¡Qué difícil, pero qué demencial también, es vivir y dejar vivir! Lo que hicieron con Sara Millerey no tiene nombre. Es imposible ver esas imágenes sin sentir compasión y rabia al mismo tiempo.
¡Qué difícil, pero qué demencial también, es vivir y dejar vivir! Lo que hicieron con Sara Millerey no tiene nombre. Es imposible ver esas imágenes sin sentir compasión y rabia al mismo tiempo.
Sara Millerey. Imágenes tonadas de YouTube y X.
“Aleja, Señor, de mi vida toda maldad, toda mala actitud y toda mala acción contra mí y todo hecho de violencia (…) me dañen o me dejen sin vida. Y si alguna vez me sucede, acompáñame con tu preciosa luz (…) Cuando sienta dolor, cúbreme”: Palabras de Sara en su cuaderno argollado.
“William Hazlitt, en su ensayo sobre el Yago de Shakespeare y la atracción que ejercer la vileza en el escenario, se pregunta: `¿Por qué siempre leemos en los periódicos las informaciones sobre incendios espantosos y asesinatos horribles`?, y responde: porque `el amor a la maldad`, el amor a la crueldad, es tan natural en los seres humanos como la simpatía”: Susan Sontag en el ensayo Ante el dolor de los demás.
Seamos sensatos: Lo malo del mundo somos nosotros.
La muerte de Sara Millerey González Borja (1993) nos destripó el espíritu, pero ya sabíamos que el ser humano es, por definición, inhumano. La impotencia que se siente al ver las imágenes y los gritos desgarradores de Sara encogen el alma, si es que poseemos una.
Verla a ella ahí, revolcada en aguas putrefactas, con la ropa raída y sin posibilidad de moverse, es ver al niño o a la niña indefensos que fuimos todos alguna vez, sin una mamá y sin un papá que pudiera salvarla del salvajismo humano. Estoy seguro de que cualquier papá hubiera matado en su lugar, sin importar las consecuencias. Y seguro también de que en esos momentos eternos de agonía solo hubo una palabra en boca de Sara: “¡Mamá!”.
Y cómo no llorar con más veras cuando se es padre y ese dolor intenso lo sobrepasa a uno. Ya para qué ponerse en los zapatos ajenos. La maldad camina desatada. “Nos toca es cuidarnos”, me dice un amigo, que es humorista, aunque el país ya no está para chistes. Más que rotos estamos podridos, por dentro y por fuera, tanto que hasta se tiene el mal pensamiento de que en Colombia debería imponerse, para casos como este, la pena de muerte y sin atenuantes, porque ya otros la impusieron primero. Pero este es un país conservador, rezandero y mojigato para siquiera considerarlo.
Diré algo políticamente incorrecto, consciente de que nadie, bajo ninguna circunstancia, debe hacer justicia por mano propia: La misma sevicia y los mismos padecimientos merecen aquellos seres deshumanizados que cometieron esta tortura que concluyó en un crimen brutal. Pero no, mejor anulo mis palabras. Nadie aplique la tal ley del Talión, porque entonces terminaremos todos convertidos en bestias humanas. “Ojo por ojo, y el mundo acabará ciego”, nos enseñó Gandhi, el hombre que predicó la no violencia.
Pero los odiadores, con sus mentes corrompidas por el odio, son un peligro para la sociedad, porque en sus conciencias no existe el remordimiento y si tienen corazón tampoco es humano. ¡Para qué perpetuar una especie que no entendió el milagro de la vida!
“Fue un crimen de odio, un transfeminicidio”, dijeron activistas en esta historia que publicó El Espectador.
Somos una sociedad enferma y esta enfermedad no tiene nombre, ponerle uno es aceptar que así somos. Y quizás sea verdad: así somos y no hay remedio para lo incurable. Se necesitan psiquiatras, psicólogos, consejeros, filósofos, sociólogos y aún antropólogos, que nos ayuden a entender que nos está pasando, pero, más que nada, sería un aliciente que la justicia opere. Y si la justicia llega un día, así sea cojeando que esa es su mala costumbre, será poco para el daño tan grande que hicieron en la humanidad de quien ningún daño le hacía, mientras vivió, a la otra humanidad. En serio: ¿Es muy difícil vivir y dejar vivir?
Somos la vergüenza del mundo. La sociedad colombiana, con su desprecio por la vida, está fracasando. Lo que sea que se esté enseñando en las escuelas y en las casas está sirviendo de muy poco. Algo hacemos mal. Porque pareciera que estamos criando y creando monstruos en este era del espectáculo, donde la muerte se volvió un numerito más para satisfacer el apetito morboso, acaso patológico, de las redes (anti) sociales.
Escribió Susan Sontag en el ensayo Ante el dolor de los demás: “Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan. (…) Las imágenes dicen: Esto es lo que los seres humanos se atreven a hacer (…) No lo olvides (…) La memoria es, dolorosamente, la única relación que podemos sostener con los muertos”.
Sara Millerey tenía 32 años. Imagen tomada de la red social X.
Todavía no sé ni qué pensar de aquellos que grabaron el crimen. ¿Nos hicieron un favor o nos apuñalaron a los demás en el alma para que todo siga igual? Todo lo que pienso ahora es que ningún ser humano cuerdo, con sus cinco sentidos puestos, y con un mínimo de sensibilidad, tendría agallas, ni siquiera las fuerzas, para presenciar el horror sin hacer algo. De nada sirve unas pruebas en video que le dan la vuelta al mundo, cuando la muerte pareciera que sucede en vivo y en directo, sin que nada ni nadie haya hecho algo para evitarla.
Sara murió después, en la clínica, pero ante los ojos del mundo, ante nuestros ojos espantados, murió justo en esas imágenes, con sus huesitos quebrados, pidiendo auxilio, mientras la vida se le iba, arropada por las aguas malolientes de la quebrada a donde la arrojaron como se arroja aquello que no tiene valor, las sobras del mundo, pero ella no era eso. Sara era un ser humano.
Esa quebrada, testigo del pavor, fue la primera tumba de Sara y sobre esa tumba la mirada se enturbia de rabia e impotencia; solo hay palabras vulgares para los malnacidos. Sí, hay gente maldita entre nosotros, y dudo mucho de que haya manera de recomponer a una sociedad anestesiada por la crueldad, pero toca intentarlo por quienes todavía están vivos.
En vez de geografía o química urge enseñar derechos humanos e impartir cátedra sobre cómo ser humanos y humanistas. Urge educar a padres y maestros para hablar con los muchachos acerca del odio, la tolerancia, el respeto por el otro, la aceptación y la compasión que nos movilice a actuar en favor de los más débiles, primeramente por aquellos seres humanos a quienes unos seres inhumanos tratan como a parias. La educación debe replantearse antes de que la muerte nos sorprenda a los demás por la razón que sea, por ser o por no ser.
Pero también urge educar a los funcionarios públicos, cuya ignorancia es infinita, pero aun es capaz de superarse.
Aquellos que llamaron Anderson a Sara, empezando por José Rolando Serrano, secretario de Seguridad y Convivencia Ciudadana de Bello (Antioquia), o aquel internauta que en las redes sociales dijo que “Ninguna mujer, era un travesti”, son los que con sus ligerezas y desconocimiento de los derechos LGBTIQ+, condenan a muerte a quien es por lo que es, porque Sara no era distinta como dicen por ahí. Sara era Sara y punto, como usted es usted y yo soy yo. Las etiquetas tienen jodido al mundo. La etiqueta de mujer trans, por ejemplo, es la sentencia de muerte que pesa sobre ellas, su Inri, su lápida, su epitafio.
Ya casi es la Semana Santa del pueblo católico. Si Dios existe, el asesinato de Sara no tiene perdón, y no lo tiene porque ya no hay manera de repararla a ella ni devolverle su dignidad. Mañana nos habremos olvidado de esta mujer. Matarán a alguien más y no pasará nada, porque en este país todo se reduce a cifras, a la insensibilidad de la estadística que retrata cuan salvajes somos en lo corrido de un año, o en la que va de la década o del siglo.
“Si esto sucediera en Estados Unidos, ya la justicia estaría buscando a los culpables hasta debajo de las piedras y los encontraría para castigarlos”, me escribe desde Chicago otro amigo, tan horrorizado como el resto de nosotros con la noticia.
Sara tenía derecho a ser ella, a amar, a soñar, a ocupar su lugar en el mundo. Las fotos donde se le ve tranquila y orgullosa de ser quien era, me recordó a Gloria, la protagonista del thriller italiano “La vida que querías”. (Netflix, 2024)
Después de su transición, Gloria, logra construir la vida que siempre soñó: dirige su propia agencia de viajes y encuentra el amor en un empresario. Cuando todo parece ir bien, surgen los problemas: En esta miniserie de seis episodios, el espectador se ve confrontado, desde el respeto por las cuestiones transgénero, con la complejidad y el dramatismo que nacen de las relaciones humanas: la familia, los hijos, los amigos…
En un país decente a Sara Millerey, como a Gloria, se le habría respetado el derecho a tener la vida que quería tener y a realizarse como la mujer que era. Repito: en un país decente, porque infortunadamente nacimos en uno indigno. Ahí, afuera, hay miles de Saras valientes, luchando solas contra un mundo desquiciado, cuando no indiferente.
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