Este libro debería leerse en colegios y universidades. Aparece en un momento clave en que los odios políticos andan desatados no solo en Colombia, sino en el mundo.

Ubíquese en los años 30 del siglo XX. Imagine que Colombia es una persona. Piense en una criatura que, chicha o aguardiente en mano, se tambalea de la borrachera, mientras en la otra mano sostiene un arma; un machete, por decir algo. Esa persona departe con otras en una chichería de cualquier pueblo o ciudad, pongamos Bogotá. Todas escuchan a través de la radio los feroces discursos de unos políticos también feroces. En la mente de los radioescuchas hay sed de venganza. Los azules quieren comerse vivos a los rojos: conservadores y liberales son el agua y el aceite. Hay que hacerse matar.  

El libro “Discordia y progreso: La primera mitad del siglo XX en Colombia” recorre los acontecimientos, buenos y malos, que van desde la Guerra de los Mil Días hasta el Frente Nacional. Su autor, el historiador Carlos Roberto Pombo, actual presidente de la Sociedad de Mejoras y Ornato de Bogotá, propone una tesis novedosa, según la cual tres elementos contribuyeron a la sinrazón: el consumo de licor, la oratoria política cargada de sectarismo y la radio que llegó para amplificar esos discursos y alborotar a las masas.

Fue “la guerra civil no declarada entre el Partido Liberal y el Partido Conservador”, anota en el prólogo el escritor Juan Esteban Constain. “No todos las muertes tuvieron una motivación política”, aclara el historiador.

El Frente Nacional viene siendo el mea culpa de los dos partidos políticos tradicionales por los desmanes que ocasionaron, aunque al final lo que hicieron fue alternarse el poder.  

Incluso se ejercía violencia contra los propios copartidarios. “En algunos casos la filiación política de las víctimas no interesaba a los victimarios. Eso explica por qué hubo numerosas masacres llevadas a cabo por liberales donde los muertos eran liberales, y lo mismo ocurrió con aquellas perpetradas por conservadores donde los muertos eran conservadores”, escribe el autor:

Dicha confrontación tiene su génesis en la Guerra de los Mil Días, por cuenta del malestar que produjo en los liberales el gobierno conservador de Rafael Núñez, y en el que fue clave la intromisión de la iglesia y la fuerza pública. “El ejército y la policía (…) intervinieron en política, tomaron partido más de una vez, intentaron usurpar el poder, e incluso dieron el golpe de Estado del 13 de junio de 1953”, explica el historiador.

Se necesitaron tres tratados para poner fin, en 1902, a la Guerra de los Mil Días que dejó a Colombia “sumida en la ruina económica”. Se habla de entre 80 mil y 300 mil muertos en una Colombia con apenas tres y medio millones de habitantes.

Hay quienes piensan que la Violencia comenzó en las elecciones de 1930 “cuando el clero descalificó al candidato Olaya Herrera”, que las ganó, lo que “desató la persecución de los liberales triunfantes contra los conservadores vencidos”. Un dirigente liberal ofreció “generosas dosis de aguardiente y de cocaína” a los campesinos, que gritaban: ¡”Godos miserables, somos nosotros los que ahora estamos en el poder!”.

La iglesia era la niña díscola metiendo la cucharada cuando todavía se le permitía. Los curas católicos hacían política con la sotana puesta. “Monseñor Miguel Ángel Builes (…) llegó a afirmar desde el púlpito (…) que ser liberal era pecado”. “…el liberalismo es esencialmente malo”, dijo en la pastoral de 1931.

Cuenta el autor que el mismo sacerdote publicó una proclama en el diario El Siglo, de filiación conservadora: “Si sois cristianos y católicos, A VOTAR POR LOS CANDIDATOS QUE DEN GARANTIAS A VUESTRA RELIGIÓN, a vuestras creencias, y aún más, que no entreguen después la patria misma a los poderes extraños, a la Rusia soviética, al comunismo internacional”.

En 1936, la reforma a la Constitución del 86 separó Iglesia y Estado, y trajo la libertad de cultos. “Los conservadores, defensores a ultranza de la iglesia católica, llegaron a afirmar que la Reforma había remplazado una Constitución cristiana por una atea”.

La obra abunda en detalles sobre uno de los capítulos más sangrientos de nuestra historia: la huelga de las bananeras (1928), que terminó en matanza: cien muertos y 238 heridos. El general Cortés Vargas, borracho lo mismo que su tropa, ordenó abrir fuego contra los trabajadores de la United Fruit Intenational.

Jorge Eliécer Gaitán pronunció un discurso en defensa de las víctimas. “El señor Cortés Vargas con los de la United, sus amigos, se encerró en el cuartel a emborracharse. (…) cientos de vidas caen bajo la metralla asesina. La orden la había dado un hombre ebrio”.

Una tragedia alimentada por el licor

Según el autor, otro factor determinante de la violencia fue la dieta de los trabajadores colombianos, que “a principios del siglo XX era completamente inadecuada. Deficiente en nutrientes esenciales, calorías y proteínas, estaba sobrecargada de carbohidratos, en especial el alcohol contenido en la chicha” (…) con lo cual no solo estaban desnutridos, sino frecuentemente alcoholizados”.

A casusa de las borracheras, en el combate fluvial de Los Obispos (1899) perdieron la vida 500 soldados, entre ellos cinco generales.

Con tal grado de irresponsabilidad, el general Benjamín Herrera ordenó que los soldados “derramaran el aguardiente y demás licores en los estancos y las tiendas”, al entrar a una plaza, antes o después de una victoria. Luego, para atajar el consumo, el presidente Pedro Nel Ospina subió el precio del alcohol, pero esto trajo más disturbios, como ocurrió la Bogotá de 1923: “más de doscientas personas envalentonadas se dirigieron a varias chicherías, especialmente a la conocida como El Nuevo Ventorrillo, le arrojaron piedras, rompieron sus vidrios y cometieron otros desmanes”.

El licor también se usó para motivar a la gente a votar en elecciones.Yasí, en 1904 en Riohacha, tuvo lugar un fraude histórico: “El chocorazo de Padilla”. “Políticos de todas las tendencias repartían gratuitamente chicha y otras bebidas embriagantes durante los comicios, para motivar a los electores”.

Laureano Gómez, conservador él, decía que “el fraude electoral desencadenaba la violencia política”, y López Pumarejo, liberal él, aducía que la violencia electoral “era inherente a la naturaleza misma de los partidos”.

En el crimen del General Rafael Uribe Uribe el licor hizo su festín, el 13 de octubre de 1914, a manos de dos artesanos después de emborracharse en “dos oscuras chicherías del centro” de Bogotá. “A la una y media de la tarde, sobre la acera oriental del Capitolio, los carpinteros tasajearon con cólera y sevicia al líder liberal”. Por aquella época se consumían unos 35.000 litros de chicha al día y “las chicherías eran los sitios de esparcimiento más populares en Bogotá”.

“Chicha va y chicha viene, hasta que al amanecer, ya muy enchichados, los carpinteros Galarza y Carvajal fueron a comprar unas hachuelas y a la entrada del Capitolio mataron a hachazos al general. El asesinato del líder liberal generó un impacto muy grande en Bogotá, que no llegaba a los 120 mil habitantes”, rememora el investigador durante una charla.  

Radio y alcohol: mezcla explosiva

El libro contiene un detallado inventario de hechos de sangre atribuibles alcohol, incluidos los llamados “duelos de honor”.

Sobre El Bogotazo dice el autor: “La mezcla explosiva de la violencia con el alcohol y las alocuciones políticas desafortunadas, transmitidas por radio durante toda la jornada”, fueron elementos fatales. La gente, armada de fusiles, pistolas, machetes y garrotes, “se dedicó al saqueo y al pillaje en el centro de la ciudad”.

A su manera, Manuel Marulanda, el guerrillero conocido con el alias de Tirofijo, para entonces vendedor de quesos, contó que supieron la noticia por la radio. “… todo el mundo se echó a la plaza a oír el único radio que había y que era del otro jefe liberal… “…sacó la radio para que todo el mundo oyera la algarabía que las emisoras formaron. (…) los vivas al partido y los mueras a Laureano salían de más adentro, traían las tripas prendidas. Los vivas y los mueras fueron creciendo y andando solos: nombrando alcalde y destituyendo policías, pidiendo armas y asaltando almacenes para tomar aguardiente. Tres días, los reglamentarios de todo duelo, se estuvo bebiendo y gobernando”.

Tras el asesinato de Gaitán, por decreto el gobierno prohibió “la fabricación y el expendio de la chicha y productos similares”.

Por fortuna, en medio de estos tragos amargos, el país pudo avanzar de manera admirable. “La sociedad colombiana fue capaz (…) de crear la civilidad necesaria para contrarrestar esa violencia”. La obra habla ampliamente de esa otra cara amable.

Al aterrizar en la página 270 de este magnífico libro, me quedo preguntando si hoy, pleno siglo veintiuno, las redes sociales y ciertos políticos en campaña están repitiendo la historia con su violencia verbal: ayer se hablaba se sectarismo, hoy se habla de polarización. Aunque es una obra sobre el pasado, se convierte en un espejo para el presente.

Nos queda la ilusión de que el encono de los odios pueda extinguirse para seguir avanzando como nación.  

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