Fotografía: Alexander Velásquez.

¿Estamos preparados, psicológicamente, para cuando nos digan viejos?

La vejez es una hoja de papel arrugada… pero hasta en el papel más arrugado queda espacio para seguir escribiendo.  Es la vida que se te va pero no se te ha ido todavía. La diferencia está en lo que queremos ser y hacer en el entretanto.

No creo que exista un solo ser humano que, de manera consciente, anhele llegar a viejo. La vejez nos espanta, nos suena a ruinas y soledad, así el diccionario haya inventado un término para disfrazarla con amabilidad: Vejentud. De arrugas para adentro la realidad es otra: vejestorio, porque, no nos mintamos, este mundo trata a los ancianos como muebles vetustos e inútiles.

Vemos a nuestros viejos soportar terribles padecimientos, y pocos han tenido la suerte de encontrar la muerte serena en un plácido sueño, sin presenciar dramas, ni melodramas. Habrá incluso quien quiera morirse en su ley: el cantante, cantando; el lector, leyendo; el escritor, escribiendo, el marinero cruzando los siete mares… Morir de puro cansancio y nada más.

De niños nos preguntaban qué queríamos ser de grandes. Y queríamos ser policías, bomberos, médicos o enfermeras; manejar un camión como B.J. McKay o ser como McGiver, al que nada le quedaba grande…  ¿Cuántos querían ser Robín Hood para quitarles a los ricos y dárselos a los pobres? Jugamos al papá y a la mamá, porque queríamos ser esposos o esposas y traer muchachitos al mundo. Un planeta sobrepoblado demuestra que ese ideal, para bien y para mal, ha sido de los más fáciles de cumplir. Pero la gente de ahora ya no quiere llenarse de chinos.

¿Qué hay del resto de cosas que soñábamos despiertos? A finales de 2019, un grupo de ex compañeros de colegio nos reunimos para celebrar los primeros 30 años de la promoción del 89, y aparte de comprobar que en algunos ya asomaban las primeras canas y en otros las patas de gallina, pudimos constatar que muchos sueños quedaron en veremos, quizás aplazados para la siguiente vida.

Muchos crecieron con el dolor de no haber conseguido ser eso que soñaron. Casi nadie, y casi nunca, estamos preparados para la frustración, del mismo modo que no nos preparamos para la vejez, si no que llega de sopetón, habiendo dado señales, físicas e incluso mentales, pero nos hacemos los locos. Al mundo le sobran amargura y gente amargada a causa de sus fracasos. ¿Podemos remediarlo antes de tocar tierra firme en la ancianidad? Yo digo que sí.

Para quienes cabalgamos sobre eso que llaman la mediana edad, aquella  que ocurre entre los 40 y los 60 años, la pregunta es clara: ¿Qué queremos ser cuando viejos? Porque hacía allá nos dirigimos inexorablemente, a menos que Dios, el azar o el destino dicten sentencia anticipada.  

Nadie quiere llegar a viejo. Los que amamos la vida, ansiamos retrasar la partida y vivir cien años.

“Las especies que sobreviven no son las más fuertes, ni las más inteligentes, sino las que son más adaptables al cambio”. Eso lo dijo Charles Darwin. ¿Qué tal si aplicamos ese principio cuando llegue la hora de afrontar el último tramo de la vida?

Pocos, poquísimos, tendrán la dicha de vivir 107 años como Varî Vãti Marubo, la mujer más longeva de la selva amazónica, aunque hay quienes dicen que tiene más de 120 años, como lo cuenta un fascinante reportaje de The New York Times.  “Me gusta estar en el bosque, en una atmósfera de paz y armonía. (…) Despertar con la brisa del amanecer, capturar el delicioso pescado. Todo eso me hace sentir viva. (…) El bosque es el que nos cuida. Los espíritus del bosque. No tenemos por qué preocuparnos”.

Pero no queremos llegar a cuchitos con el casete borrado,  mucho menos convertidos en carga (¿estorbo?) para los demás, porque tampoco estamos preparados para lidiar con gente chuchumeca, postrada y dependiente. Quienes tienen modos, solucionan la cosa con cuidadores 24 horas o reclusión obligatoria en geriátricos de primera clase. Pero hay familias que lujos así no se pueden dar, y conozco personas que los mejores años de su vida, o al menos lo más productivos, los invierten “envejeciendo” al lado de sus viejos. Es la situación que enfrenta un conocido que a sus cincuenta y pocos años se convirtió en cuidador de su madre con alzhéimer.

De hecho, cifras del DANE demuestran que Colombia es un país que envejece aceleradamente, con un descenso en las tasas de natalidad, lo que significa que a la vuelta de los años habrá más viejos que jóvenes. El mapa es este: en 2015, el 9% de la población colombiana eran personas mayores de 60 años; en 2022 ese porcentaje aumentó al 14,4% y se espera que sea del 19% en 2035. Para ese año yo tendré 64 años. ¿Qué edad tendrá el lector?

Juan Andrés Castro, director del área de Demografía y Población del Centro de Investigaciones sobre Dinámica Social de la Universidad Externado de Colombia, le explicó al diario El País de España que la población crece por dos vías: “Una biológica, que es la diferencia entre nacimientos y defunciones; si nacen más de los que se mueren, hay crecimiento. Y la migratoria: si llegan más de los que se van, hay crecimiento. ¿Qué ocurre? Que estamos llegando a un punto en el que cada vez nacen menos personas y, si se van más de las que llegan, tendremos crecimientos negativos”.

Así, mientras una población avanza hacia la edad de los achaques –esa en que olvidamos tomar la pastilla para la memoria-, otra población tendrá, quiéralo o no, la tarea de cuidadores.

Quisiéramos ser eternamente jóvenes y bellos pero esa dicha –reservada exclusivamente al narcisista Dorian Gray de Oscar Wild en la ficción-  ni Amparo Grisales la tendrá. Nos acostamos un día tranquilos y nos levantaremos al siguiente sabiendo que algo murió en nosotros, que los bríos se apagaron, que ya no arriscamos, como decía el abuelo.

¿A qué viene este cuento de la vejez? La inquietud nace de una noticia que por estos días publicó El Espectador: “Científicos sugieren que las personas envejecerían aceleradamente en dos edades específicas”.

Esas edades sonalrededor de los 44 años y de nuevo a los 60 años”. 

Según ese reporte, “estos descubrimientos podrían ayudar a explicar por qué ciertas enfermedades cardiovasculares o problemas musculoesqueléticos ocurren en determinadas edades”.

El chiste es sabio: si a usted no le duele nada es porque está muerto. Pero si está vivo, y todavía en edad productiva, la pregunta es válida: ¿Qué quiere ser o hacer cuando sea viejo?

Yo sé lo que no quiero. No quiero vivir en la ciudad. Quiero que si me ceden la silla o el turno sea por respeto, no por pesar. La lástima es otra forma de humillación.  

Quiero entregarme a la vida apacible del campo: criar gallinas, sembrar arándanos y recoger huevos, mientras escribo cuentos y novelas. Recibir la visita de mis nietos los fines de semana y conversar con mis hijos -y con mis libros- en un café de pueblo o en una hamaca, desde donde puede observar mi infancia con arrobo, la única edad donde todos fuimos casi felices. Hubiese querido nacer campesino.

Quiero seguir leyendo en la silla mecedora antes y después de la siesta. No quiero el ruido de los vendedores ambulantes, pero si el canto de los grillos y los pajaritos. Quiero el ruido de la lluvia sobre el tejado de una casa entre montañas. Como si meditara con los ojos, quiero contemplar el verdor del paisaje con café recién hecho en leña, en vez de observar que la frialdad de los edificios nos convirtió en criaturas inanimadas. 

No quisiera leer las noticias para no tener rabias. Empecé a vivir desde que apagué la radio y la televisión.

Quiero vivir de una pensión pero no quiero estar parado en una esquina viendo la vida correr sin mi, si es que antes la gentrificación no nos expulsa. No quiero ser como esas personas jubiladas que no saben nada distinto que trabajar y siguen trabajando, sin encontrar placer en la edad de retiro. ¿A qué hora nos dejamos arrebatar las pasiones? Es menester recuperar aquello que perdimos por la obligación de ir tras un sueldo.

Hay gente, sin embargo, que tendrá que trabajar toda su vida, llueva, truene o relampaguee, pues no gozarán de una pensión, lo que es cruel con nuestros ancianos; cada ser humano debería tener derecho a ese último descanso remunerado. Es un alivio saber que desde mayo el gobierno de Gustavo Petro, a través de Prosperidad Social, les está entregando un auxilio de 225 mil pesos (y no $80 mil como antes) a casi 500 mil adultos mayores de 80 años que viven en extrema pobreza. Por algo se empieza.

Quiero ser útil para mí: bucear en mis adentros y poder encontrar el alimento que nutra el espíritu. Porque la vida laboral nos hizo olvidar que teníamos alma, la descuidamos tanto y ahora necesitamos más de ella de lo que ella nos necesita a nosotros. Encontrar el alma es hallar la tranquilidad. El que halló la tranquilidad, encontró la felicidad. No hay que buscar más.

Preparémonos para, de viejos, gozar de las despreocupaciones. Cuide su salud hoy para que la factura le salga barata. Los hábitos saludables del presente pueden ser un seguro de vida mañana. No está de más recordar que el sedentarismo mata.

De viejo quiero explorar los verbos no explorados (ordeñar, cultivar, cocinar…) y ser todo lo que no fui de joven: jardinero o leñador, por ejemplo…. y los sábados ir a leer novelas y cuentos con presos y prisioneras.  

Si debo trabajar más por alguna razón, quiero ser librero para seguir leyendo en los ratos libres, y recuperar el arte de la charla. Es un placer conversar con gente como uno que ame leer literatura.

Quiero caminar y que el olor de la ruralidad impregne cada célula. Abrazar árboles, porque al final del día un escritor lo mismo que un lector le deben tanta dicha a los árboles que pueblan el planeta. Huir de la ciudad, antes de que nos mate el smog, para vivir en un lugar con noches estrelladas para no tener que contarlas, mientras nos reímos de lo tontos que fuimos derramando llantos inútiles. ¿O no recuerdan lo ridículos que fuimos ante ciertas decepciones amorosas? 

Yo intuyo que en el campo todo es posible, porque en el campo el tiempo no existe, allá el tiempo se detiene. Y si el tiempo no existe, entonces ya no toca matarlo. Eso es lo que yo quiero ser de viejo: un viejo que ya no pelea con el reloj para que no marque las horas, porque a quien no tiene prisas hasta los recuerdos le alimentan.

Veremos en un par de años si las palabras tuvieron poder. 

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