DELOGA BRUSTO

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Bitácora del estacionario 1

Durante este Mundial de Fútbol , como la mayoría de las veces, los colombianos debemos ver los partidos desde la tribuna. El pálpito no es nuestro. Somos un público hambriento que mira una cena de millonarios desde el otro lado de una ventana gruesa e impenetrable. Esta frustración a lo mejor ha servido para repasar la relación que tenemos con el fútbol, esa cosa que, dentro de lo que nada importa, es lo que más importa.

A continuación una anécdota. Entre lo que deja el fútbol están las heridas de guerra. Tal vez embellecida sin necesidad por la literatura (por la ajena literatura, para mayor exactitud), aquí está la crónica de una herida y el inicio de su curación, que es su enseñanza. 

El jueves 1 de junio del 2016 recibí una llamada de Federico, un viejo amigo. En su equipo de fútbol, más una reunión de entusiastas anacrónicos que se resistía a abandonar el deporte a pesar de la edad y los kilos, faltaba un jugador para esa misma noche. La mañana del sábado siguiente yo disputaría la semifinal de la XIV Copa Naciones con el que se había convertido mi equipo de cabecera: el de la Corporación Andina de Fomento.

“Valdrá el calentamiento”, pensé desde mi arrogancia.

 

Llegué tarde al partido. Los equipos ya habían sido alineados y sobre la cancha se reflejaban las luces que dos torres de vigilancia emitían imponentes, como en un estadio. Había llovido. Sobre el césped se condensaba una capa de niebla que los jugadores ya cortaban en sus carreras. Mientras me vestía el uniforme improvisado (“somos color contra blancos”, me había dicho Federico) un sobrecogimiento me inmovilizó un momento. Los nervios característicos de entrar tarde a una ceremonia o al escenario de las últimas oportunidades, pensé. No calenté ni estiré.

Salté a la cancha notando el pasto un poco alto. Me felicité en silencio por haber alistado los guayos de taches largos, más aptos para ese terreno y ese clima por su agarre y peso, creí yo. La suerte parecía estar de mi lado.

Después de haber saludado a los de mi equipo y a los rivales corrí para hacer notar mi posición: volante de recuperación por la derecha, ligeramente quedado para apoyar a una defensa que no conocía, pero sobre todo con el ánimo de sorprender con mi velocidad (poco común a mi edad, modestia aparte) en un descuido del otro equipo. La banda parecía mal guardada por parte de los contrarios. Johan Cruyff y su fútbol total latía por mis venas, sentí.

Jugábamos de cara a la potente iluminación. Mis copartidarios tenían rostros jóvenes, confiados y desafiantes. No me costó leer las expresiones de ansiedad mis contrarios. El aliento ansioso se marcaba sobre sus rostros de sombra, pero ciertos y ademanes de cuello, le continuo estirar y encoger las manos, revelaban nerviosismo.

Ese también es el fútbol: un escenario de comunicación no verbal. Un margen de tiempo en el cual gestos y movimientos se intercambian y se leen para atacar o defender.

Pasaron los minutos iniciales en jugadas no demasiado emocionantes. Pronto mi equipo empezó a arrinconar a los contrarios. El líbero de mi equipo me confío el balón después de una recuperación. Adelanté unos metros en solitario hacia el centro del campo para darle tiempo a los delanteros para avanzar por los costados. El equipo contrario se contrajo en el área chica. Estaban nerviosos. La toqué en paralelo a la línea de salida al otro volante dejando atrás al 6 del otro equipo. Al ver que no variaba la situación en el área contraria me la devolvió en una pared impecable.

Largué un pase rastrero al frente que encontró los pies del único delantero que entendió nuestra estrategia. Al animal encerrado hay que hacerlo salir para sorprenderlo fuera de su guarida. Un defensa lo quiso atajar mientras él dominaba en solitario. Corrí hacia la banda derecha, forzando a dos defensas rumbo a la esquina. Agarré su pase abierto. La trampa empezaba a llamar la atención de la presa. Amagué a centrar, logrando engañar a ambos marcadores y crucé las líneas del área grande. Los demás defensas retrocedieron o se plantaron alrededor de mis delanteros, engañados por una centésima de segundo. Mordisco firme a la carnada de la presa y estruendo de los barrotes de una jaula que se cierra. El arquero salió a mi encuentro, pero tuve tiempo suficiente para amagar, plantar con firmeza mi pierna izquierda e impactar con el borde interno del pie derecho el costado exterior de la pelota. El blanco del balón silbó una comba cerca de la mano izquierda del portero e infló la red a sus espaldas. Gol. Celebré sin vistosidad, pero con entusiasmo. Choqué la palma de los de mi equipo mientras todos volvíamos a nuestra mitad del campo. Correspondí al aplauso de nuestro portero con ambas manos.

Con la confianza de un gol a favor empezamos a dominar el partido. Pases largos que cercaban a los rivales. Los obligabamos a retornos que los desgastaban. Nos permitíamos tacos. Pero no nos íbamos a conformar con la mínima diferencia. De pronto, nuestro armador se sacó de un pique a su marcador y pareció encender el lado opuesto de la cancha. Yo reaccioné con mi propia carrera, anticipando un centre. Efectivamente la pelota voló hacia el área chica, fuera de mi alcance, pero con peligro inminente. Saltaron cuatro o cinco jugadores. Un defensa del equipo amenazado la rechazó de cabeza y se perdió tras la línea de saque. Tiro de esquina.

No era yo de los jugadores altos del partido, pero me preparé para saltar. Sobre mí, dos marcadores. El portero daba órdenes con ansiedad. Esta vez los movía la certeza de saberse en medio de una emboscada. Se cerraba el cerco de la asfixia. Saltó el balón desde el extremo de la cancha y yo me elevé sobre el pasto conteniendo la respiración. Pude ver cómo un defensa impulsó su cuerpo con una leve inclinación hacia atrás. Le llevaba menos de un pestañeo de ventaja, pero podía ser suficiente para cabecear sobre su marca. El balón se acercaba, la comba que describía apuntaba al área chica donde yo me seguía elevando.

Un golpe desde atrás cambió la trayectoria de mi salto, escondiendo el mundo. El brazo encendido del portero se había disparado encima de mis hombros y la pelota voló hacia un costado. El impacto del enguantado me empujó hacia el defensa que había saltado casi al mismo tiempo que yo. Por una fracción de segundo los tres nos enredamos en el aire. Perdí la referencia del piso. Un frío por toda la espalda me adelantó una caída dolorosa.

El fútbol es una ciencia oculta de lo imprevisto, decía Dante Panzeri, un agudísimo cronista deportivo que descubrí mucho después de esta vivencia.

La pierna derecha se estiró primero y sirvió para que el resto de mi cuerpo no colapsara debajo del peso de los dos rivales. Los taches altos, aquellos que yo había saludado con entusiasmo al inicio del partido y que me habían permitido un lujo de carrera escasos minutos atrás, se hundieron en el pasto largo y mojado. El pie se ancló, impidiendo la flexibilidad de la pierna en cualquier dirección. Quienes se defendían de mi salto ahora caían encima de mí y la pierna recibía presión por todas partes. El atacante era ahora la presa. En cuestión de segundos la emboscada se convertía en cerco para los asaltantes. El peso de ambos fue demasiado. Un crujido en la rodilla derecha reventó por encima de los resoplidos de la jugada y los gritos de nuestros defensas que desde fuera del área nos animaban a apoyarles en la contención del contraataque enemigo. El partido continuó. Arquero y defensa del equipo opuesto se incorporaron sin demora y volvieron a asumir sus posiciones en el partido. Alguno de ellos me ofreció la mano. Yo, mudo de dolor, atiné a elevar la mano en gesto de espera, pidiendo tiempo para mi y mi lesión.

Uno de mi equipo que se llamaba Daniel me llevó al hospital. “Nos robaron ese penalti”, protestaba mientras atravesábamos la ciudad dormida. “Las verdades del área,/con sus rayas de fría matemática,/son ardientes amores de ficción/en manos de un penalti”, leería yo después, desde mi horizontal espera, en un poema de Luis García Montero. Mi rodilla se hinchaba con el paso de las cuadras. Le bastó a la enfermera una primera mirada para diagnosticar lo correcto: “Eso es un tendón roto”, dijo con la displicencia de quien recibe lo mismo una y otra vez, mirándome por encima de la montura de sus lentes. “Típico de futbolistas”. Y me acordé de “la cierta alegría” de Bengt Cidden Andersson en su poema Igualdad, en traducción de Francisco Uriz:

Un puñado de futbolistas
pertenecen a la élite.
Unos mil jugadores
son bastante buenos.
Pero nosotros somos decenas de miles
que no somos nada,
ni podremos ser algo.
Cuando el médico
me miró el maltrecho menisco
y dijo: típico de futbolista,
sentí una cierta alegría
a pesar del dolor.
Porque había dicho:
futbolista.

Para disimular mis nervios ante la inminencia de la operación o para atenuar lo lánguido del paso de los minutos en la sala de espera, intenté hablarle a Daniel sobre la poesía y el fútbol: ¿sabía él que Vinicius de Moraes le había escrito un poema a Garrincha? Albert Camus tenía un texto muy bello sobre su labor como arquero, al igual que Miguel Hernández. También podía hablarle sobre los planteamientos de Eduardo Galeano o los cuentos de Eduardo Sacheri, Camilo José Celá o Fontanarrosa. “Está particularmente literario esta noche”, dijo antes de despedirse. “Lo voy a dejar, ¿bueno? Si me apuro, llego a los últimos 15”. Me dio una palmada sobre el hombro y corrió empinado sobre las baldosas de la clínica para evitar que sus guayos resbalasen, como quien sale de un orfanato dormido.

Cerré los ojos. Encaré mi soledad de lisiado por primera vez.

A mi cabeza llegaron como un torrente las historias, literarias, clínicas, poéticas y de pasillo, sobre amputados, deportistas consagrados que veían entristecer sus días por verse forzados a la inacción. ¿Volvería a jugar? ¿Qué sería de mi cuerpo, ahora entregado a la primera quietud forzosa de mi vida?

Entonces pensé en mi biblioteca: mi abultada, caótica y desatendida biblioteca. «Te sigo de pendejo», canté para mis adentro.  «Se me acabaron los lados. Y desde hoy te voy a ver, desconsolado». Heredada en parte, alimentada con libros usados y nuevos, comprados en remate y aún brillando desde empaques vírgenes.

Contaba meses desde que había comprado algunos de ellos con la firme intención de leer y que ya se apilaban en un rincón, como una estalagmita de compromisos puntillosos. Volví a ver también varios libros cuyo contenido no recordaba y que tendría que hojear de nuevo para entender por qué me había quedado con ellos. Vi los lomos pacientes y dispuestos, como perros leales que duermen resignados hasta que su dueño decide por fin salir a repasar las huellas de los parques. No traten de entenderlo.

“Quizás no vaya a estar tan mal…”, pensé. Entonces llamaron mi nombre por el altavoz. Podía pasar a la sala de diagnóstico.

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