Esta es una joya que no se presta. Ocupa un sitio especial en la biblioteca y en mi corazón.

“Cien años de soledad” es de esas novelas que se dejan leer con agrado. La he leído tres veces con las mismas ganas, y con resaltador en mano. En cada lectura he ido construyendo un Macondo personal, por así decirlo. Con cada lectura descubro detalles que no vi antes y vuelvo a sorprenderme, como si fuera el pequeño Aureliano deslumbrado al conocer el hielo.

Todo colombiano debería leer “Cien años de soledad” siquiera una vez en su vida. Me explico: Gabriel García Márquez es el único Premio Nobel de Literatura que tiene Colombia. Es una pena que haya compatriotas ajenos a esta exquisita radiografía de lo que somos, nuestro realismo trágico. Dicho sea de paso, veo muy lejana la posibilidad de que en los próximos 20 o 30 años tengamos un segundo Nobel de las letras. Los genios nacen una vez cada siglo, digo yo. Así que si el escritor de Aracataca nació en 1927, es posible que hasta ahora esté naciendo o por nacer un futuro genio literario.

Crecí amando a Gabo, que así le decimos confianzudamente sus lectores. Que murió en 2014 es algo que no creo. Lo encuentro muy vivo y vigente cuando abro sus libros, porque los genios son inmortales. Miren a Homero, miren a Cervantes.

No me alegré cuando salieron con el cuento de que harían una serie sobre la familia Buendía. —“Por qué tienen que arruinar las cosas buenas inventándoles una versión paralela”, pensé. Eso puede salir muy mal. O quizás no.

Aprovecho mi molestia para darles un consejo: Lean primero el libro y después sí vean la serie de Netflix que se estrena el 11 de diciembre. El libro contiene nada más que 20 capítulos. Un capítulo por día en una sentada y habrá terminado sus 471 páginas antes de acabar el año, empezando hoy. En todo caso, no se necesita un siglo. Los cien años del título aluden al periodo que va de la segunda mitad del siglo diecinueve a la primera mitad del siglo veinte, tiempo en que Colombia (perdón, Macondo) estuvo imbuido en guerras civiles, maldiciones, matanzas y enigmas.

En líneas generales, me gustó la adaptación que hizo Netflix de “Pedro Páramo”, la obra del mexicano Juan Rulfo. Digamos que el guión respetó el texto original y añadió una bella fotografía, además de unos escenarios muy reales donde la muerte se siente cerquita. Comala es un pueblo y en esa medida la película retrata a ese pueblo, pero jamás consigue trasplantar la poética Rulfiana al cerebro del espectador. La belleza del texto se pierde, por más de que pongan a los actores a recitar líneas casi al pie de la letra.

Entonces, no estoy muy seguro de que me vaya a gustar la adaptación de “Cien años de soledad”.  Me asusta que hagan de una gran novela una telenovela. Macondo es un universo, una versión literaria de la Creación con C mayúscula, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, pero en lugar del patriarca Abraham y su esposa Sara, aquí la historia nos habla del amor entre dos primos: el patriarca José Arcadio Buendía y la matriarca Úrsula Iguarán, y las sietes generaciones que les precedieron, entre ellos el coronel Aureliano Buendía (segunda generación) y los diecisiete Aurelianos, ((tercera generación), que tuvo con distintas mujeres, y así hasta el fin de la estirpe.

Quiero y no quiero ver “Cien años de soledad”. No quiero para no presenciar cómo descuartizan una obra maravillosa y desdibujan a los personajes que parí en mi imaginación. Pero sí quiero verla precisamente para darme la razón. Lo anticipó Gabo, un año antes de ganarse el Nobel, refiriéndose a otra cuestión en uno de sus Doce cuentos peregrinos (La Santa, 1981): “Lástima que haya que filmarlo”, decía. Pues pensaba que en la pantalla perdería mucho de su magia original”.  

No quiero saber qué rostro le pusieron Melquiades, el gitano que regresó de la muerte “porque no pudo soportar la soledad”, ni a los “cetáceos de piel delicada con cabeza y torso de mujer” que vivían más allá de la ciénaga grande.

No quiero ver a José Arcadio hablando solo, mientras Úrsula y los niños se parten el espinazo en la huerta de la casa, y luego a la misma Úrsula abochornada viendo por primera vez a un hombre desnudo, “tan bien equipado para la vida, que le pareció anormal”.

No quiero ver a la bisabuela de Úrsula sentada en un fogón encendido y con quemaduras que “la dejaron convertida en una esposa inútil para toda la vida”, por los tiempos en que el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha.

He recreado en mi mente a Pilar Ternera, la iniciadora sexual de dos de los hombres de la segunda generación, a cada uno de los cuales le da un hijo; a la india Visitación, a Rebeca, que comía tierra por vicio, a Fernanda del Carpio, “seleccionada como la más hermosa entre las cinco mil mujeres más hermosas del país”; a Petra Cotes y Mauricio Babilonia con las mariposas amarillas revoloteando a su paso.

Me emociono incluso al escuchar la canción que compuso en 1969 el peruano Daniel Camino Díez Canseco, en boca del mexicano Oscar Chávez.

Lean primero el libro y después sí vean la serie que estrena Netflix el 11 de diciembre.

No quiero matar en mi imaginación  a las hermanas Amaranta y Rebeca —enamoradas del mismo hombre, el italiano Pietro Crespi—; a Santa Sofía de la Piedad, que “degolló con un cuchillo de cocina el cadáver de José Arcadio Segundo para asegurarse de que no lo enterraran vivo”, o a José Arcadio Segundo y Aureliano Segundo, que “despertaban al mismo tiempo, sentían deseos de ir al baño a la misma hora, sufrían los mismos trastornos de salud y hasta soñaban las mismas cosas”.

Me pregunto cómo hicieron creíble la peste del insomnio en que “los unos veían las imágenes soñadas por los otros”, hasta que “nadie volvió a preocuparse por la inútil costumbre de dormir”, o el nacimiento del hijo de Amaranta Úrsula y Aureliano Babilonia, cuya cola de cerdo “cartilaginosa y en forma de tirabuzón con una escobilla de pelos en la punta”, confirma la maldición que pesa sobre los Buendía a causa del incesto, o los tres mil muertos echados al mar como constancia de que la Masacre de las bananeras (1928) no fue cuento, aunque los muertos en la vida real fueron menos.

Gabo lo explicó a su manera a la televisión británica en 1990:

“Lo que pasa es que 3 ó 5 muertos en las circunstancias de ese país, en ese momento debió ser realmente una gran catástrofe y para mí fue un problema porque cuando me encontré que no era realmente una matanza espectacular en un libro donde todo era tan descomunal como en Cien años de soledad, donde quería llenar un ferrocarril completo de muertos, no podía ajustarme a la realidad histórica. Decir que todo aquello sucedió para 3 ó 7 muertos, o 17 muertos… no alcanzaba a llenar ni un vagón. Entonces decidí que fueran 3.000 muertos, porque era más o menos lo que entraba dentro de las proporciones del libro que estaba escribiendo. Es decir, la leyenda llegó a quedar ya establecida como historia”. El testimonio está en el sitio web Colombia Informa.

No quiero presenciar el duelo a muerte entre José Arcadio Buendía y Prudencio Aguilar y tampoco es necesario entrar a la tienda de Catarino, que “aprovechaba la ocasión para acercarse a los hombres y ponerles la mano donde no debía”, ni saber cómo se ve Francisco el Hombre, que “derrotó al diablo en un duelo de improvisación de cantos”.

Pero tal vez sí quiero ver “Cien años de soledad”, la serie, para salir de dudas. ¿Cómo hicieron, por ejemplo, las escenas de cama (es decir, de hamaca), con José Arcadio y Rebeca? Cómo llevaron a la pantalla este tremendo párrafo: “Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse, cuando una potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de su intimidad con tres zarpazos, y la descuartizó como a un pajarito”.

En el tráiler apenas hemos visto al pelotón de fusilamiento con que empieza la novela, la imagen de José Arcadio, amarrado al árbol de castaño con signos de evidente locura o al padre Nicanor Reyna levitando tras beber una taza de chocolate, pero ese fugaz Macondo no me pareció colombiano, ni por las voces, mucho menos por la apariencia de los personajes. Tal vez estoy pidiendo más de lo que el cine pueda dar, o tal vez, por un par de segundos, estoy juzgando a las carreras una producción de 16 capítulos.

Sí quiero ver “Cien años de soledad” para ver cómo el cine interpretó lo que pensaba el escritor sobre las penas de amor o la muerte, ambas cuestiones retratadas en la persona de Remedios, “la criatura más bella que se había visto en Macondo”, a quien hasta la pubertad tocaba “vigilarla para que no pintara animalitos en las paredes con una varita embadurnada de su propia caca” y, además,la prueba garciamarquiana de que de amor si se muere, pues ella además “seguía torturando a los hombres más allá de la muerte”, la cual ocurrió al elevarse al cielo “entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella”.

Fue una de las escenas que más canas le sacó a García Márquez, según contó alguna vez. “Me sentía fracasado tratando de que Remedios, la Bella subiera al cielo y que fuera creíble. Entonces, salí al jardín a respirar y estaba corriendo un gran viento. Había una chica que lavaba en la casa, (…) tratando de prender las sábanas en el alambre y no lo lograba, (…) la encontré enredada en aquellas sábanas mojadas que estaba tratando de tender a secar… regresé y esa fue la solución. La puse a doblar una sábana y la sábana se la llevó. Lo creí yo y lo creyeron ellos (los lectores)”.

Empiezo hoy mismo la cuarta lectura de “Cien años de soledad”, a lo mejor así se me abra el apetito para darle una oportunidad a la serie. ¡Y, entonces, que Gabito perdone a todos desde el más allá por profanar el realismo mágico!

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