
Por: Jerónimo Carranza
En memoria del molinero Doménico Scandella (1532-1599), llamado popularmente Menocchio y de los millones de víctimas de la peste de coronavirus.
Hace pocos días, una periodista fue fustigada en la más bochinchosa de las redes sociales por narrar cómo, después de ser vacunada dos veces contra el Covid, soportó la enfermedad por segunda vez. Al haber sufrido efectos más fuertes en su organismo que los que tuvo antes de vacunarse, cuestionaba la propaganda alrededor de la vacunación, panacea anunciada por los medios informativos y la comunidad científica expuesta en ellos.
El ágora, o santo oficio, le respondió con reprimendas e insultos que le recordaban, y a todos de tajo, que las vacunas estaban actuando con efectividad, conforme a las pruebas realizadas y a las estadísticas de la mortalidad y morbilidad recopiladas. Que agradeciera que no se murió, esto a pesar de que decenas de personas así les ha ocurrido, y ya nadie pueda regañarlos.
Aparentemente las razones, de orden médico y científico, son suficientes para elevar el juicio público contra la periodista, quien en realidad no actuó con ese rol, sino como una persona que testificó su vivencia angustiante.
Al ser condenada en un auto de fe, se acalla una voz ciudadana que tiene el derecho a preguntarse acerca de la transparencia para informar sobre la enfermedad y los efectos de la vacunación, haciendo tan necesario inyectarse, hasta el punto de hacerse obligatorio.
Para afirmar esta crítica, exclusiva de quien escribe unas líneas en defensa del derecho a ampliar el debate sobre la propaganda de las vacunas en la coyuntura actual, es bueno hacer preguntas sobre la política de salud en general: ¿Qué se hace frente a la epidemia de un virus? ¿Cómo funcionan las vacunas?
La mayoría de las vacunas disponibles en Estados Unidos y Europa, ya cumplieron las tres fases experimentales requeridas para su aprobación, entre finales del 2020 e inicios del año presente. De acuerdo al portal redaccionmedica.com, el nombre de la vacuna Comirnaty, en dúo de la farmacéutica estadounidense Pfizer con la alemana BioN-Tech, responde a “una combinación de los términos Covid-19, ARNm, comunidad e inmunidad, para destacar la primera autorización de una vacuna de ARN mensajero (ARNm), así como los esfuerzos globales conjuntos que hicieron posible este logro…”
Cualquiera se asombraría al saber esta noticia, por la cual nos encontramos en el estreno, así de bienvenido, de una nueva forma de alteración de la huella genética. Muy empíricas, las vacunas fueron logradas de manera algo natural hace un par de cientos de años, a partir de la observación de la inmunidad de rebaño, que muestra que al contagio de algunas enfermedades, se adquieren defensas contra los invasores pestíferos, una comprobación gruesa de la teoría aristotélica del antídoto.
Al ser aislada en laboratorios una cepa débil del virus o la bacteria, es inoculada en ejemplares elegidos para un protocolo de experimentación de mucha paciencia, cada vez más refinado y sofisticado. Ensayada discretamente, tras años y décadas de espera, la efectividad se va alcanzando, hasta obtener la cura para el mundo entero, que erradicará el mal al ser vacunado, ya desde las edades más tempranas.
Con la aparición del Covid, hace apenas dos años, se inventaron las vacunas con base en ARN mensajero, capaces de introducirnos las proteínas correctas en los espirales helicoidales y enrollar su engaño en la escalera de los ácidos desoxirribonucleicos que nos ha marcado desde la creación. De este tipo, se encuentran la vacuna de Moderna –acrónimo en inglés de ARN modificado- y la mencionada Comirnaty. El resto, como Janssen de Johnson y Johnson, la rusa Sputnik, o la china Sinovac, se han desarrollado con la inoculación de vectores biológicos, como se hacía desde un principio, o desde que sabemos quiénes son los microbios.
Sin embargo, si se revisa la ficha técnica elaborada por la organización Clinicaltrials de la vacuna Cominarty -BNT162b2-, hecha de ARN mensajero, está detallada la secuencia de intervenciones hechas en el universo participante en las fases de su desarrollo y, al final de la descripción del estudio, informa que: “para describir una protección a futuro, fuese homóloga o heteróloga –refuerzos de otras vacunas-, contra cepas emergentes del VOCs del SARS-COV-2, sería seleccionada una nueva cohorte de participantes que no hayan sido vacunados ni adquirido el virus. Con intervalo de 21 días, recibirían dos dosis de la BNT162b2SA”.
La vacuna BNT162b2SA es una variante –o algo totalmente distinto, no sabría afirmarlo- de la BNT162b2 y fue fabricada para contrarrestar la cepa surafricana, de reciente surgimiento, tan cercano que pensábamos que la última era la de la India o la brasileña.
Se deduce de la información de esta experimentación reciente, que las recomendaciones dadas en los medios de aplicarse ya no dos, sino tres dosis de “la Pfizer”, responde a que cada nueva cepa conlleva una mutación del virus y para las cuales no son efectivas, -o tan efectivas, no sabría afirmarlo- las dosis anteriores.
Las preguntas caben mejor en la cuestión sobre qué políticas han seguido los pueblos para conjurar la muerte natural y qué grado de eficiencia han tenido, respuestas que obedecen a los contextos en los que se han promovido, en vez de otras, determinadas medidas para controlar la enfermedad -vista en términos generales- y la epidemia en particular, centrando este debate en la modernidad, o en los últimos trescientos años, más o menos.
La teoría filosófica de la ciencia o del conocimiento, ha encontrado en el control de la enfermedad un campo fructífero de investigación que recae sobre las prácticas médicas, las cuales han moldeado los hábitos cotidianos de la población por medio de la higiene y otras formas de control asociadas al cuidado de la salud, en un proceso paulatino de la más severa interiorización de un orden moral.
Michel Foucault describía los orígenes de la medicalización en Europa a finales del Siglo XVIII, siendo un sistema de tipo estatal, urbano y focalizado que se extendió desde entonces a su paso colonialista por el mundo, para reflejar y radicar en el cuerpo propio la biopolítica, un conjunto heterogéneo y no taxativo de normas sobre el comportamiento corporal.
A pesar de que el filósofo francés no se detuvo a explorar el sistema burocrático español, transformado en la era de las reformas borbónicas –aunque señale el paradigma del poder estatal que esta monarquía diseñó en Francia-, sabemos que la red de salud antigua, y a la par expresión moderna de un germen de las políticas públicas, se extendería, en mayor o menor medida en toda América.
En la Nueva Granada, la cobertura de la salud de la sociedad se puso en marcha en medio de una avanzada de contención de la viruela y de la lepra, efectuada a través de censos, empadronamientos, y rigurosas cuarentenas, así como del establecimiento de leprosorios, asilos, hospitales, hospicios, degredos, un fenómeno analizado con profundidad por la socióloga e historiadora Ana Luz Rodríguez González, en el libro Cofradías, Capellanías, Epidemias y Funerales (1999).
Modernos en su día, los españoles ya habían inoculado una vacuna contra la viruela gracias al personal médico y científico de sus expediciones ultramarinas y en 1808 conocían la variedad, mucho más efectiva, desarrollada por el inglés Edward Jenner, en 1796, eficiencia medida en los parámetros denominados objetivos.
Método inmemorial usado al cundir epidemias en todas las épocas y latitudes –aspecto que rige su cualidad mortal-, desde las polis griegas al antiguo régimen feudal, a los enfermos se les aislaba de los sanos.
Con los cambios en el orden del tiempo y del espacio dados en la historia urbana y sin muchas vacunas a la vista, también se añadió a esta reacción, digamos que espontánea, la observación de las atmósferas y las estrategias defensivas del conjunto de la sociedad, movilizada como un cuerpo contra los entes imaginarios del éter o los miasmas.
Desde el Siglo XVIII se planteó la asociación en términos sistémicos entre las condiciones de vida y el espacio de la urbe, propicios para la generación de brotes infecciosos y, en especial, de su propagación.
Poderes inexistentes, que sin ser objetivos, tampoco eran engendros supersticiosos, más bien ficciones colectivas de una asombrosa credulidad, vista a nuestros ojos, ya desacostumbrados a la doxa de la realidad de la aldea e inclinados a un episteme ubicuo e infalible que reina el universo, transmitido con fallas en el código inoculado en virus de internet, infalibilidad transgresora en términos pontificios.
Los análisis de la extensión de los sistemas sanitarios que se implantaron en Europa y América en el Siglo XIX, con tanta capacidad como los regímenes estatales lograran realizarlo, señalan esta fase de la civilización occidental para la salud, desde la postración mórbida del oscurantismo religioso que se instaló en España, hasta las adaptaciones forzadas en los Estados Unidos a las condiciones paupérrimas de los guetos de las nacientes metrópolis. Los relatos son elocuentes. El historiador estadounidense Osacar Handlin recrea en “Los Desarraigados” (1951), la vida de los edificios comprimidos en la tumultuosa Nueva York del Siglo XIX:
“Algunas de las reacciones a las nuevas condiciones de vida eran inmediatas, directas y abiertas. El nivel bajo de la salud y la alta incidencia de enfermedades eran, ciertamente, producto del hacinamiento. Los residentes de los inquilinatos no necesitaban los círculos en los mapas de los practicantes de medicina para decirles a ellos donde golpeaba la tuberculosis, ante el terror de una enfermedad que se esparcía de víctima a víctima en los cuartos asfixiantes. Si llegaba el cólera, o el sarampión, o la difteria –y todas al mismo tiempo- , era imposible limitar su diezmador sino. Poco quedaba de la comunidad, pero del contagio y la infección poco podían hacer estas personas, salvo compartirlos entre cada uno”.
Han descollado también la historiografía y la historia de la medicina moderna en los intramuros de la aldeana capital de Colombia, vertida en memoria y crónicas sobre los incipientes pasos del poblado que alcanzaba los cien mil habitantes a la vuelta del siglo XX. Sin tener las dimensiones de Buenos Aires o Sao Paulo, atendía la miseria urbana con los buenos oficios de las élites, consternadas a la moda y a la usanza de las piedades religiosas, entregadas a la obra de la convalecencia del enfermo y a la máquina fatídica de la fe.
A pesar de los escepticismos naturales del conocimiento, el orden mundial del Siglo XX llegó a convencernos de los progresos políticos de la izquierda y de la derecha, de liberales y conservadores, por los cuales la sociedad, a través el Estado o las rentas de los estamentos, deberían cuidar de los enfermos. Hoy, la globalización neoliberal nos inyecta la vacuna para beneficio último de complejos farmacéuticos. Multinacionales ávidas de cuerpos y almas decodificadas, sus clientes son los gobiernos que nos dejan en vilo sobre si la vacuna china es menos mala que la rusa, o si la Pfizer es más confiable, quizás porque su nombre alemán nos otorgue mejores indicios.
Las estructuras estatales aún operan encima de patrones que, sin duda, mantienen vigentes algunas “normas biopolíticas”, que no son ciertas en sí mismas, sino asociadas a las maneras usadas por el individuo hasta en el baño, o allí principalmente, en el encuentro de uno mismo con sus evacuaciones corruptas, lugar de culto hasta que supimos que teníamos la muerte metida en las venas, y más adentro aún que las intimidades del jabón. Las precauciones amenazantes son vividas en el modo radical del hoy apocalíptico, donde reina un halo de ciencia dogmática ante el cual es imposible abrir la boca.
Aparecida la epidemia en China a finales de 2019, y por cuya reacción gubernamental, enfocada en el confinamiento inmediato, la edificación de hospitales y el seguimiento epidemiológico, se adelantó la misma estrategia en los países próximos y con distinto énfasis, como en Japón y Corea del Sur, luego en el resto del mundo, aquí también nos contrajo a la polémica acerca de la capacidad hospitalaria y de prevención exigida para evitar los índices abrumadores de saturación sanitaria que existen actualmente.
Hospitales con recursos suficientes, tanto de máquinas como de personal médico y de monitoreo, fueron demandados al tocarnos esta crisis, al tiempo que la urgencia de la acción internacional mancomunada brindaría una asistencia integral a la población de todos los confines.
Repentinamente, esta carencia de salud básica, que se agrega a los índices de la pobreza en aumento, no convocó más a la opinión pública de Colombia, y quizás a la de otros países, aparte de alarmar con los porcentajes de ocupación de las Unidades de Cuidados Intensivos -UCIs-, medición incesante que semeja salves del purgatorio cantados en la radio de la parroquia como un oráculo de lengua sacra.
Imposible decir que comprobamos la teoría de la demanda elástica para satisfacer al mercado de bienes y servicios, dedicados a comprometer los recursos del Estado en las vacunas fabricadas bajo lineamientos que se hacen tan ocultos, que difícilmente dos expertos médicos o científicos de cualquier campo podrían rebatir de manera suficiente la cantidad de desviaciones objetivas que asolan este problema, porque es político.
Los mortales, incapaces de desviarse de la guerra de las vacunas, siendo expertos en genética molecular o fieles creyentes de la ciencia, al tratar como una hereje a quién se pregunta por la incoherencia percibida sobre los distintos efectos de la vacunación, -siendo este, además, un modelo de prevención cuestionado históricamente, al menos en sus resortes del autoritarismo cientificista-, desechan el debate sobre los servicios de salud necesarios -además de la aplicación masiva de alguna o cualquiera de las dosis disponibles-, para contener a la enfermedad, objetivo que sólo se logrará al aislar el agente patógeno, ya que nos enfrentamos a un virus altamente mutante.
La humanidad descompuso su identidad en cuerpos ofrendados a la ciencia. Quien se atreva a levantar la mano, por no decir la voz, no es bajada de irresponsable, y por notar, pero cómo evitarlo, lo que no pocos individuos, y, al contrario, millones controvierten de una manera u otra: La seriedad -que no es la presumida objetividad- de las políticas para atender esta epidemia y el ocultamiento de información.
En la película El bebé de Rosemary (1968), de Roman Polanski y basada en la novela de Ira Levin-, una mujer joven y recién casada es forzada con engaños a llevar un embarazo consentido, pero con el fin siniestro de engendrar al hijo de Satán. Manipulada por su esposo y los vecinos de su tenebroso edificio, al descubrir el complot diabólico acude a dos obstetras de confianza, como única esperanza para salvar a la criatura del sacrificio, dejándose en las manos de estos distinguidos especialistas que se dedican a recibir a la vida exterior a los recién nacidos. El uno es un viejo venerable, el otro joven y moderno.
Rosemary desconoce que el doctor venerable y que la ha atendido durante su embarazo es parte de la trama y que su autoridad docta se impondrá sobre el criterio inocente del joven colega, quien de plano es incrédulo del testimonio delirante de una madre desesperada, que también ignora que el feto en su vientre no es un bebé humano si no la bestia esperada por los excéntricos fieles de la secta.
Algo así le pasa al mundo, azotado por una peste que hace tiempo dejó ser solo biológica para volverse mental, y que se ha sembrado desde la convicción de que la ciencia es un campo neutro y apolítico, una esfera celeste y con una vida propia que se identifica con los problemas de la sociedad, donde la medicina, el más sublime fin de sus propósitos, es una práctica aséptica de los intereses materiales del poder.
Un poder que dirige la información y a la vez la hace cada vez más cuestionable. Nubla la capacidad de discernimiento, facultad que se embriaga entre estadísticas, gráficas y explicaciones didácticas de las falacias argumentativas, mientras que vemos el ocultamiento prominente de prácticas extendidas entre la población para no morirse, como la de tomar sol, agua, pensemos que por qué no la cloroquina y otros compuestos que se han vuelto populares, de usos que se acercan más a la sabiduría ancestral que a los sinsabores de la gaya ciencia.