Los que no se conocen, los “dos–conocidos”, son un padre y una hija. Aclaro, ese padre tuvo tres hijos con la misma madre. Male Correa, que no solo es escritora sino también artista plástica y, además, gemela —con las cosas muy particulares y únicas de los que tienen un otro casi idéntico— nos va contando en una secuencia de pequeños ensayos, que son una mezcla de pensamientos, de recuerdos y de conversaciones con ella misma, lo que fue eso de no contar con la presencia de su padre, y de acercarse a él cuando ella a su vez ya era madre, comprendiendo que la vida es un sistema de deudas y legados que nos caen por azar.
Cada fragmento de recuerdo o capítulo con el que se construye esta novela es redondo en sí mismo; contiene una historia completa, sensible y llena de color e intensidad. En estos, uno ve y huele y oye lo que fue ocurriendo durante los años de maduración de la autora, al tiempo que oye lo que de niña, adolescente y adulta pensaba y sentía.
En el conjunto de las historias hay una sensación de líneas asintóticas, de historias paralelas (una línea asintótica es una línea recta a la que una curva se aproxima indefinidamente, pero sin llegar a tocarla). Los que rodean a Male: su hermana, su abuela, su tío, sus compañeras del colegio y, principalmente, su padre— y ella, que, aunque no es el propósito del libro termina revelándose. Uno descubre a la autora en sus molestias, alegrías, rabias, desdichas, indiferencias y en su humor. No hay nada vanidoso ni pretensioso en lo escrito. Esa es una de las cosas más bellas y sorprendentes de este libro: que es una historia personal sin asomos de narcisismo. No hay ni un rastro de esa autocompasión calculada que se usa para engrandecerse. La desnudez de las historias y la belleza de la escritura hacen de esta novela una altamente poética y conmovedora.
Es un libro muy corto y concentrado que hace reír y hace llorar. Se quedan en mi recuerdo muchos momentos y situaciones, como el de la niña que “conoce” a su padre por una foto que está detrás de una puerta. Y ella conversa con esa fotografía. Ese padre platónico solo tiene cara y es muy buen mozo, pero luego ella lo conoce personalmente, y la realidad impone su peso. Se queda en mi recuerdo su “pecado mortal” de niña, y la frase, “Madre admirable, quita de mi alma tanta maldad”. Se queda, la espera frente a la habitación del moribundo y la solemnidad rota cuando el hombre, recién ungido por el sacerdote, la solicita para algo… para pedirle una Coca-Cola. La vida tiene estas ironías, estas pausas absurdas en medio del gran drama. Uno quisiera recordar todas las historias que Male Correa nos cuenta, cada una.
La novela me hizo pensar en el sufrimiento de los niños que se saben distintos. Las dos niñas no son iguales a las demás porque no tienen papá. Esta otra dimensión de la condición del huérfano. No es solo lo que no se tiene, que ya de por sí es doloroso, sino el dolor de la comparación, de carecer de algo que “todo” el mundo tiene. Me hace pensar en la compasión y en la amistad y en la generosidad del corazón.
Al final, la última reflexión es una epifanía que lo subvierte todo. No la contaré. Hay libros que se deben leer para eso, para entender que la realidad puede ser volteada por una idea. Esto es arte, es literatura.
Ana Cristina Vélez
Estudié diseño industrial y realicé una maestría en Historia del Arte. Investigo y escribo sobre arte y diseño. El arte plástico me apasiona, algunos temas de la ciencia me cautivan. Soy aficionada a las revistas científicas y a los libros sobre sicología evolucionista.