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¿Un cambio en el aire?

Foto en https://m.notimerica.com

Por: Valentina Pellegrino[1]

Norteamérica cumple un mes de protestas tras el asesinato de George Floyd a manos de la policía de Minneapolis. Nunca ha habido una protesta tan masiva y continua en Estados Unidos. Ni siquiera se vio algo de estas dimensiones tras el asesinato de Martin Luther King, el histórico líder en la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos. En cada uno de los cincuenta estados, desde el despoblado Alaska hasta el conservador estado de Texas, la gente se ha aventurado a salir masivamente. Con la pandemia acechando, exigen valientemente justicia por Floyd, denuncian la brutalidad policial y confrontan el racismo que infecta a la sociedad norteamericana con mayor virulencia que el COVID-19. Se percibe en el aire la posibilidad de que esta sea una coyuntura que pueda transformar el curso de la historia.

No es la primera vez que se protesta por la violencia racista y por la brutalidad policial a la que se enfrentan millones de afroamericanos cotidianamente y que les ha costado la vida a tantos. En 1917 ocurrió la primera: una Marcha del Silencio contra los linchamientos, que ni siquiera eran considerados un crimen. En 1968 las calles verían movilizaciones masivas durante una semana tras el asesinato de Martin Luther King. Con triste regularidad, en Norteamérica se conoce algún caso de brutalidad policial tan indignante que genera protestas. Así ocurrió en 1992 con la brutal golpiza de la policía a las afroamericanos Rodney King en Los Ángeles; en 1999 con el asesinato de Amadou Diallo; 2006 con Sean Bell; 2011 con Anthony Lamar; o en 2014 tras los asesinatos de Michael Brown y Eric Garner, cuando Black Lives Matter inició su activismo en las calles. Pero esta vez hay algo notoriamente diferente: la respuesta de la sociedad en su conjunto. Así, asombra la masiva presencia de personas blancas, asiáticas, latinas e indígenas en las movilizaciones. No es un asunto de juventud rebelde, como muestra la cantidad de ancianos en las marchas; o de personas particularmente liberales, como se ve en el apoyo de miembros de las comunidades religiosas tradicionales de los amish y los judíos ortodoxos. Esta vez, la brutalidad policial que se cobró la vida de George Floyd se percibe como un problema público y no algo que le atañe solamente a los afroamericanos.

El giro en la opinión pública es significativo porque la sociedad norteamericana todavía vive con las secuelas de la segregación racial. Tras la abolición de la esclavitud en 1863, empezó la segregación bajo las leyes Jim Crow, que hasta 1965 separaron a los ciudadanos negros y blancos en todos los espacios de la vida social, desde colegios y buses hasta baños públicos. La segregación prohibía incluso los matrimonios interraciales. Un siglo de segregación racial exacerbó un aire de división en la sociedad que permitió el aumento de prejuicios y estereotipos raciales y restringió las oportunidades de ascenso social de las personas negras. De ahí la importancia de la participación de personas blancas en las protestas, porque parece indicar el racismo en Norteamérica como un problema de todos.

Otra novedad en estas protestas es el apoyo público de grandes empresas. Marcas como Apple, Google, Amazon, Netflix, Nike, H&M,  McDonald’s y Coca Cola emitieron comunicados que denuncian el racismo y abogan por un cambio sustancial, donando enormes cantidades de dinero a las organizaciones que se dedican a combatir el racismo. Además, decenas de altos ejecutivos -CEOs- renunciaron tras conocerse sus acciones o comentarios racistas. Por último, los activistas afroamericanos piden que el apoyo del sector empresarial implique transformar prácticas internas de las compañías para promover la contratación de afroamericanos y el ascenso laboral a niveles ejecutivos, algo generalmente reservado para (hombres) blancos.

Este reclamo hace eco de prolongadas luchas históricas de los afroamericanos, como la campaña de boicot a empresas llamada “Don’t  Buy Where You Can’t Work” (no compre donde no pueda trabajar) en 1929, destinada a denunciar la discriminación en el sector privado. Además, los afroamericanos fueron objeto de políticas que explícitamente estaban diseñadas para impedirles salir de la pobreza que era el resultado obvio de siglos de esclavitud. La infame “red lining” les impidió acceder a los servicios de crédito estatales que ayudaron a cimentar la clase media blanca mediante la financiación de casas y negocios propios. En las escasas oportunidades en que, con todo en contra, construyeron comunidades prósperas, estas fueron destruidas a sangre y fuego por supremacistas blancos. Así ocurrió con la masacre de Tulsa, Oklahoma, donde operaba el “Wall Street Negro”. La próspera área de negocios de afroamericanos fue incinerada en 1921 por una violenta turba. Históricamente, en Norteamérica se ha creado para los afroamericanos un acumulado de desventajas que se materializan en ingresos sustancialmente menores y una tasa de desempleo que durante los últimos cincuenta años duplica la de gente blanca. La brecha económica, consecuencia directa del racismo sistémico, es dramática. De ahí que el apoyo de las empresas, si va más allá de una estrategia de publicidad, podría promover transformaciones significativas donde se impulse, por ejemplo, la inversión en las comunidades negras.

Otra particularidad de este momento histórico es la respuesta en las ramas legislativa y ejecutiva donde han hecho eco la presión por reformar, desfinanciar o abolir la policía. Se prometieron recortes sustanciales en los presupuestos destinados a la policía en Nueva York y Los Ángeles para destinarlos a programas de bienestar social; en Nueva York, se eliminó la restricción de acceso a los registros disciplinarios de los policías; en Minneapolis se propuso desmantelar la policía. Asimismo, los congresistas del Partido Demócrata y -sorprendentemente- del Partido Republicano presentaron cada uno una propuesta de proyecto de ley que reforme a la policía. Los demócratas buscaron eliminar la doctrina de inmunidad cualificada que gozan los policías, que  los protege de consecuencias legales por sus actos; mientras que los republicanos ignoraron este factor en su proyecto. Las propuestas muestran la preocupación en Washington ante la inesperada ola de protesta social y el afán por hacer reformas que apacigüen el malestar social.

Pero la brutalidad policial es la punta del iceberg y se corre el riesgo de hacer del descontento frente a la policía, un “chivo expiatorio” sacrificable (o al menos reformable) para calmar los ánimos. El problema de fondo es que el supremacismo blanco, que jamás ha dejado de buscar la opresión y explotación de los negros, permea todo, incluyendo el sistema judicial. Parte de la criminalización de los afroamericanos consistió en construir la idea de una supuesta peligrosidad de las personas negras. En consecuencia, los afroamericanos son objeto de persecución criminal en mucha mayor medida que los blancos, por lo que son la abrumadora mayoría de la población carcelaria. La Enmienda 13 a la Constitución de Estados Unidos, que abolió la esclavitud a partir de 1865, tiene una excepción: es legal utilizar la esclavitud como parte de la condena a criminales convictos. Esto permitió que empresas como US Steel usaran la mano de obra gratuita de los reclusos por décadas. La práctica de usar el trabajo esclavo de la población carcelaria continúa actualmente. En Norteamérica, los ex convictos tienen menos posibilidades de conseguir empleo y les revocan el derecho al voto. Por lo tanto, la criminalización de los afroamericanos termina por esclavizarlos nuevamente dentro de las cárceles, y cuando salen, marginalizarlos económicamente y excluirlos del proceso democrático.

La población negra en Norteamérica ha sido esclavizada, segregada, criminalizada y económicamente marginalizada. Con la pandemia, este acumulado de condiciones construidas bajo el supremacismo blanco se tradujo en una tasa mucho mayor de muertes por el virus en las comunidades afroamericanas debido a que tienden a estar en trabajos precarios que, durante la pandemia, son considerados “esenciales” y no podían tele-trabajar. Además, el acceso a la salud en Norteamérica es un lujo que muchos no tuvieron. Lo más repulsivo es la cantidad de muertes por la tendencia en el personal de la salud a perpetuar un estereotipo racista de que los negros sienten menos dolor y exageran sus síntomas. Así, mueren cinco veces más mujeres negras durante el parto por negligencia médica. En la pandemia se hizo conocido el caso de una mujer afroamericana en Nueva York que murió de Covid-19 porque, aun presentando los síntomas, el personal médico determinó que no tenía el virus sino un ataque de pánico.

La frialdad del asesinato de George Floyd a manos del policía Derek Chauvin quedó inmortalizada en una fotografía que rápidamente le dio la vuelta al mundo exponiendo la brutalidad policial y la opresión racial en Norteamérica, con la fuerza que solo tiene una imagen. Fue la gota que rebosó la copa en los Estados Unidos e incitó una movilización social sin precedentes. Pero una copa se rebosa no solamente por la cantidad de líquido vertido en ella, sino porque el líquido desplaza el aire. Creo que eso ha ido ocurriendo en Estados Unidos: el sistema social estructuralmente racista ha ido asfixiando a los afroamericanos, tal como Chauvin hizo con Floyd, por cuatrocientos años. Las protestas son el clamor de millones de norteamericanos por el derecho de las personas negras a respirar. Y se sienten como un nuevo aire para la sofocada sociedad norteamericana.

[1] Historiadora y doctora en Antropología

 

 

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