“¿De qué otra forma se puede amenazar que no sea de muerte? Lo interesante, lo original, sería que alguien lo amenace a uno con la inmortalidad”: Jorge Luis Borges.

Después de un verano tormentoso que incendió los cerros bogotanos, en las noticias dijeron que por fin llovería. Ese miércoles iba para la clínica con la mirada pérdida sin saber que sería lo primero que le diría a mi amiga Claudia al verla. Soy malo para visitar enfermos, porque nunca sé qué es lo apropiado para decir; preferiría quedarme abstraído, ausente, sin sentirme mal por ello. No existe un manual que le permita a uno comportarse debidamente: por naturaleza somos imprudentes.

Dile cosas bonitas, hazla reír, —me aconsejó su prima Carolina el día anterior. Luego de encontrar la llamada perdida de Claudia, supe que quería tomarse una fotografía conmigo. Y luego supe también que se estaba muriendo. Ya sabía que padecía cáncer –fue diagnosticada el 6 de agosto de 2021- y que en cierta medida respondía bien al tratamiento, a la quimio y a los medicamentos, en medio de las trabas burocráticas que deben sortear en este país los pacientes con enfermedades catastróficas. ¡Qué término tan horrible! Nos vimos varias veces los meses anteriores y siempre había sido la misma: una mujer carismática y de sonrisa fácil, un espíritu bienintencionado, así que no había motivos para pensar que por dentro estuviera deshaciéndose… deshecha por el bisturí… yéndose…  El dolor la obligaba a detener su caminar lento, sosteniéndose de la pared, pero luego continuaba como si nada… sin renegar, sin maldecir, casi estoica.

¿De dónde saca tanto coraje?, me preguntaba.

“Yo me voy de este plano contenta, feliz, realizada”, me repitió con tal convicción.

Muchas veces charlamos sobre la muerte y sobre el desapego (de las personas y las cosas) para un buen morir, como quienes conversan animada y tranquilamente sobre cualquier película en cartelera.

En la calle reíamos por bobadas, pero ella reía con más ganas, menos cohibida, como celebrando la vida en cada carcajada, y hablando amorosamente de José Luis, su único hijo, hoy de siete años. —”Él nació para unir a mi familia. Espero que pronto pueda superar la sensación de soledad, la sensación de que me fui”, me dice, confiada en que él sabrá protegerse tanto física como mentalmente. El niño, por supuesto, está bajo supervisión psicológica.

La última vez tomamos café en un local artesanal cerca a la iglesia de Las Aguas, en la senda que conduce hacia Monserrate. Hicimos fotografías. Ella es amante de las selfies y de los gatos. Sus gafas de Gatúbela la delatan. Quedamos en que después del tinto, otro día nos tomaríamos unos tintos, pero vinos, para celebrar el nacimiento de La nutribakana, otro hijo amado, que le permitiría enseñarle a la gente a alimentarse bien. Nos veíamos yendo de casa en casa -metiéndonos en alacenas y neveras- para obligar a la gente a botar todo lo que la enferma.

Abordo el ascensor y nervioso busco la habitación 505. Tiemblo por dentro, como si fuese un castillo de naipes expuesto a los vientos de agosto, pero por fuera presumo de fortaleza. Así somos los seres humanos. Un manojo de nervios que se sostienen por una fuerza de voluntad impropia, la única de las fuerzas que nos permite seguir parados, aun sabiendo que nos derrumbamos facilito.

Me pone ansioso saber si Claudia me reconocerá, pues la prima también me advirtió que a veces pierde la noción del presente y ya ha tenido episodios de delirio. —“Se nos va por ratos”, así lo describe ella. Es extraño pero en un hospital el tiempo no existe: el día se vuelve noche y la noche se vuelve día. Es la vida que se detiene. Mueren unos afanes y nacen otros. Y así.

La droga es tan fuerte que ha perdido la visión. Escribe con dificultad y prefiere enviar y recibir audios de sus amigos por WhatsApp. Su humor en cambio sigue intacto. Manda emojis de caritas felices. Y me cuesta trabajo entender cómo ella, en su estado, irradia un ánimo vigoroso; en realidad pareciera que no está moribunda, sino recuperándose de una gripa de esas que lo tumban a uno.

Pero es peor que un resfriado. Se refieren a ella como una paciente oncológica y una paciente terminal. No me gusta esa definición, porque si bien alude al principio del fin de la vida, nadie puede asegurar que ese sea en realidad el fin de todo.

Reconoce mi voz primero y, ya cerca a la camilla, se alegra al verme. —“Hola Alexito”, que es como me saluda siempre. Tomo su mano y me quedo mudo. —Él es mi amigo, el periodista, le dice a su hermano, a quien recién acabo de conocer. Me sumo en la confusión, sintiéndome el único náufrago en medio de la tempestad.

Javier se ausenta para que podamos hablar con plena confianza.

—Cuéntame cómo han sido estos días, indago por fin.

Ella sonríe con sus blanquísimos dientes y suelta un largo “ahhhí”, tranquila, sin sobresaltos, porque hasta la resignación asume una vida propia.

Yo, que he sido preguntón desde niño, no tengo más preguntas. Mejor dicho, sí tengo pero me las guardo por respeto.

Por primera vez, frente a esta mujer menuda pero valiente, -tan frágil y fuerte a la vez, como si fuera una flor que sale imponente de entre el pavimento, llena de belleza y color- comprendo el verdadero valor del silencio. El poder de permanecer callados, porque en el fondo en ese momento hay que dejar que las almas hablen. El vestido que las cubre sobra y sobran las palabras.

Del diario de Claudia: “… nací a los 8 meses de gestación, soy “prematura”. Fui muy pequeña y pesé poquito, pero estaba muy bien en todo (…)  hasta me probé el dedo gordo… fue un buen inicio”.

Una señorita pide permiso para entrar en la habitación. Pasa y deja sobre la mesilla dos vasos desechables con jugo.

Le cuento a Claudia sobre mis breves vacaciones y el regreso al estrés laboral. —Pero sigo alimentándome bien y haciendo ejercicio.

Claudia ha sido una amiga pero también un ángel para mí. La persona que entiende mis arrebatos de hombre hipocondríaco en la mediana edad. Fue la primera persona en enseñarme que en un plato es importante la variedad de colores, refiriéndose a la importancia de comer verduras y frutas todos los días. Precisamente, nos conocimos en un Congreso internacional sobre hábitos saludables, al que ella asistió como nutricionista y yo como periodista, invitados por la Fundación Colombiana de Obesidad, hace más de diez años.

De pronto, tiene antojos de probar el jugo. Le paso uno de los vasos. El rostro se le ilumina. Parece una niña obnubilada por el poder de una fruta, como si nunca antes la hubiera probado. —Qué delicia, qué delicia, repite una y otra vez. El jugo de guanaba en leche la ha sumido en el éxtasis, un éxtasis que viaja no a través del pitillo sino por sus venas.

Del diario de Claudia: “Este ha sido un capítulo inconcluso y hasta doloroso de mi vida. He conocido el amor y el desamor. Puedo decir que he sido bendecida porque he vivido el amor y el sexo sobre todas las cosas, pero en ese camino también me encontré con el abuso, la misoginia y las violencias”.

Luego me pide que le alcance el platoncito gris. Quiere vomitar. Se lo alcanzo. Vomita. Entra una llamada. Se muestra feliz con la noticia que le da su abogado sobre la patria potestad de José Luis. Levanta ambas manos como queriendo gritar hurras. Ella fue víctima de violencia intrafamiliar pero ya está curada de resentimientos. —“El amor lo lleva uno. Uno es quien hace el amor. Se quiere uno, se ama uno y con eso es suficiente para expandir y para dar”, me dice. Pero también me hace ver que en un cesto de manzanas siempre puede haber alguna mala.

“Una persona mentirosa nunca va a ser un buen amigo ni un buen compañero”.

Aprendió que la astucia es una virtud y que en la música hay verdades. Habla de su amor por Ricardo Arjona. “Amo a Arjona, es algo por lo que me quieren y me critican”, confiesa.  Me pide que escuche “la canción del extraterrestre” y le prometo que lo haré cuando regrese a casa. Soy incapaz de decirle que detesto a Arjona pero cumplo mi promesa. La canción se llama “Hoy es un buen día para empezar”. ¿Saben? La letra no está nada mal.

Del diario de Claudia: “Mi mayor pasión son los gatos, amo todo lo que tiene que ver con gatos y perros. También me gusta el cine, las artes en sí, caminar, dormir, el rock y el Malbec. Me gusta leer, escribir y aprender de todo, saber”.

Entra la doctora Alejandra; está contenta porque autorizaron la visita de Richie Marlie Godoy, el gato siamés de Claudia. Casi una celebridad, ocupa un lugar privilegiado en su muro de Facebook, con un mensaje simple: “Váyanse a la miau”. Sus gatos y sus pelucas de colores son un rasgo de esa personalidad festiva pero a la vez tan serena, sosegada.

Del diario de Claudia: “No sé qué va a pasar conmigo, por ahora todo es muy incierto, el cáncer no quiere ceder y mi cuerpo está cansado, me lo viene diciendo desde hace casi un año. Solo puedo decir que deseo vivir mucho más, no tengo pendientes, he hecho todo lo que quise en mi vida, incluso más. Todo lo que me falta es adicional”.

Javier ha regresado.

La palabra eutanasia flota en el ambiente intempestivamente. Sin mayores explicaciones, Claudia me pide que sea su testigo en el documento que protocoliza su decisión libre y consciente de acceder a un derecho que está consagrado en la Constitución de Colombia.

Por petición suya, párrafo a párrafo leo el documento en voz alta (voluntad anticipada, así se denomina), antes de que se estampen las rúbricas.

“… manifiesto que si mi calidad de vida se vuelve inaceptable o mi enfermedad o condición se torna irreversible, y solo en esas circunstancias, deseo que se descarte el uso de tratamientos o intervenciones que prolonguen artificial e innecesariamente mi vida”.

Por calidad de vida inaceptable se entiende el estado de coma o estado vegetativo permanente, no tener la capacidad de expresar las necesidades propias ni reconocer a familiares o amigos, ser incapaz de proveerse los propios cuidados básicos o padecer un dolor o sufrimiento incontrolables.

De su puño y letra, con rasgos torpes por su limitada visión y el brazo levemente tembloroso, Claudia escribe sobre la hoja, y acto seguido, con mano trémula, firmo yo como uno de los dos testigos. Es la primera vez que hago algo semejante. Lo hice por mi amiga que, en pleno uso de sus facultades mentales, renunciaba a toda forma artificial de mantenerse con vida en caso de no estar ya en sus cinco sentidos. Es esa su última voluntad, la de la muerte asistida o muerte digna, que me parece un nombre más apropiado para la eutanasia. Un fin piadoso a la agonía. ¿Cuál será nuestra última voluntad llegada la hora de pensar en estas cosas? Amo tanto vivir que cada noche mi última voluntad es despertar alegremente; soy cobarde para aceptar que un día toca desalojar.

Los doctores le aclaran que se trata de un formalismo, que pasará a manos de un comité médico, y que igual podrá retractarse (derecho a revocar la decisión) cuando quiera, y entonces ella misma podrá romper aquel papel, si es su deseo. En un segundo que duró la eternidad albergué la esperanza de un milagro que la levantara de aquella camilla, deseando que aquel armatoste no se transformara en su lecho mortuorio, y sería yo el primero en celebrar aquella hoja vuelta añicos con una botella y dos copas rebosantes de Malbec.

Hacemos la foto de los dos tomados de la mano, mirando a la cámara de los smartphones, el de ella y el mío.

Del diario de Claudia: “Nací mujer, con una belleza “exótica o diferente” según los normados sociales y machistas, según los preconceptos de la belleza y la perfección estereotipada de ser mujer aquí. (…)  soy de estructura grande para mi talla. Fui modelo petit algunos años, he sido talla XS como también he sido talla plus así que puedo decir que conozco todos los adjetivos en cada caso”.

Ahora estoy de pie y a sus pies.

—¡Qué distinto sería todo si supiéramos hacía dónde vamos después de esta vida!

Claudia sonríe y me dice que no le gustan las expectativas, que está esperando morirse para saberlo. Cierra sus ojos, y noto su cansancio. Antes  de irme, le cuento sobre los autores que estoy leyendo: Zweig, Mann y Lawrence.

Ella me pregunta: —¿Y Borges? ¿Has leído a Borges?

Cuando iba a responderle, mi amiga se durmió. ¿Por qué  nunca he leído nada de Jorge Luis Borges?

La veo dormir con su respiración tranquila y pausada, y prometo llevar un libro para leérselo durante la próxima visita.

Llamo el ascensor con el corazón en un puño, y en el otro el paraguas. Menos mal está lloviendo. Jamás pensé que llegaría el día en que celebraríamos la lluvia, con la misma devoción con que los muiscas debieron agradecer a Chibchacum, su dios de los truenos.

En mi interior arreció otra tormenta: Reflexionar sobre lo que significa tener los días y las horas contadas. —“Tenemos fecha de caducidad”, dijo Claudia. Lo único distinto es lo que cada criatura haga o deje sin hacer antes de ese final. Me duermo escuchando a Beethoven.

Días después, mientras escribo, leo un mensaje por messenger. Es un amigo en común para advertirme que ya hay fecha para la muerte asistida. —“Será este viernes 9 de febrero”, me sorprende a través del chat.

(…)

Derrotado, apago el computador. Siento algo horrible por dentro, ese vacío que nada lo llena: la impotencia de confirmar lo que ya se sabía, que nada podemos hacer los humanos para echar atrás lo inevitable.

Observo ensimismado esa última imagen donde posamos juntos. Ella con la mirada apacible y a la vez escrutadora de quien desde niña ha tenido curiosidad por el mundo; maravillada por cómo funcionan los automóviles, lo mismo que las licuadoras. Nunca la deslumbraron las personas.

Cerré los ojos y si los mantengo abiertos es por la mera costumbre; es un duelo que empieza a destiempo. La soledad y el luto terminan por parecerse. La tristeza deambula cual huérfano. Me resigno. De una u otra manera cada ser humano escribe su libro y le pone punto final cuando se le dé la gana. La historia de Claudia ya no tendría una línea más después del viernes, las hojas se agotaron, y eso es respetable… más no fue su última voluntad. Pidió que sus seres amados estuvieran a su lado ese día (su madre y sus cuatro hermanos) y después sus cenizas esparcidas en el mar. Su familia lo es todo para ella.

Al imaginar aquella escena, me llega otra a la mente: la de Truman Capote, el escritor norteamericano, que presenció desde el patíbulo la condena a la horca de Dick Hickock y Perry Smith, los jóvenes asesinos (ellos de carne y hueso), de “A Sangre fría”.  Perdón, no sé por qué hago dicha asociación.

Pero resulta que ese viernes no llegó.

(…)

A las 12:33 del mediodía del jueves 8 de febrero, recibo un WhatsApp de Carolina.

—Alex, Claudia acaba de fallecer.

(…)

¡Qué paradójico es el ruido desolador de un larguísimo silencio!

Claudia, la gran Gody Lizzy, se adelantó por un día a esa muerte programada. Vaciló con ella hasta confundirla. ¡Qué astuta fue mi buena amiga!

Nos quedamos sin tiempo para leer “El profeta”, y esta nota, que sería un homenaje en vida, hoy tan solo es un obituario más, escrito con infinita admiración.

“Vuestro miedo a la muerte no es más que el temblor del pastor cuando está en pie ante el rey, cuya mano va a posarse sobre él, como un honor”: De “El profeta”, de Khalil Gibran, poeta libanés.

Te recordaré Claudia hasta que tenga la capacidad de recordar. Esa debe ser la inmortalidad: estar vivos en el pensamiento de los demás. Recordaré a la mujer feminista, de pensamiento liberal y progresista que amó con libertad y halló al final las respuestas que buscaba, según me dijiste, en la Santa Muerte Blanca, en la Niña Blanca. —“En ella encontré mi luz, mi motivo a nivel espiritual”. Recordaré a la nutricionista que antes quería ser médico, y que entró a la Universidad Nacional con apenas 15 años. La mujer de 1.46 que se sintió en su salsa hablando de nutrición y promoción de la salud. “Los colombianos comemos mal. Pero ya todo se ha dicho. La gente es necia”. Aquella Claudia que detestaba hablar de religión, política y fútbol; “los tres daños más grandes”, decía.

Recordaré tu franqueza: la virtud (más bien escasa) de quienes hablan sin ambages ni rodeos.

Teníamos en común, además del gusto por la conversación y el vino tinto, las buenas series dramáticas de Netflix.

Encendí el computador para no tener qué pensar más. Pero la vida siempre se las arregla para hablarnos de todos modos (¿acaso es el azar?), en mandarnos razones por medio de terceros. Me topo con una historia poderosa, polaca, basada en hechos y personas reales: la amistad que surge dentro de un hospicio entre un joven díscolo, ex convicto él (Patryk) y un sacerdote católico (Jan Kaczkowskien), a quien le descubren un tumor cerebral. Un encuentro que a ellos les cambia la vida y a nosotros como espectadores nos interpela… nos confronta con Dios, con nuestros semejantes, con nuestros terrores diarios, con la muerte y con las respuestas que no aparecen por ningún lado.

¿No se sienten bien cuando, terminada la película, dicen “¡qué película tan bonita!”? Bueno, pues este es el caso de la cinta “Johnny”, para que la busquen.

“El tiempo es lo más preciado que podemos darnos unos a otros”, dice el padre Jan.

Completamente de acuerdo: el amor es el tiempo que compartimos con gozo genuino con las personas a las que decimos amar.

Gracias, mi querida Claudia, por el tiempo que me regalaste sin esperar nada a cambio. El día que vuelva al mar, me sentaré en la orilla para leerte algo de Borges.

Claudia Lizeth Godoy Moreno:

8 de junio de 1981 – 8 de febrero de 2024

Del diario de Claudia: “… he aprendido a desarrollar ese “gen” materno que no tenía y no quería despertar.  (…) creo que el mundo no necesita más seres humanos y que esta decisión de no reproducirse más es ambiental y socialmente lo mejor que puede pasar. Pero sobre todas las cosas amo mi maternidad y a mi hijo, es de hecho un niño muy bendecido y amado desde la panza…”.

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