Hemos visto pasar el horror ante nuestros ojos sin escandalizarnos. Padecemos de esa ceguera blanca de la cual habló el premio Nobel José Saramago en su famoso Ensayo sobre la ceguera: estamos ciegos aun teniendo los ojos buenos y bien abiertos.

¿Ha habido fascismo en Colombia o tan siquiera prácticas aisladas propias de los regímenes autoritarios? ¿Podemos catalogar como tales la Masacre de las bananeras (1928); la muerte despiadada de liberales a manos de los conservadores durante La Violencia bipartidista, los campos de concentración de Villa Rica, Tolima, en el gobierno del general Gustavo Rojas Pinilla, el Estatuto de Seguridad (1978) de Julio César Turbay Ayala (que usó la represión amparándose en la figura del Estado de sitio con la excusa de mantener el orden), el genocidio político contra la Unión Patriótica (1985-1993), reconocido como un crimen de lesa humanidad, o las 6.402 ejecuciones extrajudiciales (son asesinatos, no falsos positivos) a manos del ejército, cuando era presidente Álvaro Uribe Vélez? ¿Se parecen en algo los hornos crematorios que usaron en Colombia los paramilitares para borrar cualquier rastro de sus víctimas y las cámaras de gas que usaron los nazis para exterminar judíos?

 “…el exterminio y desaparición de la Unión Patriótica jamás debió haber ocurrido; y reconocer que el Estado no tomó medidas suficientes para impedir y prevenir los asesinatos, los atentados y las demás violaciones, a pesar de la evidencia palmaria de que esa persecución estaba en marcha”, dijo el presidente Juan Manuel Santos en un acto público de perdón en 2016, al reconocer la responsabilidad del Estado en la persecución, muerte y desaparición de cientos de sus miembros y simpatizantes.  La Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) hizo lo propio en el 2023, al declarar al Estado colombiano responsable de este genocidio contra la Izquierda colombiana.

Sepelio de Jaime Pardo Leal, candidato presidencial de la UP, asesinado el 11 de octubre de 1987. Fotos: cortesía Semanario Voz.

Como parte de una estrategia global anticomunista, en el gobierno de Turbay Ayala se decretó el polémico Estatuto de Seguridad, bajo el cual se cometieron excesos propios de las dictaduras: detenciones arbitrarias, torturas, consejos de guerra y desaparición forzada, hechos que están detallados en el Informe Final de la Comisión de la Verdad. Turbay, y antes de él otros presidentes, usaron a su acomodo la figura del Estado de Sitio (artículo 121 de la antigua Constitución de 1886) con el fin de suspender ciertas libertades y garantías individuales.

En Colombia se aplicó la censura de prensa a los periódicos y a la radio entre 1949 y 1957. En la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, cuando los periodista se rebelaron, la respuesta del gobierno “fue un decreto del Estado de Sitio a través del cual se anunció que la aplicación de la censura de prensa vigente, en adelante pasaba al Comando General de las Fuerzas Armadas, y que hasta los correctores de pruebas quedaban sujetos a la medida”, como lo reseñó El Espectador. La Oficina de Censura del gobierno –que operaba a través de una red de censores desde las gobernaciones y brigadas del ejército- ordenaba lo que se podía y lo que no se podía publicar, evitando cualquier información que afectara al gobierno.

Desde la Constitución de 1991, ya no se habla de Estado de sitio, si no de Estado de excepción en el que podrá declararse la Conmoción interior para mantener el orden público, pero ningún gobierno está facultado para suspender los derechos humanos ni las libertades fundamentales.

Dice el Artículo 213 de la Constitución Política de Colombia: “En caso de grave perturbación del orden público que atente de manera inminente contra la estabilidad institucional, la seguridad del Estado, o la convivencia ciudadana, el Presidente de la República, con la firma de todos los ministros, podrá declarar el estado de conmoción interior, por término no mayor de 90 días, prorrogable hasta por dos períodos iguales, el segundo de los cuales requiere concepto previo y favorable del Senado de la República”.

Este 2024, la multinacional Chiquita Brands fue condenada a pagar millonarias indemnizaciones por financiar grupos paramilitares, responsables de matanzas ocurridas en el Urabá antioqueño entre 1997 y 2004, como lo denunció el periodista Ignacio Gómez, siendo entonces reportero de El Espectador.

¿Cómo se llegó a esta barbarie en un país que, repito, se precia de democrático? Una explicación ilustrada la ofrece el podcast El Hilo.

Chiquita Brands es la misma United Fruit Company asociada a la Masacre de las bananeras en 1928: Una huelga que fue resuelta a bala por el ejército y terminó en la matanza de trabajadores de esa empresa estadounidense, durante el gobierno  del conservador Miguel Abadía Méndez, hecho al que se refirieron escritores como García Márquez o Álvaro Cepeda Samudio. Este último cuenta en su novela “La casa grande” que, con el fin de “restablecer el imperio del orden”, el Jefe Civil y Militar de la Provincia de Santa Marta, Carlos Cortés Vargas, declaró por decreto “cuadrilla de malhechores a los revoltosos, incendiarios y asesinos que pululan en la actualidad en la zona bananera”, llamando a los huelguistas “comunistas y anarquistas” y facultado a la fuerza pública para “castigar por lar armas a aquellos que se sorprenda en infraganti delito de incendio, saqueo y ataque a mano armada”.

Desde la ficción y desde la no ficción, los libros pintan una Colombia escabrosa. En “Me hablarás del fuego: Los hornos de la infamia”, Javier Osuna nos habla de los hornos crematorios que usaron en Norte de Santander las Autodefensas Unidas de Colombia AUC (un grupo paramilitar de Derecha) para incinerar los cuerpos de sus víctimas. Convirtieron trapiches y ladrilleras en cementerios. Un testimonio humano o inhumano según quien lo mire.

El prologuista Raúl Zurita dice: “Quien escribió este libro ha sido amenazado, acosado, perseguido, incendiaron el departamento en que vivía y su vida corre peligro”.

Le pregunté a Javier Osuna si existe relación entre los hornos crematorios del paramilitarismo y las cámaras de gas nazis. Su respuesta: “Son crímenes comparables a pesar de las obvias diferencias históricas y políticas. Ambos pretendían borrar todo rastro de sus víctimas, suprimir del paisaje de la vida a seres humanos únicos e imprescindibles. Cada caso representa un insulto a la humanidad que no debe repetirse jamás. Además, en ambos casos, se trata de crímenes condenados al fracaso porque a los seres humanos no se les puede borrar como una cosa. Por eso no hablo de desaparecidos sino de ausentes”.

¿Por qué los colombianos no hemos sido capaces de construir una memoria sólida sobre ese pasado funesto que nos persigue, repitiéndose? Conjurar ese pasado implica reconstruir con paciencia un libro al que algunos le quieren arrancar páginas a las malas. El pasado debería avergonzarnos como sociedad a ver si un día deja de lacerarnos.

En una nación políticamente amnésica, a jóvenes y a viejos hay que recordarles que la mano firme (léase dura) tiene formas diversas y peligrosas de interpretarse y empuñarse, así que facho y democrático no son lo mismo, del mismo modo que tiranía y ternura pertenecen a reinos diferentes. Democracia no es salir a votar cada cuatro años o que te dejen decir lo que quieras. Democracia es el conjunto de una Constitución y su cabal cumplimiento; por ejemplo, que te garanticen el derecho a la vida (artículo 12) y el derecho a vivir en paz (artículo 22).

Mientras el mundo gire, nadie puede garantizar que todo lo malo que ha ocurrido en Colombia (favor releer al segundo párrafo) no ocurrirá otra vez. Una sociedad profundamente desigual está lejos de ser democrática en su más amplia acepción. Una sociedad mezquina condena a unos a arrastrarse -hasta hacerlos invisibles a nuestra mirada y empatía- mientras otros se mecen en sus privilegios. Esa mezquindad política es nuestra ceguera blanca.

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