“Sólo existen dos cosas importantes en la vida, la primera es el sexo y la segunda no me acuerdo”: Woody Allen. 

Ese día iba tarde para el colegio porque me entretuve derrochando lo del recreo en maquinitas. Encontré en la calle una revista y la puse en mi maleta, sin saber que era un ejemplar de Playboy. Lo juré aquella vez y lo juro hoy. Era la época en que leía cualquier cosa que cayera en mis manos. Cuando una compañera tomó sin permiso la dichosa revista, -enrollada en uno de los bolsillos, a la vista de todos- nadie creyó mi versión de los hechos. Deshecho quedé y así, humillado y abochornado, perdí la inocencia a los 14 años, aunque es de esas pérdidas que nadie  lamenta.

Me acordé del asunto a raíz del documental sobre el creador de la icónica publicación: Playboy Americano: la historia de Hugh Hefner (Amazon Prime).

Acepten que la primera vez de muchos fue con la revista del conejito aquel, símbolo del apetito libidinoso, y de las conejitas de piernas contorneadas. Hefner dejó de ser un oficinista del montón el día que le negaron un aumento de sueldo: ganaba 60 dólares y pedía cinco más como redactor publicitario de la revista Esquire. Anticipándose a   la llamada revolución sexual,  hace 70 años (1953) creó  en la cocina de su casa la pionera de las revistas de entretenimiento para adultos, con Marilyn Monroe en la  primera portada: llegó a vender 7,2 millones de copias por cada número. Hefner se defendió en los tribunales contra los puritanos para demostrar que lo suyo era arte, no porno, y levantó un emporio –casinos, productora de cine, jet…- rodeado de chicas voluptuosas. Volvió oro lo que tocó… y vaya sí tocó. Su máxima bien pudo ser la misma del dramaturgo Henry Miller: “El sexo es una de las nueve razones para la reencarnación… las otras ocho no son importantes”.

Sobre su vida libertina se ocupa otro documental, Secrets of Playboy, cuyo contenido lo resume este titular de prensa:  “Sedantes para aguantar tantas orgías y sexo animal en la mansión Playboy”.

Hablando de bacanales, el historiador inglés Burgo Partridge (1935-1963) escribió una curiosa anécdota en Historias de las orgías, refiriéndose a la época victoriana, cuando al sexo se le consideraba una inmundicia “que debía existir en la sombra”.

  • Página 190: “Los caballeros victorianos, como todo el mundo sabe, se volvían locos de deseo con el descubrimiento accidental o, tal vez, intencionado de un tobillo femenino (como el resto permanecía bien tapado, los pobres hombres tenían que conformarse con esto). Ciertas damas victorianas, sin embargo, en un acto de proyección de sus propios deseos reprimidos en sus amistades masculinas, decidieron que, en aras de la reputación, la protección de la castidad de sus hijas y la moralidad de los propios caballeros, convenía tapar las patas de los pianos, los sofás y los sillones con telas semejantes a las de los vestidos de sus propietarias. De ese modo, no habría peligro de que una visita masculina sufriera un repentino acceso de lujuria ante la visión, inevitablemente acompañada de una sencilla asociación de ideas, de una pata desnuda”.

Felipe Ossa, decano de los libreros colombianos, (¡lleva 60 años en el oficio!) me cuenta que la Librería Nacional llegó a vender cinco mil ejemplares de cada número de Playboy y que era cliente habitual un sacerdote que merodeaba por el lugar acompañado por algún muchachito.

Como lo señala el librero, hubo un tiempo en que el consumo de pornografía estuvo penalizado en Colombia: la policía decomisaba este tipo de revistas y la distribución se hacía de forma clandestina. También nos recuerda lo popular que llegó a ser la literatura erótica, gracias a autores como Vladimir Nabokov (Lolita); D. H. Lawrence (El amante de madame Chatterley); Henry Miller (Trópico de cáncer) o, para el caso colombiano, José María Vargas Vila, autor de Ibis, una novela erótica publicada hace más de un siglo y que originó la excomunión del escritor bogotano.

Me recomienda dos libros, “La mujer de tu prójimo” (Debate) y “El motel del voyeur” (Alfaguara), ambas historias del gran periodista Gay Talese. La una es un amplio reportaje con los protagonistas de la revolución sexual del siglo XX y la segunda trata acerca de un hombre, Gerald Foos, que se compró un hotel con el único fin de espiar y grabar a los clientes teniendo sexo; sobre esta hay un documental en Netflix.

Escuchen aquí los fascinantes apuntes de Felipe Ossa.

 

Casi es seguro que mi hijo Esteban –hoy de 16 años- no encontrará una Playboy tirada por ahí, en cualquier andén, porque la pornografía ya no es como antes. La industria del sexo evolucionó con la tecnología, por lo cual se me ocurre que el hombre nace bueno pero internet lo corrompe. También murió El Espacio –rey de la prensa sensacionalista- que traía apuñalados en portada y modelos en topless en  la penúltima página, la de los chismes de Juan Sin Miedo, creación del periodista Yamit Amat. Eso sí, existe un sobreviviente del cine triple equis en Bogotá: el teatro Esmeralda Pussycat (Calle 24 con 7ª). Nunca he ido, me contaron.

Lo de ahora son los sitios prepago, tipo  OnlyFans,  donde cobran por ver y no tocar. Y si tiene con qué presumir, ¡a empelotarse y facturar!  La misma semana en que esa plataforma vetó a  modelos rusas en represalia por la invasión de su país a Ucrania –como si las fulanas tuvieran la culpa de que al otro se le alborotaron las hormonas de la guerra- Aura Cristina Geithner se confesaba sin recato: “Me pego unas calentadas con OnlyFans”. Desde el quinto piso (56 años), la actriz se dedica a vender contenido erótico.

Cómo no hablar de pornografía si el tema lo sirve la prensa a diario con el desayuno:  “Trump imputado por pago a actriz porno”, dice The New York Times.  “Directora de colegio fue acusada por pornografía tras mostrar al David”, titula El Espectador.  “Más del 90% de los vídeos falsos hiperrealistas, que se duplican cada seis meses, es pornografía no consentida que se utiliza como arma de violencia machista”, advierte el diario global El País. “Las entrañas de Pornhub salen a la luz en un documental de Netflix”, reseña El Diario de España en alusión a una producción que desde el título ya es bastante gráfica: ‘Hasta el fondo: la historia de Pornhub’.

Es un negocio “opaco y poderoso”, como lo denomina la española Mabel Lozano, co-autora del libro  «PornoXplotación», que incluye testimonios de las víctimas: mujeres y niñas engañadas con ofertas económicas para trabajar como modelos webcam, actrices y actores que terminan devastados por una  industria en constante búsqueda de «carne fresca» para satisfacer un mercado voraz.  Hagan cuentas: Cada segundo tres millones de personas buscan porno por Internet y cada 39 minutos se crea un video porno en Estados Unidos.  En Japón, dicha industria representa entre el 1 y 3% del PIB, pero curiosamente a los artistas del manga erótico les está prohibido mostrar los genitales de sus personajes. Los datos están en el episodio diez de “La cultura del sexo” (Amazon Prime).

¿Cuándo empezó la pornografía y cuándo la adicción? La BBC reporta que “en las ruinas de la ciudad romana de Pompeya, sepultada tras la erupción del Vesubio, se encontraron cientos de frescos y esculturas sexualmente explícitas”.  

No hay consenso sobre los daños colaterales.  Unos expertos afirman que la adicción sí afecta la salud mental (depresión, ansiedad o disfunción eréctil) y otros que no. Yo digo que lo más seguro es que quién sabe.

Radio Ambulante divulgó la historia sobre lo mal que terminó el chileno Deniss Maxwell luego de trabajar como editor de esta clase de películas en Estados Unidos. El escritor Juan José Millás zanjó la cuestión con una frase inteligente: “Yo creo que el porno saludable es aquel que no ves pero que practicas con la pareja, con respeto”.  Hasta sí.

Y es que los escritores no han sido ajenos al tema. Mario Vargas Llosa reconoció  que prefiere la pornografía a la ciencia ficción, de la misma manera que prefiere la literatura rosa a los cuentos de terror. Lo declara en “La orgía perpetua”, su ensayo sobre Madame Bovary, la novela de Gustave Flaubert. “…ella y yo compartimos estrechamente: nuestro incurable materialismo, nuestra predilección por los placeres del cuerpo sobre los del alma, nuestro respeto por los sentidos y el instinto, nuestra preferencia por esta vida terrenal a cualquier otra”, confiesa el peruano… y sus ya famosos líos de faldas lo corroboran.

En otro libro, La verdad de las mentiras, dice categórico: “Sin la literatura, no existiría el erotismo. El amor y el placer serían más pobres, carecerían de delicadeza y exquisitez, de la intensidad que alcanzan educados y azuzados por la sensibilidad y las fantasías literarias. No es exagerado decir que una pareja que ha leído a Garcilaso, a Patrarca, a Góngora y a Baudelaire ama y goza mejor que otras de analfabetos semidiotizados por los programas de la televisión. En un mundo aliterario, el amor y el goce serían indiferenciables de los que sacian a los animales, no irían más allá de la cruda satisfacción de los instintos elementales: copular y tragar”.

Sin embargo, no han sido los únicos.

“En un juicio que le impidió seguir enseñando, en Nueva York en 1940, los escritos de Bertrand Rusell eran descritos como lascivos, libidinosos, venéreos, erotomaniacos, afrodisíacos, irreverentes, intolerantes, mentirosos y privados de fibra moral”. La cita es de David Markson en La soledad del lector. 

En El arte de amar, el poeta romano Ovidio relata sin tapujos: “Prefiero una amante que haya sobrepasado la edad de 35 años y encuentre ya cabellos canos en su melena: que los apresurados beban el vino nuevo; a mí me gusta más una mujer madura que conozca su placer. Tiene experiencia, que constituye todo el talento, y conoce en el amor mil posiciones”. La aclaración obedece a que en su tiempo, como señala Irene Vallejo en El infinito en un junco, “la pedofilia estaba permitida con alguien de rango inferior –esclavo, extranjero, no ciudadano-…”.

En Colombia, el mejor ejemplo de complicidad entre prosa y porno ​se llama​​​​Hernán Hoyos, “a quien todo el mundo conoce como el pornógrafo de Cali”. Lanzó su carrera con las Crónicas de la vida sexual de Cali, escritas en una máquina Olivetti, y de ahí en adelante siguió ruborizando a la Colombia santurrona de los años 60 y 70 con títulos desabrochados: Un alegre cabrónEl bruto y las lesbianas, La reina y el mariposo, Sin calzones llegó la desconocidaAventuras de una Bogotana Se me paró el negocio. El portal Relatto cuenta la interesantísima historia de este hombre que murió en 2021 de 91 años.

Somos producto del sexo. El milagro de la multiplicación de los penes, no de los panes. Digamos, en favor del porno, que sería un “método efectivo” en el control de la natalidad. En el año 1 d.C. éramos 300 millones, hoy somos alrededor de 8 mil millones, y no precisamente por obra y gracia del espíritu santo. Pero, cuidado, porque demasiada lujuria cansa. Según el filósofo Michel Foucault, “el sexo es aburrido”.  A esa conclusión llegó tras escribir los tres volúmenes de Historia de la sexualidad. 

Yo, en cambio, no puedo concluir esta columna, porque treinta y ocho años después sigo sin saber quién se robó mi Playboy en séptimo grado. 

 

 

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