Es evidente: en estos días de fiestas, casi inevitablemente consumimos una mayor cantidad de calorías extras. Es difícil tener suficiente voluntad enfrente de tan apetitosas viandas. No comemos en las fiestas para saciar el hambre ni para suplir nuestras necesidades energéticas, comemos por placer, por la dicha de degustar alimentos y bebidas especiales, como los buñuelos, las natillas, los chocolates, la cerveza, el ron o el vino. Para esta forma de comer por placer, en 2007, el sicólogo clínico de la Universidad de Drexel, Michael Lowe, acuñó el término «hambre hedonista«.
El hambre hedonista se puede definir como el deseo imperioso de comer ciertos alimentos en ausencia fisiológica de su necesidad; es tener el estómago lleno y, sin embargo, sentir un deseo voraz de comer. Y cuando sucumbimos con frecuencia a este deseo, usualmente engordamos. Al consumir más calorías de las que necesitamos, algo del exceso se almacena en las células grasas, que se encuentran repartidas por todo el cuerpo. Cuando el organismo es sano, las células grasas crecidas en tamaño producen cantidades mayores de una hormona llamada leptina; esta viaja por el torrente sanguíneo y llega al hipotálamo, y el hipotálamo responde a su información liberando otra oleada de hormonas que reducen el apetito y aumentan la actividad celular. El objetivo es mantener el equilibrio y devolvernos a nuestro peso anterior. Además, en el intestino poseemos células que al detectar la presencia de alimentos secretan otras hormonas, como la colecistoquinina y el péptido YY, que se encargan de suprimir el hambre.
Los controles del apetito son muy complicados: se entrelazan con los sistemas de recompensa, ubicados en el cerebro, y el asunto de comer se puede convertir en un tipo de adicción. Pero es muy difícil volverse adicto a la lechuga; y en cambio, no lo es tanto, al chocolate, porque los alimentos muy dulces o grasos son extraordinariamente eficaces en cautivar los circuitos de recompensa del cerebro, de la misma manera que lo hacen la cocaína o el juego. En nuestro pasado evolutivo sentir un deseo enorme por la grasa y el azúcar nos trajo muchos beneficios. Estos alimentos eran escasos y proporcionaban muchas calorías de manera fácilmente extraíble, así que nuestro deseo por ellos favorecía indirectamente la supervivencia; pero ahora no es así: en el mundo moderno, solo favorecen la gordura.
Cuando tomamos de la bandeja un buñuelo recién frito, antes de ponerlo en la boca, ya estamos enviando señales a varias regiones del cerebro que producen dopamina. La dopamina nos hace sentir placer. Se han realizados estudios que muestran que al ver una cerveza fría, basta con verla para que las oleadas de placer nos inunden. Pero el placer desafortunadamente debe ser dosificado, pues de no hacerlo dejamos de responder a las cantidades normales del objeto de deseo y para sentir lo mismo necesitaremos cada vez dosis mayores. Comer en exceso y con frecuencia alimentos repletos de azúcares y grasas satura el cerebro de dopamina y nos adaptamos a esta; luego, con el tiempo perdemos sensibilidad a la dopamina y se reduce el número de receptores celulares que la reconocen y que responden a su neuroquímica. En consecuencia, el cerebro de los comedores hedónicos exige cada vez más cantidades de alimentos con azúcar y grasa para llegar al mismo umbral de placer. La respuesta a esta habituación es comer y comer más hasta que por fin regrese el bienestar. ¿Qué hacer entonces en las fiestas? Estas nos llevan al comportamiento hedónico.
Comer una porción abundante de verduras en la casa antes de salir para la fiesta.
Definir antes de empezar a comer qué comeremos y servir en un plato lo que se ha definido, para evitar repetir.
No comer pasantes que no hayamos puesto en nuestro plato.
Preferir la cerveza a las otras bebidas, al menos para iniciar, pues embucha y nos queda menos espacio para otras bebidas más calóricas.
Evitar en lo posible los alimentos que combinan azúcar y grasa, así como las harinas fritas: helados, tortas de queso, patés, buñuelos, papas a la francesa, chocolates y postres.
Y no olvidar de repetirnos: no repetir, no repetir, no repetir.