“Solemos olvidar las miserias de otras épocas, en parte porque la literatura, la poesía y las leyendas celebran a aquellos que vivieron bien y olvidan a quienes se ahogaron en el silencio de la pobreza” (Irene Vallejo, “El infinito en un junco”)

Hay un cuento de Clarice Lispector que me encanta: “Felicidad clandestina”. Así empieza: “Ella era gorda, baja, pecosa y con el pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras seguíamos siendo planas. Por si fuera poco, se llenaba los dos bolsillos de la blusa, sobre el busto, con caramelos. Pero tenía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un padre que era dueño de una librería”. 

La protagonista anhela que esa niña odiosa le preste uno de sus libros. Bien pudo ser la historia de la misma Clarice por las condiciones de pobreza en que su familia judía llegó a Brasil en 1922 –ella con 12 años- huyendo del caos, el hambre y la guerra racial que se vivía en Ucrania hace un siglo. (Cualquier parecido con el presente nos demuestra que la Historia tiene el poder maléfico de auto reciclarse).

  • “Era un libro grueso, Dios mío, era un libro como para quedarse a vivir con él, comiéndoselo, durmiéndoselo. Y absolutamente por encima de mis posibilidades. Me dijo que pasara a su casa al día siguiente y me lo prestaría”.

El relato toca la realidad de aquellas personas sin dinero para comprar libros. Porque no es lo mismo tener un libro que le pertenece a uno –como los carritos o las muñecas de la infancia- a tener uno que, después de leído, toca devolverlo, bien sea a la biblioteca o a su dueño. Un libro al que uno pueda regresar cuando se le dé la gana, sin tener que pedir permiso; rayarlo o subrayarlo si quiere, dejarlo en el regazo por mero placer o usarlo para espantar el tedio de viajar en Transmilenio -¡lo que al lector se le ocurra!-, sin tener que pedir permiso o ser multado por arruinarlo.

  • —“El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico”.

De niño no tuve libros propios –los leía en la pequeña biblioteca del barrio vecino-, en tanto mis textos escolares fueron de segunda mano, comprados en las antiguas casetas de San Victorino, algunos en condiciones lamentables, como si hubiesen sobrevivido a la Guerra de los mil días. Pero fui feliz y aprendí con ellos. Recuerdo con especial afecto el de Español sin fronteras 7: en sus páginas descubrí que quería ser periodista. Tenía 14 años, hacía séptimo grado. Era 1985.

Muchas veces capé catequesis por irme a leer sentado en unas butaquitas de colores; no recuerdo una felicidad infantil más grande que aquella. Prefería leer en vez de escuchar al padrecito Carlos, que fumaba cigarrillos a escondidas y tenía una novia que lo visitaba en la casa cural vistiendo su jardinera azul de cuadros; sigo creyendo que él le hacía las tareas.

No pocas veces sentí el deseo de robar algún libro pero no lo hice. De viejo me pasa que los presto y prestados se quedan.

Estas últimas semanas he vuelto a tener sentimientos encontrados, por la noticia que trae el periódico a seis columnas: desmantelada organización criminal dedicada a la piratería de libros en Bogotá. Según el reporte policial, el material incautado –avaluado en $27 mil millones- tenía como destino el mercado negro en ocho localidades de Bogotá, entre ellas Ciudad Bolívar y La Candelaria. Ninguna del norte en todo caso.

Llamé al secretario de la Cámara Colombiana del Libro, Manuel José Sarmiento, quien me confirmó el daño tan tenaz que la mafia le causa a la industria editorial. Las pérdidas anuales ascienden a $181 mil millones por piratería, más o menos el 20% de la venta legal, estimada en $891 mil millones, con una producción de 17 mil títulos al año.

Me cuenta que los libros más pirateados son los técnicos/científicos ($92 mil millones, que incluye el mercado ilegal por internet -PDFs-y fotocopiado); seguidos por los libros de interés general y literatura -novela, cuento y poesía- ($54 mil millones) y los textos escolares ($35 mil millones).

Al revisar dicho reporte, surgió mi contradicción: qué bien que castiguen a los hampones que se lucran con lo ajeno pero muy bueno también que estemos leyendo literatura, en medio del grito desesperado “porque ya nadie lee”. Cuando se señala las localidades del sur como el destino de libros piratas, significa que el hambre literaria, como el hambre biológica, no distingue estrato. Sólo que un pobre no tiene los $50 mil, $60 mil u $80 mil que puede costar en promedio un libro, ni siquiera los $25 mil de una edición económica.

El doctor Sarmiento me hace una aclaración necesaria. “La piratería es una vagabundería inaceptable. Ahí no hay ningún Robín Hood queriendo divulgar la literatura”. De hecho, en una época los mismos delincuentes le confesaron lo rentable que resultó el negocio en comparación con el narcotráfico por la relación riesgo-beneficio, ya que al pirata no se le perseguía como a otros delincuentes. Él sabe de lo que habla, pues lleva 27 de sus 62 años dedicado a la industria editorial y la lucha contra la piratería. Considera además que “la extinción de dominio a los bienes dedicados a la  piratería es un punto de quiebre de este fenómeno delictivo en Colombia”.

Y tiene toda la razón. No está bien pagar $10 mil pesos que cuesta un libro de mala calidad en el marcado negro -la impresión es pésima, les faltan hojas y se desbaratan con solo mirarlos-, atentando contra los derechos de autor y una industria legal que sí paga impuestos, genera empleos y apoya a los escritores.

Sin embargo, y sin querer exculpar a los delincuentes, -¡faltaba más!- hay quienes todavía se preguntan porque en Colombia el libro sigue siendo un artículo de lujo, destinado a una élite con poder adquisitivo, inalcanzable para el grueso de la población, como la muchacha del cuento. Para alguien que gana el salario mínimo, o menos, un libro equivale a  la comida de una semana.

¿Fue ahí donde la cultura criminal de lo chiviado  encontró su caldo de cultivo para florecer?

Aunque la comparación parezca tonta, se podría decir que pasamos de los libros prohibidos por la iglesia católica (que a través del index liborum prohibitorum vetó durante casi 400 años aquellas publicaciones que “dañaban la moral cristiana”) a los libros vedados para quien no tiene con qué comprarlos, sin otro camino que pedirlos en préstamo.

En aquel tiempo no existía todavía el comercio de libros, y solo podías conseguirlos copiándolos tú mismo (y para eso necesitabas ser un escriba profesional) o arrebatándoselos a otros como botín guerra (y para eso necesitabas derrotar al enemigo en peligrosas batallas), nos recuerda Irene Vallejo en “El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo”, página 69.

Consulté a los que saben: ¿Cómo lograr que pobres y ricos tengan la oportunidad de comprar el mismo libro? Un debate parecido se planteó ya sobre la boletería para ingresar a la Feria del Libro de Bogotá.

Felipe Ossa, gerente de la Librería Nacional, se pregunta: “¿Los libros son caros con respecto a qué? ¿Cuánto vale una boleta para fútbol? ¿Una ida a una discoteca?  ¿Una botella de aguardiente?… Esto de los libros caros es una cuestión cultural. Una excusa para no leer. Muchos libros se consiguen en ediciones económicas; las ediciones de bolsillo, por ejemplo. Por otra parte, no es fácil que todos los libros sean baratos cuando muchos son importados y se pagan en euros o dólares”.

La escritora Piedad Bonnett concuerda con él en que “lo ideal son las bibliotecas de bolsillo, que aspiran a la democratización del libro. Las editoriales sacan primero los libros en edición corriente y luego, cuando son exitosos, los convierten en bolsillo”, pero ella reconoce igualmente que detrás “hay un problema comercial”. “Lo ideal -asegura- es la biblioteca pública, que da acceso a todo tipo de lector, pone el libro en todas las manos. El libro de segunda es otra opción. Que las grandes bibliotecas privadas lleguen finalmente a manos de los que no pueden comprar”.

A propósito de lo último que dice ella,  en “El infinito en un junco” (página 336) encuentro una idea filantrópica para nuestro tiempo: “Durante toda la Antigüedad, pesaba sobre los ricos la obligación no escrita de gastar parte de su riqueza en la comunidad (…) Si un millonario rácano necesitaba un suave empujón para abrir la bolsa, los plebeyos acudían a la puerta de su casa a cantarle coplas sarcásticas y a burlarse de él”.

Desde otra esquina, Natalia García, editora de Penguin Random House, argumenta: “No es tan simple como bajar precios y ya. Hay que tener en cuenta todo el modelo de negocio que hay detrás de una editorial. Más que un tema de pobres o ricos, también es cuestión de aprender a usar los recursos que existen, como las bibliotecas públicas. Bogotá cuenta con una red muy buena. Hoy en día se pueden alquilar libros digitales o físicos sin ningún costo”.

Lo de abaratar los libros para hacerlos accesibles a más gente se me ocurrió por una amiga chef. Me perdonan las editoriales y los autores si la comparación resulta tonta, odiosa, atrevida, o todas las anteriores. El restaurante de Carolina queda a seis cuadras de mi casa: ella optó por vender más almuerzos a precios módicos que menos almuerzos a precios impagables. La comida es deliciosa, casera y balanceada; la gente hace fila para comer allí. Hoy, por ejemplo, por $12 mil, comeré bandeja con filete de robalo en salsa marinera, ensalada de la casa, crema de tomate y jugo de maracuyá. Carolina madruga tres veces a la semana a Corabastos (ella preferiría comprarles directamente a los campesinos para evitar la intermediación) y adquiere los alimentos más frescos para consentir a su clientela. En otro restaurante ese plato costaría $15 mil o más.

¿Qué tal si un día editoriales y libreros madrugan a buscar fórmulas para redefinir precios en aras de una verdadera democratización libresca?

Claudia Cañas, de la Asociación Colombiana de Libreros Independientes, ACLI, dice: “El acceso al libro es un derecho de los ciudadanos. Es importante que en Colombia se empiece a hablar de una Ley del Libro, como la hay en Francia o España, por ejemplo. Se requiere de una política de Estado. Cuando eso se dé, vamos a tener protección para el libro como bien cultural, para las librerías como espacios culturales, para los libreros como gestores culturales y, muy seguramente, así lograremos un equilibrio para la circulación del libro en el país”.

Colombia tiene una Ley del Libro obsoleta (Ley 98 de 1993, cuando ni siquiera había celulares) que debe ser ajustada a esta era globalizada, no sólo en términos fiscales y parafiscales. La norma habla, por ejemplo, de Colcultura y Adpostal -dos entes ya desaparecidos- y en cambio nada menciona sobre el precio fijo del libro, tema que en Europa se volvió crucial tras el embate de multinacionales como Amazon, la librería en línea más grande del planeta.

Eso sin contar que la siguiente guerra será contra la inteligencia artificial. Lo resumió preocupado el escritor Sergio Ramírez en su columna habitual de El País de España: “Los chatbots, tales como el GPT  (…) al ser alimentados con obras literarias son capaces luego no solo de recordarlas literalmente, sino de recrearlas, y reproducir los contenidos y estilos para escribir obras paralelas que se parezcan a las originales, en el lenguaje característico del autor. Es decir, un inspirado o descarado plagio”.

Volviendo a nuestra realidad, el Congreso de la República, tan dado a promulgar ciertas leyes inútiles, nos debe la actualización de la Ley del Libro. Una ley que desestimule todas las formas perversas de piratería y plagio, y convierta los libros en un elemento/alimento de primera necesidad de la canasta familiar. Una ley que brinde estímulos para la creación de librerías y bibliotecas donde no las hay -¡en Riohacha, siendo capital de departamento, no existe una sola librería!-. Una ley que fomente la lectura en todos los espacios posibles, incluso en los hogares, para rescatar a esos lectores que se perdieron en el camino de la vida porque en el colegio se enseñó a temerles a los libros en vez de a amarlos. Y, lo más importante, se requiere una ley que ponga en el centro del universo literario a los lectores y a los autores (especialmente a los escritores colombianos, que no siempre ven compensado su esfuerzo creativo con las regalías que reciben), porque sin ellos –los que escriben y los que leen- la industria editorial no existiría.

Soñemos con el día en que los libros se vendan como pan caliente en Colombia. Porque la lectura le agrega significado a la vida, una dicha que millones no han probado. La chica del cuento de Clarice Lispector lo sabía:

  • “La felicidad siempre sería clandestina para mí. (…) Ya no era una niña con un libro: era una mujer con su amante”.

LAPIDARIO SEMANAL

Lunes: “Tengo que averiguar quién demonios soy” le dice, a sus 80 años, el legendario director de cine Martin Scorsese a la revista GQ. ¡Ya somos dos, míster Martín!

Martes: Estatua de Gabo fue develada en plaza de la Aduana, con ocasión de la Feria del Libro de Barranquilla, dice El Heraldo. ¡Mil estatuas más para honrar al creador de Macondo!

Miércoles: “Le dijo a su esposa que se iba a comprar cigarrillos y no volvió: lo encontraron 30 años después”, titula el diario Página 12 de Argentina. ¡Qué! ¿Regresó por los fósforos?

Jueves: Titular típico de Semana: “Aida Victoria Merlano soltó al aire dura confesión sobre Verónica Alcocer: ´Petro debe tenerlas bien puestas´”. ¿Incursionan los Gilinski en el porno-periodismo? En la misma semana sacan un titular caído del cielo: “Las dos oraciones que se le deben rezar a Dios para tener paz mental”. La necesitan en esa revista. 

Viernes: Una mujer sexi y atea que quiere acostarse con un sacerdote con cara de pecado. La protagonista mira a la cámara interpelando al televidente. De ella sabemos que usa el sexo para llenar los vacíos de su corazón. —”¿Quieres acostarte con el padre o quieres acostarte con Dios?”, le pregunta la terapeuta. Las dos temporadas de la serie británica Fleabag están en Prime Video.

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