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Bob Dylan: El arte de defraudar a todo el mundo

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Por: Nicolás Pernett

El anuncio del Premio Nobel de Literatura de 2016 tuvo un cubrimiento mediático especialmente prolífico. Por primera vez se le entregaba el Premio a un cantautor y, lo que era más raro, a un poeta conocido por millones: Bob Dylan. Unos decían que la decisión era un acierto pues el talento literario de Dylan era innegable; otros dijeron que no era más que un intento desesperado de la Academia Sueca por congraciarse con un público que cada vez leía menos y oía más música. El único que no se manifestó en un primer momento fue el propio Dylan.

A diferencia de los demás laureados con el Nobel, que suelen salir a dar declaraciones a la prensa a las pocas horas del anuncio, con Dylan pasaron más de dos semanas sin que se tuviera noticia del cantante. No se sabía si lo aceptaba o lo rechazaba. Ni siquiera se sabía si se había enterado de la noticia.

Algunos calificaron el silencio de Dylan como un acto de arrogancia y grosería, otros lo vieron como una estrategia del cantante para crear aun más expectativa sobre su aparición en la ceremonia de entrega. Hubo algunos que empezaron a interpretar el desconcertante mutismo como un acto de protesta por parte del que fuera considerado el máximo representante de la canción protesta. Se decía que su silencio era la mejor manera de despreciar una institución decadente como el Premio Nobel y que la literatura de Dylan estaba en las calles o volando en el viento, pero no en las salas engalanadas de Estocolmo. Por unos días la contracultura del mundo estuvo realmente de júbilo: Bob Dylan se había burlado de la Academia.

Sin embargo, al final Dylan apareció y se mostró complacido por haber recibido el Premio y agradeció humildemente la distinción: «La noticia sobre el Premio Nobel me dejó sin palabras. Agradezco el honor». Muchos no podían creer lo que leían: Dylan se había ausentado como un fantasma, solo para aparecer al poco tiempo para legitimar y mostrarse orgulloso por su Premio Nobel. Planeada o no, esta acción volvió a demostrar la enorme habilidad de Bob Dylan para decepcionar a todo el mundo: a los que esperaban que saliera el día del anuncio a aceptar la distinción y a dar discursos sobre la relación entre música y literatura, al mismo tiempo que a los que esperaban que escupiera el Premio por ser un símbolo del arte muerto de las academias.

Ese siempre ha sido el juego de Dylan: decepcionar a todos, incluso a los que más lo quieren. Lo hizo cuando dejó su Minnesota natal para buscar fortuna como cantante en Nueva York, después de haber roto algunos corazones y algunas promesas y de haber robado no pocos discos de sus amigos, como se cuenta en el documental No direction home, de Martin Scorcese.

En esta primera época, Dylan se dedicó a aprender los acordes y melodías de cientos de canciones clásicas de los Estados Unidos profundos: canciones de Leadbelly, de Pete Seeger y de su adorado Woody Guthrie, entre muchos otros, y las incorporó rápidamente a su repertorio. Todavía no había empezado a escribir sus propias tonadas, pero había aprendido de los mejores.

Después de ganar nombre en los clubes de Nueva York, decepcionó a muchos cuando firmó un contrato de grabación con Columbia Records, a pesar de que la norma del movimiento folk del Greenwich Village era oponerse a todo lo que representara algún tipo de establecimiento, político o económico. Pero Bob Dylan no servía a más amo que a sí mismo. No le importó decir cuantas mentiras fueran necesarias para impulsar su carrera en un primer momento o para preservar su privacidad después. Incluso sus amigos más cercanos, como la cantante Joan Baez, han aprendido que no pueden esperar algo de él, más allá de las canciones que ya nos ha regalado. No es posible seguir a Bob Dylan, como no se puede prever el color de un atardecer.

Después de que tomó como representante a Albert Grossman, Dylan dejó de pasar el sombrero en los cafés de Manhattan y empezó a escribir canciones llenas de referencias evocadoras, en las que el usó del inglés era mucho más rico que la de cualquier canción que sonara en la radio. El éxito de “Blowing in the wind” en 1962, en la voz del trío Peter Paul and Mary, convirtió a Dylan en una figura de culto entre la juventud descontenta de Estados Unidos y sus letras empezaron a volverse himnos de su generación. Todos aquellos que se oponían a las intervenciones del Ejército de Estados Unidos en el exterior o a la carrera nuclear con la Unión Soviética o a la segregación racial o un largo etcétera de injusticias sociales empezaron a ver en el joven genio de voz nasal a un mesías del descontento generalizado, a un profeta que anunciaba el cambio de los tiempos.

Pronto los que lo endiosaron como el profeta de la canción protesta tuvieron su momento de decepción. La ocasión llegó con en la ceremonia del Premio Tom Paine del Comité de Libertades Civiles, en diciembre de 1963. En su discurso de aceptación, Dylan arremetió contra todos los presentes sin cabello en sus cabezas y reafirmó que su único compromiso era con la juventud, la juventud a la que él aspiraba llegar. También habló ese día de los soldados que fueron a invadir Cuba e incluso de Lee Harvey Oswald y los consideró parte de la nación norteamericana y, en cierta medida, iguales a él. Como era de esperarse, el desplante no le gustó mucho a la audiencia, un grupo de bienintencionados liberales de mediana edad que creían que Dylan estaba de su lado. Al final del discurso se oyó una mezcla de aplausos y abucheos, un sonido que habría de acompañar para siempre la carrera de Dylan.

Un año y medio después, la decepción vendría para los fanáticos que vieron a Dylan y a su banda tomar por asalto el escenario del Festival Folk de Newport con un enjambre de cables y amplificadores: el poeta acústico se había electrificado. En el último año, la escena de Estados Unidos había estallado con la presencia de los Beatles y los Rolling Stones, y Dylan, quien desde sus años de colegio llevaba adentro un roquero, sería visto muy pronto con los oscuros abrigos de pana, las botas altas y las gafas oscuras que usaban los soldados de la llamada “invasión británica”. Esta evolución pronto incluyó colgarse una Fender Telecaster al hombro e interpretar la segunda mitad de sus conciertos con una banda de rock a todo volumen. Sus canciones empezaron a hacerse menos evocadoras y más directas en sus ataques. Las letras cada vez parecían más rabiosas contra el sistema, pero también contra sus seguidores y hasta contra él mismo.

Como siempre, los fanáticos no querían que nada cambiara. Querían para siempre al tímido poeta de guitarra acústica que cantaba para un par de cientos de personas en pequeños establecimientos. Ese era su ídolo, una especia de Elvis de la bohemia paupérrima, no el llamativo judío súper-estrella que llegaba hasta lo más alto de las listas de éxitos con “Like a rolling stone” en el verano de 1965. En 1964 la presentadora del Newport Festival había anunciado la actuación de Dylan diciendo: “Ustedes lo conocen, él les pertenece. Con ustedes Bob Dylan”. El Dylan de gafas oscuras, con su banda de guitarristas enchufados a sus espaldas, parecía decir ahora: “no le pertenezco a nadie”. Con este cambio Dylan ganó una fanaticada nunca antes soñada para un cantante folk, pero perdió a los fundamentalistas (antepasados de los hispsters) de Bleecker Street.

Entonces Dylan empezó a vivir un poco como su personaje de “Like a rolling stone”, una piedra rodante que iba de un concierto a otro en medio de los abucheos y los gritos de éxtasis. Dylan trató de escapar a los flashes de las cámaras de los tabloides en su casa de Woodstock, New York, pero hasta allá lo persiguió la velocidad de los tiempos que vivía, y terminó estrellándose aparatosamente en su motocicleta a mediados de 1966. El accidente no fue fatal (lo que le negó al Panteón del rock un primer gran ídolo de los sesenta muerto a temprana edad), pero sí detuvo abruptamente los planes de Dylan de seguir de gira con su banda, los Hawks, y lo sometió a un retiro forzoso que disfrutó en compañía de su esposa, Sara Lownds, y de sus hijos recién nacidos. Mientras buena parte de la juventud occidental explotaba en un verano interminable de drogas, maratones sexuales y experimentación creativa, Dylan pasó buena parte de 1967 haciendo el papel más tradicional de todos: el de padre de familia.

Nuevamente nadando contracorriente, Dylan no tuvo nada que ver con las distorsiones del rock sicodélico y, cuando finalmente volvió al estudio de grabación, lo hizo con un álbum de country, John Wesley Hardin. El público no lo podía creer. Ni los intelectuales de suéteres cuello de tortuga ni los marchantes de moda esperaban que el ícono de la contracultura incursionara en un género que era el del enemigo, el de los camioneros del sur, el de los políticos conservadores, el de los tradicionalistas del mundo rural. En los años siguientes Dylan demostró que este paso no había sido un arrebato creativo sino un camino artístico que había decidido emprender, y del cual salieron varios álbumes de éxito, una colaboración inolvidable con Johnny Cash y un derrotero totalmente nuevo para un cantante que parecía no quedarse quieto nunca en el lugar en el que el público y la crítica lo querían encasillar.

La década de los setenta fue una temporada difícil para Dylan, como lo fue para la mayoría de estrellas de los sesenta. Eclipsado por músicos que habían nacido de su propia influencia, como Neil Young, James Taylor y Joni Mitchell, Dylan ensayó proyectos variados con desiguales niveles de calidad y éxito. Pero si algo estuvo siempre en primer plano fue su capacidad de reinventarse: podía asumir nuevas máscaras como actor en la película Pat Garrett and Billy the Kid, de 1973, para la que compuso la banda sonora y el reconocido tema “Knocking on heaven´s doors”, o podía mostrar su sangre sobre el camino en el excelente álbum confesional Blood on the tracks, de 1975, en el que abordaba sin ambages la desolación y rabia del final de su matrimonio.

Sus canciones ganaron entonces un tono personal con el que se podía relacionar cualquiera, con frases cortas pero imposibles de olvidar, sobre lo que significa estar vivo, amar y esperar la muerte. Si en algunas canciones de los sesenta Dylan estiró el inglés para producir imágenes asombrosas, en los setenta alcanzó el conocimiento de su propia alma que le hacía falta para consagrarse como un gran escritor.     

El constante movimiento de Dylan en la década de los setenta, entre la música y el cine (también dirigió un par de películas), entre California y Nueva York, entre la vida privada y la vida pública, tuvo otro inesperado punto de giro en 1978, cuando aseguró haber visto a Jesús y decidió convertirse al cristianismo. En lugar de tomar sus creencias como algo personal, Dylan se dedicó a predicar en sus conciertos sus fórmulas para la salvación y sorprendió con un sencillo llamado “Gotta serve somebody”, en el que invitaba a los oyentes a decidir entre Dios o el Diablo para ser sus siervos. De los muchos caminos que había tomado el cantante, este era el más difícil de seguir para sus fanáticos. ¿Cómo podía hablar de entregarse al servicio de Dios alguien que se había caracterizado justamente por la búsqueda de la libertad? ¿Cómo podía invitar alguien que había enseñado a estar contra todos los poderes a plegarse al poder máximo?

A pesar de que durante este período Dylan produjo algunas excelentes canciones, su opción religiosa no dejó de ser uno de los pasos más extraños de su carrera. Y esta afiliación espiritual se hizo aun más extraña unos pocos años después, cuando decidió abandonar el cristianismo y abrazar con más fuerza sus raíces judías, a comienzos de los ochenta. Para este momento, muchos habían desistido de seguir al mesías de los sesenta y la popularidad de Dylan estuvo en uno de sus momentos más bajos. Entonces el cantante decidió apostarle a la religión que los músicos alabaron con más fuerza en la década de los ochenta: el capitalismo pop. Para los que habían amado a Bob Dylan como rebelde de la contracultura, no dejó de ser muy molesto verlo en la portada de su disco Empire Burlesque, de 1985, tratando de parecer cool con una chaqueta de colores, arete en la oreja y un desordenado jewfro más voluminoso que nunca, como si se tratara de un disco de George Michael. ¿Qué hacía un inmortal de la música popular tratando de ganar un poco más de popularidad con videoclips hechos en Tokio y luciendo lentejuelas en entregas de premios de Hollywood?

Este risible intento por mantenerse vigente en la era de MTV y de las grandes estrellas de laca no rindió grandes beneficios para Dylan y, por el contrario, afectó gravemente su estatus como poeta inconforme con el sistema. Entonces, cuando su carrera pareció haber tocado fondo, hizo lo que siempre había sabido hacer: moverse. A finales de los ochenta empezó su Never ending tour, y nunca más dejó de girar una y otra vez dando conciertos por los Estados Unidos que había conocido desde su juventud. Al asumir por completo su carácter de nómada, Dylan pareció encontrar la fuerza necesaria para volver a alcanzar picos de popularidad y creatividad como no había visto desde los setenta. En 1997 sacó al mercado el álbum Time out of mind, que tuvo gran acierto crítico y comercial, y desde entonces sus álbumes han seguido el camino del éxito, con una predilección cada vez más acentuada por los temas que tratan la confrontación con la muerte y con el amor, que siempre termina por ser la respuesta para los artistas viejos: Together trough life (2009), Modern times (2006) o Tempest (2011) son discos que pueden ubicarse en los lugares más altos de su repertorio.

Pero no ha dejado de tomar algunas decisiones que han dejado desconcertado a más de uno. En 2009 salió Christmas in the heart, un disco de… canciones navideñas (¿en serio? ¿Bob Dylan cantándole a Santa Claus?). Un poco más dignos han sido sus discos en homenaje a Frank Sinatra y a los crooners con los que creció. Una constante en la carrera de Dylan (y de muchos músicos) ha sido volver cada cierto tiempo a las canciones que los marcaron en sus inicios. Dylan lo hizo a comienzos de los setenta, a comienzos de los noventa, y en esta última etapa de su carrera (y de su vida) lo está haciendo de nuevo, esta vez con excelentes resultados de ventas.

Mientras tanto, ha seguido en la carretera, haciendo lo único que aprendió: mantenerse en lo que hace, como un pájaro que vuela. En las años de su vejez, Dylan ha llegado a dar más de 150 conciertos en un año y ha complacido (y defraudado) a públicos de todo el mundo. Para desgracia de los fundamentalistas antisistema, ha tocado para Bill Clinton en su posesión presidencial y para el papa Juan Pablo II en el Vaticano, y aceptado todos los premios que le han dado: el Óscar, el Grammy, el Pullitzer y el Nobel, claro.

Sin embargo, parece mantenerse inmune a las alabanzas de la consagración y la gloria. El 13 de octubre de 2016, el día en que se anunció que recibiría el Premio Nobel de Literatura, Bob Dylan dio un concierto en Las Vegas. Nadie en el público desconocía que ese día Dylan se había consagrado como un verdadero revolucionario que había roto las barreras entre el arte discográfico y la literatura. Durante todo el concierto el público gritó entre canción y canción: “No-bel Prize, No-bel Prize”. Pero Dylan no se inmutó ante el reconocimiento público de su consagración definitiva y no agradeció o hizo algún comentario en escena durante las más de dos horas de recital. Al parecer, ese concierto no fue más especial que ningún otro. O tal vez sí: ese día volvió a interpretar sus canciones con una guitarra en las manos después de cuatro años en los que solo usó el micrófono y el piano.

 

*Este texto hace parte del libro Like a rolling stone: historias y perfiles de estrellas del rock. Editorial Caza de Libros. 2017.  

 

 

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