Imagen tomada de las redes sociales del precandidato Abelardo De La Espriella.

Por primera vez tenemos en Colombia un candidato presidencial con alias: El Tigre. Abelardo De La Espriella se autodenomina así “…quizás porque se ubica como la figura dominante en un escenario político crispado y volátil”. Para algunos sectores, proyecta una imagen sofisticada y fuertemente centrada en sí mismo, lo que genera percepciones divididas.  

Por ahora, el candidato por firmas no es un fenómeno de masas, a pesar de que una encuesta reciente lo ubica de segundo en el podio de favoritos por debajo de Iván Cepeda, del Pacto Histórico.

Es, ante todo, el personaje pintoresco que toda campaña presidencial necesita para despojarse de su acartonamiento, en medio de unos candidatos predecibles y más de lo mismo. En 2022 ese papel le correspondió al ingeniero Rodolfo Hernández con su lenguaje rocambolesco y no pocas veces vulgar.

Abelardo tiene un estilo impulsivo y frontal: responde sin filtros, lo que en política puede ser ventaja o riesgo. Su espontaneidad lo vuelve atractivo para quienes valoran la autenticidad, pero también lo lleva a exponer posturas que generan distancia con sectores más amplios del país. En sus apariciones públicas proyecta seguridad y prosperidad, una imagen cuidadosamente construida que, sin embargo, contrasta con la realidad cotidiana de la mayoría de los colombianos. Ese contraste —más que su tono altisonante— es parte de lo que alimenta la conversación sobre el lugar que realmente ocupa en el tablero político. 

Se ha plegado al discurso de la seguridad con su eslogan de “Firmes por la patria”, vendiéndose como un gran salvador. Es como creer que Superman existe y va a venir a salvarnos a todos.

Con ganas de trasquilar el Estado, ya dijo que si alcanza la presidencia retirará a Colombia de la OEA, la ONU y la CIDH (Corte Interamericana de Derechos Humanos). Una decisión de esa magnitud tendría profundas implicaciones para las víctimas del conflicto, que continúan buscando verdad, justicia y reparación dentro de los marcos internacionales de derechos humanos; por ejemplo, las familias de los falsos positivos.  

El discurso guerrerista del candidato De La Espriella le habla a ese segmento de la población asustadizo, que compra el discurso de la mano dura y el garrote como forma legítima de gobierno. Esa parece ser su promesa de valor.

Un eventual gobierno de Abelardo implicaría un giro radical en la continuidad de los procesos de paz. El Acuerdo de 2016 abrió una senda institucional hacia la reconciliación que el país ha venido transitando lentamente. Volver a enfoques centrados en la fuerza y la excepcionalidad jurídica —que marcaron etapas previas de nuestra historia reciente— tendría implicaciones serias sobre derechos humanos, institucionalidad y confianza pública.

Abelardo no habla de soluciones a problemas serios, históricos, estructurales (empleo, ingresos y, en general, el bienestar del colombiano raso), en un país donde la mayoría sobrevive de milagro, mientras personas como él tienen asegurado el futuro para siete vidas, aunque el tigre, a diferencia del gato, solo tiene una.

Un cuarentón en la era de TikTok

Abelardo, monteriano de nacimiento y barranquillero por adopción, conecta con un estilo político asociado históricamente a dinámicas muy presentes en varias regiones del país: prácticas clientelistas, redes locales de poder y una cultura electoral basada en lealtades tradicionales. En Colombia existe un segmento del electorado —disperso en distintas zonas— que participa bajo ese tipo de lógicas, donde el intercambio político es más transaccional que programático. Es en ese terreno, familiar para muchos liderazgos regionales, donde De la Espriella busca construir parte de su tracción. 

Según la prensa, juntó más de cuatro millones de firmas para inscribir su candidatura presidencial. De hecho, el evento de lanzamiento de campaña en el Movistar Arena con lleno total dejó entrever su músculo financiero, lo que puede resultar llamativo para aquellos que consideran la política, no como una noble vocación de servicio ciudadano, sino como un lucrativo negocio clientelista.

Abelardo viene registrando un crecimiento visible en las encuestas, pero los datos sugieren que su techo electoral difícilmente supera el 25% o, en escenarios optimistas, el 30%, de acuerdo con Reframeit. Su consolidación depende de factores que todavía no están claros, entre ellos la respuesta de los sectores políticos tradicionales. Ser percibido como cercano al uribismo no garantiza automáticamente el respaldo pleno de la derecha, que históricamente ha administrado con cuidado la continuidad de su propio legado. En ese escenario, será clave observar en qué medida el origen regional de los candidatos influye —o no— en las dinámicas de apoyo dentro de esos grupos.

Abelardo es un hombre cuarentón que, dotado de “sabrosura” en su lenguaje, le habla a la gente con desparpajo; posa como un rockstar, rodeándose de artistas vallenatos, lo que puede resultar atractivo para el segmento más joven de la población, aquel que está decepcionado de una clase política rancia, y educado bajo el nuevo evangelio de las redes sociales, TikTok principalmente, donde los jóvenes se descrestan fácilmente, porque la pinta es lo de más y el contenido lo de menos.

“El fenómeno, más que sobre la persona, es sobre las fracturas internas del país que él logra activar”, me explica Juanita Uribe Cala, directora de Reframeit, especializada en análisis de complejidad social y política.

“Funciona –agrega ella- porque conecta con emociones colectivas no resueltas —miedo, cansancio, frustración— que encuentran en él una narrativa ordenadora. Ese es el verdadero riesgo: cuando el malestar se organiza alrededor de una figura que en campaña ofrece respuestas simples a problemas complejos. Porque una vez electo, va a tener que manejar y resolver esos problemas complejos”. 

Sin embargo, todavía no ha llegado diciembre con su ventolera. Falta ver si el tigre le quita su puesto al burro y las ovejas o resulta ser el primer gato en el pesebre político colombiano. Con tanto candidato, ojalá los electores no pasen por santos inocentes. 

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