Por: Fumanchú Tejada
San Victorchino es el apodo impuesto al barrio comercial del Santo de Victorino (que se contrajo a San Victorino), lugar de milagroso nombre; según las memorias de José María Cordovez Moure, otro chino muy elegante de la Bogotá del siglo XIX, Victorino fue escogido al azar por un anónimo chino. Elegido entre la multitud en sorteo que hizo el curita párroco para bautizar el templo de la parroquia, tras coger tres veces el nombre intruso en el santoral, como la cabelluda patrona de Librada celebrada del 20 de julio, así quedó llamado pues el centro comercial de Santafé de Bogotá -para no confundir con Santafé de Antioquia-.
Feria de las piñatas, las sábanas, los acabados de mampostería, materiales escolares, los jeans, paraguas, preservativos y bacterias, dos gonorreas por tres cachuchas, hasta una blenorragia por un frasco de boxer, drogas al por mayor, armas y herramientas, sacos, porros, discos, carros, partes, órganos; todo se encuentra en San Victorino, menos, un extranjero, hasta la invasión china protestada por los gremios comerciales, y previa exploración de los países bajos por parte del turismo participativo, como se pudo ver en el rescate de un holandés extraviado en la cornisa de un edificio de cuatro pisos en medio de los feroces sayayines, los piratas que detentan la autoridad en la zona. El anfiteatro de la ciudad, el corazón de la patria es una olla que cuida a sus espaldas el templo del Voto Nacional, erigido para conjurar el mal del odio.
Desde su origen a mediados del siglo XVIII, «San Victoco» fue un punto de actividad artesanal y comercial a causa de su ubicación a la entrada de la ciudad por el occidente, vía principal de la comunicación exterior y la vena comercial del puerto de Honda sobre el río Magdalena. Dedicada a la refacción de carros y herrajes, la provisión aperos, el cuidado de los animales y avío para los viajeros, San Victorino debía ser muy ameno. La gente venida de los pueblos vecinos y «tierra caliente» pululaba en medio de ventas y chicherías, si antes de rodar no llegaba la fortuna en el zaguán de la posada, donde aguardaban amores y reales bagatelas.
A comienzos del siglo XX, el lugar comercial fue ornado con la instalación del monumento al prócer Nariño, -que hoy se encuentra asegurado en los jardines del Capitolio-, y con la presencia de edificios modernos en la avenida Jiménez, luego de que fuese canalizado el río que pasa bajo suelo. Tras la destrucción del sector en los disturbios del 9 de abril de 1948, la plazoleta de San Victorino fue ocupada en años posteriores por pequeños comerciantes dedicados a la venta de útiles escolares, encontrándose en laberinto persa los típicos morrales de cuero que vuelven a estar de moda, y otros artefactos que pasan, como las reglas de cálculo.
El capital marchaba al ritmo pre apertura económica, hasta que la plaza fue desalojada en la primera alcaldía de Enrique Peñalosa en 1998, dando paso al eje ambiental diseñado por el arquitecto Rogelio Salmona. A diferencia del caos vehicular usual de la Avenida Jiménez, el sendero de adoquines original daba gusto a peatones, con las tinas a ambos lados y palmitas de cera, en vez de los buses del sistema de Transmilenio que hoy aplastan el curso del río Vicachá bajo su peso. Un año antes de la barrida de las cuatro manzanas del Cartucho, se presenció entonces una de las primeras acciones de «recuperación del espacio público» ejercidas por este alcalde actual, distinguido por su actitud respecto al trabajo informal o el rebusque democrático.
Tanto gusto provocó en la ciudadanía la política de Peñalosa, que hoy vuelve a enfrentar el chicharrón grasoso que se «oferta» entre los tendidos del suelo, atiborrados de objetos chinos producto del contrabando. La necesidad tiene cara de perro caliente dice el vendedor informal, pero la Bogotá que queremos ver en San Victoco, imagina parasoles con finas galerías de arte y los cafés temáticos con exposiciones del ser colombiano, en vez del aroma que esparce el carrito de tamales y la infusión de maracuyá.
En medio de las protestas de los comerciantes afectados por la competencia legal de ciudadanos chinos que se han asentado en este sector, y como respuesta a ese deseo, la administración pública ha ordenado a la policía acosar los negocios de estas personas, al tono de las disposiciones del siglo XIX y XX contra la inmigración asiática (Ley 62 de 1887), decretadas en gobiernos liberales y conservadores, tanto por convicción como instrucción de las autoridades norteamericanas (Rhenals Doria; Flóres Bolívar, 2013). Las ventajas del modelo económico liberal puesto en juego por nuestro pensamiento dominante desde el siglo antepasado, no funciona en el centro de Bogotá, no es bienvenida una calle de comerciantes chinos, porque las calles del centro de Bogotá ya están llena de los autóctonos.
Vale cuestionar las dinámicas objetivas que ha dejado la política económica de la década de 1990 y las implicaciones que tuvo en la imposición de un modelo de remodelación urbana llamado Plan Centro. Se genera una dinámica que se entiende como la gentrificación, el cambio del uso del suelo en un mercado inmobiliario regido por lógicas subyacentes, que desatan fenómenos como el turismo del lumpen, el contrabando al por mayor, la persecución de los trabajadores, a la par que se pretende homogenizar el paisaje de la ciudad con presumidos clientes del «primer mundo». Después de esta fragmentación del tugurio principal como ejemplo de la acción del Estado, sí que vendrán, llegarán de lejos, para atraer a los chinos que desecha nuestro orden ciudadano.