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El Supertazón LIVE: Una mezcla deportiva de política y de farándula

Shakira/JLo
Foto: Archivo El Espectador/EFE

Por: Jerónimo Carranza Bares

Un evento anual que cautiva al público estadounidense es la final del fútbol americano, mejor conocida como el Supertazón –Superbowl-, que vivió en 2020 su versión quincuagésimo cuarta –LIV-, dejando en la escena una combinación de atracciones tan deportivas como políticas alrededor de las figuras que se hicieron presentes.

Elogios a la presentación de las cantantes Jennifer López, de New York, y Shakira Mebarak, de Barranquilla, junto a ellas los reguetoneros J Balvin, de Medellín, y Bad Bunny, de Puerto Rico, referencias latinas que desviaron la atención acerca de la protesta elevada por la cantante afroamericana Rihanna, quien se negó a participar en el show en solidaridad con el mariscal de campo –quarterback- Colin Kaepernick, anteriormente estrella de los Forty Niners de San Francisco.

Kaepernick fue apartado hace dos años de la Liga a raíz de su protesta contra la discriminación, al arrodillarse en cada partido durante el acto del himno nacional. Se pensó que ese mismo repudio a los símbolos nacionales había manifestado en el partido la pareja de músicos Beyoncé y Jay-Z, al quedarse sentados en la interpretación de esa tonada patriótica por parte de Demi Lovato. Pero el rapero diría, luego de que se desatara esta polémica, que ambos analizaban la calidad del espectáculo, dado que él es productor del show de medio tiempo y consultaba a su pareja los detalles previstos.

Descontando la deserción de la rebelde Rihanna, quien al igual que Beyoncé ha puesto en aprietos al moralismo protestante, Jay-Z fue quién eligió a un reducido número de estrellas latinas con el fin de captar la atención del público estadounidense en la mitad del evento de testosterona deportiva, para que por ningún motivo se levantaran de la silla aunque el partido fuese un completo fracaso.

No es improbable que este ingrediente de folclor del sur del Río Bravo fuera motivado por los organizadores de la NFL, concentrados en su proyecto de ampliación de la fanaticada en México, donde se juega uno de los partidos de la Liga, e impulsarlo en otros territorios ya anexados, como Puerto Rico.

Sin embargo, para gusto de propios y extraños, así como las cantantes “se robaron el show”, igual harían los equipos en liza, precisamente los 49ers de San Francisco compitiendo el título contra los Chiefs de Kansas City, conjunto con una trayectoria humilde en comparación con los campeones históricos de la bahía californiana, con cinco trofeos frente a uno de los “Jefes” de Misouri.

Basados, como siempre, en la calidad de su mariscal de campo, al tener en su palmarés los triunfos de Joe Montana, considerado el mejor de la historia en esa posición al conducir el arrasador equipo en las décadas de 1980 y 1990, los 49ers contaron esta temporada con Jimmy Garoppolo, quien jugó un partido enfilado a la victoria hasta el último cuarto, con una ventaja de diez puntos que sus compañeros de la defensiva no pudieron conservar.

Con todas las apuestas a favor de los del Oeste y ansiosos de una victoria después de 24 años de sequía, los aventureros de la fiebre del oro del Siglo XIX tuvieron que verse frente a la nueva sensación de la Liga, el joven Patrick Mahomes II, el mariscal de los Chiefs, que gracias a su empuje desviaron los números con una remontada final de 31-20.

Mahomes posee cualidades extraordinarias en comparación con anteriores mariscales que han fulgurado en la NFL. Es hijo de un lanzador profesional de la Liga de beisbol de los EEUU y habría seguido el horizonte promisorio del padre, porque jugó hasta hace poco en las ligas menores, donde lanzó dos partidos sin recibir carrera ni un hit, premio anhelado de todo pitcher. Sin embargo, se decantó en la Universidad de Texas Tech por el fútbol americano, rompiendo marcas y demostrando cuál era su campo.

Otros mariscales habían pasado antes por el beisbol, como John Elway de los Broncos de Denver-rivales permanentes de los 49ers en décadas pasadas-, pero Elway actuó en sus breves días de beisbolista como jardinero de los Yankees de New York, una posición que exige mucha fuerza de brazo, pero no tanta como la que realiza el lanzador, quien además necesita atinar en cada intento.

A diferencia de John Elway y otros mariscales legendarios, como Brett Favre de los Packers de Green Bay, -los campeones en los 90’s y 2000’s- o Dan Marino, quien condujo de los Dolphins de Miami en los 80s y 90s, y que se destacaron por la fuerza de su lanzamiento, Mahomes no posee una característica típica de los jugadores de esa posición y que les permite proyectar sus pases: la estatura alta que él compensa con la potencia y destreza para correr, escapando ágilmente de los ataques de la línea defensiva y con el brazo listo para soltar en carrera un balonazo de cincuenta metros directo a las manos de su receptor.

En una etapa del deporte elevada a la máxima atracción cultural de nuestra era, la carrera que empieza Mahomes, al igual que pasó con la del proscrito Kaepernick, nos habla de jóvenes profesionales y atletas afroamericanos, muchas veces hijos de deportistas que también fueron profesionales  -como el fallecido Kobe Bryant-, personas en quienes vemos la imposición de la competencia individual por virtud de su oficio, formación de nuevas élites que se hacen presentes sobre la expresión de la rebeldía pronunciada desde el escenario, personajes imbuidos en una realidad de fantasía y emociones fuertes, donde la protesta social queda reducida a una moral irrisoria rendida a los pies de la victoria.

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