“La crónica es la novela de la realidad. Es un relato en el que hay que respetar estrictamente la realidad. (…) Es para mí el género, la rama del periodismo que más se acerca a la literatura en cuanto a la forma de recolección de información, de la organización y del ojo que analiza”:

Gabriel García Márquez.

¿Te gusta larga o corta? La crónica: ¿larga o corta?

El otro día la periodista Alma Guillermoprieto le dijo a un reportero de la agencia EFE que “ya pasó el tiempo de escribir crónicas larguísimas”, porque en esta era digital la gente no está leyendo textos extensos. Pero al mismo tiempo defendió la necesidad de seguir contando historias “porque siempre habrá lectores interesados en ellas” y propuso que “hay que saber contar quizás más cinematográficamente, con mucha imagen y ser divertido”.

Su declaración me dejó perplejo y preguntándome si estamos asistiendo al principio del fin de la crónica como género periodístico, y si con ella pasarán también a mejor vida los cronistas. Me resisto a creerlo pero me entristecerá más cuando la gente ya no lea ni poco, ni mucho, ni tres cuartos. De hecho, una lectora de esta columna se quejó: “Casi me muero por ese texto tan largo”, tras leer las tres mil palabras de la historia “Mi amiga Claudia pidió la eutanasia”. Menos mal la señora no sucumbió, porque me habrían acusado de homicidio culposo por “causarle fatiga periodística” o algo así.

¿A qué hora convertimos el hábito de la lectura en una cruz? ¿Hasta cuándo nos perseguirá la tara de leer porque toca y no por placer? ¡Sin colegio, sin universidad, bienvenidos a la libertad para leer lo que se nos antoje!

A Nelson Freddy Padilla, editor dominical de El Espectador, le sorprendió lo dicho por la maestra Alma, “porque en este y en cualquier siglo habrá cronistas en contraposición a difusores del show diario de ruido informativo. Con qué métodos y herramientas busquen la verdad es un largo tema de discusión cada vez más multimedia y de géneros híbridos”.

No cree que estemos cerca de la extremaunción. ”Una historia bien narrada siempre será un valor agregado para un medio de comunicación, más allá de la extensión y llámese como se llame el género”. Para el curtido reportero y magíster en Escrituras Creativas, dos cronistas a admirar son Juan Villoro y Gabriela Wiener.

Alguien que supo contar historias y embelesarnos con su pluma fue Germán Castro Caycedo.  “…una crónica –dijo- debe registrar el ambiente del lugar donde ocurren los hechos. Ese ambiente también tiene que ver con el mundo de las sensaciones que capta el ser humano…  Por eso acostumbro a acoger en los relatos, colores, sabores, olores, texturas, sonidos”.

 En 2015, al recibir el Premio “A la vida y obra”, el maestro Castro Caycedo recordó que la crónica ha evolucionado a lo largo de cinco siglos desde la llegada de los cronistas de Indias a América, al menos medio centenar pisaron estas tierras. Escuchar su discurso es asistir a una clase magistral sobre “el género mayor de nuestro periodismo”.

La Nena Arrázola, reportera de Los Informantes, desestima que la crónica esté en crisis y, al contrario, arguye que hoy existen más cronistas que antes, porque las redes han ampliado el universo periodístico.

“Un cuento o una historia bien escrita jamás se desprecia y eso es la crónica que siempre será el género más visual del periodismo. El lenguaje sí debe saber interpretar los momentos y los tiempos. La astucia del narrador es usar un lenguaje recursivo y hasta audaz para describir cada cosa que pasa frente al periodista. Las redes y las herramientas tecnológicas lo que hacen es prolongar la vida de la crónica”.

Hablando de tecnología, hay que reconocer que el universo de los podcast le abrió un camino promisorio a los cronistas: proyectos como Radio Ambulante, Un periódico de ayer o Las raras son un buen ejemplo de cómo en el continente la crónica mutó a paisajes sonoros. Lo propio hace el periodismo digital desde páginas como Casa Macondo, Relatto o Vorágine. Y en impresos, la revista El Malpensante. A la Fundación Gabo se le agradece la formación de cronistas desde hace tres décadas; habría que preguntar en qué andan las facultades de periodismo a ese respecto y qué tanto hacen los premios de periodismo por salvaguardar la esencia misma de los géneros narrativos.

Para mí, las buenas crónicas, tanto como los grandes reportajes, son lo que justifica que uno todavía compre periódicos en la calle, porque gente que opine sobre el día y la noche es lo que le sobra a los medios actualmente. Propongo un decálogo del lector de prensa donde el primer derecho sea nuestro derecho a leer buenas crónicas, buenas historias.

Colombia ha sido un país de cronistas, no tantos como uno quisiera y -hay que decirlo también- con más nombres de hombres que de mujeres. Disculpen porque toda lista es odiosa: Luis Tejada,  José Joaquín Jiménez (Ximénez); Germán Castro Caycedo, Alfredo Molano Bravo, Felipe González Toledo, Rocío Vélez de Piedrahíta, Ligia Riveros, Pilar Lozano, Patricia Nieto, Ernesto McCausland, Heriberto Fiorillo, José Navia Lame, José Alejandro Castaño, José Guarnizo, Álvaro Sierra, Juan José Hoyos, Julio Daniel Chaparro, Gustavo Tatis, Sergio Ocampo, Oscar Bustos, Andrés Felipe Solano, Andrés Sanín o Alberto Salcedo Ramos… y los que falten, vivos o muertos. Para completar el listado, recomiendo los dos tomos de “Antología de grandes crónicas colombianas”, de Daniel Samper Pizano. También hay sangre nueva: Julián Ríos Monroy, Juan Miguel Álvarez, Santiago Wills, José Alberto Mojica o Julián Isaza. De afuera se suele citar a la argentina Leila Guerriero, para algunos la mejor cronista de Latinoamérica.

La crónica no es la noticia escueta del quién, cómo, cuándo, dónde y por qué sucedieron los hechos, sino la capacidad del periodista de advertir que en un acontecimiento puede haber un mundo oculto y fascinante que merece ser escarbado, y para escarbar hay que tomar la siguiente flota hasta el mismísimo infierno de ser necesario. De ahí que los cronistas sean llamados los notarios de la realidad y el periodismo, como un todo, “el primer borrador de la historia”. Puede sonar delirante, pero sin el periodismo la humanidad estaría perdida.

La maestra Alma Guillermoprieto resumió magistralmente la diferencia entre noticia y crónica: en la primera “el periodista está contestándole preguntas al lector; mientras que en la crónica está generando información que jamás se le hubiera ocurrido a ese lector”. Yendo más allá, la premiada escritora mexicana le confiere un carácter de intimidad a la crónica. “…Es salir a la calle, hacerse permeable, transparente a la vida que nos rodea, es vulnerabilidad absoluta ante la vida. Y es escribir desde adentro de la piel. Es caminar y vivir y luego cronicar. Es colocarse en una condición de riesgo, de vulnerabilidad emocional, de rabia…”.

En esa misma línea opinó el ya desaparecido escritor Alfredo Molano Bravo. “Escribir para mí, es ir hasta mis confines guiado por la vida del que está al otro lado”. Es decir, no se puede ser cronista desde la comodidad del escritorio. Hay que untarse de barro y de realidad, gastar suela de zapatos, como lo hizo él.

En el discurso de agradecimiento del Premio a la vida y obra de un periodista, el maestro Molano contó que “escapé con mi novia adolescente a buscar en el llano mi corazón” y de esa decisión nos legó una maravillosa obra que debería leer toda persona que quiera conocer el revés de este país (el derecho es el que nos han contado desde los escritorios y los comunicados oficiales) y quienes quieran convertirse en cronistas.

Dijo el maestro Alfredo Molano: “Mi primer libro, escrito a mano y con lápiz como todos los de aquellos días, tenía tantas enmiendas como frases. Contaba mi encuentro con los ríos del piedemonte, con las guerrillas y con la coca. No fue propiamente un libro sino un cuaderno de campo escrito en una canoa, en una hamaca, en una estación de bus. No buscaba contar sino contarme. Quería conservar el eco de una madrugada a orillas del río Guayabero oyendo los micos churucos –que gruñen como tigres mariposos–; la peligrosa desconfianza de los guerrilleros y el vértigo alucinado con que los colonos machacaban con sus botas las hojas de coca, para sacar de ellas lo que ninguna promesa de gobierno había hecho realidad”.

Por la gente anduvo aquí, allá y acullá. Añadió en su discurso: “Escribí buscando los adentros de la gente en sus afueras, en sus padecimientos, su valor, sus ilusiones. Borraba más que escribía, hurgaba, rebuscaba el acorde de las sensaciones que vivía la gente con las que yo mismo llevaba cargadas en un morral. Un río crecido, una noche oscura, un jadeo debajo del aguacero que golpea un techo de zinc, el terror de oír armas en las sombras eran caminos por donde entraba la vida que se jugaba en las selvas y por donde llegaba su soplo a mis letras”.

Su hijo Alfredo Molano Jimeno aporta un dato relevador en el libro “Cartas a Antonia”: “Al morir mi papá quedamos huérfanos, además de sus familiares, 126 pares de tenis. Tenis de tela, en su mayoría marca Converse, que se convirtieron en un sello de auténtica manera de vivir, y con los que anduvo, según unos cálculos superficiales, unos 14.000 kilómetros. En sus cajones guardaba tres cuchillos, tres radios, siete jeans Levi´s, una docena de sacos de lana, otra de camisas de algodón hechas a su medida, veinte pares de medias tobilleras de colores, en especial aguamarinas, rojas y rosadas; tres pares de gafas, su collar de coral rojo y un eneagrama de plata, un reloj, una valioso biblioteca y un caballo”.

José Navia Lame considera que, en medio de tanta celeridad, “la crónica escrita ha ido desapareciendo”, pues “existe hoy una resistencia frente a la reportería, a dedicar tiempo para investigar”. Cuestiona también la figura del periodista como protagonista.

“El reportero de antes -reflexiona- simplemente hacía periodismo, lo importante en ese proceso era la historia periodística; ahora el objetivo pareciera ser: `mírenme haciendo periodismo`.  Ese es el nuevo escenario, nacieron en un entorno digital y de redes y es lógico que los periodistas jóvenes funcionen así, pero yo prefiero el periodismo y a los reporteros `chapados a la antigua`“.

Sin embargo, su visión del futuro es optimista. “Diría que la crónica tendrá posibilidades siempre que, como decía Luis Tejada, el cronista encuentre ´algo de maravilloso en lo cotidiano´ y pueda ´hacer trascender lo efímero´“, concluye el reportero y profesor payanés, quien llegó a Bogotá de 20 años en una flota Gacela; sin familiares en la capital, salvo un  conocido que trabajaba en talleres de mecánica, aprendió a vivir del rebusque, “lo que me sirvió mucho en mi trabajo posterior como periodista y en especial como cronista”.

Escuche aquí la conversación con José Navia.

Daniel Salazar, periodista e investigador, afirma que “es muy relativo decir que pasó el tiempo de escribir crónicas larguísimas. El punto de fondo, me parece, es cómo se adaptan los géneros tradicionales y las nuevas narrativas a los medios digitales en un contexto en el que la inmediatez y la urgencia de los clics están desviando los valores periodísticos y captando la atención”.

Para él, si bien es cierto “que vivimos la era del periodismo rápido y funcional”, el tráfico no puede ser la única brújula que guie al periodismo. “Lo masivo –añade- no siempre es lo mejor. Pero si no hay más oferta de contenidos de valor, ¿hacia dónde vamos? Desde ahí también debe partir la autocrítica. Los contenidos, cortos o extensos, se leerán”.

Para Salazar son cronistas imprescindibles: Tom Wolfe, “que retrató una era y plasmó la vida cotidiana con tremendo detalle” y el maestro Gay Talese, “que comprendió las realidades de los seres humanos más allá de sus carátulas”.

Como lector empedernido de crónicas, todo lo que espero es que este texto, de dos mil veintitrés palabras, no haya infartado a nadie; si un día ocurre, me gustaría escribir esa primera crónica del lector que murió en su ley antes de que la crónica sea la siguiente víctima.

¡Larga vida para los cronistas, carajo!¡Maldito el día que matemos la crónica!

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