Centro Cultural Gabriel García Márquez en Bogotá. Fotografía del autor.

Sobre el oficio de escribir, la escritora Natalia Ginzuburg dijo una vez: “No me importa nada de lo que hagan los otros escritores”.

Hay cierta hipocresía que mantiene postrada a la literatura de este país y a los escritores colombianos relegados a la sombra de ese monstruo insuperable que sigue siendo el maestro Gabriel García Márquez. Pareciera que con él nace y con él muere la literatura colombiana, todo lo demás son casos aislados, gente bien intencionada, libros que se leen con deleite, loables intentos, escritores juiciosos, ninguno (todavía) consagrado al nivel de aquel.

Hay mucha bulla mediática alrededor de un nombre: Juan Gabriel Vásquez pero no hay consenso; lo propio ha pasado con el nombre de Fernando Vallejo. ¿Es ruido que dejamos caer? ¿Tal vez no sea para tanto? ¿Soñar en un segundo Premio Nobel de literatura? Demasiado temprano para saberlo. No pensemos con el corazón porque ahí radica el problema.

La literatura colombiana y la industria que la sostiene se mecen en su zona de confort: las editoriales publicando a diestra y siniestra (con siniestra no me malentiendan), incluso si no son buenos, ni los autores ni sus libros. En Estados Unidos un Gore Vidal despreciaba a la Susan Sontang literata. Aquí muchos desprecian las letras simplonas de Mario Mendoza pero no hay quién se lo diga en su cara, y así con otros autores, y así con otros libros. Los jóvenes lo consumen con avidez, lo siguen por doquier, llenan auditorios y lo tratan como a un semidios. Es un rockstar a su manera. El marketing obra esa clase de milagros.

Sin crítica literaria no hay Parnaso colombiano

La ausencia de crítica literaria le ha hecho daño a la literatura colombiana. Ni el editor ni el lector están para cumplir esa función, ya sabrán por qué. A los medios de comunicación alguna culpa les cabe. No hay crítica literaria en la prensa colombiana o la poquísima “crítica” que sobrevive la hacen los propios amigos de los escritores, así que en vez de crítica hay alabanzas camufladas a modo de reseñas, y algunas tan mal hechas que torpemente resumen el libro —hacer espoiler se llama— que nos “ahorran” el trabajo de leer. Entre amigos se tapan con la misma cobija y eso le hace daño a la literatura.

Pasaron a mejor vida los críticos literarios (con todo lo malo y lo bueno que tengan) y nadie los echa de menos. Sin críticos, la literatura va ahí, a tientas, a la deriva, como todo lo demás, incluidos nosotros, en este foso oscuro que es el Universo, tan necesitado de luz para llegar al Parnaso.  

Truman Capote dijo: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Es decir, autocompadecerse no es suficiente si se trata de superarse a sí mismo. No hay más remedio que devolverle a la crítica y a los críticos su lugar: resucitarlos.

La crítica sirve para recordarnos que lo que existe, imperfecto o regular o a medio hacer, existe, y cualquier cosa es mejor que no tener conciencia de esa existencia. Pasa lo mismo en el periodismo. El problema tal vez no sean los críticos, sino la falta de humildad de los criticados. En un país de sordos —¡y este abusa de su sordera!—, bueno sería entonces que a quien le caiga el guante se lo chante. Al fin de cuentas, la humildad no es más que una cabeza gacha aferrada a la pluma, al teclado.

Gustave Flaubert dijo: “Nadie le hará jamás una estatua a un crítico”. Aceptemos también que hay escritores sin estatuas. En Colombia el problema es que no somos dados a honrar a nuestros escritores, y entre ellos pasa lo mismo. El respeto y el prestigio se han diluido en celos y soberbias. Han confundido cofradía con mafia de escritores. Dice Javier Cercas: “Hay que acabar con la soberbia del escritor endiosado”.

Se entiende que nadie quiere ser presa del ridículo y el crítico debe saber que ese no es el papel que se espera de él o ella. 

La alegría de leer

Ahora bien, el placer de la lectura sigue siendo un privilegio de pocos y tengo la impresión, además, de que el grueso de la población no entiende cuál es el valor que tiene o podría tener la literatura en sus vidas, y tampoco se hace lo suficiente para despertar en la gente el sentido del gusto literario, ese lector en potencia criado desde la infancia, o el adulto que no tuvo infancia lectora.

Desacralizar la literatura es un asunto que daría para conversaciones infinitas. Volvamos a Capote: “Los libros que leí por mi cuenta tuvieron una importancia mucho mayor que mi educación oficial, que fue una pérdida de tiempo y concluyó cuando cumplí diecisiete años”.

Los escritores colombianos son como los inquilinos de un manicomio: allá en su rincón cada loco con su tema, cada genio con su historia. Falta articulación, identidad literaria, acallar los ruidos individuales con un noble propósito superior: el hito sinfónico creador. El boom colombiano con bombos y platillos.

Hacia afuera el gran referente sigue siendo Gabo (perdón, por las confiancitas), a pesar de que hay unos tres nombres, quizás cuatro, ¿a lo sumo cinco? (en todo caso, muy poquitos, casi nada), con la suerte de ser profetas en tierras ajenas, alejados (¿separados?) de sus orígenes, casi incomprendidos, la tragedia del hijo negado, que persiste en el sueño de encontrar la universalidad. Por lo tanto, es la literatura colombiana la que debe emprender el regreso a Itaca. 

Esos poquitos se leen más allá que acá, porque acá seguimos sin encontrar la pócima que permita la multiplicación de los lectores. Todo lo contrario: cada vez se lee menos y un día se nos olvidará que sabíamos leer y otro día se nos olvidará que sabíamos escribir. Con el tiempo hay cosas que entran en desuso. Si la IA impone su tiranía, los humanos seremos lo próximo a desechar. ¡Carita triste! Réquiem anticipado por nosotros.

A veces me pregunto si la inteligencia artificial obligará a los escritores a replantear la manera cómo se escribe la literatura o si, por el contrario, esta sobrevivirá por los siglos de los siglos bajo los métodos y formas que conocemos. Desde luego hablo como lector y creo que el asunto nos sobrepasa. Tal vez un buen escritor de ciencia ficción podría anticiparnos ese futuro. O no futuro.

Lector en Transmilenio, una rareza en estos tiempos.

Al mediador de lectura debería dotarse de un rol protagónico, lo mismo que al librero, sin las ataduras comerciales que impone el mercado para cuadrar caja. El día que se vendan libros como pan caliente muchos habrán saciado un tipo de hambre para el que ignoraban la existencia de ese alimento: el deleite lector. Incentivar los talleres de lectura ayudaría en tal propósito con la ventaja adicional de abrir un espacio seguro contra la soledad, mal que se propaga como la peste, virtud incomprendida.

Se les abona a personas como Carolina Sanín que enseñen literatura, formen lectores, y de vez en cuando les den fuete a sus colegas. Se necesitan huevos para eso y ella los tiene. Pero se requiere humildad por parte de los escritores, de ellos y de ellas: deshacerse de cualquier falsa superioridad.

Para hacerse lector, y de paso apoyar a los nuestros, está bien empezar por Mario Mendoza, pero está mal quedarse ahí, y en ese único autor habiendo grandes promesas y autores no comerciales que superan por mucho a aquel. Hay que nadar sin miedo hasta la profundidad, allá donde pervive lo insondable del alma humana. Ojalá los muchachos no se queden en la orilla: sería como negarse a crecer. Y crecer es una obligación hasta encontrar nuestro muy íntimo final. Entre una cosa y la otra, entre nacer y morir, está la literatura. Buena o mala. Hablamos aquí de ambas literaturas: la de ficción y la de no ficción que usa recursos de la primera. Si es buena, nos ayuda a encontrarle un sentido a la existencia, o a dárselo. (Acotación: Yo preferiría que el bautismo de los nuevos lectores se haga con cualquiera de los libros de García Márquez que, por obligación y no por placer, leímos en el colegio hasta aborrecer la literatura en general y a Gabo en particular, pero cada quien tendrá su fórmula de iniciación).

¿Quién tiene la vara de Moisés para separar las aguas: lo bueno de lo malo? ¿Cómo separar la paja para hallar el trigo?

Las editoriales publican como locas pero, carentes de estrategia, sin plan para promocionar a sus escritores de manera adecuada. Tienen, eso sí, un plan para pasar libros por la guillotina en caso de que no se vendan. Quedé sin palabras el otro día al escuchar en este pódcast a una editora, de una editorial colombiana, afirmar que muchos de los libros que no se venden, se pican.

¿En serio se destruyen libros en Colombia? Entonces, ¿para qué satanizar a la Inquisición, que los quemaba en el pasado, si de todas maneras algo parecido se hace hoy en vez de donarlos a quienes no tienen ni tendrán con qué comprarlos? Es terrible. ¿Sacrificar árboles por nada? ¿Cuál es la responsabilidad de un editor que, con buen ojo, podría evitar una matazón de árboles innecesaria? Es como si alguien me dijera que la comida toca botarla porque nadie la compró. ¡Qué locura es esa!

Más no es todo: La misma persona confirma con cifras en mano la manera inaudita cómo cada mes se inunda de libros el mercado local. ¿Quién financia esto, cómo se sostiene una industria si no venden los libros o es que producen libros para un mercado inexistente? ¡Me perdí!

Hay que poner los libros al alcance de la gente, no triturarlos.

El derecho a la literatura

De tiempo atrás muchas voces abogan por la democratización del libro, convertirlo en un artículo básico de la canasta familiar –es decir, hacerlo accesible a la gente, no solo a quienes tienen recursos para adquirirlo. En este mismo blog expuse las preocupaciones sobre el tema y la necesidad de actualizar la obsoleta Ley del Libro (Ley 98 de 1993).

Y, como en todo, debería importar más la calidad que la cantidad. Con razón, Fernando Vallejo afirma lo siguiente en su novela “Escombros” (página 137): “Hoy en día sacan novelas como pollos de una incubadora. Nooo, esto no es así de fácil, hay que vivirlas y meditarlas mucho”, dice.

En igual sentido, Arturo Pérez-Reverte publicó en el portal Zenda este demoledor ensayo sobre el mundillo editorial donde no deja títere con cabeza; aunque habla de su país creo que la enfermedad se propaga por estos lares, “indicio de una estrategia editorial sin escrúpulos que como una mancha infame envilece lo que aún llamamos literatura”, dice el escritor español.

Y continúa: “Cada año, cada mes, cada semana, una cantidad enorme de novelas aparece en librerías, plataformas digitales y redes sociales. Algunos de sus autores son mediocres o innecesarios, publicados por sus editores a ver si suena la flauta, (…) Es una lástima que algunos que podrían ser brillantes carezcan de las herramientas técnicas, las lecturas o el cine que hoy son necesarios para un oficio que no consiste solo en teclear lo que tienes en la cabeza, sino en años de trabajo duro, respeto por los maestros, educarse en el conocimiento de los clásicos y, sobre todo, ser capaz de crear algo que no se haya hecho antes —eso es muy difícil— o contar lo que desde hace siglos se cuenta, pero de una manera diferente, actualizada (…) desde hace tiempo las casas editoriales, que antes eran criba y filtro de calidad, se han lanzado a la ofensiva descarada del todo vale, saturemos los anaqueles, maricón el último. (…)Da igual que sepan escribir o no, pues para eso están los editores y los llamados negros literarios, que ponen su talento e imaginación bajo el nombre de quien se limita a insinuar una idea, una trama básica, o a aportar unas notas en el móvil (…) las casas editoriales, con su ambiciosa desvergüenza, son las principales culpables de semejante acumulación de basura”.

Sobre calidad literaria habló García Márquez en un artículo publicado en 1959, con el título Dos o tres cosas sobre “La Novela de La Violencia”: “No es asombroso que el material literario y político más desgarrador del presente siglo en Colombia, no haya producido ni un escritor ni un caudillo”. (…) “Había que esperar que los mejores narradores de la violencia fueran sus testigos. Pero el caso parece ser que éstos se dieron cuenta de que estaban en presencia de una gran novela y no tuvieron la serenidad ni la paciencia, pero ni siquiera la astucia, de tomarse el tiempo que necesitaban para escribirla”.

Recuerden tres cosas: en ese momento todavía faltaban ocho años para la publicación de Cien años de soledad (1967), la idea de esta novela rondaba en su mente desde la adolescencia (según cuenta su hermano Eligio en el libro “Son así: Reportaje a nueve escritores latinoamericanos), y le tomó dieciocho meses de encierro en Ciudad de México para escribirla (1965-1966).

Gabo lo tuvo claro: es menester que la literatura se ocupe del asunto de la violencia. Me pregunto hoy, primer cuarto de siglo del siglo veintiuno, si los escritores y las editoriales colombianas tienen claro cuál es el tema o los temas de nuestro tiempo, eso de lo cual estamos siendo testigos los vivos. ¿O acaso, como un siglo atrás, los autores siguen escribiendo con afán y sin pericia?

Los dictadores, la novela sobre el poder, fue tema obsesivo dentro del Boom latinoamericano. ¿Cuáles son hoy, sí las tienen, las obsesiones de los escritores?

El escritor tiene un compromiso con la literatura, esa sensibilidad literaria que lo ata a su tiempo, ese presente que no tiene ya ni pasado ni futuro en los libros inmortales. ¿Sigue siendo acaso la violencia y la novela de la violencia, de cualquiera de nuestras múltiples ruinas, el tema recurrente?  Había que preguntarse qué es Colombia en este momento para aventurar una respuesta, y dudo mucho de que haya claridad o consenso al respecto.

Gabriel García Márquez partió la historia de la literatura colombiana en dos y la situó en el croquis universal. Preguntémonos qué cosa extraordinaria ha pasado después de Gabo. Si sus libros se leerán dentro de cien años, como muchos profetizan, hay que preguntarse si se leerán dentro de cien años los escritores de ahora, sabiendo que ni siquiera se leen hoy, más allá de unos reducidos círculos de adoradores. ¿Qué clase de libro es ese del que se habla durante veinte días y luego se olvida?

Yo solo hago preguntas: ¿Qué libros de autores colombianos clasificarían dentro de eso que llaman canon literario?¿Hay más escritores que literatura?

Hay buenos escritores. Y cada uno se mueve al vaivén de su pequeñísima gloria, solito, como la solitaria, aislado, indefenso, rey en su minúsculo reino, creyéndose su fama, alimentando vanidades, tan efímeras ambas; cada autor asumiéndose importante, quizás no relevante, y por lo mismo tanto, desligado de una voz coral que blinde nuestra literatura. ¿Le falta espesor u otro hervor a la sopa?

No tiene eso que sí tienen, por ejemplo, las literaturas de México, Argentina o Chile, eso que las hace poderosas de puertas hacia afuera, desde cuando vivían Rulfo, Borges o Neruda; Fuentes, Cortázar o Bolaño.

Creo que la literatura colombiana no ha logrado matar el Boom latinoamericano, mejor dicho, no ha logrado matar a Gabo, y eso que en el el arte de matar sentamos cátedra. Creo que es hora de acometer el asesinato simbólico y de que ahora sí los escritores se pongan serios a hacer historia con vocación literaria absoluta: escribir la historia del post-boom. Gabo murió hace doce años y el último del boom, Mario Vargas Llosa, acaba de morir. Asustarse con fantasmas son excusas.

Por ahí leí que los genios nacen una vez cada siglo.  Bueno, si García Márquez nació en 1927, es posible que falte poco para que una pareja de enamorados esté próxima a engendrar el segundo Premio Nobel de Literatura colombiano y, en el mejor de los casos, faltarían dos décadas más para que publique su primera novela. Con suerte estaremos vivos para leerla.

Decía Fiódor Dostoievski, el escritor ruso, que quien haya leído Don Quijote de la Mancha habrá justificado su paso por este mundo. «Oh, este es un gran libro, no como los que se escriben ahora; estos libros se envían a la humanidad cada varios cientos de años», escribió en Diarios de un escritor.

Maialen Aguinaga Alfonso, investigadora literaria española, nos regala esta otra frase de los Diarios de Dostoievski: “En todo el mundo no hay obra de ficción más profunda y fuerte que ésa. Hasta ahora representa la suprema y máxima expresión del pensamiento humano, la más amarga ironía que pueda formular el hombre y, si se acabase el mundo y alguien preguntase a los hombres: Veamos, ¿qué habéis sacado en limpio de vuestra vida y qué conclusión definitiva habéis deducido de ella? Podrían los hombres mostrar en silencio el Quijote y decir luego: «Ésta es mi conclusión sobre la vida y… ¿podríais condenarme por ella?» 

Quizás eso es lo que les está faltando a los escritores colombianos: comprometerse con la literatura pero también con su tiempo; comprometerse a fondo con la vida misma. Porque la literatura es la vida que pasa ante nuestros ojos y para la posteridad los escritores colombianos deben decirnos qué tanto vieron sus ojos y qué tan capaces fueron de encontrar totalidad en su prosa.

Parafraseando a Dostoievski, cualquier colombiano que lea Cien años de soledad habrá justificado su existencia y su paso por esta tierra, de esas obras maestras que toca leer al menos una vez antes de morir, aunque uno termina releyéndola por infinito placer. Con todo, faltan muchos más libros y autores de los que podamos decir lo mismo. Es imperdonable partir sin haber leído algo, cualquier cosa, de la extensa y maravillosa obra que dejó García Márquez. Creo que el país sigue en deuda con él.  

Pero, sobre todo, persiste la vieja deuda de narrar la Colombia de nuestro tiempo, de este tiempo que si bien se narra, parecen los retazos sueltos, no la obra consumada. En últimas, matar a Gabo no significa nada distinto a desmontar la maquinaria detrás de su universo macondiano, no para comprenderlo a él y su obra, sino para alentar la creación desde ceros, que es continuar el camino; es decir el regreso a Itaca: es decir, el regreso a Macondo, ahora con el propósito de destruirlo… por segunda vez y ojalá para siempre.  Se anticipa un viaje peligroso. Una nueva estirpe de escritores debe asegurarle a la literatura una segunda oportunidad sobre esta tierra, no condenarla.

El reclamo de Gabo sigue siendo válido ya no hacia atrás (de 1959) sino hacia adelante (casi 70 años después), para continuar la tradición que empezaron él y sus antecesores. Dice Gabo en el mismo ensayo mencionado arriba: “No se empieza una tradición literaria en veinticuatro horas”. Si, como lo suponía él, no había “algún escritor profesional, técnicamente equipado” que “haya sido testigo de la violencia”, ¿de qué son testigos quienes le sobreviven? ¿Son conscientes las generaciones posteriores al Gabo la responsabilidad que recae sobre sus hombros?

La orfandad del escritor

En un país que no promociona de manera suficiente a los autores y sus obras, aplaudo la iniciativa de Señal Colombia con su “Señal Literaria”, conducida por Erick Duncan, para sacar a los escritores de sus cuevas enmohecidas. No sé si están todos los que son o si los que están son todos buenos, pero esta iniciativa contribuye a la promoción de la literatura local y, por lo tanto, a la formación de un país lector.

Asistí, en la FILBo, a la presentación de “Camino al bosque”, un cuento póstumo para niños del colombiano David Sánchez Juliao. No veo una sola referencia sobre esta obra en la prensa colombiana. Entiendo que a muchos autores les ha tocado apañárselas para ser ellos mismos los promotores de sus libros.

La Feria del Libro de Bogotá necesita reingeniería. No basta con traer cada vez uno o dos escritores de renombre internacional —rarísima vez un premio Nobel— a cambio de presenciar el mismo cuadro monótono de siempre: un enjambre de personas desorientadas yendo de un lado para otro dentro de Corferias, sin saber a dónde van, porque además dentro del recinto ferial la señalización es regular; algunas salas no están bien identificadas y la zonas de comidas suele estar más atestadas de gente que las salas de conferencias.

Sede de la Cámara Colombiana del Libro en Bogotá. Fotografía del autor.

Hay dos Colombias ocurriendo en simultánea pero abismalmente separadas: la una transcurre en Bogotá, donde pareciera que sucede lo único que importa, y la otra Colombia es el resto del país, desconectada, más naciones dentro de una misma nación. El boom colombiano —como la promesa autoimpuesta— puede ser respuesta y antídoto ante esa única nación fracturada. 

Podríamos intentar unificarlas a través de los libros, pero no única ni solamente por la vía de las ferias regionales. Ahí está el desafío. Los señores de la Cámara Colombiana del Libro, entidad que tiene el monopolio de la FILBo, deberían pensar cómo hacerlo. A la Feria del Libro de Bogotá ya da pereza ir y la entrada económica no es; hay que reinventarla antes de que el tedio nos quite las ganas de leer. Es hora de otorgarles el protagonismo merecido a las editoriales independientes, que contribuyen a enriquecer el firmamento libresco sin ínfulas mercantilistas.

Tal vez hoy necesitemos una comisión de sabios que nos ayude a reconciliar a todas las Colombias: encontrar el alma, el espíritu polifónico por medio de la escritura. Ni siquiera hemos logrado unir una sola nación que se sienta orgullosa de tener su único Premio Nobel de Literatura. Aceptemos que hay un problema de desamor propio por resolver, ese yo interior como sociedad, a través de un artificio colectivo.

En el único sentido que le cabe a la expresión, hay que convocar a los espíritus (ya se ha hecho antes) para conjurar los hitos de nuestra historia, la real y la de ficción.

En algo hemos fallado, ¿podemos remediarlo? Se habla mucho en Colombia de las élites políticas y económicas. ¿Qué hay de las élites culturales? Va siendo hora de preguntarles, sin pena y sin temor, qué responsabilidad les cabe en lo dicho hasta aquí. Tienen la palabra, ojalá y no para refunfuñar.

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