• “Yo aprendí a escribir cuentos, escribiendo noticias; es decir, escribiendo crónicas y reportajes”: Gabo.

Los artesanos del centro de Bogotá están agradecidísimos con Netflix. Me cuentan que desde que comenzó el rodaje de “Cien años de soledad” se dispararon las ventas en el Pasaje Paul (más antiguo que el Pasaje Rivas y funciona al lado de este desde 1860). La lista de artesanías​ ​ y chucherías para ambientar Macondo es larga: totumas, calabazos, cestería, esteras, reatas de fique, sopladoras, chorotes de barro, lazos, cabuyas, cucharones y cucharas de madera, bateas, pilones, cobijas de lana virgen…

Quisiera saber si consiguieron las sábanas de bramante para hacer que Remedios, la bella, se eleve por los cielos, “transparentada por una palidez intensa”. No es una escena fácil de lograr; de hecho, llevar el libro a la pantalla me sigue pareciendo el suicidio del realismo mágico. Sabemos que Gabo se opuso a la idea en vida con un argumento simple pero contundente: “…literatura es literatura y cine es cine”. (…) En literatura, por mucho que se describa, el lector siempre tiene la posibilidad de llenar un margen de imaginación que queda”.

  • “Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerones y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”. (Página 271).

Si logran hacer algo decente con la ascensión de la bella Remedios, -tan bella que volvía locos a los hombres- a lo mejor Gabito no se revolcará en sus cenizas, allá en el Claustro de La Merced, de la Universidad de Cartagena, donde reposan junto con las de su esposa, Mercedes Barcha, “La Gaba”. Preferiré siempre el realismo mágico del papel al realismo sorpresa de Netflix con personajes carnudos y huesudos que cercenarán para siempre la imagen que cada lector formó en su cabeza sobre los Buendía. Un consejo: lean la novela antes del estreno de la adaptación cinematográfica.

Leí “Cien años de soledad” ya viejo –¡gracias pandemia bendita!-  pero conocí a Gabo siendo bachiller, cuando nos tocó leer “El otoño del patriarca”. Escribí una sinopsis para la clase de Español y obtuve 4.5 sobre cinco, a pesar de que no entendí un carajo. Mis compañeros de grupo entendieron menos, porque ni siquiera leyeron medio párrafo. Hicimos trueque: mi nombre en la maqueta de la clase de Electricidad por sus nombres en mi ensayo literario. Todos quedamos felices, pero más feliz quedé yo que desde entonces le declaré mi amor a los libros; nos volvimos inseparables.

Al pasar los años, entendí que el sistema educativo ha sido en parte responsable de tantas generaciones que crecieron odiando la lectura. Obligar a otro a leer es amputar la imaginación. La lectura debe ser un acto gozoso. Los libros deben estar al alcance de las personas, a la espera de que cada cual reciba el llamado, sin imposiciones.

  • Dijo Jorge Luis Borges: “La lectura debe ser una de las formas de la felicidad y no se puede obligar a nadie a ser feliz”:

Luego vi al Gabo de verdad en 1988 por una visita escolar al periódico El Espectador. Hacía décimo grado. Fue una grata coincidencia, de la que quedó una foto en blanco y negro, (recuperada por don Rodrigo Dueñas, entonces jefe de Fotografía), donde aparece el escritor firmando autógrafos a quienes nos acercamos a saludarlo junto a aquel muro que franqueaba la entrada a la redacción del periódico, en la Avenida 68 con Calle 23.  Gabo ingresó como reportero  en enero de 1954, (cuando las oficinas estaban en la Avenida Jiménez con 4ª) con un sueldo de 900 pesos mensuales, que le alcanzaban “para vivir a sus anchas” y ayudar a sus padres, según cuenta Jacques Gilard en el prólogo del libro “Ente cachacos”, uno de los dos volúmenes que reúnen su obra periodística.

“El Espectador era un modesto vespertino de dieciséis páginas apretujadas, pero sus cinco mil ejemplares mal contados se los arrebataban a los voceadores casi en las puertas de los talleres, y se leían en media hora en los cafés taciturnos de la ciudad vieja”, cuenta Gabo en “Vivir para contarla”.

En su inconclusa autobiografía relata además su primera lección de reportero “una tarde en que cayó sobre Bogotá un aguacero que la mantuvo en estado de diluvio universal durante tres horas sin tregua”.

“De pronto, Guillermo Cano pareció despertar de un sueño sin fondo, se volvió hacia la redacción paralizada y gritó: —Este aguacero es noticia”.

Quienes vivimos en la capital sabemos que Gabito no se equivocó con el asunto del diluvio bogotano: cíclico, noticioso, capaz de avinagrar el genio al más paciente, como si fuera la antesala del apocalipsis, si se me permite la exageración.

Debo decir con modestia que El Espectador se convirtió también en el diario de mis amores, allá me crie periodísticamente –fui redactor en los años 90, con un sueldo inicial de $50 mil- y donde tuve los mejores maestros, incluyendo a Gabo, que ya que retirado del oficio me dio una lección que todavía recuerdo con cierta vergüenza.

En enero de 1992 conversamos por teléfono. Todavía no existían los celulares. Conseguí su número privado con ayuda de la secre de los directores del periódico, Fernando y Juan Guillermo Cano, quienes asumieron la dirección después de que Pablo Escobar ordenó asesinar a don Guillermo Cano.

No se imaginan cuántas veces ensayé el encabezamiento del saludo:

—¿Maestro?

—¿Premio Nobel?

—¿Señor escritor?

—¿Eminencia?

Yo tenía 21 años, él 64. Me volví un ocho, no sabía cómo dirigirme a alguien que había bajado desde el Olimpo de los grandes escritores. Se me ocurrió una solución rápida: a la persona que contestara (ya fuera su esposa o de pronto alguna empleada) le preguntaría qué calificativo usar antes de pronunciar su nombre, con tan mala suerte que al terminar de marcar los siete números de su apartamento en Bogotá, desde el teléfono verde de disco de la redacción, me contestó el mismísimo Gabriel García Márquez.

—¿A la orden?, dijo él.

Su voz inconfundible me infundió un miedo que vuelvo a revivir al escribir estas líneas.

—Don Gabriel, le habla Alex Velásquez​,​ de​ ​ El Espectador. Me siento honrado de escuchar su voz. (Ni siquiera recuerdo si dije mi nombre; ¡para lo que importaba…!).

Solía responder según el interlocutor.  A sus amigos entrañables normalmente les preguntaba “¿cómo está la vaina?”, me cuenta su primo Óscar Alarcón, escritor y periodista.

—Otras veces saludaba con un  “Quiubo compadre”. 

Mi saludo debió sonarle a pura lambonería, me sentí ​​​enjuagado por un sudor frío, mientras revisaba la conexión de la grabadora al teléfono para registrar sus respuestas y después transcribirlas. Fui al grano cuando preguntó  en qué me podía servir.

—Queremos entrevistarlo para que nos cuente los recuerdos y anécdotas de sus épocas de colegio y lo que piensa hoy acerca de la educación.

—No​ es necesaria la entrevista​​. Lea las columnas que escribí en el periódico. Ahí está todo lo que quiere saber —respondió un poco irritado.

Regañado, apenado y abrumado, pedí que la Tierra me tragara; me puse  como un tomate, agradecí no tenerlo de frente, mientras fijaba con desazón la mirada en la hoja tamaño carta con la lista de preguntas que él jamás conoció… menos mal. Pagué la novatada y todavía no me lo perdono, de la misma manera que no se le perdona a un redactor una falta ortográfica. (Confieso haber escrito en mis inicios el nombre del aeropuerto Olaya Herrera con h en el primer apellido y sin h en el segundo, por la época en que los enviados especiales dictaban sus notas por teléfono, y yo era auxiliar en la sala de redacción).

Tenía la obligación de prepararme. No es suficiente con inventar una lista de preguntas. El buen reportero se documenta para no preguntar pendejadas o cuestiones que el personaje haya dicho de antemano. En una frase: me sentí decepcionado de mí mismo. ¡Pero la lección la recibí de un Premio Nobel de Literatura… y ese oso nadie me lo quita!

Me despedí con un lánguido: “Gracias, maestro, así lo haré. Ha sido usted muy amable”. Y de una corrí al centro de documentación, pedí las notas de archivo y me puse a leer al autor más importante de Colombia; desde entonces no he dejado de leerlo. Lo leo y lo releo con la emoción de la primera vez, y en cada lectura descubro algo que no vi antes. Asumo que Gabito sigue escribiendo desde el más allá, pues ya anunciaron que su nuevo libro, “En agosto nos vemos”, se publicará en abril del 2024, año en que se conmemoran ochenta  desde cuando atravesó las puertas de El Espectador y don Luis Gabriel Cano dijo, atemorizado: “Está tan flaquito y pálido que se nos puede morir en la oficina”. (“Vivir para contarla”)

Con el tiempo supe que detestaba las entrevistas y las grabadoras; prefería “la pobre libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a medida que escucha, y le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo invaluable”.  Leyéndolo a él me enamoré más del periodismo. Quien quiera ser buen periodista debería leer Crónica de una muerte anunciada, Noticia de un secuestro o Relato de un náufrago, uno de los reportajes que escribió a su paso por la capital.

Bogotá está en deuda con Gabo. Su nombre no brilla como debiera en esta ciudad. Le debemos, por ejemplo, un gran monumento; ya que no se nos ocurrió ponerle su nombre a una de las estaciones de TransMilenio, ¿qué tal si las estaciones del Metro llevan por nombre los títulos de sus novelas? Imagínense: ¡Estación La hojarasca! ¿No les parece poético? Ahora bien: fue todo un acierto haber trasladado el Festival Gabo a Bogotá. No se pierdan la décimo primera edición del 30 de junio al 2 de julio, donde además se reconocerá lo mejor del periodismo iberoamericano con el Premio Gabo 2023.

A propósito de mi fallida entrevista, recordé que Gabo hizo parte de la llamada “Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo”, integrada por diez intelectuales y científicos colombianos; de dicha experiencia nos legó un texto maravilloso titulado “Por un país al alcance de los niños”, que al parecer ningún presidente de la República ni ministro de Educación ha leído, porque nada ha cambiado después de tres décadas.

  • “…nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y contraría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y solo en eso”.
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