Cedo la palabra a Antonio Vélez Montoya
En su último libro, Las bolas de Cavendish, el escritor Fernando Vallejo repite sus ataques a los físicos, Einstein en particular. Para ser breve, lo que ha pasado con el gran escritor es que no ha entendido la diferencia entre las distintas aproximaciones que hacemos los humanos a cada tema bajo estudio. En particular, la física permite múltiples aproximaciones, por lo que se vuelve muy importante distinguir entre ellas.
La primera aproximación es la de los filósofos, o pensadores puros: existe un universo material en el que nos movemos y vivimos, compuesto de un espacio de tres dimensiones y un tiempo lineal en el que nos desenvolvemos, de una gravitación que nos une al planeta, de rayos de luz que nos llegan desde el exterior… Los filósofos, arrellanados en sus sillones, sacan al exterior lo que descansa en sus cerebros, esto es, convierten sus pensamientos en palabras. Filosofía natural.
También hay un universo físico para los artistas, otro para los poetas y uno más para los sicólogos. Cada especialista posee una manera particular de entenderlo. Por ejemplo, el tiempo para los sicólogos es una variable que depende del estado de ánimo: si estamos aburridos o padeciendo un dolor intenso, el tiempo se eterniza, pero si estamos disfrutando del momento, el tiempo vuela, muy a pesar nuestro. Es un ente elástico: se alarga o estira dependiendo de nuestros estados síquicos.
Existe también otro universo: el que exploramos en el laboratorio por medio de instrumentos. Estos nos ayudan a medirlo, a experimentarlo. Allí, el tiempo transcurre uniformemente, independiente de las experiencias que nos acompañen. Se trata de aquel tiempo que marcan los relojes, frío, indiferente a nuestros dolores y alegrías. Y algo parecido ocurre con otras variables de nuestro universo físico.
Pero otra versión más compleja y abstracta del universo es la que nos presentan los físicos teóricos, por medio de la modelación matemática, logro máximo de la inteligencia humana, dotada de una potencia casi imposible de describir. Se trata de una modelación por fuera del cerebro, transhumana. Su esencia es simple: los entes del mundo se remplazan por símbolos abstractos: letras, números, símbolos especiales. Una descomunal metáfora, en el sentido más libre del término. Y es un proceso de suma economía, pues comprime la realidad en ecuaciones minimalistas: el mundo queda reducido a su mínima expresión, compactado.
La meta de la modelación es construir representaciones que sean físicamente isomorfas. Esto significa que por cada elemento relevante del mundo en estudio existe su correspondiente en el modelo; y por cada ley o regularidad observada, hay otra en el modelo que la imita con cierta fidelidad. Imitaciones osadas, a las que solemos llamar teorías. Al hacer esto, buscamos que las propiedades formales de los símbolos representen, como si fuesen actores, las propiedades pertinentes de la parcela del mundo que hemos elegido, sus invariantes.
Nos olvidamos de la realidad física y nos trasladamos a su réplica simbólica, confiados en que las repuestas que obtengamos de esta última se correspondan con las propiedades de la primera. En este nuevo universo de jeroglíficos matemáticos realizamos transformaciones “mecánicas”, que luego “leemos” para que nos revelen propiedades del universo real, muchas veces desconocidas, inéditas, a veces enigmáticas; es decir, por medio de estas herramientas virtuales podemos acercarnos al entendimiento del mundo físico. Y si un mal día la réplica simbólica deja sin explicación algún fenómeno, los físicos le hacen modificaciones, la actualizan, o estrenan una nueva. Es decir, las teorías siempre están en periodo de prueba.
El espacio tridimensional que ocupamos, y en el que nos desplazamos, lo incorporamos al conjunto de sensaciones fundamentales, primitivas, a la vez que experimentamos el paso de tiempo, al que medimos objetivamente por medio de relojes. Y así hacemos con las demás experiencias, para construir ese mundo de juguete, lleno de símbolos especiales. Luego, con ellos elaboramos ecuaciones que apodamos “leyes físicas”. Así, por ejemplo, una variable real nos sirve para representar el tiempo, y tres para el espacio. A veces cambiamos una velocidad o una aceleración por una derivada; una fuerza, por un vector; un trabajo realizado, por una integral; una corriente eléctrica, por una variable compleja; una regularidad observada en el mundo, por una ecuación diferencial o por una relación tensorial; una órbita planetaria, por una geodésica. Y amén de las tres dimensiones de nuestras experiencias terrícolas, pasamos sin pestañear a las cuatro del espacio-tiempo de la relatividad, o en las más de cuatro usadas para describir la teoría de supercuerdas; más aún, después de un triple salto mortal, pasamos a las infinitas dimensiones de los espacios de Hilbert, usados en mecánica cuántica. La teoría de nudos la inventaron los matemáticos por puro placer intelectual, pero luego se descubrió que era fundamental para estudiar en física la teoría de cuerdas y la teoría de los bucles cuánticos gravitatorios (loop quantum gravity). Osadías de ciertos humanos. Y así se ha ido construyendo ese mundo simbólico en el cual discuten, calculan y predicen los físicos teóricos. Y se da libertad absoluta a la imaginación, de tal suerte que los modelos permiten pensar fenómenos que para nuestra razón desnuda son contradictorios, algo que a las ecuaciones no las perturba en lo más mínimo.
En ese mundo inventado, fantasmal, los físicos explican el universo real. Podemos viajar por todo el espacio, libremente y sin importar las dimensiones descomunales del Cosmos, o adentrarnos en los agujeros negros, y allí descubrir que el espacio y el tiempo sufren deformaciones de pesadilla, que hubiesen escandalizado al mismo Dalí, y que a cierta profundidad, el tiempo se detiene milagrosamente y nos volvernos inmortales. Euclides hubiese enmudecido. Podemos, también, meternos en el corazón de la materia, por entre las ranuras infinitesimales del átomo, allí donde ni siquiera tienen cabida los ojos portentosos de los microscopios de efecto túnel, y nos hundimos hasta llegar a los quarks, los invisibles ladrillos básicos del universo.
¿En su esencia última, qué son la energía, la gravedad, el calor, la inercia…? El físico contesta que esa pregunta le compete al filósofo, pues el científico teórico se encuentra muy ocupado con sus jeroglíficos tratando de saber cómo diablos se comporta el mundo físico. Allí termina su trabajo, lo demás es literatura.
Lo sorprendente, y Einstein lo manifestó al hablar de la inconcebible potencia del mundo simbólico para describir la realidad, es que exista un paralelo tan perfecto entre el mundo real y el simulado en el papel. Uno de los físicos que trabajó en el diseño de la bomba atómica escribió: “Sigue siendo una fuente inagotable de sorpresa para mí, ver cómo unos cuantos garabatos en la pizarra o en una hoja de papel pueden cambiar el rumbo de la humanidad”. Y es que esos garabatos forman una prótesis cognitiva que nos permite pensar el mundo de una manera nueva: explorarlo, descubrirlo, explicarlo, calcularlo, descifrarlo, entenderlo, manipularlo, cambiarlo, domesticarlo y, quizás lo más importante, predecirlo. Y hasta destruirlo, si no nos civilizamos a tiempo, si dejamos desbordar nuestros impulsos primarios.
Para aquellos que no poseen la exigente preparación básica requerida para enfrentar la física teórica, esto es, la mayoría de los humanos, resulta desalentador pensar que no pueden entrar a ese recinto privilegiado, a ese jardín de maravillas invisibles para la razón pura. Nació a escondidas de la razón pura, y allí permanecerá para la mayoría; es un plato fuerte, solo digerible para pequeñas élites intelectuales. Similar a lo que ocurre con las lenguas extranjeras, no podremos hablar la de la física teórica sin gaguear. Con otro peligro: de insistir, terminaremos enmariguanados, hablando babas. Es lamentable: no existe una versión para dummies.