Cuando Arturo terminó el Brindis del Bohemio, sugirió comenzar otro capítulo de aquella interminable juerga del 31 de diciembre: hablemos de las peores profesiones. Prostituta, payaso, maestro de escuela, deshollinador, fueron propuestas recibidas sin mayor entusiasmo. Luego vino un paso adelante, una especie de destilación del material en bruto. Payaso el día de la muerte de la hija, prostituta durante el período, contador público juramentado de un cártel de drogas, cirujano de urgencia en la guerra de Viet Nam, cronista de paramilitares colombianos, vendedor de helados en el Polo Norte, profesor de salsa en un convento trapense, vendedor de seguros de vida en el Paraíso, párroco en Gomorra, linotipista en la IBM.
-Jodedor en Arabia, señaló Arturo con cierto desparpajo y con inmerecida seguridad en sí mismo. Ademán de superioridad y autodominio, muy propio de él, que le había hecho merecedor de una cierta impopularidad no exenta de envidia.
Las últimas voces se desvanecieron como si alguien hubiese bajado el volumen de un gramófono y el silencio se petrificó en la luz naciente del amanecer.
Los criadores de caballos tienen un jodedor. Al primer calor de la yegua, lo ingresan al corral. El grueso labio superior cachondea los alrededores de la vulva. La yegua levanta las manos y salta hacia adelante con los ojos desorbitados, huyendo, como todas las hembras vegetales o animales. Si un marciano viese las afugias de la seducción, pensaría más en agresividad y dominio que en el lirismo con que los humanos las hemos barnizado. La indignidad de la prostitución no viene, como dicen algunos, del trueque del sexo por el dinero, sino por la depauperación de la personalidad femenina que produce la paga, derogando la resistencia que es connatural a la hembra. Vis grata puellis, alborada de fuerza que es grata a las infantas, decían los romanos. La yegua se revuelve, crispa sus músculos, jadea, mientras el jodedor le corta la retirada y ahora pareciera oler la semblanza marina de sus oquedades. La yegua lanza una patada que cae en el vacío y el jodedor la sorprende al cerrar el círculo de su huida logrando apenas su lomo con el asta rutilante saliendo de la vaina. Aún no acierta. La yegua se escabulle y el jodedor apenas consigue morderle la crin que ahora brilla empapada de sudor y espuma. El rielaje de la luna desemboca en el pecho del jodedor cubierto de babaza. La vulva de la yegua se ha vuelto sobre sí misma, exhibiendo sin pudor el rosado palpitante de sus entrañas, como cuando de niños enrollábamos los párpados mostrando igualmente la impudicia de los ojos.
El beduino salta en este momento, agarra bruscamente la jipa del jodedor, lo retira no sin esfuerzo. Todo se resuelve en un ajetreo hormonal inconcluso que se repetirá como salmodia inagotable cada que una yegua entre en calor.
Irrumpe el padrillo con una mirada de desprecio, parecida a la de Arturo, y consuma la unión. Los músculos de la yegua se tensan hasta el temblor y el jodedor apenas mira con desolación y encono por encima de la cerca.
-Lástima, remató Arturo, ni siquiera tiene manos para masturbarse.