El complejo panorama del año 2023 ofrece la oportunidad de integrar los Colegios privados a posibles curas de hábitos muy perjudiciales del pasado. Los colegios privados deben esforzarse más por romper el ciclo vicioso de la inequidad. Generación tras generación se perpetúan las ventajas a una minoría (ya bendecida por los azares del nacimiento) y…
El complejo panorama del año 2023 ofrece la oportunidad de integrar los Colegios privados a posibles curas de hábitos muy perjudiciales del pasado.
Los colegios privados deben esforzarse más por romper el ciclo vicioso de la inequidad. Generación tras generación se perpetúan las ventajas a una minoría (ya bendecida por los azares del nacimiento) y se arrojan las sobras de la esperanza a la vasta mayoría de siempre. Y la responsabilidad de esta continuidad también de los beneficiados pasivos de siempre.
En buena parte aquí radica la llama constante de la violencia, la dilación del progreso, la costumbre a vivir de la inestabilidad.
Colombia celebra, vota y bendice con impunidad a los más pudientes: muchos de ellos son de los pocos bilingües y trilingües cuyas familias pagaron una fortuna a cambio de educación de talla mundial, esos que logran hablar como nativos en lenguas foráneas, pero que no necesariamente han hecho lo suficiente para dialogar de manera constructiva con otras sociedades del país. Algunos se vuelven expertos de diploma y señalan con reverencia sobreactuada a los culpables; claramente nunca ellos, nunca sus ancestros.
No reclaman la calidad de la educación como garantía básica para mejores oportunidades. Crecen en colegios que, a la mejor manera de clubes sociales, cobran una alta cuota de ingreso (“el bono no es obligatorio, pero si obligante”, me dijo alguno meneando la copa). No reconocen su potencial aporte a un cambio.
Conservan a la fuerza un esquema abolengo en el que los colegios y las universidades son meramente unos “senderos de interacción”, una oportunidad para codearse con los indicados. Quizás por esto, porque están enseñados a mantener entre ellos mismos las corazas de la burbuja, hablan desde el miedo a sus contrapartes, no desde el reconocimiento a un contrario como interactor ni desde la oportunidad que tenemos todos para ser fuentes de dialéctica constructiva, sino desde la paranoia que caracteriza a quien se sabe demasiado vulnerable.
Así son buena parte de nuestros líderes: normalizan venir de un sistema en el que más pesa ser amigo de los poderosos (o de los mañosos) que el desempeño académico, técnico o profesional (no hablemos de ética o de, siquiera, valores). De manera reaccionaria se apresuran a nombrar culpables fuera de su círculo de comodidades antes de cuestionar la validez de sus propios pedestales. Bajo esta lógica cualquier crítico del sistema es una amenaza. Como en la modernidad líquida de Zigmund Bauman y descrita en crónicas por Umberto Eco, muchos de nuestros líderes resultan ser fanáticos individualistas que saben lo que temen, pero no saben lo que quieren.
Y no es que yo esté en contra de la educación privada. Ni cerca. Trabajo todos los días en uno. Entiendo su valor en Colombia, tan compleja y frágil en su condena, en donde el valor desmedido del poder del Estado y el ceder las responsabilidad a Gobernantes (también los mismos de siempre) impide paradójicamente nuestra entrada a el progreso.
El equilibrio que ofrece la educación privada debe empezar por generar los primeros escépticos ante el despotismo de cualquier poder: el Gobierno, las propias herencias, etc.
No basta con que los mejores colegios privados repliquen sus buenas prácticas en los públicos a través de modelos de apadrinamiento. Esto puede resultar benéfico para un número muy reducido de instituciones, pero no soluciona la falta de preocupación hacia el sistema educativo que sigue marcando las nuevas generaciones de estudiantes colombianos que heredan una posibilidad laboral demasiado apretada, a pesar de lo que se ha ensanchado los cupos en universidad en los últimos años.
Una recesión global, como la que ya entonan los jinetes del 2023, seguramente favorecerá a la misma minoría cuyo poder o patrimonio no resulta tan golpeado por la depreciación de dinero, el estancamiento de la economía, etc. Incluso pueden ser ellos los favorecidos: pueda que sean capaces de adquirir acciones baratas a cambio de una valorización futura e invertir con la paciencia que permiten las reservas bien abastecidas.
Ellos también pueden tomar medidas para demostrar su buena educación y el poder de su visión.
Se repite hasta el cansancio en círculos de preocupación: los millones de excluidos necesitarían 11 generaciones para superar su condición de pobreza en Colombia. Si la tendencia no cambia con el pasar de los años, si los líderes de este país, formados bajo los mejores estándares de calidad educativa del mundo, tampoco habrán resuelto el cáncer de la desigualdad mundial que mantiene esta sociedad en cuidados intensivos ni han sembrado lo que se requiere para empezar a sanarla.
Desliguemos los privilegios al simplismo drástico o la rigidez cognitiva. El maniqueísmo es propio de quien no se cuestiona la contundencia de sus verdades. Y de quien se forma para hacer malabares con argumentos sesgados e información extraída con pinzas de contextos más intrincados, mucho más interesantes. Enseñemos a admitir lo pasajero de muchos pedestales de hielo.
“Les falta mucho”, “viven en negación”. Con frases de cajón señalan a los críticos del continuismo, incluso viviendo en otros países, como si la distancia les diera alguna claridad sobre los problemas externos, pero les impidiera revisar sus propias taras.
El privilegio puede corromper. O que lo digan los plutócratas que pasaron de ser “genios del emprendimiento” a celebridades en el mismo torrente de frivolidad de cualquier rimador con micrófono (pero sin idea de cantar), teniendo que vivir de su marca personal, de escándalo en escándalo para evitar su cripto- debacle.
Como ellos, muchos vendieron primaveras que no germinaron, iniciativas de cooperación románticas que fueron en sus inicios la base de las redes de conocimiento y del “trabajo en equipo”. Amazaon.com resultó ser el reino de un tirano (y nosotros sus borregos); Wikipedia es cada vez menos una enciclopedia colaborativa y cada vez más una fundación que no invierte en su causa inicial. Twittter es cada vez menos ese espacio de constante ebullición de la libre expresión (para bien y para mal) y cada vez más la vitrina de caprichos de un multimillonario tan infantil como cínico. Una más. WeWork acaba de pasar el peor mes de su historia financiera (al menos en México), sin importar los salvavidas que le han arrojado a su glóbulo carismático. La promesa de lo colectivo sucumbe ante intereses de individuos más parecidos a déspotas narcisos que a líderes capaces de impulsar el bien de la especie.
La unión de iguales (y no solamente la sobreposición del más fuerte) garantiza la prolongación de una especie y la supervivencia de las buenas prácticas. Pero para nuestros líderes, portadores de la verdad porque ellos si han sido educados en instituciones de primera calidad, usualmente esto no es sino una afirmación de zurdos incoherentes. Deberían tener en cuenta al menos la simbiogénesis, fenómeno descrito desde la década de 1870 por el multifacético y fascinante alemán Anton de Bary. Según esto las bacterias, a las cuales debemos buena parte de nuestra existencia, fueron producto de incorporaciones de dos entes autónomos que generaron nuevas formas de vida, con capacidad de autorregulación y con su propio ecosistema. Las neuronas, entre otras, son producto de esta simbiosis.
Robert Max Steenkist
(1982). Escritor y educador. Opiniones sin ataduras.
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