Foto: Discovery Chanel, en archivo El Espectador
Por: Andrés Felipe Hernández Acosta
Hace 80 años, el 30 de enero de 1933, Hitler fue elegido canciller (jefe de gobierno) de Alemania por decisión del presidente Hindemburg. Ésta se tomó, entre otras razones, porque en las elecciones de 1932 los nazis habían obtenido 13 millones de votos, convirtiéndose en el partido más importante de ese país.
Para que un discurso tan radical como el que empuñaban los nazis se desarrollara en la tierra de Kant, Hegel y Marx, quienes produjeron muchos de los discursos racionalistas más brillantes de la historia de la humanidad, se tiene que entender, por un lado, que en esa nación el “irracionalismo” había tenido otros representantes de la historia de las ideas, como Nietzsche y Spengler, que contribuyeron, de alguna manera, a generar esa clase de discursos, tal como lo demuestra, con ciertas equivocaciones, Georg Lukács en su célebre libro El Asalto a la Razón. Y, por otro lado, en el largo plazo, que, primero, Alemania hacía parte de Europa y que ésta, desde el siglo XVI, había desplegado un colonialismo e imperialismo en el globo terráqueo que se había disparado durante el siglo XIX, lo cual contribuyó, a su vez, a la justificación de su “superioridad” sobre otras culturas, desarrollando un discurso racista que reinterpretaba a su manera los avances de la ciencia; por ejemplo, mediante la reconversión de las teorías de la evolución en un darwinismo social. Todo esto aparejado con el odio a los judíos sustentado en el deicidio de Cristo y en la inculpación a los banqueros judíos de la quiebra de los imperios europeos. Y, segundo, lo cual resulta aún más importante, que en esa nación no repercutieron de manera determinante las revoluciones liberales de 1820, 1830 o 1848 en Europa y que la unificación alemana que culminó en 1872 se orientó exclusivamente hacia un nacionalismo muy conservador, en oposición a los nacionalismos “liberales” de raigambre inglesa o francesa. A su vez, esto propició, en parte, que en el proceso de industrialización de esta nación se radicalizaran amplios sectores de la población con el objetivo de ampliar sus espacios de participación contra una reacción muy potente que dominaba en Alemania, tal como se demuestra en la enorme cantidad de obreros afiliados a los partidos Socialdemócrata, Socialista Independiente y Comunista durante las primeras décadas del siglo XX en ese país.
Al conjunto de procesos de larga duración, anteriormente nombrados, se tienen que sumar otros de corto plazo que resultan más relevantes dada su capacidad para precipitar el fenómeno:
- Que Alemania hubiera perdido la Primera Guerra Mundial, y que, consecuentemente, la culpa se la hubiesen achacado de manera conveniente a la revolución frustrada –que los nazis denominaron “puñalada por la espalda”– de los espartakistas liderados por Rosa Luxeamburgo y Karl Liebknecht poco antes de acabar la Gran Guerra. Todo lo cual propició un antisocialismo y anticomunismo al interior de la nación, lo que a su vez tuvo como complemento la complicidad de la comunidad internacional, que no quería que se repitiera una revolución como la ocurrida, durante la misma guerra, en Rusia (1917).
- Pero también se tiene que tener en cuenta el tratado de Versalles que, con motivo de las reparaciones a los diferentes países afectados por el acto bélico, descargó sobre Alemania más deudas de las que podía soportar.
- Sumado a esto, las pérdidas del Corredor Polaco de Danzig, de Alsacia y Lorena y la incorporación como territorio “tapón” de la Renania por parte de los vencedores de la Gran Guerra, dispararon la sensación de desmembramiento del territorio que propulsó al nacionalismo hasta extremos no conocidos ni durante la unificación ni durante la Primera Guerra Mundial.
- No sobra agregar a todo esto la gigantesca inflación que se dio después de la guerra y que posibilitó que algunos militares conspiraran y realizaran el Putsch de 1923, golpe de Estado que envió a Hitler a la cárcel por seis años, pena que demostró la blandura que caracterizó al gobierno de Weimar, la primera república instaurada en Alemania.
En efecto, ésta se caracterizó por una enorme inestabilidad institucional que llevó a que la democracia claudicara sin ofrecer oposición, entre otras porque Alemania fue uno de los países más afectados por la Gran Depresión de 1929. Lo cual generó una crisis determinante para el ascenso nazi, ya que, para 1932, la cifra de desempleados había llegado a 6 millones de personas. Sin embargo, estos hechos no se explican solos, ya que como dice el historiador Ian Kershaw, “la democracia fue (…) deliberadamente socavada por grupos elitistas que perseguían sus propios fines [con el objetivo] de promover sus intereses encubiertos en un sistema autoritario”. En efecto, la debilidad de Weimar ya se veía en el hundimiento, para 1930, de la Gran Coalición, que explica, posteriormente, la poca contención que se tuvo frente al golpe del derechista Von Papen contra Prusia en 1932. En todo caso fue el ejército, dolido por su derrota y la falta de recursos que los beneficiaran en contubernio con los intereses agrarios quienes más contribuyeron al ascenso de Hitler, pero también la omisión frente a éste de los empresarios y de los industriales–“Laissez Faire, laissez passer”–, que no se molestaron –y menos dada la gravedad de la situación– con cualquier discurso que promoviera el anticomunismo.
Llegado a este punto es importante subrayar que el discurso de Hitler fue concebido como una reacción, como una lucha a muerte contra la modernidad política, aunque no contra la tecnológica. Estaba ligado a un purismo: la “raza aria”, a un discurso por fuera de la racionalidad, que se relacionaba con argumentos premodernos basados, como ya hemos dicho, en una metafísica anclada en dinámicas coloniales, donde el conquistado era un salvaje y donde, cuánto más blanco se era, más beneficios y prerrogativas se tenían. Era un discurso homogenizador y totalitario (un pueblo, un imperio y un líder) que excluía a todo lo que no cumpliera con sus estándares de verdad inamovible y que invadía todas las esferas de la vida por el bien de una “fratría de raza”. Desaparecía el sujeto, invención moderna, y se instauraba la nación: Deutschland über Alles, “Alemania por encima de todo”. Sólo sobrevivía uno, el Führer, un nuevo “mesías” que era el que dictaminaba lo que debía hacerse, así lo que quedaba del individuo sólo se realizaba en el servicio al mito. En este sentido dividía el ungido al mundo entre malos y buenos, entre amigos y enemigos, y entre enemigo internos –los judíos– y externos –las democracias occidentales– pero sobre todo el comunismo de la Unión Soviética. Detrás de este discurso un pueblo cabalgó rumbo a la aniquilación de un sinnúmero de vidas, entre las cuales se cuentan las de 9 millones de alemanes, una suerte de suicidio colectivo que fue acatado a carta cabal por órdenes de Hitler. Ya lo decía Nietzsche, muchos años antes del ascenso del nazismo: «En la historia de la sociedad hay un punto de delincuencia y de debilidad enfermiza, en que la sociedad misma toma partido por quien la perjudica», tal fue el caso de este país, debido a la suma de una serie de factores “debilitantes” que llevaron a la escogencia de un líder que los enrumbó a la muerte.
Lo que demuestra esto es que la idea de gobernar una nación controlando desde el Estado todas las dimensiones del sujeto y la sociedad y discriminando e irrespetando a todos las individualidades y colectividades que no sean “iguales a nosotros” –mayorías–, simplemente acaba en el aniquilamiento masivo no sólo de las individualidades (el sujeto se convierte en “otro ladrillo en la pared”) sino de pueblos y minorías, o acaso ¿qué hicieron los nazis con los gitanos, los judíos, los homosexuales, los comunistas, los demócratas, los pueblos eslavos? Buscar arrasarlos y en el proceso llevarse por delante 50 millones de personas que murieron en la Segunda Guerra Mundial.
Para que no se repita y para que no se defienda esta clase de discursos es importante recordar el proceso que inició hace 80 años y culminó en 1945. A pesar de la hecatombe y el holocausto producidos por el fenómeno nazi, muchas de estas ideas siguen latentes en ciertos sectores de la sociedad, como se evidencia en la creación de grupos neonazis en las diferentes naciones del mundo, todo esto aún en contravía del proceso de globalización, que si algo tiene de bueno, es la mixtura, el intercambio de culturas, que supera las barreras y los prejuicios alimentados por el odio.
Por esto último, resulta preocupante que en Colombia el actual procurador no haya respondido en su momento a la pregunta del periodista Héctor Abad sobre el reconocimiento o no del genocidio nazi; además, según el periodista Daniel Coronell, el procurador Ordóñez tuvo cercanías con Armando Valenzuela, fundador de un movimiento político paramilitar con tendencias neonazis. Finalmente, el representante del Ministerio Público no puede decir que se “siente como en el juicio de Núremberg”, eso genera sospechas evidentes de afinidad e identificación ideológica con los nazis.