Observen a aquel señor, el del libro debajo del brazo, no muy alto, no muy bajo, si muy majo, todo vestido de gris, menos los zapatos que son negros, el sombrero que es café y las medias que no lleva. Desde principios de año, los lunes, el día de las ánimas benditas, se acomoda a cualquier hora, en su propio taburete, frente a la tumba donde yacen el escritor José Eustasio Rivera y su mujer, doña Catalina Salas de Rivera.

En la Ciudad de los Difuntos viven ellos acompañados por otros muertos ilustres, los buenos y los malos de la Historia colombiana; también están los olvidados, como ocurrió con las víctimas de El Bogotazo, cuyos cadáveres, según relatan los que saben, fueron recogidos por camionadas de las calles y traídos hasta aquí, hasta el Cementerio Central de Bogotá, a la espera de que sus familiares vinieran a reconocerlos. Un anciano le contó al escritor Herbert Braun que en el margen occidental del camposanto cavaron una fosa común para la osamenta, que luego fue exhumada. Algo parecido proponen hacer hoy con los restos del autor de La Vorágine.

En la Ciudad de los Difuntos sólo se tiene cabeza para ocuparse de los propios, así que nadie mira al hombre de alborotado cabello cenizo. El primer lunes se horrorizó por el descuidado mausoleo del autor huilense, como si algún fantasma hubiera querido violentar la entrada; mientras limpiaba lo que se podía limpiar, le contó que por estos días su nombre está en boca de todo el mundo, lo cual por supuesto es una exageración, pues en un país desmemoriado y poco amoroso con la literatura, Rivera es otro egregio desconocido, tratado como cualquier hijo de vecino. Se necesitó una centuria para darle su lugar y homenajearlo como precursor de la novela colombiana.

—Maestro, ¡se cumple un siglo de La Vorágine! —le dijo exaltado el hombre de gris, y luego se arropó de contrariedad.  

Se quejó por la mala, acaso nula, señalización en esta Ciudad de los Difuntos, donde el escritor fue enterrado el 9 de enero de 1929, después de que su cuerpo viajó embalsamado desde Nueva York, donde murió el 1º de diciembre de 1928, víctima de una “hemorragia cerebral de origen malárico”, según el parte oficial, aunque las causas de su deceso, al igual que la desaparición de su segunda novela, La mancha negra, siguen en el misterio, como lo cuenta El Espectador.

Si uno quiere encontrar la tumba de algún prócer o la de cualquier otro personaje, toca entregarse a la paciencia: una por una, desde la portada hasta la capilla, atravesando el eje central donde están los importantes, porque aunque se diga que en el cementerio todos somos iguales, hay mausoleos con casta, como el de don Laureano Gómez, ese conservador con aires de dictador que mucho aportó a la sinrazón de la Violencia. ¡Qué pena con el poeta Silva y su hermana Elvira, en cuál me vi para encontrarlos, y también a don José Eustasio!

El Cementerio Central tiene forma geométrica a manera de elipsis que simboliza, dicen, la ascensión de las almas al paraíso. Olvidé decir que en la portada de diez metros de altura hay una inscripción en latín: “Expectamus resurrectionem mortuorum” (“Esperamos la resurrección de los muertos”). En uno de los costados está la tumba de José Eustasio Rivera, el poeta, el escritor, el diplomático, que concibió su obra maestra en condiciones difíciles. Lo contó en El Espectador de 1949 Miguel Rasch Isla, la primera persona que leyó la novela antes de publicarse el 25 de noviembre de 1924:  

—Maestro, desde 2012 los huilenses están pidiendo que se haga lo debido para sacarlo de aquí y llevarlo a Neiva; quieren que se construya un museo en su memoria. ¡Lo que daría yo por saber si usted está de acuerdo!

El hombre de gris y ojos vivarachos piensa que los escritores resucitan cada vez que alguien los lee. Opina que para qué molestarlo con lo del trasteo, más la idea del museo le parece buena siempre y cuando sirva además para recordarnos la matanza de indígenas que trajo la llamada “fiebre del caucho”. ¡Fueron 67 mil seres humanos a merced de los inhumanos de la Casa Arana!

Fue tal el impacto que causó la novela en su tiempo, que un sacerdote bogotano lo buscó preocupado por encontrar a Alicia y a su pequeño hijo, creyendo que se trataba de seres de carne y hueso y no personajes de ficción, en tanto que un connotado abogado conceptuó que los crímenes relatados prescribieron los días previos a la publicación.

En medio del sol luciferino del mediodía, el hombre de gris, ligeramente bañado en sudor, empezó a leer su ejemplar, original pero de segunda, comprado por $15 mil en el centro de Bogotá. Lee y le agradece al autor, porque gracias a su pluma conoció la selva y constató la villanía humana.

“Me has hecho sufrir y maldecir al mismo tiempo”, le habla en susurros para no despertar a los de al lado.

“Aquí, hasta el moribundo ansia besar el suelo en que va a podrirse” (La Vorágine)

Lo cierto es que “La Vorágine” alcanzó el pedestal de la literatura hispanoamericana antes de “Cien años de soledad”. El “sabio catalán” Ramón Vinyes, amigo de Gabo, la calificó como “¡el poema de la selva!”. Los demás miembros del Grupo de Barranquilla, al que pertenecía García Márquez, la consideraron “una gran novela”, “un libro de importancia ineludible” (Álvaro Cepeda Samudio); “la mejor que ha escrito novelista alguno en Colombia” (Germán Vargas).

En 1959 (35 años después de publicada La Vorágine y ocho años antes de publicarse Cien años de soledad), Gabo escribió lo siguiente: “Quienes han leído todas las novelas de violencia que se han escrito en Colombia, parecen de acuerdo en que todas son malas y hay que confiar en que estén secretamente de acuerdo con ellos algunos de sus propios autores. No es asombroso que el material literario y político más desgarrador del presente siglo en Colombia, no haya producido ni un escritor ni un caudillo”. (Gabriel García Márquez, De Europa a América, obra periodística 3, página 727).

El hombre de gris continuó la lectura:

“La niña Griselda pasó una vez cerca de mi chinchorro y con mano insinuante la cogí del cuadril” (La Vorágine)

Se levantó de la butaca, se secó el sudor, recogió las hojas muertas y se fue a esperar con calma el morir de los días hasta el siguiente lunes de zapatero, no sin antes interceder ante las ánimas benditas para que ni el tiempo ni la ingratitud devoren el mausoleo en esta selva de cemento que es la Ciudad de los Difuntos. Quién sabe: el día menos pensado de pronto resucita el maestro Rivera. FIN.

En este enlace de la Biblioteca Nacional puede descargarse gratuitamente la novela y nueve títulos más de la Biblioteca Vorágine, los cuales llegarán a todas las bibliotecas públicas del país, según informó el ministro de Cultura, Juan David Correa.

Las citas 1, 2, 3, 4 y 5 de este artículo corresponden al libro “La Vorágine: Textos críticos, compilación de Monserrat Ordoñez Vila”, de Alianza Editorial Colombiana, primera edición 1987. (1) Páginas 79 y 81 (2) Páginas 30 y 31 (3) Páginas 86 y 87 (4) Página 69 (5) Páginas 453, 456, 458, 459 (6) Página 23.

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