“Nadie podrá llevar por encima de su corazón a nadie, ni hacerle mal en su persona, aunque piense y diga diferente” (Traducción del artículo 12 de la Constitución Política de Colombia, en lengua wayuunaiki)

Paramilitares encapuchados lo sacaron de su casa en Puerto Boyacá, metido dentro de un costal como si fuera un animal, la noche del 5 de septiembre de 1984. Nadie supo si Faustino López estaba vivo, muerto o inconsciente. Con 78 años, era un militante activo y orgulloso del Partido Comunista. Ese fue su delito: pensar distinto; se dedicó a trabajar en favor de los humildes, gente como él, un campesino andariego, nacido en 1906 en medio de la pobreza, criado entre montañas, en Zipacón, Cundinamarca. Aprendió el oficio de la carpintería y de eso vivió. El tiempo restante lo dedicó a enseñarles a otros a no quedarse callados, que debían reclamar sus derechos, diera el agua donde diera. Por su propia cuenta aprendió a leer y escribir para no dejarse enredar con cuentos.

La mañana lluviosa de aquel martes, luego de beber un tinto, se despidió de Gladys, su única hija, que lo mantuvo escondido durante año y medio en su casa de Bogotá, un rancho humilde, de latas zinc en el techo, paredes de madera y piso de tierra.

Las amenazas de los paramilitares le llegaron por carta.  Palabras más, palabras menos: “Se larga o lo desapareceremos, tal por cual”.

No valieron las súplicas de ella. Le rogaba por enésima vez que desistiera de regresar al Magdalena Medio, región donde fue dirigente agrario y asesoró al sindicato de la USO. En aquel lugar  reinaron a sus anchas los paramilitares, antes lo hizo la guerrilla. Un puerto en disputa por cuenta de la tierra y el petróleo.

“Pero él, testarudo como era, aquí no se amañaba. El frío lo enfermaba, extrañaba su casa y se sentía avergonzado de ser una carga por nuestra situación económica”, recuerda Gladys, una sobreviviente de la Violencia del 48 (tenía 5 años cuando mataron a Gaitán) y madre cabeza de familia, con cinco hijos a cargo, tres varones y dos mujeres. Vivían hacinados sobre una montaña de Ciudad Bolívar, donde al principio no había agua, luz ni alcantarillado. Esa localidad se fue llenando de desplazados y tugurios conforme la violencia los escupía de sus territorios, a partir de los años cincuenta del siglo anterior. Llegaron de distintos departamentos con su dignidad pisoteada, envuelta en costales y cajas de cartón amarradas con cabuyas.

Sin embargo, no era la primera vez que Faustino recibía amenazas por debajo de la puerta. En 1954 salió desplazado de La Dorada, Caldas. Ya había enviudado cuando dejó a Gladys, de apenas 8 años de edad, al cuidado de unos vecinos, y empezó una larga travesía de pueblo en pueblo para salvar su vida, pero el miedo no venció su espíritu proletario: Riosucio, Supía, Quinchía y Manizales fueron sus destinos iniciales. Con otros compañeros vivieron clandestinos como si debieran algo sin deber nada. Una noche, el ruido de la máquina de escribir los delató: fueron retenidos en Manizales y trasladados a la cárcel La Picota de Bogotá. La persecución continuaba.

Con el ambiente aún tenso, regresó por Gladys, que ahora tenía 13 años, vendió la casa y empezaron una nueva vida en Puerto Boyacá, donde la matriculó en un internado. Ella, viendo que no tenía un papá de tiempo completo, al cumplir los 16 años se fue con el primer novio que encontró en el camino.

En aquel pueblo sufrió el primer atentado.  Un carro fantasma le pasó por encima. Sobrevivió milagrosamente. Eso fue en el 79, en tiempos del Estatuto de Seguridad del gobierno de Turbay Ayala. Bajo ese régimen de terror, los abusos contra la población civil iban desde allanamientos de domicilio sin orden judicial y detenciones arbitrarias, pasando por torturas, desaparición forzada y hasta consejos verbales de guerra para juzgar a ciudadanos de a pie.

En otra ocasión la familia le perdió el rastro durante tres meses. Lo creían muerto pero no: estaba como preso político en una cárcel de Neiva. Cuatro años duró en prisión. Las torturas dejaron secuelas en su cuerpo, -una desviación de columna y su salud mental afectada-, por lo que el partido lo envió a Moscú, donde recibió tratamiento médico durante ocho meses.

Después empezaron los seguimientos y las amenazas contra Gladys. La acusaban de ser auxiliadora de la guerrilla.  La situación empeoró cuando empezó la búsqueda del papá. En una ocasión le tomaron fotografías mientras caminaba por el centro de Bogotá con León Restrepo López, su hijo menor, que la acompañaba a una cita médica.

—Mamá, un tipo nos acaba de tomar fotos —le dijo él, muy asustado.

Al mes exacto León apareció muerto en el barrio Vitelma. Tenía 20 años. Eso fue en octubre del 2004.

Luego de enterrarlo, sin tiempo para llorarlo, hizo de tripas corazón para continuar la búsqueda. ¿Qué sigue?, se preguntaba en medio de su tragedia.

Sí Faustino López viviera, este 5 de septiembre cumpliría 117 años. Pero vivo no está. De sus restos, de sus huesos, no se sabe nada desde hace 39 años. El luctuoso aniversario coincide cada año con el Día de las Víctimas de la Desaparición Forzada (30 de agosto).

A pesar de las exhumaciones adelantadas por la Fiscalía, no hay rastro de él. Sí, literalmente la tierra se lo tragó. Los desaparecidos se cuentan por miles. La Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas (creada tras el Acuerdo de Paz de 2016), calcula en más de 103 mil las víctimas de 60 años de conflicto armado.

¿Dónde está el cuerpo de Faustino López? ¿Dónde llora su osamenta? ¿Apretujada con otros difuntos, en esa infamia de la historia que llaman fosas comunes? 

Faustino salió con vida desde Bogotá hacia Puerto Boyacá la noche del 4 de septiembre de 1984, junto con otros amigos, entre ellos Miguel Ángel Díaz. Al día siguiente ambos se presentaron en la oficina de Registro de Instrumentos Públicos de Puerto Boyacá para legalizar la escritura de una casa perteneciente al Partido Comunista.

“A las 11:30 a.m., Miguel Ángel fue a recoger la escritura y al momento de salir de la oficina fue introducido a la fuerza en un carro Renault 12, al que seguía una motocicleta roja, conducida por el detective rural del DAS Jorge Luis Barrero”, según relata El Espectador en una nota fechada el 5 de septiembre de 2011.

El mismo artículo cuenta lo que pasó con Faustino.

“Siete horas después, cuatro encapuchados y el agente del DAS irrumpieron en el apartamento de Faustino, de donde, de acuerdo a la versión de los vecinos, lo sacaron en un costal y lo subieron a un carro”.

Gladys viajó al sitio en busca de la verdad. El alcalde de Puerto Boyacá, en ese entonces un militar, le dijo en tono jocoso que no se preocupara. Que a lo mejor se había ido de juerga con los amigos, que en cualquier momento aparecería. Gladys lleva más de catorce mil días con sus noches esperando ese cualquier momento.

De acuerdo con El Espectador, el agente Barrero fue condenado por el delito de secuestro simple en 1986, recluido en 1987 en la cárcel El Barne y puesto en libertad en febrero de 1990.

Luego fueron por Martha Inés, la tercera de los cinco hijos de Gladys. Con 20 años y una niña de brazos, era la secretaria de la Unión Patriótica en el barrio y trabajaba en un taller como guarnecedora de calzado. Allá empezó a recibir llamadas donde le decían que la iban a matar. No tuvo otro camino que huir sin su hija para protegerla: se refugió en Venezuela durante seis meses.

Eso fue a raíz del secuestro del que fue víctima el 19 de abril de 1986. Saliendo de una reunión en el Concejo de Bogotá mientras esperaba la buseta, después de comprar la leche en polvo para su hija, dos hombres vestidos de soldados la subieron a un Renault 4, le vendaron los ojos y la mantuvieron retenida en una casa. No supo dónde estaba. Esa noche fue golpeada y violada.

—“Al día siguiente, llegó un tipo para interrogarme y se dio cuenta de que yo no era la persona que buscaban. Me sacaron del lugar, otra vez vendada”. La dejaron en el sector de La Granja al mediodía, tirada en medio de la calle, sin dinero, porque los captores le quitaron la quincena, los documentos personales y hasta el tarro de leche materna. Ultrajada y en shock, mendigó para devolverse a su casa, la misma loma en las goteras de Bogotá.

En otra oportunidad fue bajada de un bus y llevada a rastras hacia los cerros orientales para advertirla que le podría ir muy mal si no dejaba “esa mierda”, refiriéndose a su trabajo político. En 1995 salió desplazada hacia Barranquilla, con signos de estrés postraumático.

Estas dos mujeres –la hija y la nieta de Faustino López-, sacan fuerzas de donde no tienen para continuar, sabiendo que cada año se alejan las posibilidades de encontrar los restos de “El viejo”, como le decían cariñosamente. Vencida por la artritis -y habiendo superado un cáncer-,  Gladys puso fin a su misión humanitaria, luego de 37 años  como defensora de derechos humanos, la misma vocación que lleva en la sangre Martha Inés como víctima del conflicto armado.

—”No podemos pasar por este mundo sin dejar huella”, dice Gladys, a sus 80 años.

Ella sabe que sus esfuerzos y el de tantas personas no han sido en vano. En 2021, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado colombiano por el genocidio contra la Unión Patriótica, el movimiento que nació como resultado de los acuerdos de paz entre el gobierno de Belisario Betancur y la Guerrilla de las FARC, con el apoyo del Partido Comunista. Esa matazón fue tan real como la Masacre de las bananeras en 1928. En YouTube hay una prueba desgarradora de los crímenes de Estado contra la UP: El baile rojo: memoria de los silenciados” se llama el impactante documental. Más de cinco mil personas fueron asesinadas o desaparecidas entre 1984 y 2018.

 

La sentencia de la CIDH exige, entre muchas otras órdenes, que las víctimas sean reparadas e indemnizadas por estos crímenes de lesa humanidad, y se determinen las responsabilidades penales. También pide que se establezca un Día Nacional en Conmemoración de las Víctimas de la UP y que el mensaje se difunda en escuelas y colegios públicos.

“No hay dinero que reponga todo lo que perdimos, nada nos liberará del dolor por la ausencia de mi abuelo. Nunca recuperaremos los abrazos que no pudo darnos ni el tiempo que mamá dejó de estar a nuestro lado por buscarlo a él. La vida se nos fue escondiéndonos aquí y allá para que no nos pasara lo mismo. Nada va a reparar el miedo y la zozobra con que hemos vivido todos estos años”, dice Martha, arrastrando la voz, con los ojos vidriosos.

Los inquilinos de la casa de Puerto Boyacá afirman que un señor bajito, ya viejo y de sombrero, con sus manos callosas, se les aparece de vez en cuando como fantasma. Gladys les cree porque ella también ha escuchado los sonidos del martillo y el serrucho. Es un dolor que no se va, supura silencioso en su corazón cada 5 de septiembre, recordándole que hay duelos enquistados en el alma.

 

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