la revista The New Yorker (Ruth Franklin, 20 de noviembre 2017) tenía un título muy diciente: “What Mary Oliver’s Critics Don’t Understand”, o “Lo que no entienden los críticos de Mary Oliver”). En el artículo ella recorre primero, someramente, las palabras de los detractores de Oliver, de quienes volcaron en ella la ironía demoledora con la que muchos críticos echan de un bramido a los artistas al desván de los cursis, un desván del que difícilmente lograrán salir.

Sin embargo, los versos de Oliver soplaron con suavidad pero con persistencia contra la cortina invisible que separa en arte lo que se vale y lo que no. Del otro lado de esa cortina invisible la esperaban con los brazos abiertos y el corazón sintonizado miles de lectores en busca de una poesía que se dejara leer.

Maritornes hoy le dice gracias a Oliver por entregar una poesía que estaba con sus lectores, y no en contra de ellos. También hay poesía que no está ni en contra ni a favor de nadie. Y desde luego hay artistas que solo están a favor de sí mismos y otros, que como Mary, se empequeñecen, se diluyen como el atardecer, para dejar que brille ese intangible que persigue el arte y que, como la luna llena, nos dice algo que no sabemos poner en palabras.

A pesar de sus dolores, de su infancia llena de traumas, maltratos y soledad, ella supo poner todo en palabras a las cuáles es posible regresar una y otra vez con la certeza de que, aunque exploren el lado oscuro de la vida, nunca blandirán un cuchillo. Por el contrario, siempre serán una ventana por dónde asomarse hacia arriba.

Thank you, Mary!

 

Microantología de los poemas de Mary Oliver

 

 

Breakage

 

I go down to the edge of the sea.

How everything shines in the morning light!

The cusp of the whelk,

the broken cupboard of the clam,

the opened, blue mussels,

moon snails, pale pink and barnacle scarred —

and nothing at all whole or shut, but tattered, split,

dropped by the gulls onto the gray rocks and all the moisture gone.

It’s like a schoolhouse

of little words,

thousands of words.

First you figure out what each one means by itself,

the jingle, the periwinkle, the scallop

       full of moonlight.

Then you begin, slowly, to read the whole story.

 

 

Wild Geese

 

You do not have to be good.
You do not have to walk on your knees
for a hundred miles through the desert, repenting.
You only have to let the soft animal of your body
love what it loves.
Tell me about despair, yours, and I will tell you mine.
Meanwhile the world goes on.
Meanwhile the sun and the clear pebbles of the rain
are moving across the landscapes,
over the prairies and the deep trees,
the mountains and the rivers.
Meanwhile the wild geese, high in the clean blue air,
are heading home again.
Whoever you are, no matter how lonely,
the world offers itself to your imagination,
calls to you like the wild geese, harsh and exciting —
over and over announcing your place
in the family of things.
 

 

 

The Journey

One day you finally knew
what you had to do, and began,
though the voices around you
kept shouting
their bad advice —
though the whole house
began to tremble
and you felt the old tug
at your ankles.
«Mend my life!»
each voice cried.
But you didn’t stop.
You knew what you had to do,
though the wind pried
with its stiff fingers
at the very foundations,
though their melancholy
was terrible.
It was already late
enough, and a wild night,
and the road full of fallen
branches and stones.
But little by little,
as you left their voices behind,
the stars began to burn
through the sheets of clouds,
and there was a new voice
which you slowly
recognized as your own,
that kept you company
as you strode deeper and deeper
into the world,
determined to do
the only thing you could do —
determined to save
the only life you could save.

 

 

 

 

Los rabiosos

16 de enero 2019

 

Hay rabias de rabias. Hay también indignaciones. Maritornes busca dar una mirada al fenómeno de la rabia para tratar de encontrar la diferencia entre una indignación justa y las rabias arrasadoras y autodestructivas que parecieran hoy omnipresentes. Quizás hubo en tiempos pasados otros caudales de rabia no documentados ampliamente, y también es cierto que siempre que haya una injusticia debe producirnos suficiente indignación para luchar contra ella. Desde luego que existen indignaciones benéficas que nos llevan a querer remediar el mal que les ocurre a los demás y que son movilizadoras de importantes conquistas y avances, pero las rabias que parecen estar por todas partes en nuestro mundo contemporáneo tienden a ser más originadas en una serie de reclamos por todo lo que aún no nos ha sido concedido en general a nosotros mismos, aún en medio, muchas veces, de grupos que ostentan grandes privilegios y a los que mucho les ha sido concedido, cuando comparamos con otros tiempos y lugares.

Podría pensarse que la rabia destructiva, esa que se va lanza en ristre contra el primer objeto cercano en los afectos es una fuerza primitiva que rara vez es justificada o sirve para sembrar o construir. Los hijos tienen una rabia enconada contra padres que obraron de buena fe y dieron amor de la mejor manera que conocían. Los jóvenes en ciertos segmentos tienen rabia contra el sistema; los alumnos tienen rabia con los profesores, los ateos contra los religiosos, los religiosos contra los ateos, los de izquierda con los de derecha, los de derecha con los de izquierda, los homosexuales contra los heterosexuales, y viceversa. Los hermanos contra los hermanos porque sí y porque no y porque mucho, demasiado o poco. Cunde la rabia. Hace curso una actitud rabiosa en tiempos en que las conquistas sociales son amplias y habrían sido impensables hace un siglo

El problema con toda esta rabia es que esconde detrás de su polvareda otras causas de apremiante indignación y que son las que deberían, o pueden, motivarnos más a la acción. Podríamos indignarnos y actuar, por ejemplo, para que los impuestos dejen de aumentar mientras que los funcionarios públicos se roban en cuantiosísimas sumas el dinero que los contribuyentes han ganado con el sudor de su frente. O podría motivarnos a la acción que la justicia y los sistemas de cuidado social no actúen con la prontitud necesaria para proteger a los niños de depredadores y depravados; o que la mayoría miremos para otro lado mientras que esto ocurre; o que un grupo guerrillero haga estallar cada corto tiempo un oleoducto y llene así los ríos de veneno; o que por causa de una calle que no ha sido reparada una niña de 11 años muera en un accidente de moto; o que aún exista la ablación femenina, o que en Afganistán las viudas no puedan trabajar y reciban patadas mientras piden dinero en las calles. Una plétora de injusticias merece nuestra indignación y nuestra acción, pero lo que a Maritornes le llama la atención es que a la par que estas injusticias carecen a veces de voceros, hay un gran número de personas sofocadas por rabias menudas, circulares, conducentes a ningún lado, rencorosas, y originadas en una incapacidad para reconocer la montaña de bondades al lado de la cual el rabioso elige centrarse en la piedra, y lanzarla a cuantos se atraviesen en su camino.

La rabia es un perro que se persigue la cola, es la generación del yo en su máxima expresión. Nuestros jóvenes no ganan con ella. Los conduce a un callejón sin salida. Por ellos tal vez los que ya hemos recorrido un camino debemos marcar una ruta hacia un actuar libre a favor de causas justas y constructivas, sin el lastre de la rabia.

 

 

 

 

El tejido

9 de enero 2019

 

De una madeja armar un ovillo, desenredando nudos y buscando la continuidad de la lana para evitar mayores enredos. Del ovillo montar los puntos, y contar y volver a contar y desbaratar si quedaron torcidos, o muy apretados. Después empezar a contar para el resorte, cuatro derechos, dos reveses.

Maritornes aprendió a tejer cuando estaba muy pequeña, y sin embargo el movimiento de las agujas le resulta familiar. Es un viejo recuerdo que no se ha ido. Va entrando suavemente en la conocida hipnosis de ver crecer el tejido punto por punto, de deslizar la lana de una aguja a la otra. Es un vaivén adictivo y primordial, el clac clac de las agujas.

Mientras retoma este noble oficio de fabricar una prenda que abrigue piensa en las ovejas, en el principio del proceso, y algo la traslada y la une con las miles de manos que han tejido para un bebé, para un niño, para un anciano, en miles de lugares con innumerables técnicas diferentes. Y se pone a pensar en la nobleza de crear con las manos algo cuyo arco de principio a fin podamos trazar al menos en nuestra imaginación, un arco casi tangible entre el trigo y el pan, la oveja y la lana, el árbol y el cuenco, la arcilla y el vaso para las flores, la huerta y la ensalada.

Regresa a sus siete años y, asombrada de recordar aún la mayoría de los detalles del tejido, se pregunta por qué se enseñan pocos oficios en las escuelas. No se refiere a los oficios como aficiones extracurriculares sino al uso de las manos para crear directamente como parte de una formación esencial, de un currículo para la vida.

Hacer, pulir, sembrar, enlazar y dar forma nos conectan con un ritmo de la vida que hoy en día suele sernos esquivo. Nos devuelve a la sanadora necesidad de entregarnos a un ritmo pausado, de visitar el lado anverso del frenesí que nos lleva de narices de tumbo en tumbo entre un algo urgente y otro aún más apremiante.

Fabricar con las manos desde materias primas tan conectadas con la tierra nos hace humildes, nos enseña que la levadura tiene sus horas, así como la primavera, y así como hilera tras paciente hilera se va tejiendo la colcha. El día no apresura nunca a la noche ni el mar les pide a las conchas que se organicen de manera más eficiente.

Además de la pausa y mesura, del espacio para la charla que propician estas actividades manuales, su riqueza táctil nos une con ese algo tangible que nos hace sentir parte de un mundo aún cimentado en la bondad y destreza de nuestras manos. El tejido espera, porque tampoco la apremia, pero algo en ella anhela regresar cuanto antes a ese lugar de paz que se crea cuando sus manos silenciosas entran en la cadencia de ir creando, poco a poco, un objeto útil o bello.

¿Cómo sería si en todas las escuelas niños y niñas tejieran, vieran cómo crece la masa para el pan, regaran las coles, o trabajaran con arcilla? Algo se nos ha perdido cuando nuestras manos ya no se untan de nada, cuando lo máximo que debemos esperar es a que cambie el semáforo o a que abra la página de Internet. En la lentitud de las cosas simples la vida esconde muchas de sus grandes lecciones.

 

 

 

 

2019

2 de enero 2019

 

Este fin de año a Maritornes la asaltó la duda de si escribir sobre el año que termina y el que comienza es un cliché, otro saludo a la bandera a inicios y fines ficticios ligados al calendario pero no a variaciones reales. Empero, se puso a pensar que ya sea impuesta por la costumbre, o por mudanzas tangibles y verdaderas, la tradición de evaluar, cerrar y empezar al unísono con el cambio del calendario, puede ser una buena oportunidad para repensar algunas cosas. Arrastrada, entonces, o entregada voluntariamente a la corriente evaluadora y soñadora de estos días, se puso a pensar en una forma de marcar el fin del 2018 y el inicio del 2019.

Así pues que revisó lo escrito el año pasado por estas mismas fechas y consideró que, con ligeras revisiones, lo que había plasmado aún tiene validez, y quiso ponerlo de nuevo en primera fila de su conciencia, para no olvidarlo. Los siguientes fueron sus pensamientos del año pasado, que quiere trasladar al 2019.

A menudo lo que nos proponemos en Año Nuevo es una reescritura del propósito en el que fallamos el año anterior. Lo agregamos otra vez a la lista para arrastrarlo o empujarlo de nuevo año arriba todos los años, como sísifos condenados a repetir eternamente el ascenso con la carga, apenas para volver a rodar hasta el fondo de la sima. Maritornes quiso, por esa razón, confeccionar una lista ligeramente diferente, con menos probabilidades de fracaso, pero además universal, una lista que le sirviera como una especie de decálogo de vida, válida para todos los años. Las siguientes son, pues, sus metas para el 2019, que fueron las mismas del 2018.

  1. Confiar en que no es necesario hacerse propósitos de Año Nuevo porque lo que nos conviene se puede empezar en cualquier momento del año.
  2. Entender que si un propósito fracasa todos los años es porque o es imposible, o está mal formulado, o porque crearlo como propósito de Año Nuevo no sirve para nada.
  3. Concebir un nuevo año no como un capataz severo que nos exigirá el cumplimiento de una serie de tareas sino como la flor que se abre y cuya única función es coquetearnos para que salgamos al jardín a contemplarla.
  4. Contemplar el 2019 como la flor que se abre, como el amanecer que nos invita, como el bosque que nos susurra, como el silencio que nos habla, como una sucesión de cielos irremplazables tal como son —aspectos de mucha mayor transcendencia que esos actos de disciplina que nos parece debemos proponernos—.
  5. Embarcarse solo en lo que produce alegría genuina, o al menos una gran paz. Se propone no batallar a dentelladas contra nada y solo ir hacia donde la arrastre una corriente apacible.
  6. Entender que soltar puede ser más difícil que agarrar, y muchas veces infinitamente más sabio.
  7. Reiterar y renovar su convicción de que la vida es pródiga y de que en ocasiones es más provechoso pedir y soñar que proponerse. Considerar que lo pedido y lo soñado son a menudo palancas mucho más poderosas que los propósitos porque obtienen su poder directamente de esa dadivosa dependencia del universo que otorga a manos llenas al que sabe confiar.
  8. Recordar que ningún propósito vale la pena si nos hace perder la fe en algo que nos es fundamental.
  9. Erigir la alegría como estandarte y signo indiscutible del camino correcto.
  10. Mirar la vida con curiosidad, asombro y gratitud.

 

 

 

 

Causas nobles… y urgentes

26 de diciembre 2018

 

Ella es una mujer de 25 años. Su rostro solemne está enmarcado en una lustrosa y abundante cabellera negra. Habla con pausa y sus grandes ojos, negros y profundos, dan asomo a un inmenso dolor propio al que le cabe además el dolor de muchas otras personas. Él es un médico ginecólogo de 63 años, de rostro bondadoso, que también se expresa con la ponderación del que ha visto muchas cosas que no quisiera haber visto, pero que tiene la certidumbre de su misión. Son, respectivamente, Nadia Murad Basee Taha y Denis Mukwege, ganadores del Premio Nobel de Paz del 2018.

De no haber sido porque pescó la noticia al vuelo en un noticiero, quizás este premio en particular le hubiera pasado inadvertido en medio de los preparativos para celebrar la Navidad y el fin de año. Se encontró, por azar, con sus palabras profundas y sus expresiones atentas en una entrevista de la BBC, en el programa HARDtalk.

Según la página oficial, el Premio Nobel de Paz les fue concedido “por sus esfuerzos para erradicar el uso de la violencia sexual como arma de guerra y conflictos armados. Ambos laureados han hecho un aporte crucial para que se les preste atención a estos crímenes, y para que sean combatidos. Él ha dedicado su vida a defender a las víctimas de estos hechos atroces. Ella es la testigo que relata los abusos perpetrados en su contra y en contra de otros. Cada uno de ellos, a su manera, ha contribuido a darle mayor visibilidad a la violencia sexual de guerra, de modo que los perpetradores lleguen a rendir cuentas por sus acciones”.

Lo anterior no describe adecuadamente el horror. Hay que oírlos en entrevista para comprender de qué se está hablando en estos casos. Ambos se refieren, él desde su punto de vista de cirujano y ella desde el punto de vista de víctima, a violaciones deliberadamente violentas y desgarradoras, muchas veces culminadas con disparos en los genitales, como estrategias concertadas para exterminar etnias o grupos a base de volver infértiles a sus mujeres y de socavar la dignidad de todo un pueblo.

La página de Wikipedia dice que Mukwege es quizás el mayor experto del mundo en reparar el daño físico interno causado por la violación en grupo. Dice que ha tratado a miles de mujeres desde la guerra de 1998 en el Congo, algunas de ellas más de una vez, y que durante sus habituales 18 horas de trabajo ha realizado hasta 10 cirugías al día. Murad fue secuestrada por ISIS y en manos de este grupo padeció violaciones continuas, hasta que logró escapar. Su tristeza, aparte del trauma que ha sufrido, dice ella, es cuánto le ha tocado luchar para ser escuchada, y el hecho de que la pesadilla es real, presente y continuada para miles de mujeres.

Por horrendo que todo esto sea, puede haber cierto consuelo en que nos duele es porque lo conocemos, y que lo conocemos porque estas maldades del ser humano antes quedaban ocultas o pasaban inadvertidas. Tal vez el hecho de que nos enteremos de tantos horrores marca el comienzo de una depuración, un sacar a la luz para trazar con firmeza un límite más severo a lo absolutamente intolerable.

Lo que en ciertos lugares y contextos algunos hombres hacen en contra de las mujeres es abominable y debe ser detenido a toda costa, y castigado no solo en lugares que se nos antojan remotos y bárbaros. Es necesario que abramos los ojos para que no lo toleremos ni allá, ni acá.

Es motivo de esperanza que un médico —un hombre— se haya constituido en vocero de la lucha contra esta atrocidad, en la que el sufrimiento es infligido específicamente a las mujeres. Es causa de esperanza que esta dupla de laureados nos muestre su valentía y nos recuerde que de cualquier forma posible también los demás, desde nuestra vida cotidiana, o como sea posible, debemos estar atentos a que se haga justicia. Es causa de esperanza que existan premios que logren darles visibilidad a causas no solo nobles sino urgentes.

 

 

 

 

Virtudes de un padre

19 de diciembre 2018

 

“Que no se nos mueran en diciembre”, suele decir su amada B. Maritornes no entendía muy bien de qué se trataba la preocupación con la fecha de la muerte, hasta que experimentó de primera mano lo que significa perder un ser querido en este mes de emociones en revuelo, en donde las nostalgias se arremolinan por los aires junto con las alegrías, en que el pasado, el presente y el futuro azotan el corazón por igual en medio de la búsqueda espiritual del significado de la Navidad.

Cada 22 de diciembre, pues, comprende lo que B quiso decir. Por fortuna, como es época de exaltar las virtudes, asimismo en cada aniversario (este es el cuarto) puede contemplar —en medio de una temporada que nos torna fácilmente lábiles—, esas virtudes que tuvo su padre, y que siempre será bueno recordar para tratar de asumirlas como propias, en beneficio de sí misma y de quienes la rodean.

፠ Tenía una inteligencia clara (como son todas las inteligencias superiores) que no se enredaba, ni se dejaba enredar en argumentos falaces.

፠ Demostraba su ternura con gestos físicos sutiles y respetuosos.

፠ Nunca se expresaba de forma descalificadora, adjetivada ni insultante sobre los demás.

፠ Concebía la vida como un juego lleno de acertijos por resolver.

፠ No hacía distingos de clases sociales en su trato con las personas.

፠ Tenía una gran compasión que lo llevaba a tender la mano a cualquier costo para  aliviar las penas y las necesidades del prójimo.

፠ Enseñaba gustosamente todo lo que sabía, y sabía mucho gracias a su apetito voraz por la lectura y a su buena memoria.

 ፠ Nunca dijo una palabra soez.

፠ Tuvo en la segunda parte de su vida una fe en Dios a prueba de todo.

፠ Vivía los reveses de la vida, por duros que fueran, con pragmatismo y sin actitudes dramáticas ni sentimentales.

፠ No mostraba autocompasión alguna.

፠ Confiaba plenamente en sus seres queridos y en general, confiaba de las intenciones de los demás.

፠ Era optimista sobre el futuro.

፠ Era selecto y erudito en gustos musicales y escuchaba la música con reverencia y emoción silenciosa.

፠ Tenía un sentido del humor puntual, mordaz y certero, y muchas veces travieso.

፠ Era un excelente escucha y un gran consejero.

፠ No pareció nunca albergar un rencor ni referirse con dolor a los hechos del pasado.

፠ Era respetuoso a ultranza de la veracidad, de la libertad y de las opiniones ajenas.

፠ En todas sus transacciones buscaba siempre beneficiar a la contraparte.

፠ No contrajo deudas. En su código de vida no cabía la noción de estar endeudado.

፠ Fue ecléctico en sus intereses, lecturas y aficiones, sin presumir de sus conocimientos.

፠ Por encima de todo, fue bondadoso, apacible, libre de iras, y vivió convencido de que cualquier desenlace, de algún modo, sería para bien.

Y para bien todo será, por más que a veces la mirada se nos ofusque y el corazón se nos arrugue cuando miramos la fuerza amenazante y desbocada de los torbellinos que nos circundan. Todo, aunque no sepamos cuándo, un día se resolverá en una eterna navidad de concordia. Su padre vivió entregado al sereno y natural fluir de la confianza, y por eso se fue tranquilo al lugar en donde florece a perpetuidad la confianza, en todas sus versiones felices.

 

 

La gruta

12 diciembre 2018

 

Cruje el celofán, se apresuran los compradores, se planean los menús y las dinámicas de los regalos. Los sistemas de amplificación reproducen, ubicua, la voz infantil que año tras año y con su timbre habitual interpreta las melodías conocidas (¿en su país no se produce música de Navidad nueva de vez en cuando?). Los ángeles regordetes, los moños y los papeles de seda rojos y verdes son omnipresentes, y ya la escarcha sintética se adhiere sin remedio a la ropa y al espíritu.

Listas de regalos, cuántos, de qué presupuesto, anchetas, a quién se nos está olvidando hacerle una atención en esta época marcada por el deseo de elevarnos un poco por encima de nuestros posibles egoísmos para compartir lo que tenemos; pavos, mermeladas y perniles; galletitas, pasteles y dulces; todo va contribuyendo —sin que tenga en sí mismo nada de malo—, a un hostigamiento, a un empacho de luces y sonidos, y todo suma a la contrarreloj para lograr cumplir con los festejos navideños.

Muy lejos del espíritu y de la geografía, bajo un cielo de estrellas, una gruta guarda el silencio que añoramos sin poder recuperarlo porque una dinámica nos ha tomado la delantera y no sabemos cómo desviarla, atenuarla o detenerla. Aun así, en un paraje rural, en una cueva sin adornos, una pareja primeriza espera, en la quietud de un mundo suspendido, el momento de ese acontecimiento cotidiano, humano, común si se quiere, y a la vez sublime, siempre nuevo, eterno, y en este caso precedido por siglos de expectativa de unos corazones que aguardan la llegada de aquél que por fin le señale a la raza humana un camino hacia el amor y la sensatez.

Ocurrirá —ocurrió—, en una gruta intemporal, en una gruta real y metafórica, en una noche de silencio de esas que hoy resultan tan escasas. O quizás es Maritornes quien ha olvidado cómo fabricar el silencio. Mientras tanto, sigue buscando la gruta y para eso se ayuda del Weihnachtsoratorium de Bach o, claro está, del Mesías de Handel, porque el silencio no siempre es algo literal. Cuando se trata de la Navidad el silencio es todo aquello que se contrapone al cascarón de los gestos vacíos, al cumplimiento de rituales contemporáneos potenciados por la compraventa y que navegan en aguas turbulentas lejanas por completo de la apacible y encumbrada intención inicial.

“For unto us a child is born…” La imagen de la gruta viene al rescate y es como un mantra visual que le ayuda a habitar en el aspecto menos frívolo de la temporada. Visualizar ese lugar físico, imaginar qué se siente en su interior, y la contribución de dos grandes compositores tal vez empiece a acercarla a una Navidad sosegada, aunque todavía no sepa cómo bajarse del carrusel imparable que entre todos hemos inventado.      Es posible que para un sinnúmero de personas ese carrusel sea el principio y el fin de la Navidad, su alegría y su gozo, la sensación que esperan todo el año. Empero, por doquier se escucha a la gente suspirar con nostalgia por unas navidades más tranquilas, que ya ni siquiera recuerdan. A veces olvidamos que es a la silenciosa gruta —donde en medio de un reverente silencio despunta la posibilidad del amor—, a donde podemos acudir en busca de lo que se nos ha perdido.

 

 

 

 

No es que no queramos

5 diciembre 2018

 

Una escena: un ciudadano cualquiera busca la forma de estacionar su vehículo al borde del andén. Nota la señal vertical, redonda, clavada sobre la acera, rojo sobre blanco, con la P tachada de “Prohibido Estacionar”. Retrocede un poco para no quedar justo al lado de la señal, y luego se pregunta hasta dónde deberá retroceder o adelantarse en relación con la señal para estar por fuera de la prohibición. Sobre la calle no hay nada que demarque los límites de la zona de prohibido estacionar, ni indique dónde está permitido hacerlo.

Otra escena: una persona decide elaborar su propia declaración de renta. Se adentra en el tema y termina consultando una serie de leyes y decretos indescifrables por causa del lenguaje especializado, la abrumadora extensión y una gramática impenetrable. Presa del temor de incurrir en un incumplimiento que pueda acarrearle multas, concluye que lo mejor es contratar un contador que elabore la declaración.

Aun otra: Un grupo de ciudadanos se reúne a esperar el bus al pie de la señal que dice, “Prohibido dejar y recoger pasajeros”. No se trata, como podría concluirse a simple vista, de gente corta de entendederas o empeñada en incumplir la ley de la manera más absurda. No. Resulta que en cinco o seis cuadras no existe aviso alguno que diga “Parada de bus”, de modo que la señal que prohíbe se convierte en el único punto de referencia, donde entonces el bus se detendrá a recoger a los pasajeros que esperan.

Una más: Una persona cualquiera se detiene con un vaso de poliestireno frente a tres canecas colocadas, se supone, específicamente para el reciclaje. “Ordinarios”, dice una de ellas. “Papel, cartón y plástico”, dice la otra. El ciudadano bienintencionado escudriña las descripciones para tratar de decidir en dónde va el vasito de poliestireno, o el papel plástico engrasado del que también debe deshacerse. Se asoma un poco para ver el interior de las canecas y nota que en las tres hay de todo. Como las instrucciones no son lo suficientemente claras, otros han fracasado en el intento de hacerlo bien.

Otra: Un conductor se propone respetar los límites de velocidad. Transita por un trayecto en el que el límite anunciado es de 100 kilómetros por hora. De repente se topa con una zona escolar en donde el límite baja abruptamente a 30 kilómetros por hora, restricción de la cual no es liberado claramente porque no aparece ninguna señal que ponga fin a la zona de 30 kilómetros por hora. Después de recorrer unos tres kilómetros se encuentra con otra que dice 80 kilómetros por hora, pero tampoco es claro en dónde termina, y así ad nauseam hasta que el confundido conductor decide hacer caso omiso por completo de todas las señales relacionadas con la velocidad.

Una última: Alguien, seguramente con muy buenas intenciones, ha mandado pintar una cebra en un lugar por dónde frecuentemente deben cruzar los peatones. Es una vía de alta velocidad. Algunos conductores paran, otros frenan en seco, pero la mayoría siguen de largo a menos que arriesguen materialmente arrollar al atrevido peatón que está cruzando por la cebra. Los conductores nunca tuvieron a tiempo información que anunciara un cruce peatonal prioritario, ni los peatones cuentan con un semáforo que puedan accionar para que los conductores sepan, con claridad, que deben detenerse.

Suficiente ilustración para decir que más gente de la que pensamos quiere, en verdad y de corazón, hacer las cosas bien pero se encuentra con demasiada frecuencia con que es más difícil —porque la información es inaccesible, nula, escasa o enrevesada— hacerlas bien que mirar para otro lado y olvidarse de la buena intención inicial. Existen ejemplos infinitos de esta triste paradoja: las buenas intenciones muchas veces van a morir contra las rocas de unos sistemas y unos diseños que no solo no siempre premian el buen comportamiento, sino que a menudo se empeñan en hacerlo casi imposible. Tal vez para quienes tienen la oportunidad de incidir en el comportamiento ciudadano sería más pertinente preguntarse no tanto cómo sancionar el mal comportamiento y el incumplimiento de las leyes, sino más bien cómo lograr que sea fácil hacer las cosas bien.

 

 

Encuentros. El Camino. Cinco

28 de noviembre 2018

 

Santo Domingo de la Calzada. Son las 4 de la tarde y varios extenuados y sudorosos peregrinos ocupan las mesas que bordean la estrecha calle, frente a un bar. Algunos de ellos inician una conversación, que entre los que andan por el Camino de Santiago a menudo incluye información sobre por qué cada uno decidió recorrer la ruta. Un alemán grandote y locuaz oculta parcialmente a un peregrino que permanece silencioso en un asiento algo retirado. I, uno de los peregrinos, invita al tímido comensal a que se acerque y participe de la conversación. W, de Bélgica, cuenta al grupo que él está haciendo el Camino “por” la salud de un niño que está enfermo de cáncer y que, a sus catorce años, no se quiere morir y lucha denodadamente por la vida.

La conversación continúa entre cervezas y tapas. W cuenta que está jubilado, que siempre ha trabajado con niños y que ahora es voluntario en una fundación que acoge niños enfermos. I saca discretamente un billete y se lo pasa. W primero se turba y lo rechaza, pero cuando I le aclara que es un aporte para los niños de la fundación, W se toma la cara entre las manos y se esfuerza por contener el llanto que se agolpa en sus ojos intensamente azules. El Camino acaba de encender una de las chispas que a su vez contribuyen a poner en ignición ese fuego que une a los corazones en un sentimiento súbito de comunión. En ese momento todos los ocupantes de las mesas parecen sucumbir a un repentino y poderoso torbellino de emoción compartida.

En adelante, cada encuentro fortuito con W enciende otra chispa de alegría y humanidad, y la suerte del niño belga se vuelve causa común. En Astorga, I divisa a W en la plaza. W le cuenta que al muchacho le han suspendido el tratamiento porque ya no hay nada que hacer; la enfermedad está ganando, por mucho, la partida. W dice que en vista de eso no sabe si seguir caminando. I le aconseja que continúe su camino, y le dice que él piensa que es muy posible que al final uno nunca sepa a ciencia cierta cuál fue la razón que lo llevó a emprender el peregrinaje, y a terminarlo, o que esa razón acabe surgiendo entre las claridades del alma como algo muy diferente a lo que inicialmente nos impulsó.

Antes de subir al Monte de Gozo, Maritornes, que ha sido testigo de los intercambios entre W e I, se encuentra con W y los dos se abrazan con esa dicha tan propia de los peregrinos que sin haber demarcado los momentos para la reunión gozan de la felicidad del encuentro accidental. ¡Buen camino!, se desean los dos con entusiasmo y sentimiento, anticipando la llegada —no solo la propia sino la ajena y por esa razón doblemente emotiva—, a la mítica Santiago de Compostela.

W —con su sensibilidad a flor de piel, su timidez, su amor por un niño que no era su hijo, su rostro cansado y tostado por el sol cuando en una tarde cualquiera tocaba a la puerta del siguiente albergue porque en el anterior no había encontrado cupo—, será eternamente para Maritornes uno de esos motivos de esperanza en la humanidad al que debemos acudir cuando las noticias de la maldad nos circundan y amenazan nuestra determinación de creer en la posibilidad de un buen futuro.

Pasados exactamente dos meses después de que Maritornes terminara su Camino, ha llegado un correo de W, dirigido a las cinco o seis personas que supieron de la enfermedad del niño belga. En él W cuenta que el niño ha fallecido, y que antes de morir cumplió, en casa de W, su mayor sueño, que era preparar, él mismo, una cena para su familia.

En el correo de respuesta, Maritornes decía, en parte, así:

Querido W. Recibo con enorme pesar esta noticia. Fui testigo de primera mano de la determinación y esfuerzo con los que buscaste tratar de aportar a mantener con vida a tu pequeño amigo. La vida es misteriosa, muchas veces de una manera que entraña mucho dolor. Pedí con fervor durante el Camino para que el desenlace no fuera este, y estuviera en cambio lleno de vida y esperanza. Dentro del misterio cabe la posibilidad de que este niño te enviara al Camino para inspirar a todos los que te conocimos, para conmovernos y para ponernos a pensar más allá de nosotros mismos y para persistir por los demás, no por los propios intereses. Tengo la seguridad de que somos mejores personas por el hecho de haberte conocido, somos mejores personas por habernos sentido comprometidos con la suerte de la vida de un niño a quien no conocimos, pero cuya vida llegó a importarnos tanto gracias a ti.

El sufrimiento será posiblemente siempre un misterio —y más aún el sufrimiento de los niños—. No obstante, algo, valioso y perdurable, brilla en el fondo de la incógnita cuando unos seres humanos se unen para acompañarse en esa perplejidad y se tienden la mano con el único fin de ayudarse a avanzar a pesar del dolor.

 

 

El regateo nuestro de cada día

20 de noviembre 2018

 

La señora que vende rosas tiene un encanto especial. Es una mujer joven, de unos treinta años, de aspecto pulcro, semblante siempre cordial y modales delicados. A menudo está acompañada en la labor de venta por su pequeña hija, de unos seis años. Estaciona una furgoneta blanca al borde de la carretera. El vehículo, con la puerta trasera abierta, exhibe una atractiva y colorida selección de rosas.

Maritornes está esperando su turno para elegir el color de las 24 rosas que, por una módica suma, llevará ese día a su casa. Adelante en el turno, una señora emperifollada negocia con la vendedora, procurando un descuento. Aduce que la vez pasada las rosas se marchitaron muy pronto, que tal o cual vendedor en otro lugar las vende más baratas, que esto y que lo otro. La vendedora trata de explicar la más que evidente ventaja de llevar de una vez dos docenas de rosas a un precio que es a todas luces no solo justo sino muy barato.

Por esos mismos lares, un vendedor de aguacates instala su puesto los fines de semana. Hay de cinco mil, de siete mil y de diez mil. El hombre, mueco y con la piel curtida por las horas que pasa al sol, es experto en aguacates y ofrece su indispensable asesoría según si el aguacate se necesitará para hoy, para mañana o para dentro de tres días. Y vuelve y juega. Mientras ella espera para hacer su compra, un señor en un vehículo lujoso se detiene a comprar aguacates y regatea y se queja de tanta carestía y va en procura de su descuento.

Maritornes considera esta peculiaridad cultural que se expresa en sentir un gran orgullo por lograr una rebaja. En ocasiones esa modalidad tiene su corolario en el anverso de la moneda, y es el de quienes se enorgullecen de lograr vender a un precio muy por encima del habitual, o del que valen realmente las cosas. Ambas tendencias redundan en que la mayoría de la gente juegue con los precios, establezca uno para poder ofrecer un descuento, o, a sabiendas de que así se mueven las cosas, pida descuento para librarse de ese excedente habitual, de ese colchón que existe simplemente para poder ofrecer descuento, y así sucesivamente.

No en todas las sociedades funciona igual. En otros lugares el precio justo es el precio justo y regatear es mal visto. Si conociendo el precio justo la persona puede comprar, pues, compra, y si no, pues busca algo de menor precio. Negociar está bien, pero una cosa es negociar a partir de una necesidad real, y de la veracidad, y otra cosa son los jueguitos eternos de sobrevalorar las cosas, por una parte, y de resistirse a pagar lo que valen por el simple hecho de que lograr un descuento forma parte de un arraigado modus operandi, aunque se trate de descuentos innecesarios o exprimidos a personas claramente poco solventes.

Haciendo un salto conceptual uno podría concluir que el regateo y el sobreprecio para que la gente pueda regatear tienen un cierto parecido con la corrupción. Maritornes es consciente de que la negociación es a veces un aspecto jocoso, casi de camaradería, esa pizca de sal y azúcar triscona y sabrosa con la que la gente de su país sabe adobar los momentos anodinos. Eso es una cosa, la otra, la que en el fondo quizás habría que cuestionar, es adelantar en la vida pensando siempre en sacar ventaja del otro, independientemente de su circunstancia.

 

 

 

 

El siguiente paso. El Camino. Cuatro

14 de noviembre 2018

 

Maritornes y su amiga M han salido temprano. Como es frecuente en su jornada cotidiana, inician el día de marcha con una oración. Es la última semana del Camino. Maritornes va con el alma alegre, pensando en la llegada a Santiago. Su estado de ánimo y el de sus pies son incongruentes, inversamente proporcionales en la escala del bienestar. La uña del dedo gordo del pie está morada y amenaza con caerse. Tiene cinco ampollas, aún vivas y no lo suficientemente encallecidas para proporcionar alivio, a las cuáles se suman dos clavos, un espasmo permanente en el pie izquierdo, una trocanteritis y una neuropatía generalizada en los pies que hace que salten y duelan y no la dejen dormir. Finalmente, faltando una semana para llegar, en el día 21 del camino se le ha hecho un esguince por fatiga, de modo que arrastra o adelanta el hinhcado tobillo envuelto en una venda, y cojea como puede. No obstante las molestias físicas, la única pesadumbre de su espíritu es saber que tendrá que despedirse del modo de vida que ha llevado durante un mes.

Se supone que entre las dos amigas deciden cuál será la oración central de ese día. Algunas veces lo hacen por sus familias y amigos, por causas generales, o por anhelos de su corazón. Ese día el motivo no salta a la vista. De pronto M dice, “pidamos para que se te facilite dar el siguiente paso”, y Maritornes, que ama las palabras y su infinito poder para hacer malabarismos y significar imprevistos se detiene emocionada. “¡Te das cuenta lo pertinente de tu pedido?” No se trata solo del paso que vence al esguince, ni el que supera el dolor de los pies, no; todos conocemos esa sensación de saber cuál es el siguiente paso que debemos dar pero de carecer del coraje, la fuerza o la imaginación para darlo.

De esa idea poderosamente metafórica surgen entonces varios pedidos por personas que conocen y que claramente y por una diversidad de razones se encuentran paralizadas al borde del siguiente paso. Y Maritornes se ha puesto a pensar en cuántas veces el siguiente paso se esconde detrás de una neblina y no logramos ni verlo ni aprehenderlo de verdad ni siquiera en el momento en que ya es casi un imperativo, un pedido claro de la vida, del espíritu y de las circunstancias, y lo arrastramos un tiempo como un lastre sin darnos cuenta de que lo que nos ralentiza y nos incomoda es ese paso aún no reconocido y cuya forma no hemos querido mirar de frente.

Por lo general, una vez que le vemos la cara a ese movimiento que la vida nos implora hacer, y que ya sabemos en qué consiste, se facilitan las acciones que nos ponen en marcha. Empero, no siempre es así por cuanto hay pasos que, como el que se requiere para adelantar un pie con un esguince, duelen, por más necesarios y deseables que sean, y por más que nos acerquen a una meta anhelada. Ese dolor hará que se requiera una mayor valentía, una mayor capacidad de vencer la incomodidad, para proseguir a la conquista del siguiente hito en el camino.

Así que Maritornes desea para sus lectores eso que su amiga deseó para ella. Y lo pide para sus seres amados, y por qué no, para sí misma: “Que se nos facilite a todos dar el siguiente paso”.

 

 

 

 

Compañeros. El Camino. Tres

7 de noviembre 2018

 

Al margen de sus etapas naturales —los bosques a la salida de Roncesvalles, la aridez de León, la belleza paramuna del Bierzo y el verdor de los bosques de Galicia—, el Camino estuvo dividido por el color de tres almas. Muchas personas aconsejan recorrer el Camino en soledad. Maritornes escogió no escoger sino dejar los días del mes de marcha abiertos a lo que podría llamarse el azar, o que por igual podría llamarse una voluntad superior. Bien dicen que el Camino empieza mucho antes de que empiece (y que no termina cuando termina porque ahí apenas está empezando). Así pues que un año antes de empezar a recorrerlo, Maritornes entregó al fluir de la vida quién la acompañaría. En principio iría sola, pero tenía la premonición de que algunas personas se irían sumando.

Caminó dos días sola hasta Pamplona, cuando apareció de repente en el Camino, contra todo pronóstico y posibilidad, MJ, con su alma alegre, expansiva y campanil. Para su amiga nada fue problema, todo fue motivo de disfrute, y lo único que aparentemente contristó su corazón generoso fue no poder echarse al hombro los ocho kilos que llevaba Maritornes sobre las espaldas o curar, a pesar de todos sus esfuerzos, las ampollas. A la zaga de su energía cuasi-inagotable empujó Maritornes, uno tras otro, sus llagados pies. Durante unas deleitables y extensas horas de camaradería y esfuerzo comieron moras de todos los morichales que crecían a la vera de las trochas, hablaron del pasado, el presente y el futuro, buscaron a Dios en las madrugadas, se rieron cuando querían llorar del cansancio y brindaron con un buen vino por la vida y por una amistad que, sobre las piedras del Camino, absorbió toda su belleza intangible y cambió de ritmo para siempre.

El torbellino de vitalidad de MJ se marchó de Santo Domingo de la Calzada para abrirle paso a otra forma de vitalidad. Su compañero de vida se hizo presente en Nájera con la fuerza indescriptible de su respaldo, y de su empeño y optimismo. Él hizo realidad lo que MJ no logró pese a su insistencia, y se echó sobre los hombros la carga que aún llevaba Maritornes. Se inició entonces una marcha disciplinada —protegida—, también encabezada por la oración y finalizada, sin falta, como premio, con una, o unas cuantas, cervezas. El amanecer se les entró por los ojos, la crisma, las yemas de los dedos y el corazón, y el Camino se les fue subiendo por los pies hasta envolverles el alma de fatigado gozo. Alimentados por ese amanecer, por los trigales, por las flores silvestres y por las nubes cambiantes caminaron en busca del siguiente destino. Que a los dos los conmovieran por igual los accidentes geográficos y emocionales del Camino da cuenta de la sintonía lograda por el trasegar conjunto a lo largo de muchos otros caminos. Se separaron en Villafranca del Bierzo sabiendo que esa separación marcaba una nueva forma de unión.

De Trabadelo hacia O Cebreiro Maritornes se sintió presa de un impulso, de un vuelo, cuya energía seguramente se explicaba en la vitalidad recibida de sus dos compañeros anteriores, de la ilusión de iniciar la última semana, de llegar a Santiago, y de encontrarse, para esta última etapa con M, su amiga de toda la vida. Inició la caminata sola, en la oscuridad previa al amanecer, a paso de inconsciente alegría, libre y ligera, atenta a los cantos de los pájaros y contenta de oír, en los campos ahora verdes de Galicia, el agua de los riachuelos y el repicar de los cencerros. En algún punto del camino surgió el evento inesperado de un nuevo dolor, salido de la nada. En medio de una marcha serena y sobre plano, un tobillo anunció de manera inequívoca su cansancio con una punzada sobre el empeine.

Sin embargo, la energía estaba en buen nivel y el paisaje tenía mundos de belleza por ofrecer. Su amiga, cansada de un viaje internacional y agotada por la expectativa, fue recibida en O Cebreiro por un extraño torbellino de peregrinos conocidos entre sí que parecían haberse agolpado en la pequeña plaza para darle una bienvenida vivaz y vociferante. Y ese fue el preámbulo de esta etapa en que Maritornes estaría acompañada de un alma contenida, ponderada, generosa como la que más pero generosa en pocas palabras y con gestos mesurados y fruto de la observación cuidadosa de los hechos. Así las cosas, esta nueva compañía pausaba metódicamente para estirar, para tomar agua, para deleitarse en algún rincón, y para obligar a Maritornes a quitarse la venda, hacer uso de los antiinflamatorios y descansar el tobillo, ahora hinchado y carente por completo de rango de movimiento. Entre las dos vivieron más a fondo el silencio y caminaron juntas pero permitiéndose un gran espacio para el pensamiento y la reflexión, sin que faltara el humor mordaz que tanto las ha hecho reír en la vida.

Al llegar a Santiago de Compostela, Maritornes no pudo menos que trazar un paralelo entre el Camino y la vida, que nos va regalando, si tenemos abierto el corazón, el contacto con almas que por azares, esfuerzos y dones generales del destino nos acompañan de una y otra forma a lo largo de diversos segmentos de nuestra trayectoria vital cambiando en ella la melodía que la hará memorable. Y como en el Camino, cuán hermoso es constatar que, como los amaneceres, nadie se repite, y cada uno tiene para regalarnos una irrepetible combinación de colores.

 

 

Jalogüin

31 de octubre 2018

 

Jalogüin. Triqui, triqui Jalogüin. Maritornes piensa que se podría adaptar la escritura al español ya que con tanto entusiasmo y compromiso su país ha adoptado esta fiesta de origen celta. Nunca deja de sorprenderla con cuánta pasión y compromiso los dueños de tiendas y viviendas decoran sus fachadas con la discordante combinación de naranja y negro que ha venido a simbolizar esta festividad anglosajona.

Pululan desde la primera semana de octubre murciélagos, jinetes sin cabeza, telarañas, calabazas, brujas, otoñales pacas de heno y el sinfín de emblemas de esta celebración que parece haber llegado para quedarse, que toma cada vez más fuerza, y que nos precipita prematuramente la Navidad en una agobiante sucesión de omnipresentes decoraciones de mal gusto. Ya se traslapan las dos temporadas, sin tregua novembrina, tragándose el mes que nos permitiría tomar aire; de una vez las tiendas van ofreciendo cojines con paisajes de nieve y renos, al lado del móvil de fantasmas que ulula cuando es accionado.

Maritornes se pregunta qué programa antiviral contra el ridículo falló para dejar entrar una fiesta del todo ajena a nuestras tradiciones y costumbres. Es como si en Suecia de pronto les diera por celebrar las Fiestas de la Panela, o poco a poco se instalara en Islandia el Carnaval de Blancos y Negros, o en Canadá el “Ñametón”. Al menos podría hacérsele una adaptación local, y llamarlo de otra forma si la idea es que los niños y los adultos entusiastas por los disfraces tengan la oportunidad de dar rienda suelta a su creatividad. Podría llamarse El día de la imaginación, o El día de los disfraces, o el de la caries dental precoz, o El día del codicioso, o El día del chantaje (“Quiero dulces para mí, y si no me das, se te crece la nariz…”).

En este país, piensa Maritornes, donde toda iniciativa, aun las más loables, deben pasar por el filtro de una sorna y un espíritu crítico y burlón hipertrofiados, pocas voces parecen haberse levantado para hacer aunque sea un poco de resistencia a esta mal concebida y xenofílica pesadilla comercial. Si se tratara de adoptar una fiesta anglosajona, tal vez, dadas muchas circunstancias nacionales, podría ser más provechoso adoptar el Día de Acción de Gracias, para el que no hay que decorar ni las tiendas ni las casas. O por lo menos podría convenir pensar en una reforma constitucional que prohibiera combinar el negro con el anaranjado.

En todo caso, por lo pronto, Maritornes se refugiará en la medida de lo posible. Así tal vez evitará tener que pasar por debajo de telarañas para comprar un lápiz, y sentarse en la peluquería frente a una sucesión de calabacitas con murciélagos. Además, debe reunir fuerzas para cuando inevitablemente tenga que ir a buscar algunos regalos al son de un “Rudolph, the rednosed reindeer”, que suena pletórico de entusiasmo por los enlatados altoparlantes del atiborrado centro comercial de una ciudad del trópico.

 

 

Las sonrisas fecundas. El Camino. Dos

24 de octubre 2018

 

Algunas de las personas que se encuentran por las sendas de la vida, y el Camino de Santiago no es la excepción, alegran el recorrido pero van quedando atrás, como los castaños, las matas de mora y los girasoles. Otras, sin embargo, dejan huella y para Maritornes es claro que una de las grandes bondades del Camino es que propicia encuentros de corazones. Los peregrinos y caminantes están unificados en su esfuerzo, en la desnudez de su alma, en el atuendo, que solo con ligeras variaciones consta apenas de unos zapatos horrorosos, una camisa lavable y un pantalón polvoriento.

Sucede pues que Maritornes conoció a X y a B, dos mujeres colombianas, con quienes se fue haciendo una “amistad del Camino” que las llenaba de alegría en cada encuentro fortuito. B mencionó un día que para ayudarse en la marcha cuando estaba cansada recitaba un poema que empezaba “Más allá de la noche que me cubre / negra como el abismo insondable, /doy gracias a los dioses que pudieran existir / por mi alma invicta”. Sorprendida por encontrar, sin haberlo previsto, una amante de la poesía, Maritornes no tardó mucho en atar cabos y darse cuenta de que se trataba de una traducción al español de Invictus, de William Ernest Henly, esa hermosa oda a los actos de valentía tantas veces citada en el cine (“I am the master of my fate / I am the captain of my soul”).

Sabiendo pues que a B le gustaba la poesía, un día tuvo el impulso de enviarle un poema titulado Sonríeme (“Sonríeme como ayer / para que tu sonrisa retoñe / en la estación perpetua / del solsticio vertical”). Maritornes no sabía dónde se encontraba B, pero suponía, por su propia jornada, calurosa, fatigosa e interminable, que a B podría venirle bien un poema con el cual acompasar la marcha.

Pronto recibió un mensaje lleno de sentimiento, en donde las lágrimas se hacían palpables y en el que B le contaba que antes de salir para el peregrinaje, su marido y el de X les habían dicho que lo único que pedían de su épico recorrido era que todos los días les enviaran una foto sonriendo. Maritornes, conmovida, consideró oportuno entonces decirle que ese poema era de su autoría, y que con mayor razón apreciaba que las hubiera conmovido y les hubiera gustado. Prosiguió su jornada de marcha hacia el siguiente pueblo, con las emociones a flor de piel, y con una sonrisa inocultable. (“Sonríeme de costa a costa / que el secreto está en sonreír”). Atenta siempre a esas “casualidades” que no lo son tanto, y que parecen más bien el fruto de los actos de alguien con poder de entrelazar corazones, destinos y momentos, agradeció al Camino y a Dios esa sincronía de gran significado.

Pasada más o menos una semana, Maritornes caminaba por el Monte de Gozo —sitio emblemático del Camino, a unos cinco kilómetros de distancia de Santiago de Compostela, desde donde por primera vez se divisan las torres de la catedral—. Con el corazón alegre por estar cerca de llegar a la meta, buscó su teléfono para tomar alguna foto y encontró un video que le enviaba B. Su cara rebosante de emoción, en primer plano, y con la “sonrisa dispuesta”, se movía al vaivén de la marcha. En el video ella recitaba de memoria Sonríeme (“Lanza otra vez tu semilla / al viento de mi alma dispuesta”), anunciaba que estaban a punto de entrar a Santiago de Compostela, y decía, por fin, “Gracias por regalarme uno de los momentos más especiales del Camino”.

Así son los chispazos que el Camino inspira y propicia por el simple hecho de ofrecerles a personas diversas un silencio, unas horas largas, un cielo, unas pistas por dónde caminar y un sentido posible para hacerlo. El reto —que exige deshacerse de tantas de las cosas que confunden y despistan sobre quiénes somos en realidad—, permite que seres humanos, extraños entre sí, se encuentren en un lugar sensible al que habría sido difícil acceder en las circunstancias habituales de la vida cotidiana. Así pues que el Camino obró este milagro: unos maridos pidieron una sonrisa, esa sonrisa se cruzó con un poema sonriente que se posó sobre unas peregrinas sonrientes, y tanta sonrisa, por fin, hizo sonreír —y llorar de emoción— a una poeta. Es pues buen momento para que Maritornes le diga a B: “Gracias por regalarme uno de los momentos más especiales del Camino”.

——o——

Y como nunca habrá suficiente de poesía, a continuación el poema que recitaba B cuando la marcha se hacía difícil, primero en el original en inglés, y después la traducción al español.

 

Invictus

 

Out of the night that covers me,

Black as the Pit from pole to pole,

I thank whatever gods may be

For my unconquerable soul.

In the fell clutch of circumstance

I have not winced nor cried aloud.

Under the bludgeonings of chance

My head is bloody, but unbowed.

Beyond this place of wrath and tears

Looms but the Horror of the shade,

And yet the menace of the years

Finds, and shall find, me unafraid.

It matters not how strait the gate,

How charged with punishments the scroll,

I am the master of my fate:

I am the captain of my soul.

William Ernest Henley, 1849 – 1903

 

Invictus

 

Más allá de la noche que me cubre
negra como el abismo insondable,
doy gracias a los dioses que pudieran existir
por mi alma invicta.
En las azarosas garras de las circunstancias
nunca me he lamentado ni he pestañeado.
Sometido a los golpes del destino
mi cabeza está ensangrentada, pero erguida.
Más allá de este lugar de cólera y lágrimas
donde yace el Horror de la Sombra,
la amenaza de los años
me encuentra, y me encontrará, sin miedo.
No importa cuán estrecho sea el portal,
cuán cargada de castigos la sentencia,
soy el amo de mi destino:
soy el capitán de mi alma.

(Infortunadamente, en la página en donde Maritornes encontró la traducción, no está el crédito de quien lo tradujo).

Y por último, a riesgo de ser redundante:

 

Sonríeme

 

Sonríeme como ayer

para que tu sonrisa retoñe

en la estación perpetua

del solsticio vertical.

Lanza otra vez tu semilla

al viento de mi alma dispuesta

y verás cómo brotan capullos

en la cantera y la gres.

Sonríeme de costa a costa

que el secreto está en sonreír.

Y dame esa sonrisa tuya

que despierta paisajes dormidos

en el filo de la eternidad.

Maritornes

 

 

El amanecer. El Camino. Uno

17 de octubre 2018

 

Ciertas experiencias desafían las palabras, desafían incluso otras formas de expresión, artística o documental. Ese es el caso del Camino de Santiago —una afición, un descubrimiento, un trayecto histórico, una aventura, una búsqueda, una obsesión, una serie de encuentros, una satisfactoria fatiga, un embrujo, un reto físico, un retiro espiritual, un amor, un encantamiento, un final que da paso a un comienzo, un peregrinaje, un comienzo que da paso a un final, un misterio y muchas otras cosas indefinibles—. Tal vez el que sea a la vez tantas cosas, con ligeras variaciones y combinaciones para cada persona, explicaría el porqué ninguno de los intentos más populares y conocidos de retratar o describir el Camino de Santiago le hace justicia.

Después de recorrer a pie el Camino Francés durante treinta días, desde Roncesvalles hasta la mítica Santiago de Compostela, Maritornes quiere intentar presentar en unos apartes asomos del Camino que tal vez puedan llegar a comunicar aunque sea en parte qué lo hace único y qué hace que para las personas que lo han recorrido se convierta, a menudo, en un sello imborrable en el alma y en la psiquis. En el acto de disciplina y determinación que da inicio y continuidad al Camino va incluido un hábito, cuya necesidad pronto se hace evidente, que es el de salir a caminar antes del amanecer. No hacerlo implica algunas incomodidades posteriores como el calor, el riesgo de no encontrar hospedaje, la falta de tiempo al llegar para lavar la ropa y de manera más intangible una cierta incomodidad “cósmica” de no estar en sincronía con los ritmos del mundo exterior.

Así que ese es uno de los primeros descubrimientos, y una de las grandes nostalgias posteriores al regreso. No es lo mismo empezar el día cuando ya el mundo corretea detrás de su metafórica cola, que dar comienzo a la jornada bañado por la luz rosa y los arreboles del amanecer, respirando a fondo un aire sin estrenar y despidiendo las estrellas. Treinta días de este ejercicio obran una modificación sutil pero honda y duradera en el espíritu. Es como si por ponernos al descubierto al amanecer accediéramos al privilegiado idioma de una voz que nos susurra aquellas cosas primordiales de un lugar en donde antes habitábamos, y en donde nos hemos sentido cómodos y encajados en el universo, pero que hemos olvidado.

La profunda alegría, la serenidad, el sentido de sincronía que produce estar directamente bajo el cielo, oyendo el rítmico crujido de la grava al son de los pasos, a la hora del amanecer es sin duda uno de los grandes regalos del Camino. Es un recordatorio de que somos ritmo circadiano, de que somos naturaleza, de que el cielo que nos cobija nos depara todos los días un regalo infaltable que solo requiere que abramos la puerta, salgamos, y miremos hacia arriba.

 

 

Una sola tribu

10 de octubre 2018

 

Daría la impresión de que nos encontramos en un momento tribal. Se evidencia a menudo una necesidad de agruparnos en torno a la oposición a algo, o a la promoción rabiosa y fanática de causas y desazones que excluyen a los demás. Esta tribalización se manifiesta en la política, en la lucha por los derechos de los unos y los otros, y en el sentido de pertenencia a una nación. En muchos países empieza a generalizarse una dificultad para la conversación civilizada, ponderada y analítica, una que sepa acoger los matices. Esto ocurre también entre miembros de una misma familia que pertenecen a distintas tribus, sea cual sea la identidad de esa tribu.

El problema más grave de la tribu es que tiende a descender fácilmente a la pandilla, y la pandilla a la barbarie. Paradójicamente, incluso los grupos que propenden por la inclusión hacen gala de un fanatismo que los tribaliza y que convierte a los demás en la tribu rival. Además de ser un fenómeno que se propaga de manera contagiosa a todos los confines, también hay un grupo de pensadores influyentes que defienden la tribu como la única unidad que permite la verdadera convivencia pacífica y que, con su discurso, han logrado convencer a muchos.

La tribalización es ahondada por muchos factores: la dificultad para el diálogo; un fanatismo cuasirreligioso que rodea uno u otro pensamiento, aunque sean de orillas muy diferentes; la ausencia del sentido del humor en los intercambios, lo que lleva a unos y a otros a concebirse con gran solemnidad como los proponentes de alguna propuesta salvífica y absoluta; una paradoja que nos enceguece y es que cuando defendemos supuestamente ideas de un gran liberalismo, terminamos condenando, como cualquier fanático de esquina, todo pensamiento que nos parezca se opone a la norma vigente.

A Maritornes se le ocurre que la apuesta más cierta en pro de una civilización menos violenta sería abandonar todo tribalismo, todo “nosotros versus ustedes”. Eso no quiere decir que no tengamos el derecho a concebir ciertos ideales y una serie de valores de tal o cual forma. Sin embargo, cualquier pensamiento es menos susceptible de convertirse en un llamado tribal si se mantiene siempre abierta la posibilidad de que los demás tengan algo de razón, que en algún lugar casi todos podemos encontrar un punto común de humanidad y que el pensamiento no es una entidad estática sino que puede y debe evolucionar.

Volver a la tribu rabiosa y en permanente llamado de guerra sería obviamente retroceder siglos. Es extraño que las causas sigan pareciendo tan excluyentes las unas de las otras, si en el fondo somos simplemente una misma tribu en busca del sentido de la vida.

 

 

Dubán

3 de octubre 2018

 

Pasadas las tres de la tarde, Maritornes se bajaba de un vehículo desde el puesto del pasajero. Abrió la puerta y sintió el golpe y el rechinar de metal contra metal que anuncian siempre que algo desagradable acaba de ocurrir. El motociclista estaba tendido sobre el andén, la moto a su lado, y el espejo retrovisor y otras piezas no muy lejos del lugar, daban cuenta del estropicio.

Pronto fue claro lo que había ocurrido. Ella había abierto la puerta sin verificar que nadie estuviera rebasando el vehículo estacionado por el estrecho espacio que quedaba a la derecha entre este y el andén.

El infaltable oportunista y opinetas de oficio se hizo presente de la nada para asignar culpas y responsabilidades, agitar los ánimos y atizar el mayor conflicto posible. El conductor de la moto se incorporó, se retiró el guante, y se cercioró de que la mano que sentía lastimada no tuviera nada de gravedad. El oportunista trataba de echarle la culpa al de la moto, el conductor del vehículo de servicio público analizaba el daño a su puerta, y ella, con esa reacción instintiva tan difícil de modificar pensaba en que debía asumir la responsabilidad.

“Lo siento”, le dijo al de la moto, “antes de abrir la puerta, yo debí haber mirado si venía alguien”. Tan pronto vio la reacción del hombre, sus ojos asustados y su ademán suave, supo que no estaba ante el habitual energúmeno. No hubo insultos, ni improperios, ni menciones de tal o cual poder adquisitivo como causa de todos los accidentes y todas las desventuras humanas.

Ella se apresuró a entrar a la cita, no sin antes entregar (lo sabe, contra lo que cualquiera habría aconsejado), su número telefónico. Con el corazón contristado pasó una tarde melancólica pensando en que el muchacho de la moto dijo no tenerla asegurada, y sin poder olvidar su mirada de angustia.

A eso de las 8 de la noche entró un mensaje a su celular. “Buenas noches, señora, cómo se encuentra”, decía. La conversación siguió en los términos más cordiales y respetuosos. Dubán, que así se llamaba el muchacho de la moto, le hacía a Maritornes el más leve y respetuoso recordatorio de que arreglar su moto le costaría un dinero que no tenía. Dubán asumió su parte de responsabilidad por rebasar por la derecha un vehículo estacionado, le dio las gracias a Maritornes por reconocer su parte de responsabilidad, no pidió ningún dinero en específico y ella se comprometió a aportar algo. La sesión de mensajes terminó en bendiciones y en recomendaciones mutuas de cuidarse y cerró con las siguientes palabras, por parte de Dubán: “A pesar de todo, un placer conocerla. Personas sensatas como usted ya no quedan”.

Esa noche Maritornes se fue a dormir con una extraña sensación de plenitud en el corazón, a pesar del accidente. Algo en este intercambio le hablaba de esa posibilidad que tan a menudo olvidamos de no vernos como adversarios atrincherados sin remedio en la obligación de defendernos o de atacar. Sabe que no olvidará los nobles ojos de este muchacho, ni sus palabras, que dan cuenta de lo fácil que sería, con la dosis necesaria de cortesía, de gallardía y de nobleza, ofrecerle al otro, en cualquier circunstancia, lo mejor de nuestro corazón.

Gracias, Dubán.

 

 

Las caravanas de la conciencia

25 de septiembre 2018

 

Quién que no tenga una noción medianamente humana de la compasión puede dejar de conmoverse ante la vista de las largas caravanas de desposeídos que hoy pasan por nuestro territorio. Llevan a cuestas niños, enseres y maletas, lo que pudieron salvar de la tiranía. No vienen ni pasan por nuestro territorio por un capricho, sino porque no les quedó otra opción de supervivencia que salir de aquel lugar que amaban y aman, pero en el que poco a poco se les cerraron todas las puertas de acceso a una vida digna.

Lo mismo ocurre con los innumerables inmigrantes que procuran llegar a las costas de Europa, o atravesar la frontera de los Estados Unidos. Maritornes se pregunta cómo dirimir la tensión dinámica entre la ley aplicada a rajatabla y sin matizar y la verdadera justicia; entre la norma rígida que exige cumplimiento y la compasión. En sentido estricto —como sostienen quienes propenden por cumplir las leyes migratorias de una forma severa e inamovible que no se compadece de atenuantes circunstanciales—, nadie debería entrar sin autorización a otro país.

El asunto, sin embargo, no es tan sencillo, por una parte porque de alguna manera todos hemos sido migrantes, o lo fueron nuestros ancestros, y además porque muchas de estas personas que huyen no tenían ninguna otra opción que no fuera la muerte o la esclavitud. Es necesario emprender una búsqueda consciente de la posición que nos permitirá encontrar ese balance entre hacer cumplir la ley, o dejar de cumplirla, por consenso, en aras del bien mayor de ejercer el acto más esencialmente humano que se da cuando un grupo acoge a otro al que, sin mediar falta, la suerte le ha dado la espalda.

Es un problema contemporáneo complejo. Los resquemores son comprensibles, pero renunciar a la solidaridad con los migrantes sería renunciar a algo esencial de la bondad humana, para detrimento de muchas cosas futuras. Ocasionalmente esos actos de ayuda se vuelven en contra de quienes los emprendieron. No faltan los malintencionados, oportunistas o criminales entre los grupos de desplazados; pero la solución no puede ser trancar las puertas y blindar el corazón, porque al hacerlo se estaría perdiendo algo fundamental de la evolución del espíritu humano. No sería lógico que ensalcemos en películas y libros, en el imaginario colectivo, a quienes en el pasado salvaron a otros de su destrucción, pero les apliquemos a los dilemas actuales una ley de hierro.

Hasta que los seres humanos no dejemos de oprimirnos y perseguirnos unos a otros, siempre existirá la obligación moral de acoger a los que huyen de la miseria o de la persecución abierta que pone en riesgo su vida. La logística de esta actitud no es sencilla. Se requieren centros de acogida, fondos, programas de adaptación a la nueva vida, filtros legales que procuren impedir el ingreso de personas que solo buscan aprovechar nuevas oportunidades delictivas.

Empero, solo los pobres de espíritu y de entendederas dirimen las causas con posturas simplistas y categóricas. La complejidad siempre es más trabajosa que la simplificación, pero, sencillamente, fallarles a los migrantes sería, de una manera muy fundamental, fallarnos a nosotros mismos.

 

 

El galimatías

19 de septiembre 2018

 

Hubo un tiempo en el que las comunicaciones eran entregadas por medio de mensajeros. Este llegaba a donde el destinatario, entregaba la misiva, y esperaba la tarjeta o esquela con la respuesta para llevarla de vuelta. Después vinieron sistemas de correo más generalizados y ágiles. Las misivas, aún en papel, eran entregadas días, semanas o meses después, según la distancia recorrida. Se daba por descontado que las comunicaciones requerían respuesta y era de muy mal recibo no responder, y sí bien visto, contestar a la mayor brevedad en un lenguaje propio, concreto y respetuoso.

Las personas que, como Maritornes, conocieron esos tiempos de comunicaciones concretas, esmeradas y sobre papel, se enfrentan ahora a la dificultad de encontrar el código de cortesía para la ensortijada y sobreabundante presencia de mensajes de todo tipo. ¿Cuáles estamos obligados a responder? ¿En grupos de mensajes instantáneos de 25 personas, hay que acusar recibo de cuáles comunicaciones? ¿O pasado cierto número de miembros de un grupo ya no aplica la necesidad de responder?

Quizás la gente recuerde cómo, con el advenimiento del correo electrónico, muchos usuarios empezaron a aprovecharlo, como hacen hoy innumerables personas en mensajes al teléfono celular, para enviar cadenas, en las que venían además desplegados los correos electrónicos de cuanta persona los había recibido y reenviado, sin molestarse ni en editarlos, ni en borrar los correos anteriores, y, sin pensarlo mucho, lo enviaban a todos sus contactos. La sanción social poco a poco fue acabando con esta costumbre, que empezó a ser algo muy mal visto; los correos eran ahora, como las cartas de antaño, para cosas puntuales, útiles, solicitadas, y también ahora, como antes, es mal visto no responder a los correos electrónicos.

Sin embargo, la mensajería instantánea al celular aún elude estas normas de cortesía, se mueve como rueda suelta, y carecemos de orientación en cuanto a qué es propio y qué no lo es. A Maritornes, personalmente, la avalancha diaria de memes, videos y mensajes de inspiración bien intencionados pero repetidos y cursis la abruma. Sospecha que no es la única, y se pregunta por qué este sistema no puede entrar a formar parte de una actitud de mesura hasta el punto en que reenviar demasiados mensajes sin propósito específico llegue a ser tan mal visto como llegó a serlo en el caso de los primeros días de los correos electrónicos.

Como pertenece a la época en que uno debía acusar recibo de las comunicaciones, y responder con un lenguaje cuidado, sufre con el carácter irreconciliable del deseo de cortesía con el simple volumen de mensajes que se envían al desgaire sin importar dónde caigan. Conoce algunos gruñones y ermitaños que optan por no responder nada, y por marginarse por completo de este tipo de comunicaciones, pero en ese extremo también hay una pérdida. Mejor dicho, estamos en mora de encontrar la sensatez, de aprovechar el medio, pero regresar a la cordura de elegir con cuidado los mensajes, los destinatarios, y la frecuencia.

 

 

Maritornes y la avispa

12 de septiembre 2018

 

Era un día de esos para encontrarse con el sol —o con la lluvia—, y con lo que depararan el matorral y las nubes. Maritornes terminaba de andar el sendero de regreso en su parte más tupida de arbustos, antes de salir al claro que antecedía el interminable descenso por el empinado camino de piedra.

Embelesada por unos arbustos adornados con diminutas flores blancas se detuvo a contemplarlos y se agachó para tratar de descubrir si las flores tenían aroma que ofrecer. En ese momento sintió en la parte interna del brazo, casi a la altura de la axila, el picotón que la sacó rudamente de su embeleso bucólico. Manoteó para deshacerse de lo que fuera y se dio cuenta de que la rodeaba un enjambre de pequeñas avispas que habían visto invadido su lugar de alimentación y recreo. No sabía qué atender primero, si deshacerse del enjambre o buscar cómo atenuar el fuerte ardor que se extendía por su brazo.

Optó por seguir adelante a paso veloz. Cuando estuvo segura de que no quedaban avispas a su alrededor, buscó varias hojas de distintas plantas para frotárselas en la picadura, como por ver si, al azar, alguna atenuaba el escozor. Una de las hojas debió funcionar porque el dolor cedió con relativa rapidez. Sin embargo, el rezago del picotón la acompañó todo el regreso. De hecho, el redondel rojo rodeado de inflamación perduró unos 20 días.

Recordando su paseo, Maritornes pensó en la bendición que es la realidad real, no la virtual transformada en irrealidad por artilugios digitales. Recordó sus raspones de infancia, el aprendizaje a montar en bicicleta que incluyó, de la mano de un primo poco delicado, o con algún oculto rencor, que soltó la bicicleta, que sostenía con las dos manos por el sillín, justo cuando esta estaba por terminar estrellada contra un muro, que fue lo que sucedió. La bicicleta y la ciclista fueron a dar al piso, como suele ser en estas circunstancias, con la rodilla y la mano prontas a recibir el impacto. Aún tiene la cicatriz. Picaduras, caídas, raspones y tropezones en el parque, la imparable rodada en los patines que hay que dar por terminada con el coxis, todo forma parte de una realidad vivida en carne y hueso que, pensó Maritornes, se alegra de haber vivido.

La cicatriz de la picadura de avispa no ha desaparecido, como no desapareció nunca la de la rodilla, y hoy Maritornes las agradece como recordatorios de una infancia de poco sofá y muchos juegos al aire libre, de una cautela razonable pero no excesiva, de abejas, arroyos, montes y juegos no virtuales. Por todas esas razones terminó agradeciéndole a la hermana avispa la realidad de su picotón que, visto el lugar en donde sucedió, entre el monte y el cielo, bien valió la pena, como valieron la pena las caídas de la infancia. Deseó para sus hijos y para su descendencia mucha más vida de la que transcurre al aire libre, y mucha menos de la que transcurre en realidades recreadas en una pantalla —más posibilidad de avispa, de lluvia y de raspón, que de brillo digital.

 

 

El búho y el pavo real

5 septiembre 2018

 

Tener espíritu crítico, o al menos ejercitar de vez en cuando el discernimiento, es una necesidad. Es lo que nos sirve para conservar la independencia moral y espiritual y lo que nos ayuda a no sucumbir a la manada. Es un requisito indispensable del pensamiento inteligente. Sin embargo, por esas paradojas de la vida, y tal vez por esa dinámica misteriosa en que una cosa se vuelve fácilmente su contraria, el espíritu crítico puede irse convirtiendo imperceptiblemente en un remedo de sí mismo, en todo lo contrario, es decir, en una pose, en una afectación nacida no del pensamiento sino de una aún no identificada necesidad de darse importancia, de llamar la atención, de parecer original a toda costa. Y esa búsqueda sin tregua del ingenio y la diferenciación se satisface superficial —y perniciosamente— con relativa facilidad con tan solo activar el reflejo de no estar de acuerdo nunca, poniendo en movimiento la capacidad de verle siempre a la luz su sombra.

No obstante lo anterior, en estos tiempos en que prácticamente nunca estamos incomunicados, ser original es cada vez más difícil. Esa puede ser la razón por la cual en esa búsqueda de la prenda intelectual que se oculta en el fondo del cajón de las ideas, la que nadie ha encontrado o expresado, la que parece única, un sinnúmero de intelectuales y pensadores (o de no tan pensadores pero al menos sí “expresadores”), de columnistas, de quienes de una u otra forma influyen sobre la opinión caen tan a menudo en un espíritu crítico en exceso mordaz, en un escepticismo irredento y en un inexorable pesimismo. Es una forma fácil de lucirse. Menos rutilante es saber decir o escribir que ahí vamos, que encontraremos el camino, que ese que parece tan malo puede tener algo bueno, que no todo son malas intenciones y marrullas y que no necesariamente el que cree en la posibilidad de la bondad humana es un simplón, que no siempre el que le apunta a que las cosas pueden salir bien lo hace porque o tiene motivos ulteriores, o porque no ha aprendido a pensar, como si pensar fuera lo mismo que desconfiar, como si analizar fuera lo mismo que descalificar.

Reseñar lo bueno y ensalzarlo puede hacernos parecer ingenuos y carentes de sofisticación. Según el código contemporáneo en boga, es más cosmopolita, más sofisticado, más chic criticar, encontrar el defecto en la virtud, derribar la torre que construirla.

En estas cavilaciones andaba Maritornes cuando se encontró con la siguiente cita en El llamado de la tribu, de Mario Vargas Llosa:

«Y en su discurso inaugurando el Festival de Salzburgo, consagrado a Mozart, [Karl Popper] declaró: ‘Soy un optimista. Soy un optimista en un mundo en el que la ingelligentsia ha decidido que uno debe ser un pesimista si quiere estar a la moda’ ”.*

No pudo menos que sonreír de encontrarse en tan buena compañía, nada menos que en la de Popper y en la de Vargas Llosa. Lo dicho: La originalidad no es tan fácil… y la originalidad no siempre es lo más importante. En materia de pensamiento, consideró Maritornes, tal vez es mejor parecerse al búho que al pavo real.

* Mario Vargas Llosa, La llamada de la tribu, Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, 2018, p. 163

 

 

Hora de aceptar el regalo

29 de agosto 2018

 

A punto de emprender un trayecto de treinta días a pie, se pregunta por qué caminar es para ella tan importante, tan fascinante, tan imprescindible. Lo fue en un tiempo en que el campo joven le abría los brazos. Después hubo una pausa llena de otros caminos que no buscaban sus pies sino sus minutos y su corazón. Otros llamados se imponían. Al final el encanto de caminar regresó a su vida.

Ella sabe que camina porque hacerlo la deja a la vez vulnerable, expuesta a los elementos, y por otra parte siente por medio de sus pies el arraigo primigenio a esta tierra que tanto quiere ser generosa —cuando se lo permitimos—, esta tierra que poco pide a cambio de entregarnos el cielo y el rocío de la mañana. Por eso ahora, tal vez para compensar por todo el tiempo que anduvo su vida en la periferia de los caminos, ha decidido caminar treinta días seguidos a lo largo de unos 755 kilómetros.

Piensa que tal vez después de tantos días de escuchar el ritmo de sus pasos sobre la grava su alma adquiera una cadencia más sintonizada con una música distinta a la del bullicio, literal y figurado, de cada día. No busca nada en particular sino darse la oportunidad de auscultar de nuevo con el fluir que indiquen las horas a su antojo un corazón que a veces no nos resulta tan fácil escuchar y que suele tener mucho para decirnos.

Caminamos por primera vez para el ir al encuentro de los brazos de nuestros padres, que, ansiosos y sonrientes, nos animan a lograr la titánica tarea de llegar hasta ellos sin caer. La experiencia le ha enseñado a Maritornes que algo sonriente y de corazón abierto suele esperarnos al final de los pasos. Se manifiesta por lo general en una sensación de paz, de conexión telúrica, de apacible cansancio y de sincronía con el mundo después de los cuales una buena cena es la antesala de un sueño reparador y libre de las inquietudes malsanas que procrean en nuestra mente cuando nos alejamos del dulce ejercicio de ver, pie a tierra, amanecer.

El camino que ahora se abre es un regalo, en el sentido más concreto de la palabra; un regalo de alguien con un don especial para escuchar los momentos, con una sensibilidad privilegiada para captar las oportunidades y de corazón generoso y decidido quien puso todo a su alcance y le dijo, “es hora”. Es también, desde luego, un gran regalo en el sentido más amplio y espiritual de la palabra. Es extraño que nos cueste tanto, a veces, aceptar y abrir el regalo, que permanece, a la espera, día tras día, a nuestros pies.

 

 

Recordatorio sorpresivo

22 de agosto 2018

 

El día despuntó con su frío habitual. No obstante, a lo largo de la jornada, el sol se mostró, y se escondió, con una agorera intermitencia. Tan pronto Maritornes salía a buscar un trocito de su calor, ya el sol se había ocultado de nuevo dando paso a una luz helada y blanquecina.

A eso de las cuatro y media de la tarde pasadas sintió el parpadeo sonoro que emiten los aparatos cuando se corta el fluido eléctrico. Se levantó de su silla para comprobar si aún había corriente y se sintió mareada. Se recostó contra el dintel de la puerta, suponiendo que algo extraño la aquejaba, cuando oyó el repicar de las ollas que, colgadas del techo, se golpeaban entre sí, no como encantadoras campanillas, sino como presagiando algo desagradable.

No tardó mucho en comprender que estaba en medio de un temblor. Su intuición la llevó, naturalmente, al jardín. Cuando daba la vuelta por detrás de su casa se topó con lo que tuvo que haber sido un enorme nido, por su tamaño tal vez confeccionado por una mirla, cuyo laborioso empeño en una de las ramas del magnolio tuvo un catastrófico fin por causa del terremoto.

La luz sabanera que suele parecerle tan encantadora en su misterio, en ese momento le pareció apenas inquietante. Además, alguno de sus electrodomésticos había sido incapaz de soportar la descarga eléctrica típica de la desconexión y la reconexión del fluido eléctrico y toda la casa olía a corto circuito. De alguna forma, cuando aún no había energía eléctrica y cuando, como es habitual, no tenía señal de celular, se enteró de que sobre la vía de acceso a su barrio habían caído dos grandes árboles que ahora cortaban el paso por completo.

Sin poder trabajar, y tratando de asimilar el ominoso halo que había adquirido la tarde, se sentó en una banca en el jardín a considerar este necesario recordatorio de la fragilidad de todo. En algún lugar a 87 kilómetros de profundidad las entrañas de la tierra se desplazaron sin previo aviso y alteraron lo suficiente la realidad que siempre creemos predecible para recordarnos que no lo es.

Tener presente la incertidumbre nos sirve para mantener la humildad. En el fondo, no controlamos nada. Somos los asombrados y fortuitos receptores del milagro cotidiano de estar vivos, y más allá de eso, de todos los milagros que se llaman simplemente la vida diaria: poder comer, recibir y dar amor, sentir el sol sobre la piel y poder percibir todo cuanto nos da alegría, e incluso aquello que nos entristece y nos preocupa, pero que justamente por eso da cuenta de que estamos vivos.

Maritornes cerró el día pensando en la importancia de saber interpretar los temblores, reales o metafóricos, como un mensaje salido de quién sabe dónde y que nos recuerda ser conscientes de nuestro carácter transitorio y nos invita a no malgastar el tiempo en nada que no sea aprender a amar la luz cambiante de los días.

 

 

Ellos dos

15 de agosto 2018

 

Entre todos los tributos pendientes (si viviera la vida correctamente haría tributos diarios a todas las pequeñas cosas), uno llama con apremio e insiste en pulsar las fibras de sus emociones. ¿Cómo no? Apenas hace dos días esos fieles amigos a quienes hoy quiere reconocer la llevaron con resignación y fortaleza por un trayecto de 24 kilómetros.

Sobre sus dos pies, que valientemente subieron y bajaron por terrenos quebrados y exigentes, se acercó, como le gusta, al lado más silvestre de la vida. Si no fuera por esos dos pies leales hasta el cansancio, no habría podido escuchar con tanta felicidad el crujir de las hojas, ni pasar agachada por debajo de un dintel de bambú, vadear ríos, ni subir hasta encontrar el monte para volver a bajar hasta la carretera. No habría sentido correr por su espalda el sudor que todo lo renueva.

Gracias a la forma como esos pies la transportan, Maritornes ha podido vivir largos recorridos de bosque y de planicie, de montaña y de río, de playa y de ribera. Sus pies, silenciosos las más de las veces, en ocasiones adoloridos pero persistentes, son lo que la ha conectado con el estremecimiento primigenio de andar descalzo, o al menos metafóricamente descalza.

Ha buscado a menudo por medio de ellos ese polo a tierra que, paradójicamente, conecta con el cielo. Mientras más suelo de tierra recorre, más entiende que lo que la tierra busca es parecerse al cielo, y que mientras más caminos recorra, más verá, en efecto, el cielo en la tierra. Y todo gracias a sus pies.

La sensación de avanzar por un camino, o de buscar el camino donde no lo hay, o la de refrescarse en el agua del mar, o de ir marcando huellas en la arena, el rítmico sonar de la grava cuando la caminada adquiere su propia cadencia, todo se lo debe a sus nobles pies que han soportado con tanta gallardía el maltrato al que sin querer los ha sometido. Gracias a esos dos pies que aún la llevan y la traen ha podido acercarse al conmovedor y simple hecho de ser uno que otro día exclusivamente para el camino, acompañada de una buena charla, de esas que a cielo abierto tienen un tono que no se repite en otros lugares, o sola, dejándose bañar por el misterio de la inmensidad.

A sus pies les debe muchos momentos inolvidables en los que se ha encontrado tumbada sobre el pasto, mirando pasar las nubes por entre las copas de los árboles. A sus pies les debe ese algo tangible y sin igual que brota de la tierra y sube por el cuerpo hasta alcanzar el corazón cuando salimos a su encuentro. Quiera Dios que se mantengan firmes para seguir recorriendo, sobre ellos, los caminos que guardan un canto especial para el alma y donde aún es posible el verdor que pone en perspectiva todas las distancias.

 

 

La puerta entreabierta

8 de agosto 2018

 

Oyó la frase en el contexto de una entrevista a una estudiante de teología, y fue como si un soplo de brisa abriera de repente una puerta desconocida a un panorama nuevo y promisorio. Es posible que para otras personas, especialmente las estudiosas del tema, el concepto no resulte nuevo, pero a ella le permitió mirar las circunstancias actuales de su país —y a partir de allí todos los desencuentros en las relaciones humanas—, de una manera diferente.

Hablamos mucho del perdón, y condicionamos la curación y el restablecimiento de las relaciones rotas a ese perdón; pero resulta que perdonar es un acto espiritual que no siempre podemos manejar a voluntad. Muchas personas languidecen esperando, para perdonar, a que ese perdón les sea pedido. Mientras no lo sea, consideran, el agravio sigue vivo y por ende sienten que es imposible perdonar. Otras personas concluyen que, como no pueden olvidar, tampoco pueden perdonar. Aún otras quieren perdonar, pero cargan a pesar de esa intención con las reacciones viscerales que la ofensa les causó. De cierta forma el perdón es como las heridas del cuerpo que cicatrizan a su ritmo, casi siempre dejan una marca y no sanan más pronto por mucho empeño que pongamos en ello.

La reveladora frase que pronunció la entrevistada fue la siguiente: “Es posible reconciliarse sin perdonar”. ¡Cuán a menudo confundimos las dos cosas! Claro que a la reconciliación contribuye el perdón, pero lo que a Maritornes le pareció una forma distinta de mirar los distanciamientos humanos fue esa: El perdón no es prerrequisito para entablar de nuevo una relación. La reconciliación es una decisión pragmática que pone por encima la necesidad y el deseo de relacionarnos mientras que ubica el perdón en otro ámbito; es entender hasta cierto punto que, como todos fallamos y como es tan difícil comprender siempre las motivaciones o las debilidades más profundas de otro ser humano, podemos trabajarle al perdón en el silencio de las causas recónditas del alma, mientras vamos restableciendo una relación, mientras nos vamos reconciliando, sin esperar que un sentimiento completo de perdón haya hecho curso en el corazón.

Hasta cierto punto reconciliarse sin que medie un perdón oficializado por una expresión de pesar y una entrega correspondiente de absolución equivale a hacer gala de una gran humildad que nos permite aceptar que si no fuera por una voluntad recurrente de reconciliación, casi ninguna relación humana sería posible. Nos equivocamos a diario en lo grande y en lo pequeño, todos, y a menudo. Se trata de entender que cuando condicionamos la reconciliación al perdón estamos poniendo un rasero tan alto que podemos pasar la vida entera privados de relaciones que a lo mejor habrían podido sanarse poco a poco, a base de acercamientos.

La gran paradoja, y de hecho el aspecto más promisorio de apostarle a la reconciliación (aun sin el perdón o con un perdón parcial), es que probablemente esa reconciliación que permita el trato terminará llevando a que sea más fácil perdonar en la medida en que nos damos la oportunidad de seguir conociendo al percibido ofensor, y por ende la de entender al menos en parte el porqué de sus comportamientos. No se trata, desde luego, de prestarse para ser de nuevo agredido físicamente o maltratado, sino de entender que el acto de reconciliación es en mayor o menor medida un requisito sine qua non de todas las relaciones humanas que van y vienen en el camino de la vida. Algunos acercamientos son más difíciles que otros, pero si nos abrimos a la posibilidad de la reconciliación es posible que la vida nos vaya convirtiendo en maestros en el liberador arte de dejar pasar los agravios.

Un epílogo apropiado para estas reflexiones es, quizás, una cita de Séneca que a Maritornes siempre le ha gustado:

  It is not possible for us to know each other except as we manifest ourselves in distorted shadows to the eyes of others. We do not even know ourselves; therefore, why should we judge a neighbor? Who knows what pain is behind virtue and what fear behind vice? No one, in short, knows what makes a man, and only God knows his thoughts, his joys, his bitternesses, his agony, the injustices committed against him and the injustices he commits.

  God is too inscrutable for our little understanding. After sad meditation it comes to me that all our lives, whether good or in error, mournful or joyous, obscure or of gilded reputation, painful or happy, is only a prologue to love beyond the grave, where all is understood and almost all forgiven.

  No es posible conocernos los unos a los otros sino en la forma como nos manifestamos ante los ojos de los demás en sombras distorsionadas. Ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos; por ende, ¿por qué habríamos de juzgar al prójimo? ¿Quién puede saber qué dolor está detrás de la virtud, o qué temor detrás de los vicios? Nadie, en resumen, sabe qué hizo a un hombre lo que es, y solo Dios conoce sus pensamientos, sus alegrías, sus amarguras y su agonía, las injusticias que se cometieron contra él y las que él comete. Dios es demasiado inescrutable para nuestro pobre entendimiento. Después de una triste meditación comprendo que todas nuestras vidas, sean buenas o erradas, dolientes o alegres, desconocidas o de dorada reputación, angustiosas o felices, son apenas un prólogo al amor más allá de la tumba cuando todo es comprendido y casi todo perdonado.

 

 

Navegamos a oscuras

1 agosto 2018

 

Vivimos en un mundo que nos permite acceder con relativa facilidad a una gran cantidad de información. Los temas relacionados con el embarazo y la crianza están bien cubiertos por libros y por guías físicas y virtuales. Podemos saber cuándo deben salir los primeros dientes, más o menos qué hacer para que el bebé duerma mejor o cómo reaccionar a una pataleta. En materia de salud tampoco nos falta información.

Sin embargo, en asuntos de cuidado humano hay un área en la que por lo general navegamos a oscuras, y es el cuidado de nuestros mayores. Pareciera que en el mundo editorial, o entre los lectores, apenas ahora tomáramos conciencia de que necesitamos ayuda, orientación y preparación para cuidar bien a los ancianos, que además se nos van volviendo viejos con una engañosa gradualidad que esconde cambios que nos toman una y otra vez por sorpresa.

Contar con esta información es importante por miles de razones. La longevidad va en aumento. El estilo de vida contemporáneo tiende a promover o requerir la movilidad lo cual hace poco probable que los ancianos estén cuidados en el entorno de una familia numerosa donde se comparten la responsabilidad y las decisiones. Por lo general el cuidado recae en unos pocos, sea que los ancianos estén en una institución o que puedan todavía vivir independientes o con un familiar.

Obviamente cada individuo y cada familia son diferentes, pero existen sin duda innumerables aspectos comunes a la exigente y definitiva etapa en que se empieza a cerrar la vida. Es por eso tan paradójico que contemos con escasos elementos para prepararnos. El problema estriba en parte en que, por alguna extraña razón, la toma de conciencia sobre los retos que se aproximan no ocurre con la debida anticipación.

No es difícil encontrar casos extremos que ilustran la necesidad de pensar en estas cosas con tiempo y con profunda sensibilidad; en uno de los extremos, ancianos solos, sucios y abandonados a su suerte, y por otra ancianos cuidados en exceso a quienes se les ha privado de su modo de vida habitual y que a fuerza de imposiciones terminan sus días como nunca quisieron terminarlos. No siempre estas cosas son fruto de mala fe. Las más de las veces los familiares, queriendo hacer lo correcto, transitan por un camino carente por completo de señalización.

La muerte es un paso que puede ser hermoso, sereno y aleccionador, o por el contrario estar envuelto en un nudo de traumatismos, desaciertos y desavenencias, tanto para el que se marcha como para los que acompañan el tránsito. Es por eso vital prepararnos para la vejez propia o ajena, que es antesala de la muerte. ¿Qué se le puede creer a un anciano que evidentemente está perdiendo la memoria? ¿Cómo preservar su dignidad y su autonomía y al mismo tiempo protegerlo? ¿Cómo anticipar con respeto el momento —por si llegara— en que otros deban tomar decisiones por él, cómo indagar sobre su voluntad sin hacerlo sentir arrinconado o atemorizado? ¿Cómo solventar sanamente las diferencias de criterio entre los familiares sin que esas diferencias dejen heridas y sin que los viejos acaben pagando los platos rotos?

Maritornes solo quiere preguntarse, con todo lo anterior, si no haríamos bien en acompañarnos mutuamente en ese tramo: indagar más sobre las pistas a quienes ya pasaron por la etapa, cuestionarnos nosotros mismos sobre lo que querríamos, abrirnos a la posibilidad de que los adultos mayores nos expresan más lo que quieren, cuando aún pueden hacerlo, y hacer acopio de conciencia y de información. Todo ello redundaría, quizás, en que esa última etapa de la vida fuera menos tortuosa y estuviera más llena de aprendizaje y de compasión, y constituyera una oportunidad para mirar, con los ojos bien abiertos, lo que nos espera. Así, tal vez, la valoraríamos, la aprovecharíamos, obraríamos con menos zozobra y llegaríamos a ella más preparados.

 

 

58 motivos de gratitud

28 de julio 2018

 

Maritornes tiene hoy 58 motivos de gratitud. Tiene también muchas cosas que revaluar, naturalmente, pero la corriente de los agradecimientos lleva al mismo mar con mucha más suavidad que los pesares y las ausencias. Así que con el fin de navegar en aguas tranquilas, antes de la desembocadura, quiere seguir engrosando el caudal de sus motivos de agradecimiento, que por ahora son estos:

 

  1. Vivir en un país de montañas altas y verdes.
  2. Poder constatar a menudo que algunas de esas montañas son azules.
  3. Ver todos los días montañas desde su ciudad.
  4. Vivir bajo un cielo de nubes cambiantes.
  5. Haber podido vivir bajo distintos cielos.
  6. Tener un gran compañero de vida.
  7. Entender que todos los finales encierran, si queremos, un comienzo.
  8. Haber conocido muchas personas íntegras.
  9. Tener amistades leales.
  10. Tener amistades que no entienden la lealtad como posesión, sino como la más bella de las libertades.
  11. Poder escuchar el canto de los pájaros por la mañana.
  12. Tener buen sueño.
  13. Disfrutar de la cocina.
  14. Disfrutar del buen comer.
  15. Disfrutar de ayunar.
  16. Tener tres hijos en la tierra y dos en el cielo.
  17. Creer que habrá un cielo.
  18. Sentir que a veces logra vislumbrarlo desde acá.
  19. Encontrar valor en la diferencia.
  20. Disfrutar de una buena conversación.
  21. Disfrutar de su soledad.
  22. Conocer muchas personas con buen sentido del humor.
  23. El verde que abunda en sus trayectos.
  24. Poder reírse de sí misma.
  25. Olvidar fácil.
  26. Tener con qué escribir.
  27. Tener cómo borrar.
  28. Tener quién le diga que no.
  29. Tener quién le diga que sí.
  30. La bondad de sus mayores.
  31. La fe en que la humanidad está mejor, y estará mejor aún.
  32. La confianza en que los que se han marchado la acompañan y en que volverá a encontrarse con ellos.
  33. Haber aprendido a amar a los perros.
  34. Que su cuerpo le permite caminar y correr.
  35. Que casi nunca le ha faltado trabajo.
  36. Que cuando le falta trabajo no se aburre.
  37. Poder disfrutar de la música.
  38. Saber muy poco pero tener deseos de aprender.
  39. Disfrutar de la lectura.
  40. Que las enfermedades le hayan enseñado a ampliar el horizonte de su espíritu.
  41. Que la salud le haya permitido abrir más los ojos.
  42. Que le gusta echarse a dormir en el pasto.
  43. Que existe la buena cerveza.
  44. Poder de vez en cuando quedarse en cama un buen rato.
  45. Encontrar todavía almas cuya belleza la sorprende.
  46. Los colibríes, impredecibles y fugaces.
  47. Que su cena preferida son las palomitas de maíz.
  48. Su infinita curiosidad.
  49. Haber tenido de niña buenos libros para leer.
  50. Estar convencida de que un día entenderá el porqué de lo que ahora le resulta incomprensible.
  51. Las cosas que le fueron negadas.
  52. Las cosas que no le fueron negadas.
  53. Sentir amor maternal.
  54. Las noches en que la lluvia cae con suavidad.
  55. La comprensión que otros tienen con sus defectos.
  56. Saber que es posible que la página en blanco no sea un enemigo invencible.
  57. Que le importe menos ser vencida por la página en blanco.
  58. Que nunca dejará de haber caminos nuevos por andar.

 

 

Qué es estar bien

25 de julio 2018

 

Qué difícil es a veces, piensa Maritornes, saber cuándo los llamados del cuerpo, sus ligeros o severos desvíos del funcionamiento normal, o de la estética, requieren atención médica. No es un secreto que con cierta frecuencia los remedios resultan mucho peores que la enfermedad, particularmente en estos tiempos de exámenes a menudo invasivos y de fármacos o intervenciones que al aliviar una cosa pueden dañar otra. Su padre solía recitar el epitafio del hipocondríaco: “Aquí yace un buen señor, que estando bien quiso estar mejor”.

En efecto, pareciera que hubiéramos olvidado dos cosas, por un lado que el cuerpo, mediando una actitud comprensiva y de sentido común ante sus inconvenientes, tiene a menudo la capacidad de sanarse a sí mismo y por otro lado que no existen ni el cuerpo estéticamente perfecto ni el que nunca se enferma. Vivimos sumergidos en una búsqueda de la perfección que nos lleva a la insensatez de procurar una intervención médica para todo lo que nos aqueja y una ayuda estética para mejorar aspectos que son sencillamente el fruto de nuestra individualidad o del natural paso del tiempo.

Maritornes no está abogando por una actitud de descuido en relación con asuntos de salud, ni tampoco satanizando a quienes se valen de los avances de la medicina estética para arreglar algo que les incomoda. Más allá de eso sencillamente se pregunta cuándo y por qué llegamos a un punto en el que una especie de perfeccionismo a ultranza terminó patologizando la vida. Nos asalta con facilidad un pavor de que los altibajos del estado de ánimo o de la energía vital, o el dolor ocasional presagien una enfermedad mortal y por tanto deban ser atendidos por personal médico especializado. Se pregunta desde cuándo, además, estamos obligados a ser tan bellos, tan perfectos, tan inmunes al paso del tiempo, tan apegados a los cánones contemporáneos de estética que debamos poner en riesgo la vida (esa misma que por otro lado cuidamos mediante innumerables revisiones preventivas y consultas con especialistas) con tal de tratar de cumplir estándares físicos a menudo imposibles.

Es maravilloso que haya médicos competentes que nos libren de enfermedades penosas, o de la muerte prematura. Es de agradecer que existan cirujanos plásticos diestros capacitados para remediar las que consideramos catástrofes de nuestro cuerpo. Es maravilloso que haya medicamentos que nos puedan aliviar dolores y complicaciones. Empero, también hay encanto en la imperfección (que por cierto es un concepto bastante subjetivo); también es posible que el cuerpo se cure solo; también un dolor a veces es pasajero; y puede ser también que un síntoma cualquiera no indique la presencia de una enfermedad terminal.

Una cierta actitud serena ante las variaciones de nuestro bienestar físico nos pondría en sintonía con el fluir de la naturaleza que no encuentra trágicas ni atemorizantes las hojas secas o la lluvia y que sabe que la noche no es imperfección ni castigo ni amenaza sino la forma como la vida se embellece de contraste y nos ayuda a ver la luz mediante la oscuridad. Tal vez entonces calificaríamos menos cosas como enfermedades —o imperfecciones— y entenderíamos que solo son la forma como se desenvuelve el camino de la vida, como nos entrega los cambios de paisaje.

 

 

La tomatina

18 de julio 2018

 

Maritornes es una admiradora del ejercicio periodístico, de ese cuarto poder capaz de abrirnos los ojos a la realidad, de descubrirnos perspectivas, de indagar en rincones donde nadie más mira porque no quiere o porque no puede, y a partir de ello ayudar a tomar decisiones pertinentes o adoptar posturas consecuentes y constructivas. Digamos que ese es el ideal, pero, se pregunta, ¿qué es hoy el periodismo, qué se requiere para ejercerlo?

Daría la impresión a veces de que para ejercerlo se requiriera solo una de dos condiciones: o una frivolidad pasmosa que repite verdades de a puño y preguntas preconfeccionadas, o si no, estar atrincherado en una posición que permita lanzar con desgaire críticas, comentarios mordaces, descalificaciones y opiniones. En parte el problema es que el periodismo está casi por completo politizado. Tradicionalmente los medios adoptaban, y ello se consideraba legítimo, una postura política, pero esto se torna problemático cuando, como suele ocurrir ahora, los periodistas y formadores de opinión parecen poco inclinados, en general, a explicarnos el porqué de su postura política, o de sus descalificaciones y acusaciones, y menos aún a sustentarla con información real y pertinente.

Existen desde luego excepciones, pero en general, en los debates sobre los asuntos que nos conciernen y que son de cierta forma trascendentales para nuestra vida, es fácil sentirse en medio de una tomatina, en el fuego cruzado de una francachela sin un propósito diferente al de ejercer el liberador derecho a lanzar tomates a diestra y siniestra —solo porque ahí están los tomates, y ahí está el que puede recibir el tomatazo—.

Van de un lado a otro los tomates, en general indistinguibles entre sí, opiniones acuñadas y adquiridas por lealtad a una filiación y no por análisis, y el ejercicio periodístico, sobre todo el de opinión, tiende a dejar apenas un reguero de pulpa que no sirve ni para sopa ni para ensalada. Solo será el detrito de ayer que habrá que limpiar hoy, antes de la nueva tomatina.

En parte el problema surge de que el cuarto poder se entremezcle ahora con el quinto. Por un lado está el verdadero periodismo que prevalece con sus datos comprobados y con sus argumentos estudiados y esgrimidos fuera de trincheras ideológicas para obligarnos a pensar de una manera menos frívola y para ayudarnos a salir de nuestras propias trincheras, y por el otro estamos los demás, a quienes el simple hecho de tener una red replicadora a nuestro alcance nos convierte en opinadores y en generadores y repetidores de noticias de dudosa veracidad. Infortunadamente el cuarto poder vive ahora como epífita de las redes sociales con su espontánea tergiversación, y su ocasional veracidad.

Tal parece, sin embargo, que a todos nos encanta la tomatina virtual. Es divertida y es catártica; pero lamentablemente no solo es frívola sino a la larga lesiva para el pensamiento. Necesitamos, piensa Maritornes, que los medios pongan en relieve a más voces ponderadas, profundas y cuerdas que puedan sacarnos de la borrachera y el desenfreno y nos pongan, sobrios, en el camino de las ideas mesuradas y en el espacio despejado que permite, pasada la catarsis, pensar y analizar de verdad.

 

 

Una nueva patria

11 de julio 2018

 

Las justas deportivas aglutinan en torno a un concepto de nacionalidad a seres humanos ávidos de pertenencia y de identidad. Y en el desarrollo de las competencias salen a relucir —tanto dentro de las canchas como fuera de ellas— comportamientos que tendemos a interpretar como parte de esa identidad nacional, si son buenos para llenarnos de orgullo y si son lamentables, avergonzarnos y rasgarnos públicamente las vestiduras.

Resulta, empero, que como toda generalización es odiosa (y esa no es una vacua frase de cajón sino la verdad) y además imprecisa, asimismo es inexacto generalizar sobre las nacionalidades. Más aún, aparte de ser odiosas, imprecisas e innecesarias, las generalizaciones no sirven para nada, salvo para vanagloriarnos inútilmente por imposible ósmosis patriótica de lo que otros hacen o para avergonzarnos, también inútilmente, del actuar de unas personas que por casualidad nacieron dentro de un territorio delimitado al azar y dentro del cual, también por azar, nacimos nosotros.

Escenas reales: Un señor colombiano, entrado en años, espera con paciencia la llegada de su autobús en un paradero de una ciudad británica. Mientras espera, va recogiendo la basura que se arremolina a sus pies y cuando tiene las manos llenas la deposita diligente y silenciosamente en el basurero. Un transeúnte ruso se acerca a una reportera de cualquier país y no solo le estampa un beso en la mejilla sino que le agarra un seno. Unos muchachos franceses acorralan a un estudiante nicaragüense cuando este sale de la estación del metro y lo muelen a patadas mientras le gritan insultos xenófobos. Un grupo de japoneses se apretuja frente a la puerta de abordaje y se abre paso a codazos en competencia por ser los primeros en subirse al avión, mientras que una mujer mexicana se aparta para evitar ser arrastrada por la turba de pasajeros impacientes. Una mujer venezolana, atónita por el comportamiento que está presenciando, recoge la basura que van lanzando al piso los jóvenes de una ciudad europea. Esos jóvenes se dan vuelta para burlarse de ella. Rebuscan en sus morrales más basura, y la van arrojando para enriquecer la que consideran la gran broma práctica y aumentar así el trabajo de la cívica venezolana.

Todos los comportamientos encomiables o deleznables deben servirnos para mirarnos como individuos, saltándonos por completo un falso sentido grupal, y en esa mirada individual concluir si vamos a andar por la senda de la civilización o por la de la barbarie. La historia nos ha demostrado con creces que la línea entre lo primero y lo último es tenue. El tejido del comportamiento civilizado se deshace fácilmente cuando se enfrenta a factores como el licor, con el que la barbarie hace un maridaje perfecto, o, precisamente, con sentimientos nacionalistas (y con todos los ismos) enconados que también sirven y han servido siempre para atizar la barbarie.

Para efectos de nacionalidad, que el comienzo sea llegar a cierto consenso en cuanto a lo que consideramos bárbaro, y por ende intolerable, y a lo que consideramos civilizado y por tanto deseable, y procurar premiar y divulgar lo último, no como una característica particular de uno u otro país, sino como el comportamiento que define a un ser humano decente*, calificativo al que todos deberíamos aspirar, independientemente del país en donde estemos, o del que seamos ciudadanos. Mejor dicho, la única patria a la que tal vez deberíamos tener orgullo de pertenecer es a la patria de los decentes (de los que de manera literal y figurada son capaces de ceder el paso y de obrar con delicadeza cuando sería más expedito avanzar pisoteando, de los que no adelantan sus intereses menores o de gran envergadura a punta de empellones, marrullas e improperios) a esa nueva “nacionalidad supranacional” hecha de individuos cívicos y civilizados residentes en cualquier lugar del planeta.

 

*Maritornes se refiere al significado original de «decente», antes de que el término fuera cooptado por algunos con fines políticos.

 

 

GRACIAS

4 de julio 2018

 

El 2 de julio, lunes, se cumplió un año desde que Maritornes decidió que no era del todo mala idea ejercitar la voz, desde el fogón. Encontró un balcón, se instaló allí, abrió las puertas de par en par, afinó la mirada y observó, maravillada, que sus ojos se iban adaptando por igual a la luz y a la oscuridad y que la profundidad de campo de su visión iba aumentando permitiéndole divisar detalles más lejanos en el horizonte, a la vez que asuntos más cercanos también ganaban nitidez.

Así pues, con los ojos bien abiertos fue viendo una estrella allí, un pico nevado más acá, el río que discurre en el fondo del valle, la nube que se iba haciendo jirones y fue distinguiendo otras maneras —no siempre evidentes—, que tiene la vida de agitar el corazón. No lo ha hecho sola. A su lado en el balcón ha habido grandes compañeros: los que leen, los que asienten, los que preguntan, los que se conmueven, los que intervienen de cualquier modo, los que invitan a otros y los que simplemente y en silencio leen con interés, de principio a fin. A ellos quiere darles infinitas gracias por abrir también los ojos, por ayudarle a ver cosas que ella no está viendo, por ser partícipes magnánimos de una actitud de asombro y descubrimiento.

Al fin de cuentas, lo que Maritornes quiere proponer es una manera de indagar, de encontrarse con el lado abierto de las dudas y las preguntas, y no de sumarse a ninguna corriente proselitista. Maritornes mira la realidad, desde el fogón, con ánimo inquisitivo, a sabiendas de que hoy demasiadas voces se proclaman de antemano y para siempre vencedoras en cualquier batalla argumental.

En todas las horas del día su balcón y su fogón han demostrado ser lugares aptos para permitir que la realidad sea enriquecida por el juego de luces. Hoy reivindica la importancia de pasar por una larga contemplación antes de pronunciarse sobre cualquiera de los asuntos que la inquietan, ratifica la necesidad de mirar los pliegues y repliegues del acontecer con cierto espíritu de lontananza.

La vida ha puesto en su camino personas invaluables dispuestas a acompañarla en el balcón, en el fogón, en la tertulia amable en la que el chisporroteo produce palabras edificantes e ideas llevaderas, de esas que invitan a aproximarse a la vida por su lado más claro y a alejarse de la desesperanza. Sin esas personas la actividad de observar sería un ejercicio árido y solitario. Gracias, pues, es lo que ella quiere decirles hoy a todos los que han tenido la deferencia de acercarse a su fogón, de sentarse alrededor de la lumbre y de invitar a otros al sublime acontecimiento de convertirnos en compañeros de asombro ante todos los caminos que quedan por andar y todo el horizonte que nos queda por ver.

 

 

El paquete

27 de junio 2018

 

Timbran a su puerta. Maritornes abre y encuentra sobre la maceta de la izquierda un paquete grande, rectangular. El impersonal envoltorio de plástico blanco no delata su origen, y ella, sin detenerse a escudriñar el remitente, piensa que debe haberle llegado algún otro catálogo promocional o cualquiera de esos otros regalos que ahora casi siempre llegan de los departamentos de mercadeo de las empresas.

Abre el empaque de plástico y encuentra, para su sorpresa, que en su interior hay un bello sobre de cartón color ladrillo que lleva, escrito en marcador negro, en una caligrafía gruesa, agradable y con carácter, lo siguiente: “Para mi adorada Maritornes”. Por alguna misteriosa razón ese membrete la envuelve en una espiral de recuerdos y la traslada a épocas pretéritas. Aún no sabe qué contiene el sobre pero está anonadada en ese nostálgico mar de recuerdos de cuando llegaban sobres membreteados de puño y letra, de cuando alguien la llamó así, “Mi adorada”. Ni siquiera sabe si alguien le escribió alguna vez con ese encabezado, pero todo en el paquete le evoca al menos el siglo pasado, siglo de papel y caligrafía, siglo en que uno olfateaba el sobre para saber si se había impregnado del olor personal del remitente y si había logrado conservarlo en su largo viaje por los océanos o las montañas.

No es que quiera denostar de los correos electrónicos, ni de los mensajes instantáneos al celular, pero el ataque de nostalgia la lleva a preguntarse si será posible algún día encontrar cómo preservar esta otra forma de comunicarse, perdurable, personal, artística, tangible, afincada en casi todos los sentidos, enriquecida por el crujir del papel, por el abrecartas, por la letra que, sea bella o no, tan fielmente nos representa como individuos, por la posibilidad de acercarnos físicamente al corazón esa anhelada carta, mientras suspiramos mirando por la ventana.

De alguna manera, ciertamente, el medio es el mensaje, y el medio de los mensajes a la usanza de antes, sobre papel, tenía un gran componente artístico, un je ne sais quoi que ningún correo electrónico podrá emular.  El sobre que le ha llegado contiene un libro de fotos, un álbum de recuerdos amorosamente confeccionado, de hecho, también otra forma más tangible de recordar. Piensa entonces Maritornes en la culpa que la persigue porque no ha sacado el tiempo para imprimir las fotografías almacenadas en forma digital y organizarlas en un álbum, mientras que los viejos álbumes la persiguen con la culpa de no haberlos digitalizado, y continúan tornándose amarillos y llenándose de moho a la par que aplaza la tarea a la que es probable que nunca se le llegue la hora. El asunto de las fotografías es un buen resumen de esa paradoja, esa dialéctica aun no resuelta entre lo impreso y lo digital que pugnan por encontrar un nicho propio y una función exclusiva sin declarase, ninguno de los dos, hasta ahora, ni vencedor ni vencido.

Lo cierto del caso es que así como se vaticinó tan equivocadamente la muerte del libro impreso, que continúa aferrado a la vida por sus inimitables propiedades tangibles, por su valor estético, por su identidad personal, hasta por su olor, a lo mejor el género epistolar como lo conocimos vuelva a encontrar una manera de permanecer para hacer aletear el corazón y despertar los sentidos como nunca podrán hacerlo las letras que titilan en una pantalla. Quizás todavía la vida le depare aun unos cuantos sobres que digan, en una hermosa caligrafía, “Para mi adorada Maritornes”. Quizás.

 

 

Una pregunta para saltar el muro

20 de junio 2018

 

Pareciera que hay edades para ciertas preguntas. En la adolescencia tendemos a preguntarnos a qué vinimos al mundo, cuál es el sentido de nuestra vida. Dentro de variaciones vocacionales, quizás, vamos encontrando la respuesta en la carrera que elegimos, o en cómo decidimos servir, o en lo que por azar la vida pone en frente nuestro. A menudo se trata de una sucesión de deberes relacionados con ganarse la vida o con cumplir funciones en favor de otros —matizado todo, seguramente, de tanto en tanto por aquello que nos deleita y nos alegra—.

Lo cierto del caso es que nuestras preguntas, pasada la infancia —cuando la deliciosa duda de algunas mañanas, tardes, o días interminables era “¿qué será que me pongo a hacer ahora?”— tienden a centrarse en el deber. ¿Qué me corresponde hacer? ¿Cómo debo cumplir mejor mis obligaciones familiares o laborales, o con la sociedad?

Esos interrogantes son seguramente necesarios, y no tienen nada objetable, pero Maritornes hoy se pregunta si acaso no tendríamos que variar la tendencia de nuestras indagatorias con nosotros mismos, es decir, si llegado cierto punto en la trayectoria de la vida podríamos “preguntarnos distinto”, indagar de forma que la respuesta no se encuentre en evaluar, lograr y mejorar, que se aparte de los asuntos pendientes, de las labores por cumplir, de las cumbres por escalar y de las tareas por planear. No se trata tampoco de aquellas preguntas veleidosas —con engañosa apariencia de trascendentales y reveladoras— que algunos responden con simplificados desparpajos y arrasadoras e irresponsables decisiones que dejan a su paso estelas de destrucción y nuevos motivos de desvelo propio y ajeno.

Lo que Maritornes quiere proponer es el posible inicio de una tendencia más amable, una inclinación a preguntarnos más bien qué no se ha despertado en nosotros, qué melodía aún no suena en nuestro corazón —y que quisiéramos escuchar—, qué parte de nuestro corazón quiere cantar, y aún no canta.  Es una nueva forma para el autoconocimiento, una manera distinta de trazar el rumbo, que escudriñe para encontrar tonadas, aleteos, sobrevuelos felices sobre campos sin polvaredas ni nubes ominosas.

No hacemos mal a nadie, y mucho menos a nosotros mismos, por preguntarnos (y respondernos), ¿qué se ha hecho la canción que me cantaba en el alma? Por el contrario, la respuesta a esa pregunta puede abrir puertas insospechadas o dar al traste por fin con falsos encierros; puede echar a correr vigorosas alegrías y puede mostrarnos hasta qué punto, de costumbre, nos hemos hecho la pregunta incorrecta, la que lleva al muro sin ventanas. Esta, en cambio, puede ser la escalera que nos permita asomarnos a ese mundo anhelado que se divisa por encima del muro.

 

 

¿Por qué no, por qué no y por qué no?

13 de junio 2018

 

Las ideas importan y tienen valor. Maritornes no se refiere a todas, desde luego, ni a las ideas perogrullescas y contrarias al sentido común, como la de pavimentar ríos, que a veces hemos visto con horror convertidas en realidad y que son engendradas por personas a las que un conocido comentarista radial llama con sorna y pavor comprensible “gente con ideas”. Sin embargo, ocasionalmente surgen propuestas sencillas —casi demasiado simples para recibir el nombre de ideas—, que no necesariamente desembocan en absurdos y que, inexplicablemente, a pesar de su obviedad, o tal vez por esa misma razón, se quedan huérfanas de promotores, flotando en el éter de la posibilidad sin que nadie las acometa.

Cualquier idea, aun las que a la larga generan bienestar, es susceptible de encontrarse con el escepticismo, con voces que claman que cosas tan simples no pueden funcionar. No obstante, el escepticismo siempre ha necesitado el contrapeso del sueño y del idealismo —y de la diligencia— y en este mundo por naturaleza complejo, intrincado y multifactorial, no debemos olvidar que muchos avances han surgido de ideas de sentido común que por alguna ignota razón tardamos en implementar.

Maritornes se pregunta, por ejemplo, por qué no podría ser que todos los establecimientos públicos en donde se sirvan alimentos y bebidas estén obligados a poner sobre la mesa, sin costo, una jarra de agua. Ella observa con perplejidad cómo la gente en los restaurantes pide agua embotellada en plástico en lugar de tomar un agua de grifo perfectamente potable. Lo que ella quiere decir es que la falta de disponibilidad, o el cobro del agua potable en los restaurantes, va en contravía del supuesto propósito de morigerar el consumo de plásticos de un solo uso que condujo a que se cobrara un impuesto a las bolsas plásticas. Cada uno debe ser libre de pedir agua mineral, o agua embotellada en vidrio, si la quiere, pero el acceso al agua potable de grifo debe ser una obligación de los establecimientos públicos por lo menos para que el que así lo quiera pueda optar por no contaminar con plástico. Algunos restaurantes lo hacen, entregan por solicitud de los comensales agua del grifo, pero otros cobran por el servicio de garrafa de agua servida de la llave. La disponibilidad de una jarra de agua potable en cada mesa nos educaría para seguirnos desmontando del agua embotellada que no necesitamos.

También se pregunta por qué no podría ser, digamos, que los municipios contrataran un buen arquitecto o varios buenos arquitectos para elaborar una variedad de planos de vivienda y locales comerciales cuya estructura y cuyos acabados guardaran concordancia con el entorno y con la tradición. Según esta propuesta, el municipio regalaría esos planos a quien los quisiera y ofrecería un descuento en el impuesto predial a los propietarios que embellecieran su vivienda y sus locales según esos planos. Es lamentable ver cómo las personas que se lucran con el comercio al borde de las carreteras carecen o de la noción de importancia, o de las herramientas, para hacer de esos locales y viviendas algo grato a la vista. No es una trivialidad. Cuántos pueblos y vías rurales no podrían convertirse en pintorescos rincones, y así ver aumentado su turismo, si se iniciara un esfuerzo por ayudarles a sus habitantes a sustituir vidrios polarizados azules, balaustradas y perfiles de aluminio por elementos armoniosos entre sí y con la tradición.

Para terminar con otra pregunta sobre lo simple, ¿por qué no puede ser que las diversas empresas de recolección de basuras ofrezcan vender a plazos a todos sus usuarios una pequeña máquina de compostaje para después recomprarles —aunque sea por una módica suma que estimule la práctica—, ese humus, que serviría para abonar los parques y las zonas comunes de pueblos y ciudades? Esa recompra podría parecerse a la de la energía autogenerada, un sistema que ya es realidad en varios países del mundo pero que aún no llega a Colombia. Invitar a la gente a convertir sus basuras orgánicas en humus aliviaría enormemente la presión en los basureros con sus odiosos lixiviados, y facilitaría el reciclaje de aquellas cosas que, al mezclarse con basura orgánica, devienen imposibles de reutilizar.

Nada de lo anterior es extraordinariamente oneroso en logística, o costoso per se. Como esas propuestas podrían surgirles a los ciudadanos cientos, si no miles, de ideas útiles; pero para aprovecharlas haría falta un canal de comunicación y unos administradores y dirigentes con talento para la ejecución que fueran capaces de hacerse con entusiasmo creador la pregunta retórica que antecede a muchos avances: ¿Y por qué no?

 

 

El idioma de los tres valles

6 de junio 2018

 

Las nubes están empezando a capturar y a reflejar el rosa con el que se despide una luna menguante. La grava cruje a sus pies. Los robles esperan. Los toches, los colibríes, los carpinteros y todos sus hermanos van acompañando el camino que asciende hacia el silencio.

La cuesta de diez kilómetros es empinada, pero ella ya conoce el premio que la espera en la cima. Sudorosa y con las piernas temblorosas llega por fin al plano —demarcado por los dos árboles que ella ha visto en la distancia, como pintados sobre el borde de una meseta— y que es a la vez premio y anticipo de los paisajes que vendrán. Vira a la izquierda y encuentra el sendero que se adentra en un bosque nativo. Tan pronto empieza a descender por ese sendero hacia los valles se ve envuelta en el silencio que busca, en un susurro libre de las discordancias que creamos los seres humanos. Las hojas se mecen, el canto de los pájaros se multiplica, y empieza a hacerse audible el correr del agua del riachuelo.

¿Quién podría pensar que a solo doce kilómetros de las cuatrimotos, las cabalgatas de borrachos y las gentes que de diversas y bulliciosas maneras buscan entretenerse está ese paraíso? Continúa descendiendo por el sendero, y el sonido del agua que ahora forma pequeñas cascadas se escucha cada vez más cercano. Se arrastra por debajo de una cerca de alambre y vislumbra el anhelado valle, de tres que conforman ese escondite bajo las nubes. De pronto cae en la cuenta de que hace unas dos horas y cinco kilómetros no ha visto un solo plástico, ni un palito de bombón, ni una tapa de botella, ni un paquete vacío. Y en medio de la dicha recuerda las noticias de la mañana: otra ballena encallada que muere entre estertores, tratando de regurgitar de su buche siete kilos de plástico; el suburbio de una ciudad de la India cuyo apocalíptico paisaje es una interminable sucesión de accidentes geográficos hechos de basura.

Maritornes contempla el valle de un prístino verde esmeralda, y las montañas entre azul y púrpura que lo flanquean. Piensa que el amor por la naturaleza, el afán por limpiarla, por amarla y por respetarla —la incontrolable inquietud por disfrutarla— no pueden ser ni el canto incomprendido de una minoría esclarecida, ni el privilegio de unos pocos, ni la excentricidad de unos cuantos. Tiene que ser, como el fin de la esclavitud, algo que genere un consenso universal, un lugar ético a donde nos arrastre sin ambages la fuerza de una nueva conciencia.

Se sienta a la sombra de unos sietecueros, al pie de la montaña, a tomar un café que ha llevado en su termo y a tomar el desayuno. Los colibríes están interpretando alguna sinfonía de muchos músicos. El arroyo continúa con su hipnótico ronroneo. Maritornes respira a fondo esa soledad que la llena de alegría. Renuente, emprende el camino de regreso, anhelando poder retener en sus pupilas todos los tonos de verde que le ofrece el paisaje, y en sus oídos aquel murmullo de las hojas. Esta es aun otra de las muchas causas urgentes, la de comunicarnos con esa naturaleza pródiga, diversa, poderosa y misteriosa  en un idioma diferente al de la explotación.

 

 

Tres silencios

30 de mayo 2018

 

Pasan algunas tormentas y nos dejan cansados de su estruendo y anhelando tanto el silencio como el regreso de las aguas a su cauce. Desbordada por doquier queda la basura que dejó la ventisca. Sin embargo, cuando contempla el reguero, lo que Maritornes ve, paradójicamente, es lo que brilla por su ausencia.

Cómo mejorar la economía y el empleo formal, cómo establecer una tributación justa sin torpedear la economía, cómo hacer la educación accesible a un mayor número de personas, cómo luchar de manera efectiva contra la corrupción, todos fueron temas que tronaron en los medios, y todos son, ciertamente, importantes. Sin embargo, no dejan de ser tristes los silencios elocuentes sobre temas que tocan el corazón más directamente, o que deberían tocarlo, tanto el de los aspirantes a líderes como el de los ciudadanos del común.

¿Por qué, por ejemplo, el hambre de los niños y la violencia más abyecta perpetrada sobre ellos en números que no podemos ni asimilar no forma parte de los temas de mayor resonancia, más apremiantes, más inaplazables? ¿Cómo pasar de agache frente a la vergüenza que debería producirnos que en Colombia —el segundo país más biodiverso, situado en esta fértil y frondosa esquina del mundo—  tantos niños se acuesten con hambre y tantas madres tengan que responder —esquivando los ojos de sus hijos—, “nada”, a la pregunta de qué hay para comer? ¿Cómo no referirse a la necesidad de ir hasta los hogares más vulnerables para ofrecer un acompañamiento médico y psicosocial universal, in situ, en casa, con el fin de empezar la urgente labor de prevenir el maltrato y el abuso doméstico e implementar un cuidado en salud realmente preventivo?

En esta sociedad del siglo XXI empezamos a dar una gran importancia, con diversos grados de fanatismo, al bienestar de los animales. Es importante que lo hagamos. Todo lo que contribuya a un ademán compasivo y justo nos engrandecerá. Empero, no se entiende otro silencio, por ejemplo, con la situación de nuestros presos. Así las cosas, mientras escudriñamos las estanterías de los supermercados para ubicar y poder comprar los huevos puestos por gallinas libres de jaula, poco pareciera importarnos que los presos de este país se hacinen unos encima de otros en las condiciones de detención más infrahumanas. De nuevo, existe un profundo y elocuente silencio por parte de los aspirantes a líderes.

Brilla por su ausencia también el tema de la criminalidad. Maritornes no es amiga de generalizaciones, pero no está muy lejos de la realidad afirmar que en este país (que desde luego no es el único) se vive en muchos aspectos bajo el espectro del miedo. En las ciudades los centros suelen ser lugares de pavor y todo el que puede anda polarizado y blindado. En las casas, el miedo al robo ha creado toda una escuela arquitectónica de la reja y el encierro. Los líderes visibles de causas incómodas deben vivir esquivando amenazas como mejor puedan.

Este es apenas un pequeño inventario, la proverbial punta del témpano en materia de asuntos que debemos abordar, como sociedad, con urgencia. En resumen, por más que estemos en la OCDE y en la OTAN, y por más que promovamos la industria, reestructuremos la justicia y todos los etcéteras de un plan de gobierno, por encima de todo somos una sociedad que necesita sanar, y que debe abordar con sentido de urgencia su enfermedad social y mental.

Es difícil pensar en medio del ruido. Ojalá la tormenta, piensa Maritornes, nos deje un poco más limpios de alma, más deseosos de bajarle los decibeles a la contienda, más conectados con la calma que se requiere para pensar de verdad no en nuestras propias necesidades, sino en aquel paisaje nuevo que vamos a pintar entre todos.

 

 

Subversiones lúdicas… y posibles

23 de mayo 2018

 

Subvertir, o al menos invertir, el orden es un ejercicio interesante —y lúdico—que nos puede acercar a escenarios nuevos, en muchos casos más deseables que los actuales. Todos conocemos la lucha de los artistas —músicos, actores, pintores, escritores, bailarines, entre otros— por sostenerse. Así mismo, somos conscientes de los privilegios económicos y la infinidad de prebendas de las que gozan los funcionarios del Estado y los políticos: automóviles blindados, escoltas, ayudantes, subsidio de gasolina, y salarios “dignos de una dignidad” de la que muchas veces carecen. Por otra parte, vemos a los maestros trabajar horas interminables en una profesión conocida tanto por agotadora como por indispensable. ¿Cómo puede dejar de conmovernos, por ejemplo, la labor que hacen los maestros rurales, en condiciones de precariedad la mayoría de las veces? Y si entonces uno piensa en los corredores de bolsa transando de acá para allá y enriqueciéndose de solo transar e intermediar, pues, no es sorprendente que le entre cierta curiosidad por saber qué pasaría si el orden de prioridades fuera diferente.

No es que a Maritornes le parezca que no deba haber corredores de bolsa, ni que los honorables senadores de la patria deban quedarse sin escoltas en un país con tantas amenazas, pero se pregunta qué pasaría si hiciéramos más a menudo el didáctico ejercicio de subvertir el orden establecido, ese orden que frecuentemente no entendemos y que nos deja un sinsabor, un regusto a falta de lógica. Lo hemos hecho en el caso del día sin carro, que es ese día que, pese a los sacrificios e incomodidades que entraña, hemos dedicado a concebir un orden alternativo en el que el automóvil no sea el rey. Ese experimento ha arrojado sorpresas, como cuánto contamina el transporte público, cuán difícil es andar en bicicleta aun en ausencia de la mayor parte del parque automotor, etcétera.

Supongamos entonces que a ese experimento temporal y subversivo le sumáramos otros no menos urgentes y que durante un mes al año, o durante una semana, les pagáramos a todos los maestros lo que se gana un congresista y a estos lo que se gana una maestra. Ese día no estaríamos pensando tanto en remunerar según el tiempo de preparación, o según el bien o mal ganado prestigio, sino según el esfuerzo, la verdadera dedicación, y el impacto real que el trabajo de esas personas tiene en la calidad de vida o en las oportunidades del resto de los ciudadanos, que es otra forma de mirar la remuneración en una sociedad.

Así las cosas, en experimentos paralelos, aunque sean por ahora imaginarios, en este hipotético escenario los barrenderos, los campesinos que recogen la cosecha y los guardabosques se ganarían por unos días un salario comparable con el de un cirujano esteticista. Los cuidadores (madres comunitarias, auxiliares de enfermería, niñeras y otros) se ganarían el sueldazo de otros oficios privilegiados por nuestra sociedad, por ejemplo el de los presidentes de algunas compañías. Como parte de ese experimento, habría unos días en que por sumas millonarias los artistas serían contratados para deleitarnos con su arte a cada vuelta de la esquina y para embellecernos o al menos alegrarnos la vida.

En ocasiones, para poder mejorar lo que está en desarreglo es necesario embarcarse en cambios radicales, vaciar todo el guardarropa, borrar lo pintado en el lienzo, desbaratar pieza por pieza el motor antes de poderlo arreglar. Así como cuando se trata de ordenar y arreglar, el ejercicio social de cambiar abruptamente las condiciones, o al menos imaginar que lo hacemos, y aunque sea temporalmente, sirve, como ya se ha visto con el día sin carro, para develar lo que estaba oculto, para abrirles espacio a nuevos valores posibles, y para contemplar opciones que no se nos ocurren fácilmente mientras nos estamos moviendo a toda prisa y con anteojeras dentro del orden establecido.

 

 

Cosas ocultas en “no”

16 de mayo 2018

 

No lo había notado. Algunas claridades tardan en llegar, o, como suele decirse, la vida es un aprendizaje eterno. No es psicóloga. Es posible que para los psicólogos esto sea un conocimiento común. Ella tuvo que entenderlo poco a poco.

En su entorno hay personas con quienes sostiene fructíferas conversaciones en las que las diferencias dan pie a un delicioso vaivén intelectual en el que más bien se busca el encuentro, “tú piensas esto, lo que yo pienso es ligeramente diferente pero veo por qué puedes pensar lo que piensas”. Esa manera de debatir cualquier idea o propuesta lleva siempre en una espiral ascendente a un aprendizaje, a mirar la idea que se sostenía anteriormente desde otro ángulo u otra perspectiva de mayor alcance.

A lo largo de la vida, sin embargo, se ha encontrado de tanto en tanto con personas con quienes este ejercicio resulta imposible. A cualquier propuesta la reacción es tan negativa como tajante, un rotundo clavar los talones en una inamovible oposición. Poco a poco fue aprendiendo que esta es una actitud constitutiva de ciertas personalidades que derivan valor emocional de estar siempre en desacuerdo, y de manifestarlo de manera inequívoca. No se trata de que haya que estar de acuerdo con todo lo que dicen los demás, cosa que denotaría una actitud pusilánime y “quedabien”; pero sin lugar a dudas existen dos extremos de esta posibilidad temperamental. Por un lado están aquellos que gustan más bien de encontrar los puntos de acuerdo con los demás, a quienes esto les reporta satisfacción intelectual y emocional, y otros a quienes, por el contrario, les resulta gratificante estar en desacuerdo, para quienes disentir —y mientras más radicalmente mejor—, es una forma de reafirmación personal, una suerte de blindaje frente a la “amenaza” difusa de ser convencidos de algo, o de tener que admitir que su anterior postura resistía mejorías. En los dos extremos ambas posiciones pueden ser perniciosas: es tan malsana la incapacidad de expresar respetuosamente que se está en desacuerdo, y entonces asentir a todo lo que dicen los demás, como la oposición sistemática a todo lo que se propone.

Lo importante para ella —y por ende esta breve disquisición sobre el particular— es haber descubierto (un poco tarde para todo lo que habría podido servirle), que para un sinnúmero de personas (tal vez sin proponérselo) estar en desacuerdo equivale a un juego de poder que puede rendir grandes frutos. A muchas personas las sacude de una manera que las desconcierta y las deja sin habla un “no” o un desacuerdo expresado de forma categórica y, cuando esta dinámica es habitual, genera una disparidad de poder, una danza perversa entre un «superior» y un «inferior». Podría decirse, entonces, que el  desacuerdo sistemático es una forma simplificada y poco productiva de esgrimir poder. Develado el mecanismo quizás nos resulte más fácil convencer a esos opositores consuetudinarios de buscar la conciliación, y de centrar sus conclusiones en un pivote que no sea la búsqueda de aumentar su poder, o de afianzar una mal ganada superioridad.

 

 

Cosas de mujeres

9 de mayo 2018

 

Ella accede, aunque es, por naturaleza y formación, reacia a sensiblerías, y a ese tipo de rituales primigenios. Tal vez su reticencia es a lo desconocido, o a lo que está diseñado para saltarse los filtros de la razón. La terapeuta-bailarina es, pues bien, eso, una mujer que se ha especializado en hacer terapias, o en despertar conciencias, o en retirar bloqueos a base de danza, o simplemente en ofrecer una experiencia novedosa por medio de movimientos asociados con el baile. El grupo de mujeres se encuentra en una amplia terraza donde se cruzan unas brisas amables sobre un valle verdeazul. Llevan ropa cómoda, según la indicación, y al menos ella va a la expectativa, y un poco recelosa, de lo que les depara el ejercicio, nuevo para todas.

La actividad se inicia con varios movimientos para aflojar las articulaciones, al ritmo de alguna música étnica con vagos referentes árabes y africanos, nada invasiva, más bien conducente a inducir un estado levemente meditativo. La maestra les pide moverse por el escenario-terraza con pasos de libre destino, a donde vaya llevando el capricho. Poco a poco, imperceptiblemente, el freno de la timidez cede y todas siguen las indicaciones con creciente libertad. Uno de los últimos ejercicios es el de echar a patadas y a manotazos todas aquellas cosas de las que quieran librarse. Ya ninguna mira a la otra. Maritornes supone que si algún desprevenido se asomara a ese cuadro de mujeres que se contorsionan y manotean y patean el aire concluiría que han perdido la razón… y en parte estaría en lo cierto.

La maestra da la instrucción, en voz muy suave, de andar nuevamente por la terraza y mirarse a los ojos un buen rato con cualquiera que el azar vaya poniendo enfrente. Ya hacia el final, empiezan a formar, casi sin instrucción previa, un círculo, y a tomarse de las manos. Después de mirar al fondo de ojos marrones, azules, negros, al fondo de los ojos de personas que le resultan cercanas pero a cuya alma nunca se ha asomado de esa forma, algo fundamental se transforma. Se atrevería a afirmar que la transformación es general porque reina una sensación muy particular de haber tomado conciencia de que todas son un solo “algo”. Se desvanecen en buena parte el yo y el tú, y la ausencia de esa frontera da paso a una palpable y vibrante energía de unión y de posibilidad.

Y tiene que admitir que lo que se ha despertado es justamente algo primigenio —y femenino, y poderoso—. Es una fuerza palpable por el espíritu. Conmovida, considera el poder de la unión femenina. Seguramente que existen versiones masculinas, o mixtas, de esto que ella ahora percibe, pero lo que capta es femenino, es el potencial —y en ese preciso instante el potencial hecho realidad—, de dar a luz conjuntamente respuestas, propuestas y marcadores para el camino.  Piensa en cuán equivocado le ha parecido en su vida, sin tener siquiera en cuenta esta reciente experiencia, el lugar común que advierte que las mujeres en general y especialmente en el trabajo son terribles, unas hienas que se vuelven las unas contra las otras. En su vida, por el contrario, a cada vuelta del camino se encuentra con mujeres extraordinarias que son capaces de unirse por encima de incontables y profundas diferencias, para crear esperanzadores eventos extraordinarios. Corrobora una vez más que la fuente de esa energía es inagotable en sus distintas versiones y siente que por alguna extraña razón coyuntural el mundo está pidiendo que las mujeres conciban y alumbren una nueva manera de ser para los demás, no para armar bandos, ni despreciar, ni hostigar ni volver todo un “nosotros y ustedes” sino para ir a la fuente de esa maravillosa energía conjunta y compartida para descubrir e inventar modos amorosos de sanar el mundo.

 

 

Qué hacer con eso otro

2 de mayo 2018

 

El optimismo no es un asunto improbable para ingenuos. Empieza a ser tratado por la ciencia como cuestión de salud pública, en parte porque diversas investigaciones relacionan la actitud optimista y agradecida con el incremento de las probabilidades de supervivencia cuando las personas se enfrentan a enfermedades o accidentes que amenazan la vida. Pidamos a los escépticos conceder por un momento y aceptar, aunque sea por razones pragmáticas, o en aras de la discusión, que el optimismo es posible y conviene a todos. Podemos afirmar sin mucho margen de error que los niños no se crían más felices en un ambiente de pesimismo, que a un país le costará más avanzar si está sumergido en el pesimismo, y que sacar adelante un proyecto de vida es doblemente difícil si en el punto de partida están arraigadas la duda y el negativismo.

Sin embargo, para poder ser optimistas y aferrarnos con terquedad a la convicción de que en todos los ámbitos —así sea a trompicones y con dolorosos reveses—, la humanidad avanza, que encontraremos más pronto de lo que pensamos soluciones a problemas que hoy nos parecen insolubles, y que crearemos un grado de bienestar y justicia mucho más generalizado, debemos enfrentarnos a un embrollo. Cualquier día los diarios nos enfrentan al dilema. Hoy uno de ellos relata cómo un niño de tres años fue encontrado agonizante tendido en la sala de su casa. Nadie lo veía hacía dos días y había sido víctima de maltrato. Murió en el hospital al que fue llevado. En Siria ha habido otro ataque con armas químicas. En las zonas de desmovilización de las FARC encapuchados están asesinando a tiros a los excombatientes, ante el silencio de la prensa y la aparente indiferencia de la mayoría del país. Donde quiera que uno mire puede encontrar una aberrante injusticia, una ignominia.

Entonces ¿si estamos de acuerdo en que conviene ser optimistas, qué hacemos con la tristeza y el desasosiego que nos producen estos hechos dolorosos e indiscutiblemente indefendibles e indeseables? ¿Qué hacemos conceptual y emocionalmente con los horrores que no podemos desconocer ocurren aquí, allá y acullá? ¿Cómo encontrar coherencia o sentido en el contraste entre el dolor de la existencia humana y el beneficioso optimismo? ¿En qué gaveta mental guardamos el horror y el sufrimiento?

En el intento por conciliar ambas cosas algunos sucumben a la que consideran la conclusión inevitable de que vivimos en un sinsentido, o que los seres humanos somos irremediablemente malos, o que el mundo va destinado a su destrucción pese a los esfuerzos y logros de una parte de la humanidad. Otros acuden a una fe religiosa para encontrar solaz y explicación. Aun otros prefieren no considerar siquiera la cuestión.

Lo cierto del caso es que si el optimismo es intrínsecamente benéfico es necesario empeñarnos en alzar su estandarte a pesar de todo lo que podría indicar que estamos pecando de ingenuos. Persistir en el optimismo es hoy el acto de mayor rebeldía, y al mismo tiempo un poético acto de heroísmo. Es proteger a nuestros niños y a nuestros jóvenes (y protegernos a nosotros mismos) de la desesperación, es crear en nuestro círculo una luz que nos permita navegar en medio de la oscuridad —luz que es dos veces necesaria justamente por causa de esa oscuridad—. Es encargarnos de crear algunas razones para el optimismo propio o ajeno. Es ser humildes, no indiferentes: es darnos la posibilidad de sentir esos dolores y de tratar de remediar las injusticias cuando esté a nuestro alcance, pero aun así conceder que, pequeños y limitados como somos, no podemos pretender tener todas las respuestas para poder avanzar —y sonreír—. Es estar al menos dispuestos a creer que, aunque no hoy, un día comprenderemos el sentido de la noche. Es procurar insistir y persistir tercamente y por encima de todo, y por el bien propio y ajeno —como hace cada día el amanecer—, en el revolucionario acto de la gratitud y del optimismo.

 

 

La noche no basta

25 de abril 2018

 

Unos corremos, o caminamos, o nadamos, o nos vamos de vacaciones —o vemos televisión—, o tratamos de meditar por las mañanas, o simplemente dormimos y confiamos en que la noche nos renueve y nos conecte lo necesario con todos esos movimientos telúricos soterrados en nuestro inconsciente que requerirían ajustes y pausas conscientes para entenderlos. Hace unos decenios existía la costumbre de irse de retiro, por estos lares generalmente retiros católicos, unos más silenciosos y más meditativos que otros, unos más programados y con agenda más definida y otros destinados sencillamente al encuentro de una persona consigo misma.

Hoy quizás son más frecuentes los retiros de origen oriental, el de yoga, el que se hace en un áshram en la India, el de vocación budista y un largo etcétera. Sea como sea, la evidencia apunta a que los seres humanos tenemos de tanto en tanto una gran necesidad de reconocernos en medio de algún silencio o de algún cambio radical en el entorno. Y Maritornes no se refiere a las vacaciones en una concurrida playa donde se toma ron y cerveza desde el mediodía. Se refiere a esa pausa de verdad propicia para la introspección, a una higiene del corazón.

Daría la impresión de que de vez en cuando los seres humanos necesitamos hibernar, silenciar todos los ruidos y apartarnos de todo y de todos para poder escuchar la voz interior que pugna por darnos a conocer algo urgente sobre nosotros mismos pero que logramos silenciar a base de trajines y deberes, y a base de dejarnos ensordecer por ruidos externos y exigencias de todo tipo. No a todos nos resulta fácil entrar en esas pausas cargadas con el potencial del autoconocimiento, pero no hacerlo nos pasa muchas veces la factura en forma de enfermedades y agotamientos que nos piden a gritos detenernos y que terminan obligándonos a hacer el alto en el camino al que por largo tiempo le hicimos el quite.

Se le ocurre a Maritornes que estos períodos destinados a la contemplación y a tratar de conocernos mejor deberían ser un ritual periódico de nuestras vidas. A lo mejor comprenderíamos con mayor prontitud las cosas que terminamos comprendiendo a la brava, forzados por las circunstancias; a lo mejor esos recesos crearían en nuestros cerebros nuevos circuitos por donde puedan correr corrientes más serenas. Es posible que en épocas de menos interconexión, de menos ubicuidad de la información, esos momentos apartados del tiempo ocurrieran más fácilmente dentro de la rutina. Hoy quizás es necesario buscarlos, ir a ellos. Requieren un decidido esfuerzo de la voluntad por mirarnos de frente y a fondo en un contexto en donde todo no nos invite a “hacernos los locos”. La noche cumple en parte esa función restauradora, pero en tiempos en los que somos literalmente bombardeados a diario por información que nos sacude —o nos fragmenta la atención—, sin misericordia, y donde un día debe rendir para lo que antes se hacía en una semana, nos toca buscar la forma de hibernar. Hoy, pareciera, la noche no basta.

 

 

Quién nos convence de qué

18 de abril 2018

 

Pide un taxi. Siente la aprensión frecuente sobre el servicio. El móvil 630 está a su puerta. De un vistazo rápido evalúa qué clase de experiencia tendrá. El taxista lleva el pelo corto adelante y largo atrás, a lo Pedro, el escamoso. Lleva la gorra en sentido contrario, con la visera hacia atrás, cubriendo un pelo muy negro, y muy engrasado. El asiento sobre el que por fin se sienta Maritornes se hunde, vencido por el peso de quién sabe cuántos pasajeros que han hecho sus trayectos en este diminuto Hyundai Atos que conoció días mejores. Falta la clavija del seguro y falta la perilla con la que se abriría la ventana. Del espejo retrovisor cuelgan los acostumbrados artículos, en este caso religiosos.

Pasadas unas tres cuadras, cuando deja de mirar su celular, nota que la radio está sintonizada en una emisora clásica. Se concentra un poco y reconoce un nocturno de Chopin. “Qué buena música tiene usted”, le dice. El taxista responde: “Es la emisora de la universidad. Es la única que oigo. Por las tardes, ya hacia la noche, tienen una sección de lectura de cuentos, que ni le digo. A veces dejo de coger una carrera y me estaciono para poder oír el final”. Ella hace algún comentario para estimular el fascinante relato de las inesperadas preferencias del conductor, y él continúa. “En la casa también solo oímos esta. Es la que le gusta a mi hija, que es escritora. Se acaba de ganar un concurso de cuento”.

En esta tónica continúa la conversación hasta que ella llega a su destino. Antes de entrar al restaurante a donde se dirige para encontrarse con otras dos personas, se queda unos minutos parada en el andén para asimilar las implicaciones de la aparente incongruencia entre todo lo que sus primeras impresiones le hicieron predecir, y lo que la realidad le entregó. Considera, como tantas veces, el papel de los medios en generar tendencias, configurar gustos, elevar (o no) el espíritu y ayudarnos a todos a transitar caminos alejados del pantano en que nos sumen a veces las realidades de la vida.

Una madre, piensa, selecciona con cuidado los alimentos para sus hijos, trata de que a su espíritu y a su cuerpo entre lo que ella considera mejor, lo que cree en su corazón que los hará prosperar en todo sentido, lo que les permitirá desarrollar todo su potencial. Cuán provechoso sería que los medios tomaran más conciencia de que dentro de su función ética está alimentarnos con “lo mejor de lo mejor”, no con lo que consumimos con facilidad. Es como si la madre alimentara a sus hijos con dulces y papas fritas de paquete con el argumento de que es lo que se comen con gusto y facilidad.

Somos producto de todas aquellas cosas de las que nos han convencido, de lo que a lo largo de la vida nos han dicho es así o asá, somos producto de aquellas cosas con las que nos han alimentado. Al sorprendente taxista de Maritornes alguien lo convenció de algo que finalmente lo condujo a sintonizar y apreciar la emisora de la universidad, a disfrutar de la música clásica y de un buen cuento; a su hija, a su vez, alguien le dio un buen alimento que la llevó a la escritura. Gran aporte harían los medios si hicieran más esfuerzos por ponernos en el plato no lo que según ellos consumimos con facilidad, sino lo que podría alimentarnos de verdad; inmenso favor nos harían si pusieran mayor empeño en convencernos de sintonizar el dial de la mente y del corazón en la emisora de las elevadas posibilidades.

 

 

La cosecha

11 de abril 2018

 

Un jardín, cuidado, pero sin demasiada dedicación. Seis árboles de guayaba feijoa que, como cada seis meses, han dado cosecha. No se trata de un par de frutas. Una tras otra caen al piso hasta sumar centenas, rebosantes de jugo y dulzura, y dan para todos: los dueños de la casa, los vecinos, las mirlas y los toches, los hijos, el portero y los amigos. Hay que salir a recogerlas del piso para que no se pierdan, y de una vez recoger del árbol las que están maduras.

La vecina lanzó al desgaire contra un seto unas semillas de granadilla y ahora tiene una frondosa enredadera. Es más, hizo lo mismo con unas semillas de curuba, y también goza de su cosecha, y de la de tomate de árbol, y en los guayabos ya mencionados se enredó, silvestre, una mata de uchuva.

Todo apunta a que el mundo quiere fructificar, a que la cosecha, aun la silvestre que no ha gozado de grandes intervenciones, puede ser abundante. Todo apunta a que la vida sabe crear su propia abundancia. Maritornes se pregunta por qué nos cuesta tanto poner la mirada en la cosecha que se derrama ante nuestros ojos, y por qué se nos dificulta concebirnos como recolectores —no de uno que otro fruto seco y aterido encontrado entre las piedras—, sino de la fragante cosecha que podría ser nuestro destino. En versiones bondadosas de sí misma, no tan escasas porque pertenecen a una pulsión primigenia, la raza humana siembra, recoge, transforma y multiplica con afecto, destreza e imaginación lo que llega a sus manos.

Eso sí, ser buen sembrador y buen cosechador (o incluso cosechar lo que sin haber sembrado se puede recoger gracias a que el mundo entrega a menudo regalos sin contraprestación), le requerirá al ser humano dejar de sembrar violencias y tempestades; tendría que aprender a parar las guerras —y a no guerrear, para empezar—. Por fortuna, no en todas partes hay guerras. Hay países sin ejércitos y sociedades que ya no dirimen sus diferencias a base de bravuconadas y matonismo, interno o internacional, y por ende ya no malogran generaciones enteras de sembradores y cosechadores cuya promesa queda regada en el enrojecido campo de batalla.

La paz, finalmente, es eso: la posibilidad de la siembra y la cosecha. ¿Será que lograremos un día concebir como sagrado el derecho de las gentes a la abundancia posible? Y no se trata solo de exuberantes lugares privilegiados de aguas y de árboles. El beduino con sus cabras y el tuareg con su leche de camella tienen a su modo la posibilidad de una abundancia materializada en libertad, en vientos y en estrellas y en lo que sus animales les dan… siempre y cuando no tengan que vivir en medio de la guerra.

Y tal vez un día también aprendamos que la más bella manifestación de creer en la abundancia es abandonar la nerviosa compulsión por acumular, más y más, por si acaso y por si acaso. Esa compulsión nos sepulta debajo de una carga que nos sofoca y que, claro está, nos impide ver lo que, como un milagro, está brotando a nuestro alrededor sin haberlo sembrado.

Maritornes recuerda un árbol de manguito dulce que se erguía alto y frondoso al borde de una alberca, en un patio cartagenero. Cada hora, más o menos, ¡plop!, al agua caía un manguito sin magulladuras que rezumaba dulzura. Un regalo sin contraprestación. Ojalá, piensa, su corazón siempre sepa recoger la cosecha.

 

 

 

Un nuevo amor

4 de abril 2018

 

Lejos estaba Maritornes de pensar que, aun conocida su entusiasta naturaleza, su pulsión por conocer, por aprender y por descubrir, iba a encontrar a estas alturas de su vida un nuevo amor. Como pasa muchas veces —si no todas—, con el enamoramiento, se trata de algo irracional e imposible de describir adecuadamente. Fue un amor contundente e inequívoco que surgió de manera súbita. No lo puede explicar muy bien porque tratar de comunicarles a otros lo que la persona enamorada siente por el objeto de su amor es un ejercicio infructuoso. Se puede hacer la lista de las virtudes, lo que representa ese objeto de apasionamiento, lo que nos hace sentir, pero en general es imposible en verdad comunicar la grandeza que percibimos en ese otro que los demás ven, a través de un lente desapasionado, como un ser corriente.

Mientras Maritornes observaba por la ventanilla del avión la imponencia de los Andes con sus cumbres nevadas, la expansión no conquistada de territorios agrestes con toda su mitología, toda su historia y toda su promesa y sus posibilidades, sentía el corazón palpitante de ilusión, desbocado por la expectativa, aun sin haber puesto el pie en una tierra cuyas vibraciones y recodos eran un sueño largamente aplazado. Sentía que esas cumbres azuladas que se confundían con el cielo eran promesa justamente porque persistirían en mantenerse sin conquistar, respirando al lado del firmamento para traernos claro y resonante el mensaje de la tierra virgen.

En realidad ni siquiera fue amor a primera vista sino a primera sensación. Tan pronto cruzó hacia el sur la línea del Ecuador, sintió que algo en ella se movía, que ese eje que ella atravesaba por los aires modificaba en su interior algo sustancial, también otro eje, si se quiere. Llegaba a los brazos a los que pertenecía. Sin lugar a dudas su corazón no era de ningún norte, sino por completo del sur, y la aguja de su brújula se movería para apuntar de ahora en adelante en una dirección diferente.

El sur sería para ella nuevo norte, y nuevo centro. Así como los enamorados, sintió al llegar al sur, al contemplar el bravío e insondable Pacífico, al mirar hacia los nevados y al caminar por las calles australes, bajo árboles que en ese sur palpitaban y echaban raíces hacia otro polo, que en su corazón encajaba una pieza que antes nunca había encontrado su lugar. Lo que más quiere ahora es seguir conociendo el objeto de su amor, quiere conocer sus patagonias, sus nieves perpetuas y sus desiertos, sus salares, sus lagos, sus soledades, sus vientos y sus misterios indómitos. Está impaciente por volver a contemplar sus estrellas y por respirar a fondo su aire. Nunca sabemos cuándo, ni dónde ni por qué nos asalta un asombro inesperado que nos haga palpitar de emoción. ¿Cómo habría podido imaginarse, aun amando la tierra y aunque algunos habían tratado de explicárselo, que era posible enamorarse de un hemisferio?

 

 

El cielo a la medida

28 de marzo 2018

 

A lo mejor la vida —esta y cualquiera otra que haya—, son más justas de lo que imaginamos. Quizás lo que tenemos en este trayecto de existencia, y en el que seguirá, está dado por la medida de lo que seamos capaces de concebir. Además, por definición, lo que seamos capaces de concebir tiene las dimensiones de lo que nuestra expansión de conciencia permite; y para sumarle a una posibilidad justa, sobre nuestra expansión de conciencia sí tendríamos cierto grado de dominio y control. Podemos, por ponerlo de alguna forma, echar el alma al potrero, o elegir contenerla entre barrotes mentales.

En la vida de Maritornes es cada vez más frecuente el fallecimiento de personas cercanas a su corazón; y esas ausencias la han puesto a pensar en las versiones posibles de la vida subsiguiente para cada una de esas almas. Cuando consideraba cómo sería el cielo que les esperaba, un pensamiento entre absurdo y real visitó su conciencia. ¿Qué tal que ese cielo, o ese infierno, o ese limbo, o esa extinción fueran lo que son porque así lo imaginó cada una de esas personas? ¿Qué tal que el destino posvida en la tierra nos tenga deparado exactamente lo que fuimos capaces de creer que habría para nosotros, ni más, ni menos?

Esta idea, desde luego, no ha de ser nueva en medio de una larguísima historia de las ideas, pero Maritornes ha querido concretarla en una maqueta mental, en una creación plena de detalles y por ello lleva un buen tiempo diseñando su cielo: quiénes estarían y quiénes por nada del mundo; cómo pasaría sus horas, si las hubiera —y, según su diseño, sí las habrá para poder conocer el antes y el después de las cosas felices—. En el ámbito que nos es próximo, el de esta vida, también todos conocemos situaciones en las que nos preguntamos si será posible que las realidades de las personas tengan mucho menos de fortuito o accidental de lo que ellas quieren creer. Conocemos personas a las que “todo les sale mal” en medio de circunstancias más bien favorables, y otras que, aun en medio de la adversidad, logran revertir el inminente desastre para crear vidas productivas, llevaderas y relativamente alegres. ¿Será posible que fuera su imaginación, su capacidad de inventarse a sí mismas, el poder creativo de sus pensamientos el que determinó el nivel de satisfacción en el que transcurrieron sus vidas?

Solo por si acaso fuera cierto que tenemos más poder de crear la realidad del que sospechábamos, todos los días Maritornes le agrega a su cielo nuevas especies de árboles, traza riachuelos por todas partes, hace florecer esos árboles que sembró, hace caer nieve de prístina blancura, pone a cantar toda clase de aves, a conversar a sus amigos bajo una pérgola que mira a un ancho y verde valle, y así sucesivamente, cada noche, esa es su tarea: embellecer su cielo con lo que conoce y con lo que logra inventar. Pasan cosas extrañas, sin lugar a dudas. Pocos días después de empezar a hacer su ejercicio de imaginación, se encontró con esta cita en El remordimiento, de Fernando González: “Así, no hay premios ni castigos. El cielo consiste en el estado de conciencia adquirido a tiempo de morir. Lo mismo, el infierno. Es un estado resumen de la conciencia”. Así pues que, animada por el filósofo de Otraparte, continuará en su empeño por ensanchar de bondades materiales e inmateriales el horizonte de su cielo, ejercicio que con frecuencia, además, termina mostrándole algo que no siempre vemos, y es cuánto del cielo ya hay en la tierra.

 

 

Cómo ahorcar al rey Midas

21 de marzo 2018

 

“Salió una nueva norma”. Esa es la frase que aterroriza a los empresarios en Colombia; a los principiantes porque el anuncio les indica que ahora tendrán que trepar aún otro peldaño para poder operar en la legalidad; y a los establecidos porque entienden que a la maraña de disposiciones gubernamentales emitidas por diversos estamentos descoordinados se le acaba de agregar otra que los recarga, los desconcierta y los distrae de su verdadera misión empresarial.

La frase vaticina la aparición de otro elemento de tortura administrativa no solo para los empresarios, sino también para los proveedores de servicios. Pongamos por ejemplo a la odontopediatra que, asfixiada por una nueva norma, tras una nueva norma, tras otra nueva norma, es decir, por el enloquecedor mutatis mutandis de los requisitos, (que en este caso no quiere decir “cambiar lo que haya que cambiar”, sino “cambiar todo lo que se pueda cambiar”) concluyó que como por cumplir tantas normas no tenía ya tiempo de atender a los pacientes, lo mejor era cerrar su práctica. Se aburrió, por ejemplo, de hacer todas las semanas un comité de personal con su auxiliar, con quien lleva trabajando 25 años, y de redactar el acta correspondiente que le exige la ley. Se desmotivó, por ejemplo, porque apenas remodeló su consultorio esmerándose por cumplir la norma al pie de la letra, salió una nueva que requiere que el grifo del lavamanos sea accionado a pedal, lo cual le implica volver a romper la obra que acaba de terminar. ¿Quién que ame su oficio quiere verlo invadido hasta la extinción y la asfixia por labores burocráticas y administrativas que nada tienen que ver con él?

O pongamos por ejemplo a la señora que, hábil para la repostería, quiso vender sus pasteles. Lejos estaba de imaginarse que cuidar la cadena de frío cuando entrega lo que ha producido incluía llenar con cierta periodicidad ¡en el mismo día! una bitácora de la temperatura a la que viajan en la furgoneta sus pasteles. Ello redunda, desde luego, en que la señora, si es perseverante, insistirá en vender sus pasteles a los clientes que no le exigen el registro del Invima o de Sanidad o que, si es menos insistente, desistirá de su negocio, para beneficio de nadie y detrimento de todos. Así como ocurrió en el caso de la odontopediatra, habrá nuevos desempleados y menos negocios tributando. No puede uno dejar de preguntarse, además, dónde estará el registro del Invima o de Sanidad del señor que fríe chorizos y asa arepas en cualquiera de nuestras calles. ¿Será de vital importancia que la señora que vende los domingos jugo de naranja a los deportistas haga comité de personal y certifique su cadena de frío?

De manera muy similar, la dueña de un jardín infantil refiere su frustración porque la cantidad de normas, entre ellas, por ejemplo, que todos los minibuses para transportar a los niños tengan rampa de acceso para silla de ruedas, o que frente a cada uno de los lavamanos en el jardín haya un “instructivo” completo que describa la forma adecuada de lavarse las manos, la ahogan y no le dejan tiempo para pensar en lo que es su verdadera vocación, es decir, velar por el bienestar y el desarrollo de los niños. Las NIIF, la Jornada Familiar Semestral, la sala de lactancia con protocolo de bioseguridad, la factura electrónica (que no se hace directamente con la DIAN sino que exige la intermediación de un tercero), la lista es, y cualquier empresario puede dar fe de ello, poco menos que infinita. La última vez que Maritornes estuvo donde el ginecólogo le preguntó por qué había quitado la cortina-biombo, de plástico, que separaba del consultorio el área para cambiarse. El médico, claro está, había tenido una visita de los encargados de hacer cumplir las normas y estos le informaron que esa cortina plástica acumulaba polvo y por lo tanto atentaba contra la salud de las pacientes. Se vio obligado, por la misma razón, a retirar una porcelana que representaba una mujer embarazada. Viéndolo bien, algo extremadamente riesgoso para sus pacientes.

Fuimos una nación de empresarios y fundadores entusiastas —de empresas, de universidades, de entidades de servicios públicos, de todo lo que va ayudando a construir una vida próspera y organizada—, pero parece ser que ahora todos los funcionarios que alimentan una burocracia obesa y obtusa (y que, claro está, se alimentan a su vez de ella) justifican su existencia por medio de expedir normas y de agregarle a “la normatividad vigente” toda suerte de pormenores y novedades carentes de sentido común. Sin peligro de exagerar podría calificarse como una tragedia que en Colombia el deseo de innovar, de crear y de fundar —tan propio de la mejor versión del ser humano—, se estrelle una y otra vez contra una espinosa e inestable malla de normas cada día más infranqueable. El desarrollo no se logra a base de expedir normas exageradas e inconexas. Empresarios y proveedores de servicios están desistiendo a velocidades alarmantes. El desconsuelo es generalizado. Poca riqueza crea el Estado por sí solo. Los reyes midas de la economía de un país son esos empresarios y proveedores. Mal futuro nos espera si no nos dedicamos con denuedo a aflojarle la soga al Rey Midas, en vez de dejar que unos cuantos continúen empeñados en terminar de ahorcarlo.

P.D. Quien quiera armarse de valor, o tenga la suficiente curiosidad —o el tiempo— puede darse una paseadita por los cuarenta pantallazos, aproximadamente, de la norma sanitaria de la Alcaldía de Bogotá para la producción de alimentos, donde verá, por ejemplo, que las esquinas y los bordes deben ser redondeados. ¡Feliz lectura! http://www.alcaldiabogota.gov.co/sisjur/normas/Norma1.jsp?i=54030

 

 

La alcantarilla verbal

14 de marzo 2018

 

Algunos estudios (existe incluso un libro reciente sobre el tema, Swearing Is Good For You: The Amazing Science of Bad Language, de Emma Byrne) afirman que decir palabras soeces tienen un efecto benéfico. Sin embargo, Maritornes quiere mirar el asunto desde otro aspecto, y es el de la capacidad que tienen las palabrotas para empobrecer, para socavar el espíritu y el idioma. Hollywood ya nos tiene acostumbrados a que f–k y f—-g son interjección, elogio, superlativo, muletilla, amenaza, insulto, el adjetivo descriptivo por excelencia, la sustancia del diálogo al desayuno, al almuerzo y a la comida. Es frecuente que los diálogos, al menos en Colombia, estén puntuados por el cariñoso apelativo de m—ca o g—ón. H—e p—-a es el pan nuestro de cada día. Maritornes no las va a escribir completas porque este es un manifiesto contra la palabrota, contra la grosería y contra la invasión asfixiante de coloquialismos.

Si bien es cierto que para un machucón —o para el clásico tropezón del meñique contra la pata de la cama—, existen pocas palabras decentes que hagan justicia al momento, también es verdad que no solo las palabrotas sino los adjetivos de la neobacanería contribuyen a minar la riqueza expresiva del idioma (y peor aún del cerebro y de las emociones) y que a menudo son los culpables de que tengamos la mente en blanco cuando quisiéramos encontrar una alternativa. Una prueba sencilla es tratar de decir “teso” de otra forma, o “chévere”, o “la berraquera”, o que lo malo que pasó es una “m—da”.

El punto de partida, y de llegada, es, en esencia, que las palabras no flotan en el aire de la intrascendencia. Las palabras tienen sustancia, están ligadas a lo que somos, están asociadas con lo que expresan, halan detrás de sí una actitud. Pongamos por ejemplo cuántas veces en encuentros que nos irritan los colombianos o pensamos o decimos, “mucho h—e p—a”. Esa habitual exclamación es apenas la espuma visible de las aguas contaminadas de una emoción violenta —también, tristemente, demasiado frecuente.

Cuando prima el amor por el idioma, por su capacidad para representar una verdadera riqueza de emociones y actitudes y por la belleza de sus posibilidades creativas, es necesario hacer un ejercicio consciente de buscar alternativas. Por costumbre y a fuerza de oírlas tenemos a la mano en la alcantarilla verbal un sartal de palabras que se nos vienen a la mente automáticamente, pero ¿quién quiere vivir recogiendo palabras y sentimientos de la alcantarilla? Supongamos que vamos andando, o manejando, y alguien no nos da paso. Si nos abstenemos de pensar, y de decir, “mucho m-l p—do”, y ese pensamiento es reemplazado por otro en el que nos decimos que seguramente esa persona va de prisa por alguna razón válida, todo cambia en nuestro interior. Algo se pacifica… del mismo modo que algo se torna violento por causa de la palabrota.

Reemplazar el lenguaje soez y contener la invasión de los neologismos de moda requiere un esfuerzo, pero vale la pena hacerlo porque además la palabrota es ya un lugar común, un recurso que por omnipresente dejó de tener fuerza expresiva y pasó a ser apenas un síntoma de molicie intelectual. Dice en los evangelios que “de la abundancia del corazón habla la boca”, y entonces si lo que decimos representa lo que pensamos y sentimos, y lo que pensamos y sentimos representa lo que somos —la pobreza o la riqueza de nuestro corazón—, puede que no sea mala idea considerar qué somos si hablamos con un lenguaje puntuado de palabrotas.

 

 

El ministerio de la soledad

7 de marzo 2018

 

Diversos diarios daban la noticia el 17 de enero de este año. El Reino Unido creó un Ministerio de la Soledad para abordar, entre otras cosas, la circunstancia, tan frecuente, de que los ancianos fallecen solos y sus cuerpos son encontrados en sus casas tiempo después. En el Reino Unido más de nueve millones de personas de un total de aproximadamente sesenta millones dicen sentirse solas, solas en el mal sentido de la palabra, desamparadas, sin redes de apoyo, tristes y abandonadas. Que se sepa, es la primera nación en tomar la decisión de enfrentar el problema de la soledad como un asunto de salud pública que requiere manejo ministerial.

No son, desde luego, los únicos preocupados por el carácter epídemico de la soledad y sus repercusiones individuales y sociales. Los franciscanos han creado en Galicia, España, un proyecto de “familias postizas” en lugares eclesiásticos abandonados. A la gente, dice el artículo de El País del 5 de febrero, en general le cuesta aceptar que su soledad es tal que para remediarla debe acercarse a este tipo de comunidades concebidas justamente para aliviar su aislamiento.

La soledad es un problema complejo cuyos orígenes sin duda son múltiples: ciudades que están dispuestas de forma dispersa, familias más pequeñas, opciones laborales que atomizan a las familias en distintas regiones, factores culturales arraigados, etcétera. Sea como sea, valdría la pena tratar de entender, para poder preservar, los casos en los que, por el contrario, las redes de apoyo familiar o social todavía funcionan lo suficientemente bien para que la soledad como condición desventajosa no haya adquirido proporciones epidémicas.

A Maritornes le llamó la atención también un artículo de El Espectador, titulado “El hospital para atender las urgencias del alma”, escrito por Germán Gómez Polo y publicado el 24 de febrero. El “hospital” es un lugar concebido por la Iglesia Católica en el contexto del proceso de paz colombiano. Dice así el artículo: “Llegué como invitado a un lugar que rompía con los esquemas tradicionales de los hospitales. No se diagnostica ni se trata ningún otro tipo de enfermedad porque, básicamente, se intenta ofrecer una cura a los problemas que superan el ámbito físico y afectan esos espacios interiores a los que solo es posible llegar a través de una conexión espiritual”.

Aunque se trata de acompañamiento para una circunstancia muy particular, también es cierto que versa sobre lo mismo, es decir, procurar que las personas no sufran en soledad, que puedan procesar sus penas, sus desafíos y sus más recónditos y enconados sentimientos en compañía de otros. En Colombia, como en Gran Bretaña —y con seguridad en innumerables rincones del planeta—, podría decirse que es urgente poner en operación los mecanismos necesarios para que las personas no se sientan solas en el proceso de comprender y manejar, o al menos aceptar y dejar atrás, cualquier estrago que la enfermedad, la injusticia, la violencia, o los simples avatares y reveses de la vida, haya dejado en su corazón y en su cuerpo.

Si bien el individualismo y la autogestión tienen grandes fortalezas, y es cierto que no debemos depender de los demás para todo, también es cierto que el ser humano es social y que la falta de redes de apoyo y de contacto humano lo destruyen. En lo personal Maritornes se pregunta cuántas veces ha sabido ver la soledad de los demás; de esas, en cuántas ha sabido ser buena compañía para atenuarla; y en cuántas otras, tal vez, ni siquiera la notó. Pensándolo bien, un verdadero acompañamiento, individual o colectivo, particular o estatal, puede marcar para muchas personas la diferencia entre superar las adversidades, o morir de pena, en soledad.

 

 

Un espacio para el espacio

28 de febrero 2018

 

El espacio es tanto, o más importante, que lo que ocupa el espacio. Si no hay espacio nada podría ocupar el espacio, y menos aquello que, ocupándolo, lo ensancha, como hacen con el alma el atardecer y el amanecer. Si no hay oscuridad no puede entrar la luz. La luz se debe a la oscuridad, como tantas cosas de verdadero valor se deben al vacío que las alberga para que puedan vivir.

El espíritu tiene sus pulsaciones semejantes y nos pide a veces con gran urgencia ser ensanchado porque no quiere ser el espacio para un alma que se parece al desván de un acumulador compulsivo, oscurecidas sus ventanas por los bártulos que las obstaculizan, atiborrada su poca luz, estrechadas sus posibilidades.

No es fácil preservar el zen de nuestra alma —ni el de nada—, la blancura luminosa de nuestros espacios vitales; no es fácil trabajar no para llenar sino para vaciar, de modo que se pueda recibir algo significativo, y contener la avalancha de nimiedades que pugnan por vivir allí donde quisiéramos que solo hubiera una ancha franja de paz entre la tierra y el firmamento. La vida, a veces la vida con su información intrascendente y omnipresente, con su chachareo habitual, nos suplica el acto misericordioso de parar de recibir el estímulo caótico del creciente arrume de palabras e imágenes.

El silencio, una especie de hibernación periódica de impulsos y el ayuno de todo lo que entra por nuestros oídos y nuestros ojos —no para ensancharnos el corazón sino para confundir y desordenar la preciada extensión de luz—, contribuyen a volver a su dimensión de amplitud los espacios perdidos. En ausencia del silencio, lo que se produce cuando entran otros sonidos es una cacofonía, una estresante sumatoria de ruidos en conflicto.

Por eso ahora surge toda una modalidad de lugares donde nos ofrecen no más, sino menos. Nos ayudan a despojarnos del celular, a entrar en comunión con la naturaleza, a mirar hacia los árboles, y hacia el cielo, y no a una pantalla digital. Qué fácil se nos olvida cómo es de grato ese espacio interior renovado y sereno gracias a la vastedad de los minutos de un día sin interrupción.

Sin esta higiene del alma no hay espacio para el espacio, y mucho menos para lo que perfuma ese espacio. Nos vamos llenando de ego, de ruido, de angustias y de opinión. Cuando el desván está lleno, los oídos cansados y el corazón ávido de las praderas abiertas por donde campea a su antojo el viento, no hay más remedio, ni mayor felicidad, que acatar amorosamente el llamado de las horas largas, del murmullo verde y de la canción silenciosa.

 

 

Los huevos y la puerta elástica

21 de febrero 2018

 

El 9 de febrero la Farc anuncia que debe replantear su permanencia en la campaña para la presidencia del 2018 debido a las reacciones hostiles de las que han sido objeto en diversas ciudades del país. Se valen los huevos, y no los botellazos ni las piedras, pero en tiempos de la validación —y en ciertos casos la entronización como encomiable expresión de desasosiego—, de la protesta social, la realidad es que un pueblo que manifiesta su opinión a base de lanzar huevos está también expresando un malestar que no ha sido atendido.

En la radio y en los medios se escucha frecuentemente cómo analistas y entrevistados se refieren a la necesidad de que dejemos atrás el odio (asunto indiscutible); pero ahí, en las discusiones relacionadas con las noticias de inicios de febrero venía pegado el corolario, el implícito tácito (que sí es muy debatible), de que la actitud hostil exhibida hacia la Farc era un acto de odio. Maritornes se pregunta desde cuándo el deseo de justicia se volvió sinónimo de odio. Gente llena de odio debe haber, con causa o sin ella, pero en lo que a ella respecta, no ha hablado hasta ahora con una sola persona, ni oído ni leído un informe sobre un colombiano víctima de los actores armados que diga que los odia y que clame venganza. En general las víctimas invitan al perdón, hablan de su lucha por perdonar, y expresan un dolor profundo, pero no odio.

Hagamos un vuelo imaginario a La Haya y situémonos en la sede de la Corte Penal Internacional para plantear una situación hipotética. La corte ha decidido que lo mejor es que todos le perdonen a Ratco Miladić y que para que haya paz se olviden de sus crímenes y le permitan ser candidato a la presidencia. Pongamos, para continuar el ejemplo, que un grupo de manifestantes lanza huevos y botellas cuando Miladić sale del tribunal. ¿Habría acaso un sector amplio de la opinión pública que acusaría a esos manifestantes de estar llenos de odio? ¿A quién le sirve la falacia de equiparar el deseo legítimo de justicia con el odio? Durante unos 50 años los colombianos hemos sido secuestrados, encerrados tras alambres de púas, hemos pagado dos y tres veces por un ser querido para después no saber siquiera dónde está el cadáver y un sinfín de horrores ampliamente conocido por todos y sufrido, directa o indirectamente, por casi todos los colombianos.

Se argumenta entonces que el prontuario criminal de las guerrillas debe ser mirado desde otra perspectiva porque está asociado con un supuesto deseo de remediar injusticias sociales. ¿Qué tribunal superior de la justicia universal estimó que su causa era tan legítima que justificaba reclutar niños a la fuerza y violar niñas y obligarlas luego a abortar, o poner en los pueblos cilindros bomba llenos de metralla impregnada con heces? ¿Será posible que en parte la razón por la que esa causa logra revestirse ante la opinión de cierta legitimidad es que ha pasado por el filtro con el que Europa mira hacia Latinoamérica y que no se trata de muertos ni de crímenes atroces europeos?

Hubo un plebiscito. El 53,23% de las personas que votaron pensaron que el Acuerdo, como estaba, no servía a la justicia, ni al futuro del país. Es difícil creer que la gran mayoría de esos 53,23% de votantes votaron “no” porque fueran una caterva de resentidos y rencorosos incapaces de perdonar y deseosos, ante todo, de no ver nunca a su país en paz, o una manada de zombies a quienes les lavaron el cerebro. No. Lo que aflora ahora es la indignación de unas personas que sienten alejarse, una vez más, la justicia. Decidir por qué y cuándo los sistemas judiciales exoneran a un criminal no es tarea menor y no es tarea que pueda hacerse de espaldas a aquellas personas cuyos derechos fueron vulnerados y cuyas mismas vidas cambiaron trágicamente de trayectoria por causa de esos crímenes.

O digamos por ejemplo que alguien conmina a las gimnastas estadounidenses a que perdonen a Larry Nassar, y que por tanto no exijan justicia para él, y que si no lo hacen entonces las acusen de estar llenas de odio y de ser incapaces de perdonar. Evidentemente hay inmensas diferencias en el caso de Nassar, y en el de Miladić, con el de Colombia, pero la esencia de todo esto es que perdonar no es lo mismo que no impartir justicia. Si perdonar obviara la justicia según está establecida en la mayoría de los países del mundo, tendríamos que reconfigurar todos los sistemas judiciales. Son dos cosas muy diferentes y por lo menos, por lo menos, no pueden cobrarse distinto los mismos crímenes según la orilla política a la que pertenezcan los criminales. No se puede estar cambiando a conveniencia el tamaño de la puerta. Y lo que los huevos lanzados quieren decir es que la gente está indignada porque mientras que la mayoría vivimos haciendo contorsiones para poder pasar por la estrecha puerta de los innumerables requisitos de la ley, hemos visto cómo se abren unos grandes portones dobles para que pasen por allí miembros de nuestra sociedad que accedieron a ese privilegio no por sus virtudes ejemplares sino, curiosa e inexplicablemente, gracias a sus crímenes.

Dejar de matarnos será una conquista siempre, pero la segunda conquista más importante, al menos en la democracia como la concebimos en este momento, es que el Estado no premie a los criminales mientras que hace oídos sordos a los reclamos de sus víctimas. Por la puerta ancha de la injusticia podría entrar una tempestad peor que la que ha amainado temporalmente.

 

 

Cantaletas planetarias

Febrero 14 2018

 

Pocas cosas tan fastidiosas como la cantaleta, esa advertencia generalizada, la predicción vaga del desastre emanada de un monólogo y no de un diálogo, el anuncio de la catástrofe sin derecho a réplica ni consideración con los hechos y con el raciocinio. En pequeña escala la conocemos como “te vas a resfriar”, “cuidado te caes”, “eso va a ser un desastre”, “así no se puede”, “ojo, que los hombres son todos perros”, “mejor no salgas que están robando mucho”, y sus ilimitados etcéteras.

Lo que no es tan obvio, pero pensándolo bien es lo mismo, es lo que Maritornes llama la cantaleta planetaria, que es ese vaticinio reiterado y carente de esperanza de que el mundo va camino a su apocalipsis. Las diversas versiones dependen de la agenda del cantaletoso. El mundo se va a acabar si no nos volvemos todos veganos. El mundo no es sostenible a menos que pasado mañana dejemos todos los automóviles estacionados. Se acabará el aire a menos que dentro de un mes ya no haya ganadería. Aunque esas preocupaciones tengan en ocasiones sus aspectos válidos, múltiples componentes de la cantaleta planetaria son perniciosos para el espíritu, y para los objetivos que dice buscar: adelantar las causas con base en el miedo o el terror (que en el fondo es una manipulación de gran envergadura); insistir en las causas con celo y fanatismo, por encima de las sensibilidades de los demás, lo cual resulta paternalista e irrespetuoso porque equivale a concluir que los demás no pueden pensar por sí mismos y por ende no pueden sacar sus propias conclusiones sobre lo que conviene; y presentar —socavándolas así desde la base—, ideas potencialmente buenas en tono catastrófico.

Problemas hay, sin duda, pero la cantaleta, y su corolario, la predicción negativa, son formas de maltrato. No llevan nunca a una solución. Enloquecen, desesperan, no permiten respuesta, fastidian y siembran una rabia y una tristeza difusas que no encuentran salida. El daño de la cantaleta planetaria, por ser planetaria, se multiplica exponencialmente. Y no es un asunto menor porque estamos dañando a los niños y a los jóvenes en su posibilidad, y en su natural ímpetu (por lo general), de trabajar con entusiasmo por un mundo mejor. En parte a la cantaleta la magnifican en un multiplicador juego de espejos las redes sociales y los diversos medios de comunicación, cosa que ocurría con menos intensidad antes de la existencia de la Internet. Tal vez si se silencia o al menos se atenúa el monótono perifoneo de la catástrofe, la esperanza y las acciones en positivo ganen potencia y resonancia, que es lo mismo que decir que acallando la voz estridente de los videntes del cataclismo se puede abrir un espacio para permitir que cobre fuerza lo mejor de la juventud —y lo que deberíamos proteger como un gran tesoro y como uno de sus derechos fundamentales—, su capacidad y su derecho de proponer y de pensar en el futuro, no como una amenaza, sino como una bella posibilidad.

 

 

Entre las unas y las otras

Febrero 7 2018

 

Es prácticamente incontrovertible que hoy mucha gente tiende a irse alejando de las religiones tradicionales. En nuestro contexto, aunque la religión Católica todavía suma un número significativo de creyentes, la participación en la Iglesia, en los ritos y en los sacramentos y la aceptación o no de sus dogmas y postulados está mediada por frecuentes cuestionamientos y por interpretaciones personales, que acogen ciertas cosas pero no otras.

El rechazo a la religión tradicional muchas veces se origina en que las personas, en el mejor de los casos cuestionan (en la mayoría de los casos desdeñan sin mucho análisis) la conveniencia de dar en su vida un lugar a los asuntos de fe. Las acompaña un deseo de optar por otras versiones de la búsqueda de significado que tiene el ser humano y un fastidio, quizás, con la Iglesia Católica por la mala imagen que le han dado los pecados atroces de algunos de sus representantes y sus errores históricos.

Maritornes encuentra comprensible la necesidad de que cada individuo cuestione y elija cómo inscribirse en distintas versiones de la búsqueda de significado, de acercamiento a realidades inmateriales y no comprobables. Sin embargo, sin ánimo de entrar en comparaciones cualitativas, lo que le llama la atención es cómo ha habido una migración desde la religión tradicional con sus exigencias de aceptar asuntos por pura cuestión de fe, a otras interpretaciones que, presumiendo de ser alternativas, contestatarias y modernas (aunque muchas veces tienen sus raíces en antiquísimos rituales a menudo paganos), se basan asimismo en actos de fe —eso sí, sin dirigir hacia ellas la misma mirada crítica que se extiende a la religión tradicional—. ¿Cuál es, específicamente en asunto de fe, la diferencia entre llevar puesta la Medalla de La Milagrosa para hacerse beneficiario de sus correspondientes promesas y llevar alrededor de la muñeca una aseguranza indígena para conseguir protección? Ambos son actos de fe.

¿O cuál es la diferencia entre orar por la salud de una persona y pensar que ponerle cristales de distintos colores puede obrar una curación? Cada uno escogerá lo que en materia de fe resuene más con su conciencia y con sus sensibilidades, pero no debemos olvidar que se trata de todos modos de asuntos de fe. Y la importancia de eso radica en que entonces entre creyentes y creyentes no puede haber derecho a aplicarle el escepticismo —y mucho menos el frecuente desdén paternalista— exclusivamente a la creencia del otro. Pertenecer a nuevas religiones de origen laico y más afines a la Nueva Era, con sus correspondientes ramificaciones en materia de salud y curación, no puede considerarse de validez superior a las religiones más tradicionales. Son simplemente otra versión de la eterna sed del ser humano por conectarse desde el espíritu con una presencia superior que lo consuele, lo haga sentir respaldado y le alimente la esperanza de que nuestra existencia y nuestros trabajos cotidianos son observados y acompañados por un ser superior amoroso.

 

 

Nosotros y los animales, y viceversa

Enero 30 2018

 

Maritornes tuvo un maestro inolvidable. Amoroso, baboso, de cuatro patas, noble, inteligente y leal, llegó a su vida sin haberlo pedido. Se impuso en la constelación de sus afectos a fuerza de perseverancia y dependencia, por medio de las cuáles ella por fin comprendió por qué la gente que ama a los perros los ama tanto.

“Hasta que no hayas amado a un animal, una parte de tu alma permanecerá dormida”, reza la famosa frase de Anatole France. Hoy Maritornes sabe cuán cierta es esa afirmación. Y también es en buena parte acertada la afirmación de Mahatma Gandhi que dice: «La grandeza y el progreso moral de una nación se mide por cómo trata esta a los animales». No puede uno menos que pensar que algo nos falta en materia de humanidad y compasión cuando ve tantos perros callejeros famélicos esquivando automóviles y escarbando en la basura.

Siendo todo lo anterior cierto, en opinión de Maritornes, también es verdad que reducir la relación con los animales a una relación entre iguales es simplista y equivocado porque conduce, de hecho, a suponer que los animales tienen motivaciones y necesidades en todo iguales a las de los seres humanos. Y el asunto es bastante más complejo. Dice tanto de los desvaríos de una sociedad el perrito que recibe regalo de cumpleaños vestido con saco de croché y sentado sobre un cojín de terciopelo, como un grupo de taurófilos vitoreando emocionado cuando el toro se desploma bañado en su propia sangre mientras las banderillas se zarandean en su lomo. Un grupo de veganos hace una manifestación cerca de un ordeño y califica de violadores a quienes ordeñan la vaca, mientras que en otras latitudes alguien tiene un criadero de cocodrilos para abastecer de piel a un fabricante de carteras y zapatos que se venderán en alguna tienda por mil dólares.

Lo interesante de esta disquisición es que de cierta forma nos obliga a mirarnos como sociedad a través de un lente diferente. ¿Por qué nos podemos comer un cerdo pero los coreanos no se pueden comer un perro? ¿Por qué nos importa un delfín y no un atún? ¿Vamos a hacer distinciones en el trato que les damos a los animales según como estimemos su grado de “inteligencia”? ¿Cómo, en realidad, debemos relacionarnos con los animales, tanto los silvestres como las mascotas? ¿Cómo ser abanderados de la causa de los animales —en su enorme diversidad—, cómo evitarles sufrimientos y maltratos, y aún así poner primero a los niños, a los ancianos y a los habitantes de la calle?

Lo que sí es probable es que como sociedad seamos más dignos si nos apartamos de los extremos, y si hacemos con sinceridad el ejercicio de buscar el bienestar de los animales, sin concluir con la mayor superficialidad que la culebra, el perro y la hiena quieren y necesitan, o podrían llegar a querer o a necesitar, lo mismo que nosotros.

 

El anhelado momento de lucidez

Enero 24 2018

 

En los tiempos en que vivía Maritornes, los asuntos de Gobierno habían dado un giro preocupante. En un buen número de los países del mundo se había instaurado la democracia —sistema político que mal que bien, y con variaciones de eficacia— permitía que los ciudadanos eligieran a sus gobernantes.

Sin embargo, en su país (y posiblemente en muchos otros), ocurría algo cuyos orígenes y razones ella no lograba comprender y era que la gama de funciones del Estado estaba poblada (en su mayoría), por funcionarios que, ganándose en promedio entre veinte y treinta veces el salario de un maestro, acudían a la política exclusivamente con el ánimo de hacerse miembros de camarillas de poder al amparo de las cuales se dedicaban mayormente a cimentar la posibilidad de perpetuarse en sus cargos, o al menos de perpetuar los privilegios derivados de estos.

Los ciudadanos se quejaban pero no parecía haber remedio. Era como si el mismo sistema alimentara a perpetuidad la maquinaria que catapultaba a lo más alto de la torre del poder a siniestros maquinadores del despojo, a sagaces cabildantes especializados en el arte de intimidar y de fomentar la intriga para poder robar.

De tanto en tanto surgía algún líder en apariencia probo, un servidor genuino. No obstante, casi siempre terminaba reculando, temeroso de ingresar a la cueva de malhechores, consciente de que podría pagar con su vida, o al menos con la paz de todos los días que le restaran de existencia, la osadía de denunciar las ocultas maquinaciones de los poderosos o el deseo de acceder a un cargo para servir de verdad.

Casposos y engominados politicastros de medio pelo se dedicaban, como razón de ser de su onerosa remuneración y con apenas algunas excepciones, a justificar su salario inventando leyes que ahorcaran cada vez más a los ciudadanos. Restricciones, normas, impuestos y limitaciones, trabas e insensateces —leyes que a veces ni a ellos se les ocurrían, sino a toda una cohorte de ayudantes, secretarios y redactores, también pagados por los atribulados ciudadanos—, eran propuestos y aprobados a velocidades macondianas.

Apretar la soga, inundar de incomprensible verbo, diluir, enredar, evadir y revestir de aparente lógica el desvarío eran sus más rutinarias ocupaciones. Por eso, pensaba, Maritornes, ocurren las revoluciones que, ojo, no tienen que ser (ni deben ser) sangrientas. En los tiempos de la extensiva intercomunicación entre los seres humanos, tal vez sería suficiente, pensaba Maritornes, con que un cierto número de voces dijera “¡basta!”, un “basta” que estuviera acompañado de una voluntad inquebrantable por simplificarles la vida a los ciudadanos, por hacer más comprensibles y sencillas las leyes, más fácil el cumplimiento del deber, menos engorroso el acceso a los derechos, más accesible la política, menos multitudinarios los estamentos del Estado.

Quizás primero, no obstante, también pensó, era necesario que se distinguiera entre el sueño y la realidad, entre la pesadilla y los hechos ciertos. Lo que se estaba viviendo no era ni un sueño ni una pesadilla de la cual fueran a despertar. Era, por el contrario, la realidad cotidiana y por esa razón nada sería posible si primero las gentes no abrían los ojos. Antes que nada está la toma de conciencia. Después viene la acción, pensó Maritornes, y deseó fervientemente que los ciudadanos abrieran los ojos, y que la intensidad de su deseo contribuyera, de algún modo, a ese momento de lucidez.

 

 

Caminos desconocidos

Enero 17 2018

 

A muchos les resulta un misterio, un ejercicio hermético, un mundo imposible de abordar. Puede ser que nadie les haya contado que la poesía llega al corazón pasando la palabra por un puente que cruza sobre el abismo de lo racional. Su poder radica en que se aparta de la lógica para dar vida a un mundo de sentimientos y sensaciones inéditas, para llevarnos de la mano por caminos desconocidos. Para disfrutarla, para empezar a navegar en solitario por el rumoroso río de la palabra libre, solo se requiere que cerremos los ojos y los abramos a la vez.

Maritornes ha preparado una pequeña selección por ver si estas palabras hacen mover el aire en algún lugar del corazón donde antes el viento no haya agitado las cortinas. No importa si no es todo un poema; si es solo un verso ya la poesía habrá abierto una ventana, que antes estaba clausurada.

 

 

De Federico García Lorca:

 

Cuando yo me muera / enterradme con mi guitarra / bajo la arena, / Cuando yo me muera, / entre los naranjos / y la hierbabuena. / Cuando yo me muera, / enterradme, si queréis, / en una veleta. / ¡Cuando yo me muera!

(De “Memento”)

En ti dejo olvidada / la frenética lluvia de mis venas, / mi cintura cuajada; / y rompiendo cadenas, / rosa débil seré por las arenas.

Coros de siemprevivas / giran locos pidiendo eternidades. / Sus señas expresivas / hieren las dos mitades / del mapa que rezuma soledades.

(De “Soledad”, homenaje a Fray Luis de León)

Es así, Dios anclado, como quiero tenerte. / Panderito de harina para el recién nacido. / Brisa y materia juntas en expresión exacta / por amor de la carne que no sabe tu nombre.

(De “Oda al Santísimo Sacramento del Altar”, Homenaje a Manuel de Falla)

 

 

De Alfonsina Storni:

 

Hace falta que todo lo que se mueve cobre / una vaga pereza, que el esfuerzo zozobre, / que caiga sobre el mundo un tranquilo descanso, / un medio todo dulce, consolador y manso.

Espera… dulcemente, balsámica de calma, / se llegará la noche, yo te daré las manos, / pero ahora lo impiden esos ruidos mundanos; / hay luz en demasía, no puedo verte el alma.

(De “Espera”)

 

 

De Miguel Hernández:

 

Creer para ver tan sólo te hace falta; / los ciegos son los otros, / que no ven en la sombra sus miradas… / ¿de qué sirven los ojos?

(De “Ciego… espiritual”)

Ayudadme a ser hombre; / No me dejéis ser fiera / hambrienta, encarnizada, sitiada eternamente. / Yo, animal familiar, con esta sangre obrera / os doy la humanidad que mi canción presiente.

(De “El Hambre”)

 

 

De San Juan de la Cruz:

 

¡O noche, que guiaste! / ¡O noche amable, más que la alborada! / O noche que juntaste / amado con amada, / amada en el amado transformada!

 

 

 

De Antonio Machado:

 

—¿Mas el arte?… / — es puro juego, / que es igual a pura vida, / que es igual a puro fuego. / Veréis el ascua encendida.

 

De Piedad Bonnett:

 

Aquel hombre con su simpleza rústica / al ver que nos marchábamos / torpes aún / marcados / con los ojos lluviosos y los labios / en su lumbre encendidos / sentenció van a perderse de la luna llena.

Ah / la luna llena que no vimos juntos. / La que hoy vuelve puntual / sola en su cielo.

(De “La luna llena”, A Gretel Wernher)

Es demasiado sol para mi pena. / En su copa los árboles son verdes y frondosos. Pero sus troncos / se descascaran ya, sin el don de la lluvia hace semanas. / Y la tierra, la tierra donde hay tréboles y hormigas / comienza a abrirse en grietas. / Es verdad que las gentes tienen hoy aire de fiesta. Y sin embargo / yo las veo moverse a cien años de mí, de mi silencio, / de mi pecho sediento / que comienza a sentir, como la tierra, / los ardientes estragos del verano.

(De “Verano”)

chéri no entiendes / tan solo importa el hueso / y en el hueso la llama / y la llama en el ojo / y el ojo en cada mano / y en la mano la piel / estremecida.

(De “Bonjour Tristesse”)

 

Y para terminar,

De Wislawa Szymborska:

 

Alabanza a mi hermana

Mi hermana no escribe poemas / y es improbable que de pronto comience a escribir poemas. / Le viene de su madre, que no escribía poemas, / y de su padre, que tampoco escribía poemas. / Bajo el techo de mi hermana me siento a salvo: / nada impulsaría al marido de mi hermana a escribir poemas. / Y aunque suene como un poema de Adam Macedonski, / ninguno de mis parientes se ocupa de escribir poemas.

En el escritorio de mi hermana no hay poemas viejos / ni nuevos en su bolso. / Y cuando mi hermana me invita a cenar, / sé que no tiene intenciones de leerme poemas. / Hace magníficas sopas sin esfuerzo, / y su café no se derrama sobre manuscritos.

En muchas familias nadie escribe poemas, / pero cuando lo hacen, rara vez es sólo una persona. / Algunas veces la poesía fluye en cascadas de generaciones / que ocasionan temibles corrientes en las relaciones familiares.

Mi hermana cultiva una prosa hablada decente, / toda su producción literaria está en tarjetas postales veraniegas / que prometen la misma cosa cada año: / que cuando vuelva / nos contará todo, / todo, / todo.

 

 

Sueños dorados

Enero 10 2018

 

Del Diccionario de la Lengua Española:

sueño Del lat. somnus.1. m. Acto de dormir. 2. m. Gana de dormir. Tengo sueño. 3. m. Acto de representarse en la fantasía de alguien, mientras duerme, sucesos o imágenes. 4. m. Sucesos o imágenes que se representan en la fantasía de alguien mientras duerme. 5. m. Cosa que carece de realidad o fundamento, y, en especial, proyecto, deseo, esperanza sin probabilidad de realizarse. 6. m. Cierto baile licencioso del siglo XVIII. 7. m. Bot. Posición que adoptan las hojas, folíolos, pétalos, etc., de una planta, en relación con las alternativas de día y noche, o con luz y calor muy intensos.

sueño dorado 1. m. Anhelo, ilusión halagüeña, desiderátum.

El oficio de Maritornes son las palabras, y por eso quiso adentrarse en el tema de los sueños desglosando un poco la palabra “sueño”. Le llamó la atención que ninguna de las siete acepciones que ofrece el diccionario que consultó se refiere a «sueño» como algo posible. Dice la acepción 5, “Cosa que carece de realidad o fundamento, y, en especial, proyecto, deseo, esperanza sin probabilidad de realizarse”.

Yendo al grano, si vamos a hablar de aquello que quisiéramos ver realizado entonces quizás no deberíamos referirnos a un sueño, por una parte porque entonces estaríamos hablando de una fantasía irrealizable, y por otra porque las palabras, cuando están de moda, sufren cierto desgaste; su poder se va filtrando y van quedando exangües. Tal parece que un “anhelo”, un “desiderátum” o un “sueño dorado” se acercan más a aquello que tenemos probabilidades de convertir en realidad.

¿Y por qué es tan importante que hablemos de lo que sí puede ser? Pues porque de eso depende nuestro futuro, y Maritornes se ha estado preguntando dónde y cómo pueden convocarse y hacerse visibles los anhelos de una colectividad para sumarlos en una fuerza arrolladora, cómo se consultan, quién los define, cómo se hace para que los tengan en cuenta quienes toman las decisiones.

La esencia de la democracia es tal vez la de hacer realidad los sueños de la mayoría, y si bien no es tan fácil saber qué quiere la mayoría, es un poco menos arduo concluir con algún grado de certeza qué no quiere la mayoría. ¿Será acaso el sueño dorado de la mayoría que unos empresarios de Abu Dhabi exploten el oro del Páramo de Santurbán para dejar a su paso la entraña abierta y deforestada de la tierra rezumando mercurio y arsénico? ¿Querrá la mayoría que sigamos pagando con peajes las carreteras de las que dependen para su subsistencia innumerables campesinos? ¿Querrá la mayoría que en Colombia no se pueda hablar de política sin que alguien que está en desacuerdo se levante de la mesa? ¿Anhelará la mayoría que tengamos mil y una razones para desconfiar de la posibilidad de una justicia certera, pronta y equilibrada? Así se podría seguir un buen rato, definiendo lo que es más probable que no queramos. De ese ejercicio se pasa con relativa facilidad a lo que a lo mejor sí queremos.

Pensaría más bien que un sueño dorado de este colectivo que se llama colombianos puede ser el de ver reverdecer el país, el de sanear el hábitat de los peces; ese anhelo quizás sea que el Estado no robe para que no tenga que cobrarles a sus ciudadanos por la infraestructura más elemental. Sean cuales sean los desiderátums de estos ciudadanos del segundo país más feliz del mundo, hay que encontrar una manera de hacer valer esas ilusiones, de conocerlas y de prestarles atención. No hacerlo es achicar nuestro futuro a la medida intelectual —y espiritual— de nuestros manzanillos y, sacrificando nuestros verdaderos sueños dorados, hacer posibles solo los propósitos de un puñado de políticos mezquinos y de un grupo de criminales con dinero y poder.

Así pues que tal vez convenga enarbolar en las conversaciones cotidianas —en vivo o en las redes sociales— nuestros verdaderos anhelos, hablar con claridad de nuestros sueños dorados y proclamar nuestras ilusiones halagüeñas para que un día ese murmullo se convierta en una pegajosa melodía que sincronice voluntades y haga rebrotar en nuestros corazones cansados las alas que nos remonten a un mañana mejor.

Como la contradicción es hasta cierto punto la sal de la vida, Maritornes va a contradecirse un poco. Para ello va a dejar que William Ospina hable sobre la necesidad de soñar, sí SOÑAR, que es pedir lo imposible, porque pidiendo lo imposible se llega a muchas maravillosas cosas posibles. Véase

https://www.elespectador.com/opinion/pedir-lo-imposible-columna-723821

Y para terminar, quisiera resaltar estas palabras del ensayo de William Ospina porque de alguna manera eso es lo que hace, desde el fogón, Maritornes: «Hay que añadir que el combate por el mundo (…) sobre todo se dará en las cocinas, donde están el fuego y los dones de la tierra, el agua y la conversación, el afecto y la memoria».

 

 

Propósitos de Año Nuevo

Enero 3 2018

 

Maritornes es consciente de que tratamos de convertir los propósitos de Año Nuevo en un ejercicio renovado a pesar de que siempre hay que hacerlo con lo mismo que teníamos el año pasado, es decir con nosotros mismos. Suele ser que buena parte de lo que nos proponemos es apenas una reescritura del propósito en el que fallamos año tras año, y que ponemos de nuevo en la lista para arrastrarlo año arriba todos los años, como sísifos condenados a repetir una y otra vez el ascenso con la carga, solo para rodar de nuevo hasta el fondo de la sima. Así que Maritornes se puso a pensar en cómo hacer para el 2018 una lista de propósitos que solo incluyera cosas nuevas para que —ya que la persona necesariamente es la misma—, por lo menos no se repitieran los propósitos. Estos son pues los propósitos que no han sido parte de ninguna de sus listas anteriores:

  1. Confiar en que no es necesario hacerse propósitos de Año Nuevo porque lo que nos conviene se puede empezar en cualquier momento del año.
  2. Entender que si un propósito fracasa todos los años es porque o es imposible, o está mal formulado, o porque crearlo como propósito de Año Nuevo no sirve para nada.
  3. Acoger el Año Nuevo no como un capataz severo que nos exigirá el cumplimiento de una serie de tareas sino como la flor que se abre y cuya única función es coquetearnos para que salgamos al jardín a contemplarla.
  4. Contemplar el 2018 como la flor que se abre, como el jardín que nos invita, como el bosque que nos susurra, como el silencio que nos habla, como una sucesión de amaneceres y de atardeceres irremplazables tal como son, independientemente de que logremos esas metas rígidas que nos parece debemos proponernos.
  5. Embarcarse solo en lo que produce alegría genuina, o al menos una gran paz. Se propone no batallar a dentelladas contra nada y no ir sino hacia donde haya alguna corriente que, benevolente, la arrastre.
  6. Aceptar que soltar puede ser más difícil que agarrar, y muchas veces infinitamente más sabio.
  7. Reiterar y remozar su convicción de que la vida es pródiga y de que en ocasiones es más provechoso pedir y soñar que proponerse, porque lo pedido y lo soñado tienen a veces más poder, un poder que se conecta con una dadivosa dependencia del universo que otorga a manos llenas al que sabe confiar.
  8. Recordar que ningún propósito vale la pena si nos hace perder la fe en algo que nos es fundamental.
  9. Erigir la risa como signo indiscutible del camino correcto.
  10. Mirar la vida con curiosidad, asombro y gratitud.

 

 

 

El regalo de la afinidad

Dic 27 2017

 

Mucho se habla ahora de la necesidad de reconocernos respetuosamente como seres diferentes (“diversos”, según entiende Maritornes, es la palabra apropiada). Y sí, es indispensable que podamos apreciar cuánto nos enriquecen las variadas interpretaciones y perspectivas de la vida, otras culturas y modos de pensar.
No obstante, Maritornes está hoy pensando con espíritu de gratitud en la condición contraria, en la bendición que constituye, en el respaldo que a veces ofrece y en la seguridad que provee pertenecer a una comunidad afín que comparta una tradición, que provenga de la misma historia, que haya crecido en la misma cuadra, con quienes nos hayamos subido a los mismos árboles y hecho las mismas travesuras y con quienes estuvimos acompañados de algunas personas en común —amigos, maestros, vecinos y tías. A esos coterráneos de procedencia no hay que describirles el quién es quién en la constelación de la infancia, no hay que explicarles los chistes ni la jerga local, ni a qué sabe el desayuno que uno añora.

En esta ocasión Maritornes vuelve la mirada a esa patria chica afectiva en la que la risa es fácil y las anécdotas compartidas eternamente poderosas por más que se repitan. No se trata de alentar comunidades cerradas y excluyentes, sino de regocijarnos en ese otro regalo que da la vida cuando es posible contar con una serie de códigos y de información compartida.

Al fin y al cabo las soledades más devastadoras se gestan en ese territorio huérfano de referentes, en el de los migrantes cuyas amarras con su cultura han sido violentamente rotas, el de los exilados que deben pasarse la vida buscando un idioma emocional en común con una nueva cultura. Y en esta disyuntiva entre pertenecer con terquedad y nunca asomarse o poner pie en otras existencias posibles, o abandonar para siempre el país interior de la infancia, tiene que haber un punto medio en un mundo que irremediablemente salió a navegar y a darle la vuelta al planeta.
Tener sentido de pertenencia, sentirse acogido por los lugares conocidos nos permite, además, apreciar a fondo los elementos que a otros les generan esa misma seguridad, y que distan mucho de los propios. Pocas cosas serían, y son, más duras, que no tener una tierra conocida a donde regresar; y Maritornes agradece hoy a toda esa riqueza de afectos, a los que aún vuelve una y otra vez para reencontrarse.

 

 

 

Lista de regalos para Maritornes

Dic 20 2017

 

Sin mucho preámbulo, paso a enumerar lo que Maritornes pide de regalo para Navidad. Me ha dicho que si no se pueden conseguir para este año, está bien para el año entrante.

  1. Que en Colombia todos los niños se sientan amados y protegidos.
  2. Que no se mueran perros de hambre en la calle.
  3. Que ya no necesitemos comernos a los animales.
  4. Que en Colombia, y en el mundo, podamos debatir las diferencias de opinión sin insultarnos, sin aplicarnos epítetos y sin amargarnos porque otros suscriben ideas diferentes de las nuestras.
  5. Que ninguna mujer sienta que para valer a los ojos de los demás debe tener un físico así o asá y, por lo tanto, que si acude a cirugías estéticas sea porque quiere hacerlo para sí misma y no como forma de buscar afecto y validación.
  6. Que no haya borrachos cansones.
  7. Que caigamos todos presa de una fuerza centrípeta que nos permita huir de la fuerza centrífuga.
  8. Que cuando miremos a los demás a los ojos nos veamos a nosotros mismos y nos demos cuenta de que cada uno es parte del mismo todo.
  9. Que nos miremos mucho a los ojos.
  10. Que entendamos que la tierra podrá ser el cielo cuando entendamos que la tierra puede ser el cielo.
  11. Que los hombres no “ayuden” en la casa sino que metan el hombro de igual a igual porque consideran que el trabajo doméstico nos corresponde a todos por ser una labor de autocuidado que no es dominio exclusivo de las mujeres.
  12. Que no tengamos que decir “todos y todas”.
  13. Que entendamos que dar demasiada importancia a lo trivial es lo mismo que trivializar lo importante.
  14. Que los amigos no se distancien y que los que se distanciaron se acerquen.
  15. Que podamos volver a ver cielos estrellados.
  16. Que encontremos la fórmula para limpiar los ríos y los mares.
  17. Que la gente entienda lo que ella (Maritornes) quiere decir.
  18. Que no suba a la presidencia de Colombia nadie que diga “todos y todas”.
  19. Que las cárceles sean lugares dignos y de resocialización.
  20. Que se acaben todas las fábricas de armas.

Dice Maritornes que con dos o tres cosas de la lista está bien y les desea una muy feliz Navidad.

 

 

La contravía vivificante

Diciembre 13 2017

 

Hay que ir en contravía; no todo el tiempo y no en relación con todo, pero sí es indispensable hacer periódicamente el ejercicio de revisar si nos está arrastrando alguna corriente. De vez en cuando Maritornes trata de parar en la mitad del río para mirar hacia arriba de la corriente, hacia abajo y alrededor. Por ejemplo, cuando llevamos mucho tiempo viviendo entre la complacencia de personas que en general comparten nuestro modo de pensar, y hemos estado escasos de encuentros con personas que confronten nuestras ideas, es importante apartarnos para ver de qué nos hemos vuelto correligionarios y fanáticos.

La defensa contra los fanatismos, contra la ceguera grupal, se encuentra en cuidar con celo la posibilidad de pensar con independencia, de suscribir algunas ideas —pero no todas—, de las que vienen en un paquete ideológico, o religioso, o incluso anárquico, aunque esto último suene contradictorio. La conciencia ejercida a fondo es el bien supremo, y no la obediencia.

Si está de moda el cuadrado, hay que pensar por qué no será mejor el círculo. Si todos miran para un lado, hay que mirar para el otro, a ver qué hay allí. Maritornes no quiere proponer una posición de rebeldía sistemática, que en sí misma es una suerte de fanatismo y es apenas una respuesta automática—y que es agotadora para propios y extraños—. Y no es un ejercicio ególatra, avasallador ni vociferante. Lo que propone es más la posibilidad del vuelo de la mariposa que con su sobrevolar impredecible contribuye a embellecer el aire en el que se mueve. Lo que quiere enaltecer es un pensamiento inteligente y ponderado que dignifique al ser humano. Vivimos demasiado rodeados e incluso inmersos en manadas. Y una manada se cree muy original solo porque no es la otra manada.

La infinita riqueza del ser humano se manifiesta en la falta de uniformidad: el corredor solitario honra la vida mucho más que la marcha acompasada de un ejército. Podemos cantar en coro, sí, ahí también hay un gran potencial de belleza, pero son dos cosas muy distintas: cantar a coro o caminar cabizbajo y enajenado dentro de una tropa de reos. La libertad, la hermosísima libertad, está siempre en preguntarse si esto o aquello es lo que yo verdaderamente pienso, o quiero, o si por pereza de pensar, o por presiones directas o sutiles, particulares o generalizadas, estoy renunciando a mi derecho libertario de ir, —cuando así lo reclame mi conciencia—, en contravía.

 

 

 

Todos los ríos (con mercurio) van al mar (con mercurio)

Diciembre 6 2017

 

Maritornes a veces se desespera de ver que esfuerzos serios de investigación sobre asuntos de gran importancia no llegan a la prensa, o son mal condensados con imprecisiones que alteran de forma fundamental las conclusiones. Sin embargo, de tanto en tanto la prensa cumple relativamente bien con esa parte esencial de su labor.

En un artículo publicado por El Espectador el 17 de abril de este año se afirma que cada año en Colombia se vierten entre 50 y 100 toneladas de mercurio, y dice también que Colombia es el país que más mercurio libera. Nos informa, además, que Colombia firmó en el 2013 el Convenio de Minamata (para controlar estos vertimientos), pero que aún el Congreso de la República no lo ha ratificado. Adicionalmente, dice el mismo artículo: “Entre 2013 y 2015 el Sistema Nacional de Vigilancia en Salud Pública reportó en el país 1.126 casos de personas enfermas por contaminación de mercurio. La mayoría asociadas a zonas de minería legal e ilegal. Muchas más de las que hace medio siglo contabilizaron las autoridades de Minamata”.

Aunque es cierto que los medios podrían hacerles más seguimiento a los temas que acometen de manera esporádica, no podemos esperar que se encarguen de todo aquello sobre lo que somos los ciudadanos los llamados a actuar, o al menos a entender y considerar, para poder presionar a quienes toman las decisiones. Un estudio titulado El lado gris de la minería del oro: La contaminación con mercurio en el norte de Colombia, escrito por Jesús Olivero Verbel. Ph.D. y Boris Johnson Restrepo. M.Sc., y publicado en el 2002 (http://www.reactivos.com/images/LIBRO_MERCURIO_-_Olivero-Johnson-Colombia.pdf), constituye una lectura interesante para los aspirantes a la presidencia.

En estas épocas preelectorales quizás podamos poner el proverbial granito de arena y exigirles a los candidatos que no solo estén informados sobre los pliegues y repliegues del acuerdo de paz que —es cierto— tendrán un impacto trascendental en los próximos años, o sobre las debilidades de sus contrarios o la estratagema política nuestra de cada día; necesitamos con urgencia que nos hablen del medioambiente, requisito sine qua non de todo lo demás. Poco que valga la pena nos vamos a ganar a largo plazo con que asuma la presidencia el candidato que preferimos, si por falta de atención a los asuntos ambientales nuestros niños están naciendo con microcefalia y los habitantes de las riberas de los ríos sufriendo de problemas neurológicos, y si continuamos, sin vergüenza, envenenando los ríos «nuestros» que van al mar de todos y si seguimos deforestando los páramos y las selvas con abandono inconsciente. Vale por mucho la pena volver con juicio los ojos hacia nuestros científicos, exigir de la prensa rigor informativo, y empezar a pensar con nuestros políticos en lo que de verdad importa a largo plazo.

 

 

 

Estirar y agradecer

Nov. 29 2017

 

Podría parecer que la relación entre las dos cosas es inexistente, o tenue en el mejor de los casos, pero de algún modo ambas están interconectadas y tienen el potencial de impulsarse la una a la otra. La ciencia empieza a ocuparse del asunto y existen ya estudios bastante serios que reseñan la mejoría en la calidad de vida de las personas que se comprometen a reorientar su actitud hacia la práctica cotidiana del agradecimiento. Empezar el propósito inicia un círculo virtuoso en el que cada vez saltan más a la vista los motivos de gratitud. Existe, aparentemente, un viejo aforismo que dice: “Si se te ha olvidado el idioma de la gratitud, nunca estarás en conversaciones con la felicidad”.

Ahora bien, ¿cuál es su relación con la rutina del estiramiento físico? Algunas personas afirmarán que el ejercicio aeróbico, o el de levantamiento de pesas, les basta para el grado de bienestar que buscan. Es muy posible que así sea, pero resulta que dedicar unos minutos al día a estirar el cuerpo trae un beneficio adicional y es que se conecta con la gratitud en que ambas son prácticas meditativas que no solo traen bienestar físico sino que despiertan el sentido de conexión con el cuerpo, y el asombro por su belleza. Durante el estiramiento bien hecho el cuerpo habla, pide, señala y al final, desde luego, agradece. Y como con la práctica de agradecer, el círculo virtuoso va adquiriendo velocidad, y profundidad y altura. Mientras más se estira más se toma conciencia de hasta qué punto hemos abandonado el cuerpo a su suerte permitiéndole encogerse, y hasta qué punto, habiendo estirado, aún hay otras capas por estirar y cuánto el cuerpo agradece ese regalo, y pide más.

Una amiga de Maritornes llevaba a su padre, de 80 años, en la silla de ruedas. De repente vio que se acercaba hacia ellos un primo de su padre, diez años mayor que este. Notó su fluidez al andar y la deliciosa soltura con la que daba los pasos. Cuando la amiga le preguntó cómo hacía para mantenerse tan bien, él le respondió, “Mijita, yo estiro todos los días”. Y no se trata de cinco minutos para tratar de tocarse las puntas de los pies. Se trata de una media hora o unos 40 minutos de ir estirando con gratitud y sensibilidad los innumerables músculos de nuestra pobre humanidad colapsada en la actividad cotidiana.

Dúo poderoso y gratuito, pues, el de agradecer y estirar, una buena combinación para cultivar hacia el futuro. Nada más indeseable para la vejez que estar rígido y quejándose de todo. El antídoto no es tan difícil: estirar y agradecer.

 

 

 

 

La gente dispuesta

Nov. 22 2017

 

La reacción más habitual de Carolina es “tranquila, yo voy”, o “yo traigo”, o “yo busco” o “yo soluciono”. Ella va sin pereza, llama para verificar si está haciendo bien el mandado y ante el pedido nunca expresa duda ni vacilación. Por difícil que sea la solicitud uno siempre sabe que cuenta por lo menos con que lo intentará con sentido prioritario, y que hará todo lo posible, y que lo hará, no solo a cabalidad, sino además con alegría y buena cara. Maritornes tiene la suerte de contar en su círculo cercano con varias personas como Carolina. Sabe que, tratándose de ese buen círculo, cuando pide algo nunca recibirá un “ahora no puedo”, o un aplazamiento indiferente de esos que fatigan los propósitos y diluyen los apremios.

Conoce, por fortuna, un buen número de personas para quienes hacer un favor no es una carga, sino la oportunidad de oro para sacar adelante un cometido con la inmediatez necesaria y con la solicitud requerida. No intenta describir una actitud servil ni fatigosamente insistente. Es más una especie de alegría genuina, un placer parecido al de resolver un Sudoku o de poner la pieza imposible en el rompecabezas. La gente dispuesta aborda el favor como un crucigrama que da gusto completar.

De cierta forma lo que nota y está tratando de describir es una actitud propia de la temprana infancia, la del niño que se abandona a cualquier tarea que motivó su interés hasta que la saca adelante: levantar la tapa para descubrir lo que hay adentro, colocar la ficha o llegar a la última página del libro. A veces pasa, sin embargo, que volverse adulto trae consigo una deformación en la cual solo vale la pena sacar adelante las tareas que nos conciernen directamente. Por alguna misteriosa razón, en algunas personas esa atrofia no ocurre y logran conservar a lo largo de la vida el deseo de ejecutar bien no solo lo que los afecta directamente, sino lo que para otros es importante. En esencia lo convierten en importante para sí mismas por el solo hecho de que sea importante para otra persona.

Se trata casi que del placer estético que trae terminar una obra, o escribir unas notas ordenadas, o enderezar los cuadros en una pared, es decir, estas personas dispuestas viven un pedido de ayuda simplemente como la oportunidad de sacar algo adelante, de superar un obstáculo, de destrabar, independientemente de que se trate de algo que necesita otra persona. Producen un alivio enorme en la cotidianidad porque tienden a lanzarse con energía en la solución del problema y entonces, por gracia de esa actitud, en parte equilibran o atenúan la penosa carga que a la vida le imponen aquellos que, por el contrario, todo lo traban y todo lo complican.

 

 

 

Argumentos inválidos… ¡en guardia!

Nov. 15 2017

 

Sorprende, por no decir que es alarmante, pensar en cuánta gente cambia de parecer, aun en contra de sus principios o convicciones más arraigadas, por caer en la trampa de argumentos inválidos. Hay muchos, pero actúan de manera subrepticia, al amparo de la oscuridad lógica; hacen trampa por debajo de la mesa, sin que el contrincante lo note. El que está a punto de ser injustamente derrotado es consciente apenas de un malestar, pero no alcanza a darse cuenta de que le están jugando sucio. Como un colegial asediado por matones en un patio trasero de la escuela termina “convencido” de toda clase de cosas en las que aterrizó no por convicción sino por miedo al ridículo.

Un periodista radial muy renombrado en nuestro medio utiliza con frecuencia, por ejemplo, la burla, la sorna y el sarcasmo para desarmar a sus oponentes. Ya no lo hace con los oyentes porque de alguna manera la audiencia percibió que durante las llamadas era víctima de algo incómodo —y lo manifestó—; pero ahora este mismo periodista lo utiliza con sus corresponsales que, cuando se atreven a disentir al aire reciben del periodista una burlita sutil pero poderosa que los va arrinconado y termina marchitando en ellos el deseo de defender su postura.

La adjetivación forma parte del matonismo argumental. Todos lo hemos vivido, creo, esa sensación de enfrentarnos no a un argumento lógico, respetuoso y que abra un espacio para conocer el contrargumento o el punto de vista contrario, sino a un seudoargumento acompañado de uno que otro comentario cargado de ironía que nos desarma pero por las razones equivocadas. El adjetivo es la cáscara invisible en donde se resbala el discurso argumentativo del contrario, que cae sin darse cuenta de que la cáscara fue plantada adrede.

Esta insidiosa forma de acometer una diferencia de opiniones tiene bien a la mano expresiones acuñadas que no exponen una idea sino que se limitan a adjetivar sobre la opinión ajena y a hacer mofa de una supuesta incapacidad para ver la luz de la esclarecida verdad que debería iluminarnos a todos. Es bueno estar advertido para exigir que se juegue con las cartas sobre la mesa: a razonamientos lógicos, otros razonamientos lógicos. Son las únicas herramientas permitidas en un juego limpio. ¡En guardia! Cuando se está sobre aviso es más fácil zafarse de la trampa.

 

 

El dudoso bienestar de acumular

Nov. 7 2017

 

Empieza como el deseo del caballo que corcovea para sacudirse de encima el jinete. Es una urgencia, un llamado inaplazable del espíritu. La piquiña por tener menos objetos, menos adornos, menos ropa, menos libros, menos recuerditos, menos fruslerías que recojan polvo aparece ahora con bastante frecuencia en las conversaciones. Es un llamado a recuperar la libertad de la que nos privan las posesiones que hay que cuidar, así como una conexión con las necesidades del planeta, un fastidio moral con la sobreproducción —y sobrecompra—, de ropa desechable, de empaques dobles y triples para tres chécheres sin importancia, la sensación de estar saturados por la abundancia de opciones que parece exceder por mucho cualquier necesidad real.

El minimalismo aparece como una opción profundamente atractiva, y las fantasías no versan sobre cómo poblar los espacios sino sobre cómo encontrar la forma de vaciarlos y reducirlos a una blancura espaciosa que invite a la paz, o a pensar en cualquier cosa diferente de cómo almacenar, sacudir y ordenar cosas y cositas. Sin embargo, es curioso cómo ciertas personas que lograron sacar adelante la titánica tarea de despojarse de todo lo que en su criterio debía salir de sus manos reportan que el estado resultante les produjo depresión. En última instancia lo fascinante del ejercicio de desechar artilugios, revistas, zapatos viejos, pulseras, fotos borrosas y relojes detenidos es justamente que nos obliga a cuestionarnos sobre el tipo de relación que tenemos con los objetos, y especialmente a descubrir si los hemos conservado por su valor intrínseco —porque nos ofrecen genuino placer estético o funcional—, o porque por allá en los resquicios recónditos de la psiquis nos representan un mensaje emocional o afectivo que no hemos podido traducir de otra forma, y que permanece anclado, y sin descifrar aún, en el objeto.

Lo cierto del caso es que Maritornes ha sentido el llamado, y se ha puesto manos a la obra. Una parte fascinante del proceso ha sido descubrir cuánto más fácil es acumular que limpiar, cuán difíciles son de superar los proverbiales frenos encarnados en “y si después lo necesito”, y “pero es que fue un regalo de…”, “la moda vuelve”, “apuesto a que apenas ya no lo tenga, voy a necesitarlo”.

No se trata solo de consideraciones de bienestar psicológico. Tenemos sin duda una obligación con el planeta de replantearnos la forma como consumimos, y de no cerrar los ojos a la realidad de que cierta forma de comprar apoya el ignominioso sistema de lo desechable con todas sus perniciosas implicaciones ecológicas y sociales. Así que por una razón, o por la otra, o por las dos, no está mal que el caballo corcovee hasta liberarse de su carga. Y no está mal tampoco, de ninguna manera, que nos volvamos compradores más conscientes y más sabios para no dejarnos echar encima la enjalma de lo inútil.

 

 

El hermoso tejido invisible

Nov. 1 2017

 

Enciendo el noticiero del mediodía y constato una vez más con irritación y pesar que un ochenta por ciento de su extensa franja televisiva consta de crónica roja y de noticias ligeras —o de noticias importantes entregadas como si fueran ligeras—. En contraste, recibo un video (https://youtu.be/O68CHuNCT_s [Miniserie sobre artistas populares: El arte de la gente, Temporada 2017, Señal Colombia, dirigidos y realizados por Álvaro Durán Velasco]) en el que se saca del anonimato la obra de artistas colombianos que desarrollan su labor por puro amor e inspiración, que se mueven en el terreno de las raíces, en donde se trabaja en silencio alimentando el árbol, sin buscar mucho sino la expresión pura y sincera.

Por lo general, bien lo sabemos, a la Nación no la sostienen ni la construyen los políticos, quienes hacen un sayo para sí mismos de la capa sudada que entre todos tejen los ciudadanos que laboran día tras día en lo que aman, en lo que los motiva, en lo que buenamente pueden, en lo que se ingenian y en lo que los apasiona. Con sus silenciosos aportes estos colombianos hacen posible que el día de mañana seamos un país cuya identidad esté más centrada en el arte, en la ciencia, en el conocimiento en general y en la innovación que en sus violencias, despojos, injusticias y tristezas.

El 16 de agosto de este año —en el marco de la sesión solemne estatutaria—,  la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales hizo diversos reconocimientos: Nombró a Alberto Ospina Taborda, fundador y primer director de Colciencias, y a Claudio Bifano Rizzuti como miembros honorarios de esta entidad científica. También entregó el premio de la Academia Colombiana de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de la Obra Integral de un científico al doctor Gabriel Poveda Ramos, conocedor profundo de la economía latinoamericana, ingeniero químico y electricista con maestría en matemáticas de la Universidad Nacional de Colombia y cuya vida ha estado dedicada a aportar conocimiento científico por medio de su cátedra y de sus numerosas publicaciones. Estos ejemplos que menciono son apenas tres de los reconocimientos que se entregaron esa noche.

Viendo el video sobre artistas populares, escuchando esa noche del 16 de agosto los discursos de estos hombres sabios, altruistas y entregados a la vida del conocimiento —y en otras ocasiones en que me siento llena de admiración por algún proyecto meritorio, pero deficiente en divulgación y apoyo—, suelo preguntarme cómo hacer para conectar al país desesperanzado, sumido en las malas noticias, con este otro que teje, enseña, propone, cree, y siembra —y vuelve a sembrar. Desde luego que algo de información aparece, en brotes esporádicos y tímidos, bien sea en los noticieros, o en programas especializados, pero me refiero a que a fuerza de divulgación —de un esfuerzo concertado y poderoso—, deberíamos convertir todas estas propuestas, iniciativas y vidas ejemplares en una corriente arrasadora que nos llevara a desembarcar, ahora sí de verdad, en un país que se funde y se reconozca en múltiples actos de crear e implementar propuestas que repartan bienestar y eleven no solo el nivel de vida sino el grado de esperanza en el país. A lo mejor también todos pudiéramos dar cuenta de estas iniciativas en nuestra conversación cotidiana, y con ello contribuir a recuperar esa palabra que debería ser tan propia de la juventud, y de la vida misma: el entusiasmo.

 

 

El poder pernicioso de la confusión

Octubre 24, 2017

 

Documentos farragosos de once páginas para decir lo que se podría decir, mejor aún explicar —o concluir—, en tres. Frases inconexas e inconclusas. Incisos donde no caben incisos. Amistades que se complican porque leemos entre líneas lo que no está ni entre líneas ni en ellas. Problemas que se agrandan porque les atribuimos a ciertas circunstancias motivaciones, ramificaciones, derivaciones futuras o aspectos personalizados de los que carecen.

Simplicidad. Claridad. Resumen. Hay belleza en lo que, despojado de ocultamientos, velos y retruécanos, goza de la capacidad de hablarnos de un camino hacia el entendimiento, hacia la solución, hacia el aligeramiento de la carga. Enredar es el antiarte pernicioso de quienes, consciente o inconscientemente, se benefician de que algo no se entienda, o sea difuso, o confunda, despiste o diluya. Sobre lo confuso no se puede actuar. Lo confuso inquieta sin permitir remediar el motivo de la inquietud, alude sin aclarar, perturba sin ofrecer camino de salida.

La confusión se diferencia de la complejidad en que la complejidad abarca realidades diversas para conducir a un esclarecimiento, o propuesta, mientras que la confusión es sembrada adrede para sacar provecho de su capacidad paralizante. Los pícaros, los malintencionados y los ladrones de la tranquilidad pescan en el río de las ideas revueltas. Maritornes está aprendiendo a reconocer la confusión como la primordial enemiga de las soluciones, de la acción y de la verdad. Lo que no es claro puede llegar a tragarse en su fangosa amenaza las mejores intenciones, la capacidad más decidida de actuar y los mejores propósitos.

Nos debemos a la transparencia y a la calidad brillante y nítida de lo desenvuelto y ordenado. Pensándolo bien, muchas cosas entrañables y muchas de las que nos hacen sentir esperanza y alivio lo son por claras y sencillas: lo que sentimos con nitidez meridiana sobre ciertas situaciones o personas, la solución al problema (en lugar del proverbial problema en la solución que tienden a ofrecernos los mercaderes de la duda y  la confusión), la palabra que acorta camino entre ideas disparatadas para lograr la expresión precisa, la puerta de salida del embrollo, la capacidad de entrever la verdad entre las mentiras.

Por fortuna, toda confusión algún día pierde su impostura, se decanta en algo más simple, en la verdad. Por suerte, con un poco de práctica, aprendemos a valorar la pepita de oro en medio del fango, y aprendemos a reconocer en la confusión —y en la verborrea literal o emocional que la acompaña—, la herramienta de los engañosos. La voz de lo real es breve, clara y directa, e ilumina el espíritu como la luz del amanecer.

 

 

Un corazón atento

Octubre 18, 2017

 

Maritornes no sabe decir en qué consiste. ¿Es una actitud? ¿Es una destreza? ¿Es una forma de inteligencia? ¿Es un don espiritual? Solo sabe que quisiera poder desarrollar cada vez más la capacidad de notar, de fijarse, de prestar atención, de enfocar, y por ahí derecho de pronto aumentar el poder de retener en su mente, en su memoria, aquello en lo que fijó la mirada con interés y propósito.

Probablemente la capacidad a la que ella se refiere sea una combinación de todo lo anterior, a lo cual habría que sumarle la generosidad y la sensibilidad del espíritu porque observar con el corazón requiere salir de uno mismo. ¿O si no cómo se puede mirar con los ojos verdaderamente abiertos la gama inagotable de verdes que se perciben al levantar la vista hacia las hojas de un árbol? Solo es posible amando el verde —y sabiendo que el juego del sol entre las hojas, en esa combinación precisa, nunca se repetirá—. Unos arreboles, algunas lunas llenas, algunas historias se quedan mientras que otras nunca fueron amorosamente retenidas —nunca estremecieron el corazón para dejar su impronta— porque se vivieron en medio de un remolino de distracciones, de cháchara mental, de fragmentación del interés.

Lo mismo ocurre con las palabras y con los sentimientos ajenos. Es imposible notar de verdad el brillo en la mirada de quien habla, la luz, o el dolor en la voz de otra persona cuando narra sus recuerdos más sentidos si en ese momento no se presta atención plena y si de alguna manera no se está amando a esa persona.

Conoce personas que tienen ese raro don de estar a plenitud en el momento; y son las mismas personas, generalmente, que después tienen el don aún más raro de recordarlo. Recuerdan cuando dijiste, cuando miraron juntas, recuerdan los hitos en la vida de los demás para celebrarlos o acompañarlos porque de alguna manera tenían la atención bien colocada —centrada y libre de distracciones.

En parte sería más posible estar en la infinitud de cada momento si comprendiéramos su fugacidad: tal vez el abuelo no vuelva a contarnos con qué jugaba de pequeño, y si le hubiéramos prestado atención no lo olvidaríamos, tal vez pudiéramos recordar más la sensación de los brazos de nuestros hijos alrededor del cuello de haber habitado el momento con la debida intención. Posiblemente recordaríamos el día en que el turpial se detuvo en el jardín.

Es difícil pescar del remolino de la memoria aquello que dejamos arrastrar río abajo por la distracción, pero, piensa, está aún a tiempo de aprender a mirar la vida con un corazón atento. Los sabios han hablado del inmenso poder de estar plenamente presentes en el momento y quizás si lo estuviéramos veríamos más como el regalo infinito que son aquellas ocasiones que, por distraídos, a veces nos parecen apenas acontecimientos triviales.

 

 

La gente dispuesta

Noviembre 22, 2017

 

La reacción más habitual de Carolina es “tranquila, yo voy”, o “yo traigo”, o “yo busco” o “yo soluciono”. Ella va sin pereza, llama para verificar si está haciendo bien el mandado y ante el pedido nunca expresa duda ni vacilación. Por difícil que sea la solicitud uno siempre sabe que cuenta por lo menos con que lo intentará con sentido prioritario, y que hará todo lo posible, y que lo hará, no solo a cabalidad, sino además con alegría y buena cara. Maritornes tiene la suerte de contar en su círculo cercano con varias personas como Carolina. Sabe que, tratándose de ese buen círculo, cuando pide algo nunca recibirá un “ahora no puedo”, o un aplazamiento indiferente de esos que fatigan los propósitos y diluyen los apremios.

Conoce, por fortuna, un buen número de personas para quienes hacer un favor no es una carga, sino la oportunidad de oro para sacar adelante un cometido con la inmediatez necesaria y con la solicitud requerida. No intenta describir una actitud servil ni fatigosamente insistente. Es más una especie de alegría genuina, un placer parecido al de resolver un Sudoku o de poner la pieza imposible en el rompecabezas. La gente dispuesta aborda el favor como un crucigrama que da gusto completar.

De cierta forma lo que nota y está tratando de describir es una actitud propia de la temprana infancia, la del niño que se abandona a cualquier tarea que motivó su interés hasta que la saca adelante: levantar la tapa para descubrir lo que hay adentro, colocar la ficha o llegar a la última página del libro. A veces pasa, sin embargo, que volverse adulto trae consigo una deformación en la cual solo vale la pena sacar adelante las tareas que nos conciernen directamente. Por alguna misteriosa razón, en algunas personas esa atrofia no ocurre y logran conservar a lo largo de la vida el deseo de ejecutar bien no solo lo que los afecta directamente, sino lo que para otros es importante. En esencia lo convierten en importante para sí mismas por el solo hecho de que sea importante para otra persona.

Se trata casi que del placer estético que trae terminar una obra, o escribir unas notas ordenadas, o enderezar los cuadros en una pared, es decir, estas personas dispuestas viven un pedido de ayuda simplemente como la oportunidad de sacar algo adelante, de superar un obstáculo, de destrabar, independientemente de que se trate de algo que necesita otra persona. Producen un alivio enorme en la cotidianidad porque tienden a lanzarse con energía en la solución del problema y entonces, por gracia de esa actitud, en parte equilibran o atenúan la penosa carga que a la vida le imponen aquellos que, por el contrario, todo lo traban y todo lo complican.

 

 

 

 

 

Un corazón atento

Oct. 18 2017

 

Maritornes no sabe decir en qué consiste. ¿Es una actitud? ¿Es una destreza? ¿Es una forma de inteligencia? ¿Es un don espiritual? Solo sabe que quisiera poder desarrollar cada vez más la capacidad de notar, de fijarse, de prestar atención, de enfocar, y por ahí derecho de pronto aumentar el poder de retener en su mente, en su memoria, aquello en lo que fijó la mirada con interés y propósito.

Probablemente la capacidad a la que ella se refiere sea una combinación de todo lo anterior, a lo cual habría que sumarle la generosidad y la sensibilidad del espíritu porque observar con el corazón requiere salir de uno mismo. ¿O si no cómo se puede mirar con los ojos verdaderamente abiertos la gama inagotable de verdes que se perciben al levantar la vista hacia las hojas de un árbol? Solo es posible amando el verde —y sabiendo que el juego del sol entre las hojas, en esa combinación precisa, nunca se repetirá—. Unos arreboles, algunas lunas llenas, algunas historias se quedan mientras que otras nunca fueron amorosamente retenidas —nunca estremecieron el corazón para dejar su impronta— porque se vivieron en medio de un remolino de distracciones, de cháchara mental, de fragmentación del interés.

Lo mismo ocurre con las palabras y con los sentimientos ajenos. Es imposible notar de verdad el brillo en la mirada de quien habla, la luz, o el dolor en la voz de otra persona cuando narra sus recuerdos más sentidos si en ese momento no se presta atención plena y si de alguna manera no se está amando a esa persona.

Conoce personas que tienen ese raro don de estar a plenitud en el momento; y son las mismas personas, generalmente, que después tienen el don aún más raro de recordarlo. Recuerdan cuando dijiste, cuando miraron juntas, recuerdan los hitos en la vida de los demás para celebrarlos o acompañarlos porque de alguna manera tenían la atención bien colocada —centrada y libre de distracciones.

En parte sería más posible estar en la infinitud de cada momento si comprendiéramos su fugacidad: tal vez el abuelo no vuelva a contarnos con qué jugaba de pequeño, y si le hubiéramos prestado atención no lo olvidaríamos, tal vez pudiéramos recordar más la sensación de los brazos de nuestros hijos alrededor del cuello de haber habitado el momento con la debida intención. Posiblemente recordaríamos el día en que el turpial se detuvo en el jardín.

Es difícil pescar del remolino de la memoria aquello que dejamos arrastrar río abajo por la distracción, pero, piensa, está aún a tiempo de aprender a mirar la vida con un corazón atento. Los sabios han hablado del inmenso poder de estar plenamente presentes en el momento y quizás si lo estuviéramos veríamos más como el regalo infinito que son aquellas ocasiones que, por andar distraídos, a veces nos parecen apenas acontecimientos triviales.

 

 

La violencia de la vehemencia

Oct. 11 2017

 

Maritornes piensa en la “violencia verbal”. Busca poder definir las coordenadas del punto donde hay claridad, oportunidad y pertinencia de la palabra —y franqueza—, pero donde el intercambio de opiniones está desprovisto de los ribetes de agresión que tanto abundan en el discurso y que de alguna manera insuflan violencia en otros ámbitos.

Observa un sinnúmero de conversaciones que son apenas una caldera bullente de opiniones donde se arma una espuma revuelta de palabras indistinguibles que nadie escucha. En los «debates» por la televisión y por la radio, en los programas de opinión, incluso en los medios en donde se esgrimen las opiniones por escrito, y hasta en reuniones de amigos, todo parece más bien una batalla de empujones: yo lanzo de un empellón mi opinión sobre la tuya, a ver si logro arrinconarte.

Ciertamente que es preferible sacarse las agresividades del sistema con palabras y no con hechos —y es verdad que los debates estimulantes y vigorosos son necesarios—, pero no existe razón alguna por la que no se pudiera cultivar una forma de encontrarnos en la palabra que no incluyera la soberbia necesidad de avasallar al otro para obligarlo a escucharnos. Sin lugar a dudas en la forma de expresarnos hay a menudo una violencia sutil. Frecuentemente lo que se esgrime —con voz recia y en tono categórico y definitivo—, son opiniones no solicitadas que se lanzan como el guante que reta a duelo. ¿Cuánta gente conoce uno que en lugar de espetar sus convicciones pregunte con verdadero interés por las de los demás?

Casi, piensa, ningún mensajero al que valga la pena exponer las entendederas o los tímpanos, entregará sus palabras como si fueran el golpe vociferante en un duelo por tener la razón. En lo que a ella respecta, y pensando en los tres filtros que se le atribuyen a Sócrates, es decir, pensar antes de hablar si lo que se va a decir es verdadero, bondadoso y necesario, piensa que existe una cuarta condición, y es la de hablar en un tono de voz que sea apenas suficiente para ser escuchado, que informe como la brisa, y no que derribe como el ventarrón.

 

 

Consuelo

Octubre 4 2017

 

Se llama Consuelo Córdoba. No sé si el nombre le resulte conocido. Es la mujer que se acercó al Papa Francisco, cuando este estuvo en Colombia, para pedirle que bendijera su eutanasia, que estaba programada, con una inyección donada por un médico, para el 29 de septiembre. El Santo Padre la convenció de desistir, y esta mujer, sobreviviente de unas catástrofes personales dignas de una película de horror, cambió de opinión. Dijo que pareciera que al Papa Francisco fueran a escurrírsele las lágrimas. ¿Cómo no? Fue necesario esperar un tiempo, decantar la historia y reunir el valor para escribir sobre ella.
Consuelo tiene 56 años. A los tres meses fue abandonada por su madre, y a los doce años por su padre. Tiene una hija fruto de una violación. Su hija no quiere saber de ella. En el 2001, después de que se negara a ser accedida por la fuerza, su entonces marido salió a buscar ácido sulfúrico y con este le roció la cara. Consuelo quedó desfigurada. Vive asfixiada detrás de una máscara color piel, y respira por dos tubos que sobresalen de la máscara. Ha sido sometida a más de 40 cirugías. No solo tiene dificultad para respirar, sino para hablar. Sufre de infecciones recurrentes y sus complicaciones incluyen una toxoplasmosis, con la que tendrá que convivir de por vida. Ha tenido que pedir limosna y ha sufrido todos los rechazos derivados de su apariencia, entre ellos la imposibilidad de conseguir trabajo.

¿Su sueño? Tener una peluquería y una casa propia. Su sencillez, su falta de rencor hacia su agresor y su bondad me estremecieron; y escribo todo esto porque mientras la oía relatar su infortunio sin el menor asomo de autoconmiseración o de reclamo ni a la vida, ni a Dios ni a nadie, me sentía llena de vergüenza y de pesar y me preguntaba dónde estábamos todos y dónde estaba yo mientras la vida azotaba a Consuelo. Tal vez quejándome del tráfico, o de la lluvia, o de tener que hacer alguna fila.
Y mientras tanto Consuelo, ¿a quién tuvo para aligerar su dolor —especialmente pero no solo su dolor emocional—, quién le pidió perdón en nombre de una sociedad que permitió sus condiciones de vida? Interiormente le pedí yo perdón con el corazón contristado. Pensé que Colombia se mueve sobre una arena movediza de dolor soterrado, y que no basta con hablar de futuro y de paz sino que es necesario ir a excavar ese dolor en todos los rincones del país para atenuarlo, para pasar sobre él una mano acariciadora y para ofrecer remedio. Hay que buscarlo de manera activa y decidida dondequiera que se encuentre para entregar a cambio compasión, justicia y apoyo real y tangible. Es imposible refundar un país sobre el dolor no mitigado de las consuelos, sobre el caudal hirviente de injusticias que no encontraron enmienda y sobre tantos dolores salvajes vividos en la soledad de la indiferencia.

 

 

El noble escudero

27 de septiembre 2017

 

Es el más noble escudero. Trata de adaptarse siempre a nuestras insensateces y excesos, y cuando por fin decide hablarnos, aún está luchando por recomponerse. Es la más fina de las máquinas, la más compleja, la más inteligente, la que nos lleva y nos trae y por medio de la cual somos y conocemos el mundo.

Este hermoso mecanismo que a veces olvidamos quiere siempre sostener un diálogo con nosotros por medio de su bienestar o de su malestar. Está diseñado para servirnos. Sin embargo, las más de las veces lo tratamos como un subvalorado objeto y no como la máquina inteligente que es, que llega incluso, muchas veces por medio de la enfermedad, a revelarnos cosas sobre nosotros mismos que no sabíamos: a cuánto estrés nos hemos sometido, cuánto hemos fallado en el mantenimiento y en el reposo de ese privilegiado aparato, a cuánta presión innecesaria lo hemos sometido por medio de la alimentación, la postura y el ejercicio en proporciones descomunales, o demasiada quietud.
Y es que ese diálogo que algún día el cuerpo inexorablemente inicia con nosotros es un camino que conduce a lo más recóndito de nuestro interior, a ese lugar que guarda secretos que ni siquiera sospechamos. El espléndido cuerpo busca la manera de comunicarse para decirnos, “mira todo lo que te echaste encima”, “mira todo lo que innecesariamente sufriste”, “mira cómo tus pensamientos me dieron forma contrahecha”.
El cuerpo no va por un lado y el alma por el otro. El alma deja en el cuerpo la impronta de sus caminos y el cuerpo a su vez le responde, y le enseña, y así sucesivamente. El cuerpo es por excelencia el maestro de la frugalidad y de la sensatez por su forma de reaccionar a la falta de estos. Pareciera, sin embargo, que a veces nos olvidáramos de que habla nuestro idioma, y que quiere servirnos con fidelidad. Por eso hay que abrir un espacio de tiempo para iniciar, si no lo hemos hecho, un diálogo con nuestro fiel escudero, para preguntarle cómo se encuentra, qué necesita de nosotros, o, aunque sea, para darle las gracias por sus servicios incondicionales y desinteresados. «Gracias, buen amigo, por albergar mi ser con tanta nobleza. Procuraré seguir escuchándote. De acá para adelante, tú, y yo, cuidándonos, y hablándonos, hasta el final».

 

 

Llamado a los impacientes

19 de septiembre 2017

 

Maritornes se siente a veces poseída por un angustioso afán. Observa que hay prisa por atender  minucias intrascendentes —hacer, concluir, despachar, responder, inventar leyes enrevesadas e inútiles, complicar lo sencillo, para todo en general—, mientras que la molicie  —precedida o acompañada de una suerte de indiferencia—, parece imperar en los asuntos verdaderamente esenciales. Quisiera que la propuesta se invirtiera —y que corriéramos menos para responder mensajes, llegar a tiempo para ver el noticiero y planear la fiesta—, y que nos apresuráramos más en cambiar lo que se puede, y se debe, cambiar, a tiempo para que esos cambios beneficiaran y llenaran de motivación a las generaciones actuales, y no, quizás, quizás, quizás, a las venideras.
¿O es que acaso no vale la pena afanarse para detener la deforestación de la Selva Amazónica, o reemplazar las fuentes de energía contaminantes por energías limpias, que ya ni siquiera hay que inventar porque ya existen? ¿O es que debemos ser pacientes con el hecho de que un sinnúmero de madres tengan que salir a trabajar desde las 4:30 de la mañana, sin saber si dejaron a sus hijos pequeños en buenas manos? ¿O vale la pena ser pacientes con el río putrefacto?

Maritornes quisiera que unos impacientes comisionaran a unos buenos arquitectos (impacientes) para construir escuelas y guarderías en lugares tan apartados y olvidados que a ellos no llega ni la esperanza, de modo que alguna forma de esperanza se asomara por esos confines en meses, y no en siglos. Añora que un grupo de impacientes estudie los sistemas judiciales de los países donde mejor funcionan y proponga la reforma del nuestro, secundada por unos medios de comunicación, y un congreso, que impacientes por lo fundamental, la respalden. Es interminable la lista de lo que nuestra conciencia, acallada las más de las veces, pide con impaciencia; pero hace falta descubrir dónde está la rama enredada en la rueda que no permite que el deseo colectivo de mejorar las condiciones de vida tome impulso hacia los cambios necesarios.
No cabe duda de que existe un caudal suficiente de buena voluntad, pero nada desgasta más la buena voluntad, o las buenas ideas y los proyectos buenos de la gente buena que estrellarse consuetudinariamente con el muro etéreo de los espíritus tibios, de voluntad corrupta y enfermos de indiferencia, a los que se les olvidó que ser pacientes con lo que nos corresponde cambiar no es virtud, sino el peor de los pecados.

 

 

 

Una rara nostalgia

12 de septiembre 2017

 

Maritornes siente una nostalgia muy rara. Es como si hubiera perdido una especie de patria, que estaba construida en su interior a base de palabras. Las de ahora, algunas, no las reconoce, o a fuerza de oírlas como plato único conceptual, la confunden o la dejan en Babia. Pertenecen a ese otro país hacia el que, sin saberse bien cuándo, hubo una migración masiva que la arrastró consigo. Su corazón tardó en darse cuenta de que no hablaba el idioma del nuevo país porque pasa como cuando los idiomas se parecen, y uno cree que entenderá, pero que al final están llenos de “falsos amigos”, de esas palabras que no quieren decir lo que uno cree que quieren decir porque se parecen a otras que uno conoce pero que tienen otro significado.

Como un exiliado que añora los platos de su niñez, extraña que le hablen de los conceptos que le eran familiares en su infancia y juventud. Echa de menos que le hablen en el idioma de sus padres, cuando la gente no era verraca sino perseverante y exitosa, o luchaba con tesón. Todo no era tan chévere o bacano sino estupendo, excepcional, espléndido o fantástico, entre múltiples otras posibilidades. Y si uno quería describir a una persona destacada en su campo se le ocurrían otras cosas que no fuera “una tesa”.

Insiste ella, por ejemplo, por lealtad con su patria interior, en hablar de compasión, de pudor, de decencia, de austeridad, de frugalidad, de caridad, de rectitud, de honorabilidad, de franqueza y de pulcritud. Insiste en mantener vivo el recuerdo de su país lingüístico, aunque se pierda nostálgica en sus recuerdos, como esos abuelos que tratan de describirles a sus nietos unas tierras que amaron, y que para su prole ya no significan nada.

Es de cierto modo una lucha contra una suerte de deforestación en que la riqueza de especies es reemplazada por infértiles y monótonos chamizos que destierran una multiplicidad de fascinantes especies. Y como no sería descabellado pensar que al reemplazar las palabras, o al perderlas, se están reemplazando o perdiendo también las ideas que representaban, se esmera en mantenerlas a flote —a riesgo de parecer ridículamente anacrónica— en procura de salvar, por ahí derecho, la forma de ver la vida que esas palabras denotan. Piensa por ejemplo si al entrar en desuso la palabra “pundonor” (Sentimiento que impulsa a una persona a mantener su buena fama y a superarse) haya entrado también en desuso el comportamiento que la palabra describía.

Ella reconoce que el lenguaje tiene que estar vivo para incorporar neologismos que describan nuevas realidades, pero siente que el proceso tiene forma de embudo: muchas palabras variadas, ricas y expresivas pasan por el cuello del embudo y salen al otro lado convertidas en dos o tres neologismos que reemplazan una colorida variedad de opciones. Y por eso continúa, con ecológico celo, procurando reforestar el que fuera un frondoso bosque de palabras.

 

 

El corazón a cielo abierto

6 de septiembre 2017

 

Maritornes se encuentra en la etapa de la vida en la que la generación precedente empieza a ocultarse tras el gran velo. Sopla con fuerza el viento irreversible que se va llevando una a una las tejas de la casa, las de la propia, las de la ajena. El corazón nos queda—lleno de preguntas y de nostalgia—, a cielo abierto.

Para ser una historia que inexorablemente viviremos, nos toma demasiado por sorpresa. En tiempos de hijos surge una plétora de consejos y de libros que nos detallan paso a paso el desarrollo del bebé dentro del vientre, cómo será el posparto, en qué orden saldrán los dientes y qué podemos ensayar para que los hijos duerman toda la noche. Esta otra tormenta, en contraste, nos toma por asalto con su caudal de dudas, de incertidumbres, de dilemas, de discrepancias y de aprendizajes (que tendremos escaso tiempo para poner en práctica).

Si uno habla con sus coetáneos se da cuenta de que, de una u otra forma, casi todos están en proceso de descorrer las persianas para constatar que la tormenta que se llevará a los mayores ya se desató. Y surgen entonces esas preguntas universales sobre hasta qué punto respetar la voluntad de los ancianos, que casi siempre saben cómo quieren ser ancianos y cómo quieren morir, pero que no siempre lo saben comunicar, o no siempre encuentran oídos atentos; cómo cuidarlos, cómo prepararlos, cómo es la paz que requieren y cómo amarlos con lealtad, gratitud y dulzura sin sucumbir en el intento.

Es posible que casi nadie pueda sentir que, en ese proceso, acertó en todo. Ocurrirá que la víspera, y después de muchos desvelos, no fuiste, o no llamaste, o no llegaste, o no arropaste, o no trajiste el pan preferido, o no escuchaste con atención la historia que habías oído antes en innumerables ocasiones.

Valdría la pena que nos acompañáramos más en esta historia universal, no tanto para quejarnos de las dificultades, sino para apoyarnos y darnos aliento, y para recordarnos, con la idea de hacer menos espinoso el desierto que nos espera, las hermosas palabras de San Agustín: «Ama y haz lo que quieras. Si callas, callarás con amor; […] si corriges, corregirás con amor; si perdonas, perdonarás con amor. Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos».

Y sería bueno recordarnos unos a otros que todo lo que hagamos por el bienestar y la alegría de nuestros mayores habrá valido la pena al final. Un día, un triste, muy triste día, no estarán y ya no podremos dudar si llamar ahora o más tarde, si visitar hoy o la semana entrante, y no tendremos quién nos absuelva las incógnitas en su historia. Sin embargo, no se trata de quedar llenos de pena y remordimiento por lo que omitimos; se trata de saber que despedir a la generación anterior es uno de los más solemnes y complejos ejercicios de amor, y que a todos nos llegará ese día, antes de que seamos nosotros los despedidos —con algo de suerte, de la mano de una generación que sabrá respetarnos y ponernos con sensibilidad, armonía y amor en la ruta definitiva.

 

 

La amabilidad

Agosto 29 2017

 

Existe una organización que se llama The Fraternity of Kindness (La Fraternidad de la Amabilidad). Un aparte de los textos de su presentación en la página de Internet, http://www.olrl.org/pray/kindness.shtml, dice (traducción de Maritornes):

«Cuán grande sería el aumento en el total de la felicidad humana si cada uno fuera siempre lo más amable posible. La tierra sería casi un cielo si de nuestras vidas se eliminara la falta de amabilidad… Esa fue la idea que tuvo una monja piadosa durante la meditación, y que la motivó a fundar La Fraternidad de la Amabilidad. Sus reglas son:

  1. No pensar cosas poco amables sobre los demás.
  2. No decir nada poco amable sobre los demás, o a los demás.
  3. No comportarse de manera poco amable con los demás.

Estas reglas llevan implícito, desde luego, su contrario, es decir, la virtud de pensar siempre amablemente, hablar amablemente y ser amable con todo el mundo».

Cualquiera que haya visto cómo su día, que empezó libre de mal humor, puede irse deteriorando a medida que se encuentra con personas poco amables —el pitazo cuando uno trata de hacer un cruce en el tráfico, la respuesta gratuitamente grosera, el que se obstina en no permitirnos cambiar de carril—. La sucesión de actitudes agrias aparentemente insignificantes tiene el potencial de arruinarnos, de momento en momento, el día, y de día en día, increíblemente, la calidad de vida.

Visto así, es claro que la amabilidad no es un asunto melifluo para santurrones. Tiene, en realidad, el potencial de ser una revolución silenciosa que vaya haciendo desaparecer la hostilidad nuestra de cada día, y de pronto nos haga sentir que no salimos a las calles a un ejercicio de combate los unos contra los otros, sino que podemos vivir nuestros esfuerzos personales de cualquier orden más bien hermanados como seres humanos por la corriente de la amabilidad.

Y es que, como dice el poema a continuación, la amabilidad tal vez tiene como condición previa haber hecho, aunque sea casi inconscientemente, el ejercicio de ponerse en los zapatos del otro para concluir que, igual que uno, lleva a cuestas su batalla personal, que podemos aliviar con el simple hecho de ser amables.

(La traducción al español se encuentra al final del poema en inglés)

 

Kindness

Before you know what kindness really is
you must lose things,
feel the future dissolve in a moment
like salt in a weakened broth.
What you held in your hand,
what you counted and carefully saved,
all this must go so you know
how desolate the landscape can be
between the regions of kindness.
How you ride and ride
thinking the bus will never stop,
the passengers eating maize and chicken
will stare out the window forever.

Before you learn the tender gravity of kindness,
you must travel where the Indian in a white poncho
lies dead by the side of the road.
You must see how this could be you,
how he too was someone
who journeyed through the night with plans
and the simple breath that kept him alive.

Before you know kindness as the deepest thing inside,
you must know sorrow as the other deepest thing.
You must wake up with sorrow.
You must speak to it till your voice
catches the thread of all sorrows
and you see the size of the cloth.

Then it is only kindness that makes sense anymore,
only kindness that ties your shoes
and sends you out into the day to mail letters and purchase bread,
only kindness that raises its head
from the crowd of the world to say
it is I you have been looking for,
and then goes with you everywhere
like a shadow or a friend.

 

~ Naomi Shihab Nye ~

 

Antes de saber lo que es en verdad la amabilidad

debes perder cosas,

sentir el futuro disolverse en un instante

como la sal en un caldo aguado.

Lo que tenías entre las manos,

lo que contabas y guardabas con esmero

todo tiene que perderse para que puedas saber

cuán desolado puede ser el paisaje

que separa las regiones de la amabilidad.

Cómo pasa el tiempo y pasa el tiempo

en el autobús, pensando que nunca se detendrá,

que los pasajeros que se alimentan de maíz y pollo

mirarán para siempre por la ventana.

Antes de saber cuán tiernamente solemne es la amabilidad,

debes viajar al lugar donde un indio, cubierto con su poncho blanco,

yace muerto al borde del camino.

Debes ver cómo podrías ser tú,

cómo también él

viajó con sus planes a lo largo de la noche

y ver el aliento sencillo que lo mantenía con vida.

Antes de conocer la amabilidad como lo más profundo en tu interior,

debes conocer la pena como aquello que también está en lo más profundo.

Debes despertarte con tristeza.

Debes hablarle hasta que tu voz

se una a los hilos de todas las penas

y puedas ver el tamaño del tejido.

Y entonces la amabilidad es lo único que tiene sentido,

solo la amabilidad te amarra los cordones de los zapatos

y te envía hacia el día para poner al correo las cartas y comprar el pan,

solo la amabilidad levanta la cabeza

de la multitud del mundo para decir,

es a mí a quien buscabas,

y después te acompaña a todas partes,

como sombra o como amiga.

 

~ Naomi Shihab Nye ~

(Traducción de Maritornes)

 

 

 

 

La riqueza de la complejidad

Agosto 23 2017

 

Ellos, nosotros. Allá, acá. Antes, ahora. Un partido, el opuesto. Una ideología, la contraria. Una costumbre, la otra. Por todas partes parecen brotar cercas mentales destinadas a dividir en dos todos los ámbitos del mundo, a reducir a blanco y negro la riqueza cromática de la vida.

Finalmente, la necesidad de limitar a dos casillas la infinidad de combinaciones posibles entre ideas fluidas que se entrecruzan y evolucionan puede provenir de una imperdonable pereza mental que prefiere simplificar y reducir con tal de no tener que mirar la realidad en tonos y matices. Atrincherarse en una idea simple y fija es negar la espiral ascendente que surge de enriquecernos con la conciliación y es prescindir del proceso creativo que ocurre cuando se derriban las categorías para poder ponerse en los zapatos del otro. Y así, entre dos fuerzas en oposición que en innumerables instancias se configuran como únicas alternativas se forma un remolino que nos atrapa y nos impide navegar juntos hacia alguna desembocadura.

La vida es complejidad. Todos los culpables tienen algo de inocentes, todos los inocentes algo de culpables. Todos los que aciertan se equivocan y todos los que se equivocan son capaces de acertar. Nadie tiene la última palabra. Maritornes no trata de exaltar un fangoso relativismo en el que nada está ni bien ni mal, pero le inquietan los maniqueísmos actuales, los liderazgos que se basan en satanizar al contrario, las relaciones rotas, las condenas inexorables y la que parece ser una necesidad omnipresente de rotularse y de rotular en categorías inamovibles.

Abandonar las trincheras pasa por un diálogo que surja de un verdadero interés por escuchar y una determinación que hoy en día se hace cada vez más difícil para no afiliarse a bandos y para no clasificar a los demás en un imaginario bando contrario.      Tenemos, desde luego, derecho a nuestras convicciones, pero para no quedar inexorablemente enemistados los “unos” de los “otros”, tenemos que hacer un esfuerzo conjunto y decidido por salir del remolino de la simplificación, y acoger la riqueza de la complejidad.

 

 

 

Amparo y su otro jardín

Agosto 18 2017

 

Se ha ido. Pienso en ella y la veo rodeada de hortensias moradas. Oigo el agua de la manguera cuando riega sus flores. Todo es jardín. Me muestra dónde creció una trepadora de granadilla de unas semillas que ella dejó caer, y otra de curuba. Y señala la cosecha de tomate de árbol. Damos la vuelta y presume orgullosa de su amarrabollos, el que yo nunca logré hacer crecer. Nos extasiamos las dos frente a sus lustrosas flores moradas, siempre somnolientas, como buscando el piso para descansar, y tan exóticas y frondosas. Terminamos la ronda bajo uno de los magnolios más jóvenes, que va viento en popa de su amorosa mano jardinera.

Ahora que no está siento aún más a fondo que su cercanía como vecina era un gran privilegio. Me invitaba a tomar café cuando, después de mi carrera matutina, me acercaba a saludarla. Era madrugadora. Su jardín no daba espera, y ella sabía que a los jardines y al agua les gustan los amaneceres, como a ella, y como a mí.

Con su voz ronca ponía un tema cualquiera, el barrio, la familia, la salud, un poco de política, pero estos temas se extinguían pronto porque era más importante hablar de la fuente, de la poda del seto, del estanque, y de todo lo que había brotado o se marchitó en ese pedazo de verde que para ella era el cielo.

¿Cuántas personas dejan en tu memoria un recuerdo a huerto, al agua que corre, al rocío sobre el prado? ¿Cómo no amar a una persona que ama con tanto celo y dulzura un jardín? No puedo recordarla sin pensar en el aroma y en los sonidos de su rincón verde y florecido, y sin considerar con nostalgia que los únicos regalos que intercambiamos fueron naranjas, que ella me daba, y guayabas feijoas, que yo le daba.

Su presencia y sus palabras de interés por la vida menuda de las aves y las plantas me hacían recordar que venimos de una estirpe que ha amado la tierra, la cosecha y el agua. Las visitas a su jardín me refrescaban con el olor primigenio a tierra recién bañada por el agua. Pienso que su tránsito debió haber sido muy fácil, porque lo único que hizo fue cambiar de jardín, asomarse y saltar llena de gozo para entrar a otro —de extensión insospechada y frondoso de especies que acá no conocemos—, del que disfruta ahora para siempre.

 

 

 

El mensaje cifrado

Agosto 15 2017

 

La cita original de Léon Bloy en francés dice: “L’homme a des endroits de son pauvre cœur qui n’existent pas encore, et où la douleur entre, afin qu’ils soient.”

En español podría ser: «El hombre tiene lugares en su pobre corazón que no existen todavía y donde el dolor penetra a fin de que sean».

O en inglés: “Man has places in his heart which do not yet exist, and into them enters suffering, in order that they may have existence.”

A Maritornes esta cita le resultó poética, profunda y verdadera y la puso a pensar en el ineludible sufrimiento. Hemos trascendido épocas en que la humanidad buscó activamente, podría decirse que con algo de enmascarada perversión, sufrir, mortificarse e ir tras el dolor. Lo hizo en gran parte de la mano de la religión, y los consideró valores espirituales, caminos a la trascendencia.

Hoy nos encontramos en una posición diametralmente opuesta en la que no solo hemos renunciado a esa búsqueda activa del sufrimiento, sino que tendemos a calificarlo como algo eludible, indeseable e inoficioso. Empero, el sufrimiento se entreteje con la dicha para formar el necesario contraste de luces y sombras sin el cual las emociones serían una interminable y monótona planicie sin colinas ni accidentes ni marcadores para el camino del alma.

¿Quién que haya vivido puede decir que jamás ha sufrido? ¿Es posible acaso vivir sin sufrir? Y puesto que difícilmente lo sería, tal vez sí podamos abrazar el inevitable sufrimiento como quien recibe al portador de un mensaje cifrado. No es fácil acoger al mensajero cuando de su mano llegan golpes tan fuertes como los que describe César Vallejo en Los heraldos negros, esos que “abren zanjas oscuras en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte”. Y aún así, si logramos ir al encuentro del sufrimiento con los ojos del corazón puestos en la inescrutable realidad que se hará más clara cuando haya cedido su “resaca” —para emplear la palabra que elige Vallejo—, es muy posible que al regresar a los jardines conocidos los encontremos bañados por una luminosidad que no habría sido posible de no ser porque la vislumbramos a través del prisma de las lágrimas.

 

 

Ayudarle al amanecer

Agosto 8 2017

 

Ante grandes tragedias los acontecimientos que nos alegran y nos causan aleteos en el alma quizás carezcan de influencia, o no sean pertinentes. Para las grandes tragedias, empatía, silencio y comprensión. En la vida cotidiana, no obstante, el poder agregado de contarnos lo bueno es descomunal.

Así pues que, a menos que lo exija tu alma como cuestión de vital importancia, tal vez mejor no me cuentes que al sobrino de la cuñada de la prima lo mataron por uno de esos oscuros motivos (de los que tanto hay) en un giro siniestro de la vida; si es posible cuéntale más bien al vecino que los colibríes regresaron al jardín, o que el arroyo —antes turbio y muerto— ha vuelto a ser cristalino. Cuéntame, eso sí, que el árbol de madroño dio su mejor cosecha y unos hermanos se reconciliaron a la sombra de sus ramas. No quiero saber que en Macedonia se descarriló un tren y causó la muerte de una veintena de personas. Más bien quisiera saber que viste un venado cuando salía la luna. No es indiferencia. Es un deseo de unirme a la luz cambiante del cielo y no al deslave de la erosión que arrastra a su paso la esperanza y la deposita en un lodazal.

¿Por qué habrían de ser más importantes las malas noticias, que desde los noticieros nos azotan los oídos y el alma de sol a sol? Podríamos darles la vuelta, aunque fuera un poco, al periodismo, y a las charlas casuales, y a la cátedra, y darle su justo valor al poderío de conocernos y de conocer el mundo por su lado luminoso. No estaría mal hacer el experimento de mirar la alegría del perro y no las enfermedades que transmiten sus pulgas, difundir la belleza del arrullador sonido de la lluvia en lugar de reclamar la ausencia del sol.

No se trata de vivir a espaldas de la realidad, sino de elevar de categoría otra realidad, la que no celebra a bombo y platillo la crueldad más estridente, el comportamiento más abyecto y el mayor número de muertos, sino la que es capaz de pregonar con fuerza la esplendorosa buena noticia de la vida —que se renueva, que continúa y que tantas veces nos acaricia sin que nos demos cuenta—. Habrá sin duda algunas malas noticias que debamos conocer, pero si es posible elegir, elijamos armar un murmullo que tienda hacia arriba, y que le ayude al amanecer.

 

 

 

El innombrable

Agosto 1 2017

 

Está en los hisopos. Envuelve las lechugas. Con él nos tomamos las bebidas, en él sacamos la basura. Sobre él se construyen canchas de golf. En él se sirven ensaladas, pasteles y comidas para llevar. De él están hechos los cubiertos y los vasos que se reparten en los aviones, en millones de vuelos al día que llevan millones de pasajeros.          Tapas, bolsas, abalorios, fruslerías ahora indispensables, botellas, botellitas y botellones. La vida entera se inundó de este material efímero y a la vez eterno. Es odioso pero, daría la impresión, indispensable. Nadie sabe del todo qué hacer con él, o cómo hacer sin él. Aunque algunos se esmeran cada vez más en no utilizarlo —o al menos en reutilizarlo hasta que definitivamente ya no cumpla su función original, ni ninguna otra—, adorna los litorales en una pesadilla multicolor que pareciera inventada por una muñeca barata (fabricada con el innombrable) cuya imaginación se desatara en una película de terror. Según estadísticas del World Economic Forum, de él se vierte al mar por minuto el equivalente a la carga de un camión. Aparece en su no biodegradable identidad en los buches de ballenas, en las fosas nasales de las tortugas y en toda la cadena alimenticia. Ondea al viento lastimando el paisaje, enredado en las ramas de cactus y arbustos. Su colorido estridente contra natura, o la transparencia con la que emula el agua y nos engaña, marca las riberas de los ríos y los bordes de los caminos, y se hace presente hasta en lo más alto de los páramos.

Por fortuna, toda pesadilla tiene su anverso. Inventemos entonces un sueño en el que los cepillos de dientes están hechos de bambú, las bolsas de basura de fique y los cubiertos de los aviones y de los restaurantes de comida rápida —qué sabe Maritornes— de algún aglomerado de hoja de plátano o de afrecho.

Soñemos, por ejemplo, que en todo el mundo se adopta el descubrimiento de una bacteria que convierte a este enemigo en humus para sembrar naranjos, olivos y guayabas, para convertir en huerto las incalculables expansiones de suelos en donde lo hemos enterrado y para desaparecerlo de los mares.

Otras cosas difíciles han sido posibles cuando suficientes personas las sueñan.

 

 

 

 

Homenaje a los silenciosos

Julio 26, 2017

 

A menos que deliberadamente elijamos el silencio, nos apartemos, apaguemos los dispositivos, los noticieros y los chismes, somos arrastrados hora tras hora por el bullicio de un mundo en general estruendoso y cacofónico. Es un ruido visual, auditivo y mental, un incesante parloteo adictivo sin el cual podemos sentirnos por fuera de acontecimientos que creemos indispensable conocer y de relaciones que consideramos de vida o muerte conservar; pero por fortuna también existe la necesaria especie de los silenciosos.
Es probable que la mayoría conozcamos a una de esas personas que parece flotar por encima de la espuma contaminada de los acontecimientos. Silenciosas en medio del tropel, opinan poco y lo hacen con ponderación y en resumen. Son aquellas cuyas palabras, por lo escasas, encuentran casi siempre oídos atentos. Igual, si nadie las escuchó, no se sienten demasiado afectadas. Solo hablan para el que de verdad quiere oír.
Los silenciosos de la vida parecen sentirse más a gusto escuchando. A diferencia de nosotros los vocingleros, no tienen siempre lista la salva de respuestas para dispararla en la primera oportunidad; observan tranquilos desde la tribuna y no necesitan saltar a la refriega.

Maritornes piensa en cuánto bien nos hacen los silenciosos. Es como si tuvieran el poder subliminal de comunicarnos algo que ellos ya saben, y saben que no sabemos, pero que algún día tendremos que descubrir para escalar el siguiente peldaño de la vida. Su presencia misma nos recuerda que no todo hay que decirlo, que no es necesario gritar y que ni el mundo se acabará ni nosotros nos marchitaremos si no decimos lo que pensamos. Su silencio nos invita a poner a funcionar un órgano interno que se nos está atrofiando por falta de uso —y aun no descrito en los atlas de anatomía—, en donde se gesta lo mejor que tenemos para ofrecer, un órgano que produce nobleza, que se conecta con otras almas por allá en lo alto en donde la vida vuela por encima de la babel emocional para encontrarse en el silencioso pero elocuente lugar de la concordia.

 

 

 

El insoportable dolor de los niños

Julio 18, 2017

 

La corriente de los acontecimientos corre demasiado caudalosa y veloz para apreciar las noticias apremiantes. En particular una oscura y maligna realidad requiere con urgencia ser sacada de la corriente pantanosa y erigida en un lugar visible donde pueda despertar conciencias.

En Colombia las personas que día a día conocen esa cruenta realidad califican casi al unísono como “aterradora” la frecuencia del maltrato infantil que incluye, desde luego, el abuso sexual y que no conoce límites de edad de los niños. Bien sabemos por las noticias hasta de abuso sexual a bebés de tres meses.

Maritornes se imagina un día nacional de luto, un día en que callen los campanarios, los músicos dejen de tocar, las voces dejen de cantar y los maestros de enseñar, en que los campos se queden sin cosechar y los asuntos sin atender; un día en que caminemos penitentes y silenciosos por las calles, avergonzados y con la cabeza gacha, en un duelo sin distingos políticos, ni regionales ni de clase; un día en que en vez de vociferar nuestros desacuerdos nos juremos en un silencio solemne y sagrado atender la necesidad inaplazable de proteger a todos nuestros niños.

¿De qué podemos legítimamente sentirnos orgullosos cuando llevamos a cuestas —no del todo indiferentes pero sí carentes de la determinación requerida— semejante ignominia? Maritornes se pregunta si Colombia será capaz de producir algún día un dirigente lo suficientemente decidido para aglutinar a este país disperso y dividido alrededor de las causas inaplazables, como que todos los niños sean protegidos en su derecho a sonreír, a jugar en la calle y a acostarse sin hambre y sin miedo. Urge escarbar el alma nacional no tanto para inventar y alargar castigos sino para empezar a abonarla con acciones regidas por verbos como “proteger”, “sanar”, “reconstruir”, “acompañar”, “apoyar”, “enseñar”, “entender” y “amar”; quizás así abonado pueda prosperar un árbol que eche ramas al cielo y cuyos frutos no sean el dolor de los niños.

 

 

 

 

El derecho a la belleza

Julio 11, 2017

 

El otro día Maritornes fue al pueblo. Andando por unas calles que un alcalde con buena visión transformó en peatonales e hizo cubrir de adoquín, disfrutaba del recorrido y pensaba cuánto lucirían unas flores, o unos árboles, en esas vías agradables pero desprovistas de naturaleza. Mientras adelantaba sus recados levantó la mirada hacia el cielo, como para llenar más sus ojos y sus pulmones de las bondades del momento. Empero, su mirada se encontró con una sucesión de transformadores oxidados —precariamente agarrados a alturas desiguales de postes inclinados—, que mal sostenían una maraña de cables de distinto grosor que cruzaban el cielo como los sablazos grises de un feroz enemigo en batalla encarnizada contra la belleza.

Aun si se admite que la belleza tiene componentes subjetivos, ¿quién podría argumentar que un caos de cables eléctricos produce placer estético? Maritornes se preguntó entonces cómo podría lograrse que, en un país de excelentes diseñadores y arquitectos, el Diseño tuviera voz cantante. Reflexionó en ese momento sobre hasta qué punto un espacio público diseñado según cánones estéticos y funcionales podría generar bienestar y sentido de pertenencia y sobre cuánto valdría la pena declararles guerra abierta a los andenes rotos y desiguales, al oleaje de pasacalles y a las fachadas desordenadas y carentes de identidad cultural o arquitectónica.

¿Qué tal un programa nacional de incentivos tributarios para quienes embellezcan sus fachadas, o sus calles y sus pueblos, según planos regalados por el Estado y que concuerden con un estilo arraigado en la tradición? Revertir la sustitución de la arquitectura tradicional por vidrios polarizados y balaustradas blancas, trabajar por armonizar el pan visual de cada día debería ser mandato constitucional, y embellecernos la vida diaria en los espacios públicos, una prioridad de nuestros líderes, no algo a lo que se le dará importancia solo cuando solucionemos “todo lo demás”. Al fin y al cabo, se dijo, deberíamos empezar a pensar que, así como al agua y al aire, tenemos derecho a la belleza.

 

 

 

 

 

La obligación de soñar

Julio 4, 2017

 

Tiene una amiga que quiso ser bailarina en una época en la que, en su país, serlo en el nivel requerido para pertenecer a una compañía internacional de ballet era casi imposible. Esta amiga nunca se mostró frustrada, ni dio señas de estarse estrellando contra ninguna pared por no haber podido realizar en grande lo que más hacía palpitar su corazón. No lo expresaba como su gran sueño (frustrado) porque, siendo de la época de Maritornes, veía el asunto de manera bastante más flexible y pragmática.

Bailó lo que pudo, donde pudo, y mientras simplemente vivía y cumplía las tareas que la vida le iba poniendo enfrente, seguía de cerca lo relacionado con el ballet. Y un día ella misma abrió una puerta que antes no había visto, y dedicó su vida a una fundación que enseña ballet a niños de escasos recursos. Uno de esos niños pasó la audición en una prestigiosa compañía europea, fue elegido como bailarín de planta y dio así el salto triple e inimaginable que separa de los escenarios alemanes un barrio marginado de ciudad. Ese es ahora no tanto el sueño sino el trabajo de la bailarina convertida en maestra y mecenas, luchar todos los días para que otros sean lo mejor de lo que pueden ser.

“Sueñen”, “Persigan sus sueños”, “Nunca se den por vencidos”, “¿Cuál es tu sueño?”, “Sigue soñando”, “El que persevera logra sus sueños”… por todas partes aparece la consigna —convertida en una fatigosa letanía de cajón—, en programas de realidad, en concursos, en cadenas de mensajes. Maritornes, que es de otra época, se pregunta en qué momento soñar dejó de ser un chispazo elusivo y cambiante —una especie de gracia reservada para pocos—, para volverse una orden inquebrantable, un requisito sine qua non de la vida.

Los ríos cambian de cauce, la tierra gira en sentido contrario, se trastornan las fortunas, los padres se arruinan y las golondrinas se caen del cielo para que los hijos puedan cumplir sus sueños. Les hemos enseñado que es su única razón de vivir. Y además, pues los sueños se pueden cumplir, siempre y cuando los quieras lo suficiente y los luches lo suficiente. Esa es la convicción actual.

No todos, sin embargo, nacemos con un sueño tatuado en mayúsculas en la voluntad y plasmado en la retina en rutilantes letras de neón que anuncian la fama, el éxito, la plenitud y la satisfacción que se desprenden de ese único sueño grandioso y que serán supuestamente nuestros si tan solo no nos damos por vencidos y seguimos “creyendo”. En otras épocas se podía dejar transcurrir un poco la vida, e ir viendo.

No es, ni mucho menos, que a Maritornes le incomode que la gente tenga sueños, pero sí le inquieta cuán desdibujada está la posibilidad de tener varios sueños, entre los cuales cualquiera podría darle sentido a la vida; o la posibilidad de no tener ninguno, sin que tampoco eso dé al traste con la capacidad profunda de descubrir la fascinante incertidumbre de la experiencia humana.

Mientras contempla su fogón, que ya se enfría, piensa llena de admiración en su amiga, que se desprendió sin sentimentalismos de un camino imposible, para abrirles camino a otros. A veces, piensa, es más satisfactorio apropiarse del pequeño y cotidiano sueño de servir en el anonimato que perseguir, delirantes de voluntad y propósito, el rutilante  espejismo que, desde el lejano firmamento de lo inalcanzable, promete hacernos felices.

 

 

 

¿Quién es Maritornes?

Julio 2, 217

 

Esta Maritornes que nos concierne, un poco menos contrahecha que la original, se mueve también, como la de El Quijote, en el ámbito doméstico y desde este, concretamente desde el fogón —desde la lumbre de sus quehaceres— observa la realidad y reflexiona sobre ella. Su deseo de analizar los acontecimientos, y de encontrar con quién debatirlos, tuvo un largo período de hibernación. Se embarazó, perdió dos hijos, ganó tres —y ganó el  premio que a veces se desprende de enfocarse en un propósito de amor—. Corrió, no obstante, y sin haberlo medido, el riesgo de perder la voz. Su hablar se convirtió en un murmullo que aún hoy trata de modular para hacerlo audible. Podría decirse, incluso, que estuvo en peligro de perder su capacidad de pensar.

A Maritornes no le pesa haber dejado pasar oportunidades profesionales, ni la visibilidad que quizás pudo haberla acompañado. Ha sido una habitante más bien feliz de los alrededores del fogón. Ha criado a sus hijos y ha velado por aportar lumbre y luz al atesorado espacio del hogar.

En una vida alterna, Maritornes podría haber elegido la política. Le fastidia dejar que las cosas que le molestan pasen sin intervenirlas. Habría querido poder intervenir, apalancada en alguna de las formas democráticas, pero abriga la esperanza de que desde su fogón, desde donde trató de enseñar y de formar, y al pie del cuál siguió ejercitando su insaciable curiosidad y su avidez de conocimiento, se extiendan ondas de buena voluntad por medio de sus hijos.

Es Maritornes, no Dulcinea. No aspira a ser embellecida y transformada por la delirante mirada poética de nadie. Es orgullosamente Maritornes, en lo suyo, en una serena reivindicación de que desde el fogón se puede vivir la vida, mirar la vida, cambiar la vida y gozar la vida. Maritornes es tanto como cualquier otra persona dueña del derecho de prestar atención, de expresar su modo de pensar y de disentir o estar de acuerdo. Goza de la revolucionaria libertad de pensamiento de quien no tiene ni afiliaciones, ni deudas que pagar, ni adulaciones indispensables para poder continuar con su oficio.

También podría haber sido poeta, o novelista, o seguir siendo periodista, o ser cuentista. Finalmente, es de todo un poco. En medio de una pausa en su labor, Maritornes está sentada en su cocina, en una butaca sin espaldar recostada contra la pared, y sonríe. Aunque ha vivido a gusto muchos años sin hablar, está contenta de poder comunicarse. Se asoma a la puerta de su cocina y descubre, sorprendida, que una que otra persona se detiene a escuchar.

 

 

 

 

 

 

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