“Los hombres no están contentos con su suerte y casi todos –ricos o pobres, geniales o mediocres, célebres u oscuros- quisieran una vida distinta de la que viven. Para aplacar –tramposamente- ese apetito nacieron las ficciones. Ellas se escriben y se leen para que los seres humanos tengan las vidas que no se resignan a no tener”: Mario Vargas Llosa (La verdad de las mentiras)

No conozco a Carolina Sanín; he leído algunas vainas suyas por ahí, casi siempre atraído por la polvareda que levanta cuando opina sobre algo. Tenía la corazonada de que se metería con la obra póstuma de Gabriel García Márquez, “En Agosto nos vemos”. Y lo hizo en una columna virtual para la revista Cambio.

La llama “novela cursi” y patéticos a quienes llamamos Gabo a Gabo sin haberlo conocido, y me incluyo, porque cada vez que escribo sobre Gabo le digo Gabo. No utilizó la palabra “igualados” pero lo insinuó.

A él lo describe como “la mente iluminada del país”, cuestión con la que sí estoy de acuerdo. Pero al mismo tiempo casi que trata de estúpidos a los lectores por querer leer esta última obra sin saber de literatura, como si tocara pedir permiso. No leyó lo que dijo Mario Vargas Llosa sobre el anhelo compartido por hombres y mujeres de “una vida artificial, hecha de lenguaje e imaginación, que coexiste con la otra, la real (…) porque la vida que tienen no les basta, no es capaz de ofrecerles todo lo quisieran…”, justificando así el poder que confiere la literatura, quizás el único poder al que podemos acceder los seres humanos con entera libertad.

“Cuando más se juzga, menos se ama”: Honoré de Balzac

Define esta novela como: “No romántica, sino amorosa-cursi, esa simplificación de los sentimientos”, como si ser cursi fuera pecado. Debe ser que, a lo mejor, no ha tenido la dicha de los enamorados que caen en ridiculeces, como Ana Magdalena Bach, sin tener que ofrecer explicaciones ¿acaso epistemológicas? de sus emociones o sus deseos; la gente con sus sensiblerías es feliz, así sea de manera fugaz, ¿o quién no quiere unas  mariposas (amarillas o no), revoloteando en sus estómagos? Con más cursilería, en el mundo habría menos tiempo para ver cómo fastidiamos al otro.

Dos cursilerías de la adúltera señora Bach:

“Nunca había imaginado un hombre tan bello en un empaque tan anticuado”.

“… la fulminó la conciencia brutal de que había fornicado y dormido por la primera vez en su vida con un hombre que no era el suyo”.

Obvio: al usar el calificativo “cursi”, Carolina Sanín nos hace creer que pertenece a la estratosfera de la existencia, más allá de lo terrenal, a esa inmortalidad reservada para quienes, según le entendí, ya escribieron un libro. Bueno, pues yo escribí uno y confío en aprender a levitar antes de terminar el segundo.

Se molesta porque nos hemos apropiado de Gabo y lo llamamos así, con esas cuatro letras; aunque se enfade, lo sentimos cercano a nuestros afectos y, al contrario de lo que dice con sobradez, sí lo hemos conocido a través de sus textos, sus cuentos, sus reportajes, sus columnas, las entrevistas que dio a voluntad y en contra de su voluntad (¡porque detestaba a los periodistas, qué curioso!) y nunca terminamos por conocerlo del todo. Es posible que Carolina Sanín se desencaje si se enterase de que algunos, como el escritor Harold Alvarado Tenorio, lo llamamos Gabito. Forzar al encéfalo a razonar sobre semejantes banalidades me parece una soberana pérdida de tiempo.

Entonces, se pregunta cuál es la relación filial entre los ciudadanos (no los lectores, aclara) que llaman Gabo a Gabo y aquella mente iluminada que fue él.

Según Sanín, hay un Gabo fetiche y otro Gabo pastiche. Y para mí, en eso radica uno de los serios problemas de este país: creer que la literatura está hecha para unos pocos, (¿quién eligió a esos elegidos?, no sabemos) en vez de atacar el problema de fondo: en qué se ha fallado (¿El sistema? ¿Las editoriales? ¿Los autores? ¿Los ministerios de Educación y Cultura? ¿Las librerías? ¿El profesorado?…) para que la literatura siga siendo el privilegio de quienes, además de poseer el gusto por la lectura, han tenido los recursos para comprar libros.

 “Si nosotros somos tan dados a juzgar a los demás, es debido a que temblamos por nosotros mismos”: Oscar Wilde

Llama aspiracionales a quienes incluyen la palabra Gabo en su vocabulario por querer tener acceso a la intimidad del autor, “que es la intimidad –dice- del anciano que con alzhéimer trata de escribir algo cómo el mismo”. Todos tenemos el deseo de progresar y es nuestro derecho: a superarnos, a ser mejores personas o vivir mejor. ¡Vaya forma clasista de etiquetar, ¡también!, los sueños ajenos!

Ella, que conoce muy bien el tejemaneje de las redes sociales (sabe que toca estar ahí polemizando para figurar), habla de “una sensibilidad lastimera de Instagram”, ofendida porque la gente común y silvestre (¿estaría bien si decimos vulgo?) se refiere al pobre viejito que escribió una novela mala “en vez del genio insondable, casi espeluznante de lo genial, que escribió Cien años de soledad”. Es una pena que otros no estén a su altura intelectual, a pesar de habitar ese mismo espacio virtual-vital de la modernidad, donde cabe tanta gente como criaturas humanas hay en el mundo.

Quiere saber la relación entre la identidad y la edad al comparar al Gabo de veintitantos años que escribió “Ojos de perro azul” y el viejo que escribió “En agosto nos vemos”.

—¿A qué edad uno es más uno y a qué edades uno es más un espíritu que lo ocupa?, se pregunta.  Una vida no alcanza para asimilar el trasfondo filosófico de esa cuestión; alcanza, si acaso, para medio vivirla, y eso con enorme esfuerzo. Solo diría, de manera atrevida, que el espíritu de Gabo se me aparece juguetón entre los párrafos cuando leo algo suyo, incluyendo esta novelita ridícula.

Dejó el interrogante como preludio de su siguiente andanada: “A medida que envejeció la obra de Gabo fue más fácil y más pobre”. Más adelante se pregunta de qué manera el estilo de un escritor se ve afectado por la pérdida de memoria. No sé, pero sería maravilloso que un hombre sin piernas ganara la 10K o morir a los 120 años pareciendo de 20, ¿no? Más bien, valdría la pena indagar con un especialista (el médico que trata los desbarajustes de la cabeza) si con el tiempo el cerebro pierde capacidad neuronal y si esa pérdida de neuronas limita las capacidades intelectuales del individuo y, ante todo, cómo influye en quienes, como Gabriel García Márquez, padecieron demencia. La ciencia aportaría luces sobre cómo el deterioro cognitivo o el alzhéimer interfieren en la creación artística. Si algún día descubren la cura contra esa enfermedad, es posible que los genios escriban solo genialidades, y no novelas cursis al final de sus vidas.

Se lamenta de que los nuevos lectores de esta novela (“con escenas cinematográficas que a veces parecen instrucciones para un guión”), se relacionen con el autor a través de aquella y no de las obras que la anteceden. Un escritor que se precie de amar los libros debería celebrar que la gente lea, así sea empezando con obras malas o regulares, porque no nacimos aprendidos. Algo es algo en un país donde, en promedio, los que sí leen leen menos de cuatro libros al año, según la última encuesta de la Cámara Colombiana del Libro e Invamer.

A partir del minuto 12, Carolina Sanín quiso hacer lo que todo mal reseñador de libros haría: tirarse la obra, haciendo spoiler, contando de qué va pero se contuvo a tiempo. Recordé que así trataban la literatura en el colegio y que así fue como nos enseñaron a aborrecerla. Porque la lectura impuesta para hacer informes (planteamiento, nudo y desenlace), privó a los de mi generación del placer de leer lo que se nos diera la gana. Hubiéramos preferido tener a la mano muchos libros, del tema que fuese, para leer a nuestro antojo, y no al antojo de un sistema que castra la imaginación para justificar una nota. Salí del colegio en el 89, ojalá eso haya cambiado.

Alguna vez Ernest Hemingway sugirió “hablar sobre lo que hay en vez de lo que no hay”.

Obsesionada, Carolina Sanín repite y repite hasta el cansancio (a veces jugando con su pelo negro) que la novela es mala como si creyera que la escucha gente tarada, incapaz de comprender lo que quiso decir la primera vez. Si, Carolina, ya nos dijiste que “el estilo de esta novela es malo” y que “desdibuja el realismo mágico, lo real maravilloso”, etcétera, etcétera. No somos trogloditas habitando tu misma época.

Entre los seguidores del canal de Cambio un usuario (@tutebas10) comentó algo que suscribo: “Este comentario que tú haces diciendo que la estructura de la novela es similar a las instrucciones de un guión cinematográfico, me recordó la opinión del escritor y director de cine Paolo Pasolini, cuando se burló del calificativo de ´obra maestra´ del libro Cien años de soledad. Yo creo que todo el mundo proyecta una imagen muy personal en su mente de lo que lee”.

Estoy de acuerdo con ese lector. Por eso mismo respeto que a Carolina Sanín le disguste la expresión “glande de seda” (página 29), o que Gabo repita frases de otros libros suyos y que, en cambio, le guste la frase “trilla de fuego” (página 72), que, aclara, aparece también en “Crónica de una muerte anunciada”, en referencia a Bayardo San Román.

“Una madrugada de vientos, por el año décimo, la despertó la certidumbre de que él estaba desnudo en su cama. Le escribió entonces una carta febril de veinte pliegos en la que soltó sin pudor las verdades amargas que llevaba podridas en el corazón desde su noche funesta. Le habló de las lacras eternas que él había dejado en su cuerpo, de la sal de su lengua, de la trilla de fuego de su verga africana”.

¡Y qué importa que Gabo se repita, si al fin y al cabo la vida no es más que repetición! La repetidera en dosis de 24 horas, que van desyerbando el camino hacia la muerte. La mamá de un amigo del alma tiene alzhéimer y él, con infinita paciencia, aprendió a convivir amorosamente con el casete rayado de su viejita.

En contraste, el argumento de Juan Gabriel Vásquez, publicado por Alternativa, me pareció lógico y sin pretensiones: “… podemos sentirnos como en casa o preguntarnos si García Márquez, que ya había comenzado a perder la memoria cuando abandonó este libro, se habrá acordado de esos ecos familiares. (…) Por caminos muy extraños, la historia de este libro puede tener una consecuencia secundaria que no me parece negativa: poner en evidencia para los lectores el trabajo inhumano que es escribir una buena página de ficción”. Si bien no es una revista de mi agrado, me gustó que hayan puesto en portada a Gabo, porque es reconocer la trascendencia de la literatura en general y del autor en particular.

Llama lagartos a los que quieren estar cerca de la marca Gabo (porque para ella es eso, una marca que los hijos explotan) y lo que ello implica en términos de ascenso social. (¡Que queee!) Ignorante estuve yo de que la literatura per se mejora el status.

Si el interés por García Márquez es puramente anecdótico, como sugiere, no es mera culpa de la gente por no cultivarse en la buena literatura. Creo que nuestra condición de país tercermundista limita sobremanera ese ideal de nación culta y llena de intelectuales (o de intelectualoides), que nos gustaría ser. Eso sí sería aspiracional, pero no depende ni de la literatura, ni de las editoriales, mucho menos de las buenas intenciones de los autores.

Al final de su improvisado soliloquio, Carolina Sanín hace algo admirable: leer el cuento “Eva está dentro de su gato”, escrito por Gabo a sus 20 años, “con verdadero esfuerzo espiritual sobre la condición de las mujeres”, “sobre el envejecer de las mujeres y la pérdida de la belleza”, “el ser deseadas”. Visto así, “En Agosto nos vemos” es una especie de regreso de Gabo a sus orígenes por el tratamiento de temáticas pares.

Los cuentos, más cortos que las novelas, son un buen pretexto de iniciación ¡Bravo! Leamos y dejemos leer. ¡Celebremos sin moralismos a las mujeres infieles de la literatura, llámese Ana Magdalena Bach, llámese Madame Bovary! 

A lo mejor, la literatura nos enseña que la nostalgia o el tedio se sobrellevan mejor con algo de imaginación, sin importar lo bien o mal escrita que esté a ojos de los sabiondos. En ese caso, hagamos del libro un lugar democrático para coexistir sin complicar más las cosas. Al mundo le  sobran criticones  y le faltan lectores…  gente que, tumbada en un parque, lea extasiada, por ejemplo, las últimas cursilerías que escribió Gabito.

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