Desde el fogón

Publicado el Maritornes

Amparo y su otro jardín

Se ha ido. Pienso en ella y la veo rodeada de hortensias moradas. Oigo el agua de la manguera cuando riega sus flores. Todo es jardín. Me muestra dónde creció una trepadora de granadilla de unas semillas que ella dejó caer, y otra de curuba. Y señala la cosecha de tomate de árbol. Damos la vuelta y presume orgullosa de su amarrabollos, el que yo nunca logré hacer crecer. Nos extasiamos las dos frente a sus lustrosas flores moradas, siempre somnolientas, como buscando el piso para descansar, y tan exóticas y frondosas. Terminamos la ronda bajo uno de los magnolios más jóvenes, que va viento en popa de su amorosa mano jardinera.

Ahora que no está siento aún más a fondo que su cercanía como vecina era un gran privilegio. Me invitaba a tomar café cuando, después de mi carrera matutina, me acercaba a saludarla. Era madrugadora. Su jardín no daba espera, y ella sabía que a los jardines y al agua les gustan los amaneceres, como a ella, y como a mí.

Con su voz ronca ponía un tema cualquiera, el barrio, la familia, la salud, un poco de política, pero estos temas se extinguían pronto porque era más importante hablar de la fuente, de la poda del seto, del estanque, y de todo lo que había brotado o se marchitó en ese pedazo de verde que para ella era el cielo.

¿Cuántas personas dejan en tu memoria un recuerdo a huerto, al agua que corre, al rocío sobre el prado? ¿Cómo no amar a una persona que ama con tanto celo y dulzura un jardín? No puedo recordarla sin pensar en el aroma y en los sonidos de su rincón verde y florecido, y sin considerar con nostalgia que los únicos regalos que intercambiamos fueron naranjas, que ella me daba, y guayabas feijoas, que yo le daba.

Su presencia y sus palabras de interés por la vida menuda de las aves y las plantas me hacían recordar que venimos de una estirpe que ha amado la tierra, la cosecha y las hojas. Las visitas a su jardín me refrescaban con el olor primigenio a tierra recién bañada por el agua. Pienso que su tránsito debió haber sido muy fácil, porque lo único que hizo fue cambiar de jardín, asomarse y saltar llena de gozo para entrar a otro —de extensión insospechada y frondoso de especies que acá no conocemos—, del que disfruta ahora para siempre.

 

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