
Por: Andrés Felipe Hernández[1]
“En la historia de la sociedad hay un punto de delincuencia y de debilidad enfermiza, en que la sociedad misma toma partido por [lo que] la perjudica” Friedrich Nietzsche.
Encerrados en las problemas cotidianos: en la salud que hay que pagar, en la pensión que en teoría vendrá, en el trabajo que debemos conseguir si se acaba el contrato laboral, en la preocupación por el futuro de mi emprendimiento (¿y si mi emprendimiento tiene que ser con un puesto en la calle?).
En el elevado proceso de individualización al que somete la sociedad globalizada al sujeto contemporáneo, nos encontramos ante decisiones colectivas de trascendencia social en las que no sabemos por qué opción votar. Mejor la abstención, se piensa. Si no entiendo o no me importa o hay complot y corrupción, demasiada (des)información sin interpretaciones lógicas o, en fin, es demasiado difícil la decisión ética, no voto, dice el 63 % de la población colombiana.
Pero esto no resuelve el problema, es decir, estos argumentos no son suficientes para comprender el resultado del plebiscito del 2 de octubre.
La individualización obedece también a las múltiples distracciones y al exceso de información sin interpretación que ofrece el mundo contemporáneo que atomiza a los sujetos colectivos y la comprensión deja de ser factor decisivo. Entonces la democracia se ve a gatas. La división social del trabajo es ahora la división mental del sujeto, distraído, desinformado. La sociedad civil es más diluída de lo que parece. La sociedad civil se ha vuelto más virtual de lo que se ve.
Sin embargo, esta es la manera de crearla en nuestros días: las redes sociales, donde se pueden encontrar voces similares que contribuyen a actos que producen un impacto social por medio de marchas, como sucedió el 5 de octubre y como se ha prolongado hasta nuestros días. No obstante, estas son de acceso limitado y se pierden en la superpoblada nube.
Ante la dispersión que genera el proceso de división social del trabajo y del entretenimiento nos acercamos a la individualización y a la pospolítica y en parte se entiende que el No haya ganado de manera exigua, con una abstención impresionante, el plebiscito sobre los acuerdos de paz entre las Farc y el gobierno nacional. Pero también se debe a que de 2002 a 2010 el discurso político de las Farc haya sido “borrado” y considerado amenaza terrorista de manera sistemática por el gobierno de turno. Las mismas Farc han contribuido a esto de manera persistente por la toma de municipios, secuestros, extorsión y acciones violentas para conquistar el poder que les habían negado con el genocidio político de 4.000 personas y dos candidatos presidenciales de la Unión Patriótica (UP), quienes eran su apuesta política resultante del fallido proceso de paz con Belisario Betancurt.
Si nos remontamos más atrás, encontramos que las Farc iniciaron una nueva guerra después del acuerdo del Frente Nacional entre las élites liberales y conservadoras, que si bien había sido pensado como un mecanismo de pacificación del país después de la infausta violencia (1947- 1957) que dejó 250.000 muertos, fue un pacto para concentrar el poder entre las élites: un atentado y un bloqueo inobjetable sobre la democracia y una traición a los campesinos liberales que después se convertirían en guerrillas comunistas con el nacimiento de las Farc y el Eln en 1964.
Todo esto no lo sabían muchos votantes el 2 de octubre, porque además de pospolítica estamos en la poshistoria. No porque esta no exista, sino porque ha sido omitida en el debate nacional. ¿La historia para qué?, dicen, si vivimos en el presente, concluyen. Pero el presente habla porque tiene historia, contestamos. Por ejemplo, se puede decir que la guerrilla ha cometido tantos crímenes de lesa humanidad como lo ha hecho el Estado: no olvidemos los 4.000 falsos positivos. El Acuerdo Final es un acuerdo entre violencias arrepentidas para evitar más muertes, aunque hay violencias que se hayan opuesto porque no se arrepintieron y porque defienden intereses que sin guerra no son defendibles.
Aunque se puede considerar esto dentro de las causas macro- estructurales que definieron el resultado en las urnas, se pueden argüir otros temas que explicarían las emociones del votante el 2 de octubre. Mucho se debe a la actitud de Juan Manuel Santos, quien fue elegido por vez primera con la intención de continuar la actitud de su antecesor, Álvaro Uribe Vélez. Era sencillo: un enemigo interno, las Farc; un enemigo externo, para ese entonces el chavismo, y una unidad nacional dada por un caudillo, Uribe. Pero Juan Manuel Santos creía que era el momento oportuno de darle una reorientación a la política nacional, superar “el populismo” y retornar al régimen de “concordia” republicana.
Rápidamente reconsideró a su antiguo enemigo: Chávez, como “su nuevo mejor amigo” y a las Farc como una organización con la cual se había establecido un histórico conflicto armado interno, sin explicar cuáles eran las razones de este. La unidad nacional continuó, aunque sin el discurso patriotero de antes. Desde luego él no sería un caudillo sino quizás un estadista dentro del margen de maniobra que dan la democracia y el neoliberalismo. Pero la historia se repitió y como en la larga pausa de la Revolución en marcha (1936) de Alfonso López Pumarejo, o después del acuerdo del Chicoral en 1971, posterior al intento fallido de reforma agraria de Carlos Lleras, la élite citadina vuelve a perder, ¿o más bien a acordar “amedrentada” con la terrateniente?
Como lo recuerda el filósofo alemán Peter Sloterdijk, los partidos políticos son los catalizadores de la ira y la esperanza de la población por las frustraciones y expectativas que genera la sociedad, y esto es lo que tienen que catalizar. Es cierto que el gobierno aprovechó la esperanza de un país en paz, que en realidad no era toda la paz, sino una entre el gobierno y las Farc, que no es poco; pero la oposición aprovechó la ira. Juan Carlos Vélez Uribe, el director de la campaña del Centro Democrático por el No a los acuerdos dijo que “Estábamos buscando que la gente saliera a votar verraca”. Además la población recordaba la fuerza timótica que le había impreso el gobierno de Uribe al país que afirmaba el propio valor de sí mismo, de cada compatriota, el valor de la personalidad en la autoafirmación de la tradición.
Santos lo intentó hacer también por medio del deporte al cuadruplicar los recursos para la alta competencia y cumplir muy buenas participaciones en los Juegos Olímpicos y Paralímpicos de 2012 y 2016 y en el Mundial de Fútbol de 2014, pero esto no fue tan importante para la población, la cual no relacionó el deporte con el apoyo al gobierno.
A su vez, la población había quedado confundida. El enemigo interno histórico, las Farc, pasarían a ser parte del país y además tendrían participación política y amnistía. La gente no salió a votar porque no comprendía que tanto la guerrilla como el gobierno habían cometido crímenes de lesa humanidad, aunque desde luego en las zonas donde el conflicto afectó directa y sistemática a la población el voto por el Sí fue mayor.
Un pastor de una de las iglesias evangélicas les explicó a sus creyentes que la justicia era hija de la venganza y que por ello Cristo había sustentado parte de sus enseñanzas en el perdón. El perdón era entonces superior a la justicia. Sin embargo, no todas las iglesias evangélicas y pentecostalistas justificaron a sus siervos los acuerdos de paz bajo esas mismas coordenadas. De hecho, la mayoría se basaron más en el Dios vengador del Antiguo Testamento que en el Dios que perdona, del Nuevo. Argumentaron que la ideología de género que supuestamente estaba contenida en los acuerdos, en vez de buscar la no segregación, intentaba instaurar una actitud pro-gay. Esta mentira confunde enfoque de género con ideología; desde la ideología más sectaria de los instintos más desinformados a la diestra de Dios padre, sin que este se enterara.
Todo esto evitó que el país perdonara y se pusiera por encima de su odio para poder construir un proceso de paz y ampliar la democracia al incluir a los campesinos víctimas del conflicto agrario interno y a los que realmente les ha tocado la guerra. Se desvió el discurso y no se leyeron los acuerdos, que fueron explicados de manera insuficiente por parte del gobierno. Faltó voluntad política en su comunicación.
Las mentiras no pararon ahí, pues se les dijo a los jubilados que el presupuesto de sus pensiones se iría a financiar a los reinsertados de las FARC. También se regó la falsa noticia de que Colombia se volvería castrochavista, algo muy difícil ante el fracaso de estos regímenes y la inviabilidad de estos proyectos en un país conservador como Colombia, donde se prefiere continuar la guerra que construir sobre un nuevo proceso, ascender un peldaño en la ruta histórica y hacer que el país se construya sobre ciudadanía, educación, salud, tierra, trabajo, pensión etc.
Finalmente, hay que recordar, como decía Simón Bolívar, que “un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción”. Pero también hay que decir que lo que hoy se llama pueblo es instrumento del Estado, compuesto por los intereses privados que lo construyen, y el pueblo hoy en día es menos para sí de lo que había sido en el siglo XX, el mercado se ha encargado de disolverlo en el consumo.
[1] Historiador UN